Receta para cocinar pastel de sueño de muertos (IV)
No quería que este numero de la revista se publicase sin la ansiada receta. Para que veáis que me lo tomo en serio, para que os deis cuenta de cuánto os respeto y procuro agradaros, sabed que pretendía conseguir unos frascos de necrosomnia y cocinar el pastel apuntando al tiempo fieles notas de todos los pasos. Pensaba tomar las correspondientes fotografías de cada etapa de la preparación, que ilustrarían y servirían de valiosa ayuda a quienes de vosotros os animarais a emularme. Fantaseaba con que el artículo, cuando se publicase, resultase una obra maestra de pedagogía culinaria y, a la vez, una presentación rigurosa, en lenguaje actual, de los pliegos amarillentos del XVIII que conservo en mi biblioteca. Sin duda, elucubraba yo, la difusión de la receta equivaldría al lanzamiento de una piedra en las tranquilas aguas de un estanque; todo habría de revolverse, empezando por la asfixiante monotonía que es mi vida en estos últimos meses.
Con tan buenas intenciones telefoneé a Gabriela para pedirle que me trajese a la Residencia mis preciados pergaminos para acometer su transcripción. Había pensado también que los dos juntos solicitásemos al Director el permiso y los medios para una expedición recolectora de necrosomnia; confiaba en las dotes persuasivas de mi amiga, máxime cuando no me había pasado desapercibida la atracción que hacia ella denotaba nuestro ilustre Fabián Weacock. Pero, inexplicablemente, nadie contestó a las muchas llamadas que hice a mi domicilio. Aclaro a mis lectores que cuando me trasladé (o me trasladaron, como prefiráis) a este Centro, encomendé a Gaby la custodia de mi casa y de los distintos bienes que en ella guardo. Sabía que la chica se había mudado allí, por eso era extraño que no cogiera el teléfono. Obviamente me preocupé y, tras bastante insistencia, logré que me llevaran hasta mi vivienda.
Vivo en una casona rural de gruesos muros de piedra a las afueras de un pequeño pueblo al sur de Madrid. Cuando llegamos, la cancela que separa el escaso jardín de la calle estaba entornada, pero no se apreciaba ningún signo de actividad en el interior de la vivienda. Toqué el timbre y esperé; nada. Golpeé el portón con la pesada y estruendosa aldaba y esperé; nada. Rodeé el edificio intentando atisbar a través de las cortinas corridas; nada. Sólo entonces me decidí a abrir la puerta principal con mi propia llave; intuía ya qué podía haber pasado. La vivienda estaba en silencio, las luces apagadas, las cosas ni ordenadas ni desordenadas; parecía que quienes allí vivieran podían volver en cualquier momento. Pasé al gran salón que he convertido en mi biblioteca. Evitando que mis acompañantes se percataran de lo que examinaba, comprobé enseguida que los legajos de la necrosomnia no estaban en su sitio. No me extrañó. Gaby tenía mis más severas instrucciones de que nunca dejara la casa sola con esos papeles dentro. Si había hecho lo que imaginaba, supuse que los legajos estarían custodiados por Waldo, el extravagante enano que ella solía presentar como primo suyo. Pero eso sólo lo sabía yo, y así debía seguir siendo. No era por curiosidad inocente que los empleados del ambicioso Weacock repasaban los volúmenes de mis estanterías.
Bajé al sótano, donde tengo instalado mi laboratorio. Como esperaba, sobre la gran mesa central vi varios recipientes con restos de soluciones de nitrato de plata, de hidróxido potásico, amoníaco ... Hacia un extremo de la tabla, dos de mis decantadores de vidrio destapados, vacíos de todo resto de necrosomnia. No hacían falta más datos, pero también estaba el gran espejo con su marco rococó de madera embadurnada en dorado, ese del que hace ya unos cuantos años Gabriela se prendó un domingo mañanero en el Rastro y que yo le regalé advirtiéndole, con gestos misteriosos, que sería el vehículo de muchas sorpresas (por aquél tiempo Gaby todavía ignoraba tantas cosas). Me acerqué al espejo y, distraídamente, lo enderecé lo suficiente para echar un breve vistazo a su dorso; en efecto, el azogue era nuevo, la película de plata se delataba resplandeciente.
Supongo que algunos de mis lectores habrán intuido qué había pasado, al menos en parte. No hacen falta muchos conocimientos de química aplicada para deducir que Gabriela había azogado el espejo con un nuevo plateado. Quien ignoré estos saberes elementales puede sin apenas esfuerzo consultarlos en la red. Diré simplemente que, desde mediados del siglo XIX, los espejos se fabrican cubriendo los reversos de láminas de vidrios con soluciones de plata metálica reducidas químicamente a partir de sales argénteas (nitrato, en mi caso). Antes se hacían recubriéndolos con una amalgama de mercurio y estaño. Si durante la preparación de la amalgama mercuriana se aportaba una determinada dosis de necrosomnia, el espejo adquiría unas muy especiales propiedades. Tales proporciones y procedimientos figuran detallados en mis pergaminos; mérito mío ha sido, tras varias pruebas, adaptarlos para el plateado de espejos. Hay que tener en cuenta que la especulación (entiéndase este vocablo como fabricación de espejos) con plata es mucho más cómoda que con mercurio. Los conjuros antiguos hemos de adaptarlos a las nuevas tecnologías sin que por ello pierdan su eficacia.
Pero bueno, me diréis, ¿qué especial propiedad tiene un espejo azogado con necrosomnia? Pues que se convierte en una "puerta" que, atravesándola, da acceso a la dimensión onírica universal. ¿Recordáis Alicia a través del espejo? Dejadme que os transcriba un párrafo del primer capítulo: "¡Ay, gatito, qué bonito sería si pudiéramos penetrar en la casa del espejo! ¡Estoy segura de que ha de tener la mar de cosas bellas! Juguemos a que existe alguna manera de atravesar el espejo; juguemos a que el cristal se hace blando como si fuera una gasa de forma que pudiéramos pasar a través. ¡¿Pero, cómo?! ¡Si parece que se está empañando ahora mismo y convirtiéndose en una especie de niebla! ¡Apuesto a que ahora me sería muy fácil pasar a través! –Mientras decía esto, Alicia se encontró con que estaba encaramada sobre la repisa de la chimenea, aunque no podía acordarse de cómo había llegado hasta ahí. Y en efecto, el cristal del espejo se estaba disolviendo, deshaciéndose entre las manos de Alicia, como si fuera una bruma plateada y brillante".
Muchos os acordaréis de cómo continúa el cuento; Alicia se introduce en un mundo onírico, lleno de símbolos psicoanalíticos, en el cual la niña vive aventuras muy emparentadas con las de la primera obra (en el País de las Maravillas). Lewis Carroll, por supuesto, era un chamán, uno de los mayores expertos de su época en todo lo relacionado con la necrosomnia. Sus recreaciones a modo de cuento infantil de los mundos oníricos proceden directamente de sus propias experiencias. Naturalmente, no hay que entender que este relato es verídico en términos de realidad física; el vidrio del espejo no pasa de un estado sólido a otro gaseoso, ni el cuerpo de la persona atraviesa materialmente nada. Sin embargo, la descripción que Carroll hace es rigurosamente verdad en cuanto a experiencia subjetiva. Ciertamente, cuando habiendo ingerido necrosomnia nos situamos ante un espejo así tratado y afirmamos la voluntad de atravesarlo, sentimos exactamente que su superficie se convierte en una bruma y que nuestro cuerpo la cruza. En un instante uno se ve en otro mundo en el que es capaz de sentirse físicamente. En nuestra dimensión material, no obstante, el cuerpo queda desvanecido ante el espejo mágico, a la espera de que el alma regrese y vuelva a insuflarle la vida.
Ahora bien, el cuerpo de Gaby no estaba a este lado del espejo. En teoría cabían tres explicaciones: o mi amiga no había pasado al otro lado del espejo, o lo había hecho pero ya había regresado, o seguía todavía dentro y alguien había retirado su cuerpo inerme de allí. Conociendo a Gabriela, me era indudable que había atravesado el espejo; no se habría tomado la molestia de preparar la solución de plata para no usarla, salvo por algún improbable impedimento de último minuto. Tampoco, sabiendo como era, parecía que hubiese vuelto y salido de la casa dejando el laboratorio como estaba. Así que, me inclinaba por pensar que todavía seguía al otro lado del espejo y que alguien había retirado su cuerpo. Esta hipótesis se desdoblaba en dos opciones: el cuerpo había sido retirado con o sin su consentimiento. Y a este interrogante no me veía capaz de responder con la suficiente certeza.
A estas alturas he de confesaros que yo sabía desde unos cuantos días antes que Gabriela iba a atravesar el espejo. En su anterior visita al Centro ella misma me lo había comentado; pensaba que podía ser una buena opción para solucionar nuestro problema. Yo, la verdad, no lo tenía tan claro y además su iniciativa me generaba inquietud. Aunque ella considerara mis recelos infundados, lo cierto es que no terminaba de confiar en Waldo y, al fin y al cabo, su participación era indispensable. Traté pues de que abandonara la idea, pero fue inútil. Desde esa tarde no había vuelto a tener noticias suyas así que, cuando la telefoneé sin éxito, sospeché que había cruzado el umbral y temí que algo hubiera fallado. Cuando luego, frente al espejo de mi laboratorio, la ausencia de su cuerpo fue un silencio atronador, el miedo empezó a anegar mis células.
Mis temores tenían motivos. No es que sea necesario que el cuerpo físico esté junto al espejo para que el cuerpo anímico, al salir del otro lado, se introduzca realmente en aquél. Las referencias a las leyes de la dinámica tienen un mero valor metafórico. En estricto sentido, la mente (el alma, si se quiere) está donde siempre, nunca se ha ido de la cavidad craneal. El cerebro, por decirlo de algún modo, se ha desconectado de los sensores que lo comunican con el “mundo real” y toda su actividad neuronal está vibrando en frecuencias oníricas, percibiendo otra dimensión de la realidad y siendo capaz de alcanzar interacciones en ella. Ahora bien, mientras casi todas las neuronas están inmersas en esa danza mágica de la percepción onírica, quedan siempre unas pocas que guardan, a modo de mecanismo reseteador de seguridad, unas referencias a la otra realidad. Tales referencias son, de hecho, muy similares a la metáfora del alma que entra y sale del cuerpo. Digamos que esas neuronas posibilitan el cambio de estado mental fijando la espacialidad del cuerpo inerme; la posición real de éste se convierte en una especie de ancla que evita la deriva excesiva de la actividad onírica y posibilita el regreso. Por eso, cuando una persona no encuentra su cuerpo donde se supone que ha de estar, puede producirse un shock neuronal con consecuencias imprevisibles para su funcionamiento cerebral. Este riesgo es tanto mayor cuanto menos experiencia tenga el sujeto en atravesar el espejo. Esta era la tercera vez que Gaby hacía tal viaje y la primera en que cruzaba sola.
Por otro lado, siendo optimista, cabía la posibilidad de que mi amiga hubiese acordado con el enano que llevase su cuerpo a otro lugar; bastaba con que antes de la entrada en la dimensión onírica ella supiese dónde iba a estar para que el tránsito a la conciencia del mundo real no presentase mayor dificultad que un despertar corriente. Pero en esos momentos lo único que tenía claro es que había de localizar a Waldo y, en mi particular situación, eso me exigía pedir ayuda (y permiso) a Fabián Weacock. Por supuesto, me daba perfecta y dolorosa cuenta de que el precio de esa ayuda (y permiso) sería darle información que habría preferido guardar para mí.
Pedí pues a mis dos acompañantes que volviésemos urgentemente al Centro porque la situación era grave y necesitaba hablar con el director. Así lo hicimos y, en cuanto llegamos, Weacock me recibió. Fue una conversación larga en la que, como había previsto, mi interlocutor no se conformó con evasivas. Al final, entre ambos habíamos trazado un plan de acción, cuyo primer movimiento es esta misma noche, dentro de apenas un par de horas. He dedicado este tiempo de espera, además de a intentar calmar mis nervios, a redactar estos párrafos para publicarlos en la revista. Sé que voy a confundir a mis lectores, pero es que ahora no puedo explicar mucho más y tampoco ese es el objeto de este artículo. Pretendo simplemente justificar la ausencia, un número más, de la receta del pastel de sueño de muertos. En estos momentos carezco de los papeles en los que está escrita y hay asuntos más urgentes que atender. Como podéis comprobar, las utilidades de la necrosomnia no se limitan a la gastronomía.
Os dejo este tema de Morricone, aires de western, que a mi juicio combina adecuadamente las sensaciones de ansiedad y nerviosismo con la intriga de la aventura que he de vivir. ¿Qué pasará?
Notas: La primera imagen corresponde a una calle de Chinchón (Madrid); la segunda está tomada de una web de subastas; la tercera son dos de los dibujos con que John Tenniel ilustró la obra citada de Carroll; la cuarta es la pintura "Mujer Dormida", obra de Fabrizia Braga Navarro; la última proviene de la web de arte contemporáneo de Mauricio Alarcón.
Con tan buenas intenciones telefoneé a Gabriela para pedirle que me trajese a la Residencia mis preciados pergaminos para acometer su transcripción. Había pensado también que los dos juntos solicitásemos al Director el permiso y los medios para una expedición recolectora de necrosomnia; confiaba en las dotes persuasivas de mi amiga, máxime cuando no me había pasado desapercibida la atracción que hacia ella denotaba nuestro ilustre Fabián Weacock. Pero, inexplicablemente, nadie contestó a las muchas llamadas que hice a mi domicilio. Aclaro a mis lectores que cuando me trasladé (o me trasladaron, como prefiráis) a este Centro, encomendé a Gaby la custodia de mi casa y de los distintos bienes que en ella guardo. Sabía que la chica se había mudado allí, por eso era extraño que no cogiera el teléfono. Obviamente me preocupé y, tras bastante insistencia, logré que me llevaran hasta mi vivienda.
Vivo en una casona rural de gruesos muros de piedra a las afueras de un pequeño pueblo al sur de Madrid. Cuando llegamos, la cancela que separa el escaso jardín de la calle estaba entornada, pero no se apreciaba ningún signo de actividad en el interior de la vivienda. Toqué el timbre y esperé; nada. Golpeé el portón con la pesada y estruendosa aldaba y esperé; nada. Rodeé el edificio intentando atisbar a través de las cortinas corridas; nada. Sólo entonces me decidí a abrir la puerta principal con mi propia llave; intuía ya qué podía haber pasado. La vivienda estaba en silencio, las luces apagadas, las cosas ni ordenadas ni desordenadas; parecía que quienes allí vivieran podían volver en cualquier momento. Pasé al gran salón que he convertido en mi biblioteca. Evitando que mis acompañantes se percataran de lo que examinaba, comprobé enseguida que los legajos de la necrosomnia no estaban en su sitio. No me extrañó. Gaby tenía mis más severas instrucciones de que nunca dejara la casa sola con esos papeles dentro. Si había hecho lo que imaginaba, supuse que los legajos estarían custodiados por Waldo, el extravagante enano que ella solía presentar como primo suyo. Pero eso sólo lo sabía yo, y así debía seguir siendo. No era por curiosidad inocente que los empleados del ambicioso Weacock repasaban los volúmenes de mis estanterías.
Bajé al sótano, donde tengo instalado mi laboratorio. Como esperaba, sobre la gran mesa central vi varios recipientes con restos de soluciones de nitrato de plata, de hidróxido potásico, amoníaco ... Hacia un extremo de la tabla, dos de mis decantadores de vidrio destapados, vacíos de todo resto de necrosomnia. No hacían falta más datos, pero también estaba el gran espejo con su marco rococó de madera embadurnada en dorado, ese del que hace ya unos cuantos años Gabriela se prendó un domingo mañanero en el Rastro y que yo le regalé advirtiéndole, con gestos misteriosos, que sería el vehículo de muchas sorpresas (por aquél tiempo Gaby todavía ignoraba tantas cosas). Me acerqué al espejo y, distraídamente, lo enderecé lo suficiente para echar un breve vistazo a su dorso; en efecto, el azogue era nuevo, la película de plata se delataba resplandeciente.
Supongo que algunos de mis lectores habrán intuido qué había pasado, al menos en parte. No hacen falta muchos conocimientos de química aplicada para deducir que Gabriela había azogado el espejo con un nuevo plateado. Quien ignoré estos saberes elementales puede sin apenas esfuerzo consultarlos en la red. Diré simplemente que, desde mediados del siglo XIX, los espejos se fabrican cubriendo los reversos de láminas de vidrios con soluciones de plata metálica reducidas químicamente a partir de sales argénteas (nitrato, en mi caso). Antes se hacían recubriéndolos con una amalgama de mercurio y estaño. Si durante la preparación de la amalgama mercuriana se aportaba una determinada dosis de necrosomnia, el espejo adquiría unas muy especiales propiedades. Tales proporciones y procedimientos figuran detallados en mis pergaminos; mérito mío ha sido, tras varias pruebas, adaptarlos para el plateado de espejos. Hay que tener en cuenta que la especulación (entiéndase este vocablo como fabricación de espejos) con plata es mucho más cómoda que con mercurio. Los conjuros antiguos hemos de adaptarlos a las nuevas tecnologías sin que por ello pierdan su eficacia.
Pero bueno, me diréis, ¿qué especial propiedad tiene un espejo azogado con necrosomnia? Pues que se convierte en una "puerta" que, atravesándola, da acceso a la dimensión onírica universal. ¿Recordáis Alicia a través del espejo? Dejadme que os transcriba un párrafo del primer capítulo: "¡Ay, gatito, qué bonito sería si pudiéramos penetrar en la casa del espejo! ¡Estoy segura de que ha de tener la mar de cosas bellas! Juguemos a que existe alguna manera de atravesar el espejo; juguemos a que el cristal se hace blando como si fuera una gasa de forma que pudiéramos pasar a través. ¡¿Pero, cómo?! ¡Si parece que se está empañando ahora mismo y convirtiéndose en una especie de niebla! ¡Apuesto a que ahora me sería muy fácil pasar a través! –Mientras decía esto, Alicia se encontró con que estaba encaramada sobre la repisa de la chimenea, aunque no podía acordarse de cómo había llegado hasta ahí. Y en efecto, el cristal del espejo se estaba disolviendo, deshaciéndose entre las manos de Alicia, como si fuera una bruma plateada y brillante".
Muchos os acordaréis de cómo continúa el cuento; Alicia se introduce en un mundo onírico, lleno de símbolos psicoanalíticos, en el cual la niña vive aventuras muy emparentadas con las de la primera obra (en el País de las Maravillas). Lewis Carroll, por supuesto, era un chamán, uno de los mayores expertos de su época en todo lo relacionado con la necrosomnia. Sus recreaciones a modo de cuento infantil de los mundos oníricos proceden directamente de sus propias experiencias. Naturalmente, no hay que entender que este relato es verídico en términos de realidad física; el vidrio del espejo no pasa de un estado sólido a otro gaseoso, ni el cuerpo de la persona atraviesa materialmente nada. Sin embargo, la descripción que Carroll hace es rigurosamente verdad en cuanto a experiencia subjetiva. Ciertamente, cuando habiendo ingerido necrosomnia nos situamos ante un espejo así tratado y afirmamos la voluntad de atravesarlo, sentimos exactamente que su superficie se convierte en una bruma y que nuestro cuerpo la cruza. En un instante uno se ve en otro mundo en el que es capaz de sentirse físicamente. En nuestra dimensión material, no obstante, el cuerpo queda desvanecido ante el espejo mágico, a la espera de que el alma regrese y vuelva a insuflarle la vida.
Ahora bien, el cuerpo de Gaby no estaba a este lado del espejo. En teoría cabían tres explicaciones: o mi amiga no había pasado al otro lado del espejo, o lo había hecho pero ya había regresado, o seguía todavía dentro y alguien había retirado su cuerpo inerme de allí. Conociendo a Gabriela, me era indudable que había atravesado el espejo; no se habría tomado la molestia de preparar la solución de plata para no usarla, salvo por algún improbable impedimento de último minuto. Tampoco, sabiendo como era, parecía que hubiese vuelto y salido de la casa dejando el laboratorio como estaba. Así que, me inclinaba por pensar que todavía seguía al otro lado del espejo y que alguien había retirado su cuerpo. Esta hipótesis se desdoblaba en dos opciones: el cuerpo había sido retirado con o sin su consentimiento. Y a este interrogante no me veía capaz de responder con la suficiente certeza.
A estas alturas he de confesaros que yo sabía desde unos cuantos días antes que Gabriela iba a atravesar el espejo. En su anterior visita al Centro ella misma me lo había comentado; pensaba que podía ser una buena opción para solucionar nuestro problema. Yo, la verdad, no lo tenía tan claro y además su iniciativa me generaba inquietud. Aunque ella considerara mis recelos infundados, lo cierto es que no terminaba de confiar en Waldo y, al fin y al cabo, su participación era indispensable. Traté pues de que abandonara la idea, pero fue inútil. Desde esa tarde no había vuelto a tener noticias suyas así que, cuando la telefoneé sin éxito, sospeché que había cruzado el umbral y temí que algo hubiera fallado. Cuando luego, frente al espejo de mi laboratorio, la ausencia de su cuerpo fue un silencio atronador, el miedo empezó a anegar mis células.
Mis temores tenían motivos. No es que sea necesario que el cuerpo físico esté junto al espejo para que el cuerpo anímico, al salir del otro lado, se introduzca realmente en aquél. Las referencias a las leyes de la dinámica tienen un mero valor metafórico. En estricto sentido, la mente (el alma, si se quiere) está donde siempre, nunca se ha ido de la cavidad craneal. El cerebro, por decirlo de algún modo, se ha desconectado de los sensores que lo comunican con el “mundo real” y toda su actividad neuronal está vibrando en frecuencias oníricas, percibiendo otra dimensión de la realidad y siendo capaz de alcanzar interacciones en ella. Ahora bien, mientras casi todas las neuronas están inmersas en esa danza mágica de la percepción onírica, quedan siempre unas pocas que guardan, a modo de mecanismo reseteador de seguridad, unas referencias a la otra realidad. Tales referencias son, de hecho, muy similares a la metáfora del alma que entra y sale del cuerpo. Digamos que esas neuronas posibilitan el cambio de estado mental fijando la espacialidad del cuerpo inerme; la posición real de éste se convierte en una especie de ancla que evita la deriva excesiva de la actividad onírica y posibilita el regreso. Por eso, cuando una persona no encuentra su cuerpo donde se supone que ha de estar, puede producirse un shock neuronal con consecuencias imprevisibles para su funcionamiento cerebral. Este riesgo es tanto mayor cuanto menos experiencia tenga el sujeto en atravesar el espejo. Esta era la tercera vez que Gaby hacía tal viaje y la primera en que cruzaba sola.
Por otro lado, siendo optimista, cabía la posibilidad de que mi amiga hubiese acordado con el enano que llevase su cuerpo a otro lugar; bastaba con que antes de la entrada en la dimensión onírica ella supiese dónde iba a estar para que el tránsito a la conciencia del mundo real no presentase mayor dificultad que un despertar corriente. Pero en esos momentos lo único que tenía claro es que había de localizar a Waldo y, en mi particular situación, eso me exigía pedir ayuda (y permiso) a Fabián Weacock. Por supuesto, me daba perfecta y dolorosa cuenta de que el precio de esa ayuda (y permiso) sería darle información que habría preferido guardar para mí.
Pedí pues a mis dos acompañantes que volviésemos urgentemente al Centro porque la situación era grave y necesitaba hablar con el director. Así lo hicimos y, en cuanto llegamos, Weacock me recibió. Fue una conversación larga en la que, como había previsto, mi interlocutor no se conformó con evasivas. Al final, entre ambos habíamos trazado un plan de acción, cuyo primer movimiento es esta misma noche, dentro de apenas un par de horas. He dedicado este tiempo de espera, además de a intentar calmar mis nervios, a redactar estos párrafos para publicarlos en la revista. Sé que voy a confundir a mis lectores, pero es que ahora no puedo explicar mucho más y tampoco ese es el objeto de este artículo. Pretendo simplemente justificar la ausencia, un número más, de la receta del pastel de sueño de muertos. En estos momentos carezco de los papeles en los que está escrita y hay asuntos más urgentes que atender. Como podéis comprobar, las utilidades de la necrosomnia no se limitan a la gastronomía.
Os dejo este tema de Morricone, aires de western, que a mi juicio combina adecuadamente las sensaciones de ansiedad y nerviosismo con la intriga de la aventura que he de vivir. ¿Qué pasará?
Notas: La primera imagen corresponde a una calle de Chinchón (Madrid); la segunda está tomada de una web de subastas; la tercera son dos de los dibujos con que John Tenniel ilustró la obra citada de Carroll; la cuarta es la pintura "Mujer Dormida", obra de Fabrizia Braga Navarro; la última proviene de la web de arte contemporáneo de Mauricio Alarcón.
CATEGORÍA: Ficciones