jueves, 28 de febrero de 2008

Desbarrando sobre la evolución de las palabras

La analogía ente el lenguaje y la biología es tentación difícil de esquivar. Contemplar los fonemas, las palabras, las frases y pensar en células, órganos y organismos casi es un automatismo. Descubrir cómo estos componentes del lenguaje interactúan diacrónica y sincrónicamente despierta, a poco que se tenga una mínima sensibilidad, embelesos parecidos a los que genera la observación de la Vida. Bucear en la etimología se me asemeja a rastrear en la evolución de las especies y, ciertamente, la lingüística fue radicalmente transformada a raíz de los postulados evolucionistas de las ciencias naturales.

Un mecanismo adaptativo frecuente en la evolución de las palabras es, por ejemplo, el de la eufonía. Eufonía, del griego, significa buen sonido (cacofonía justamente lo contrario). Así, muchos de los cambios que sufren las palabras a lo largo del tiempo (provenientes de un idioma madre o en el seno del propio) se deben a que, en su forma evolucionada, “suenan mejor”. Podríamos diferenciar los que responden a una facilitación del habla pero, en el fondo, ¿no son acaso lo mismo? Porque, normalmente, una palabra nos sonará mejor cuanto menos difícil sea de pronunciar. En todo caso, lo que me interesa destacar es que la eufonía funciona “adaptativamente” ya que una palabra que suena mejor, que se pronuncia más cómodamente, parece mejor dotada para la supervivencia en el “ecosistema” de los hablantes.

En los manuales de etimología se sistematizan las distintas alteraciones de letras por motivos eufónicos, tales como la conmutación (por ejemplo la o que muda en e en el vocablo latino fronte), la trasposición (viuda desde vidua), la adición (bástenos la vocal inicial añadida a tantos términos latinos que comienzan por s líquida: escorpión desde scorpione), y la supresión (la i de amabile desaparece, como la d de credere). Lo curioso es que los mecanismos eufónicos, como otros que operan en la evolución de las palabras, pueden invertir su sentido y así, por ejemplo, una supresión previa anularse posteriormente con una adición (ejemplo es la palabra donde que se acortó hasta do, la forma más habitual en los siglos XVIII y XIX, para recuperarse nuevamente el término “largo”).

Probablemente, entre las evoluciones conmutativas de las palabras castellanas, la más popular es la que cambiaba las efes por haches (¿o deberíamos considerar esta alteración entre las supresiones toda vez que la h es muda? nooooo). Todos sabemos que hasta no hace mucho (incluso en el siglo de oro) todavía eran abundantes los vocablos que mantenían la antigua f de sus ancestros latinos (fazer, fermoso, fierro, etc). No sé si el enmudecimiento de la f se explica por mecanismos eufónicos (a mí, por ejemplo, me gusta más fierro, como se dice en algunos países americanos); lo cierto es que este “salto evolutivo” afectó a muchas “especies” pero no siempre se aplicó sobre todos los diversos “géneros” que las componían, de modo que algunas palabras siguieron su evolución sin sustituir la f primigenia por la h. La “especie” más fecunda a este respecto la conforman la multitud de palabras derivadas del venerable facere latino; a bote pronto, tenderíamos a pensar que la f del primer romance fue abolida sin remedio y las especies con ese genotipo se extinguieron; si meditamos un momento contabilizaremos, no obstante, una pléyade de derivados del facere original que han mantenido la f en el castellano actual (afectar, confeccionar, beneficio, efectuar, fechoría, infección, perfecto, y muchas más).

Ese “salto evolutivo” aplicado parcialmente sobre un conjunto de términos con la misma raíz y, consecuentemente, estrecho parentesco semántico, posibilita divergencias evolutivas formales que, a su vez, suelen reforzarse con progresivas diferenciaciones semánticas. Y aquí vendría a cuento el obsoleto debate entre forma y función que, en las burdas analogías con que me estoy entreteniendo, plantearía simplistamente con el dilema del huevo y la gallina. Tiendo a pensar que, en la mayoría de los casos, son las formas existentes (las palabras como composiciones concretas de fonemas) las que van ampliando sus significados con los requerimientos del uso. Me parece que son menos abundantes los neologismos, palabras creadas expresamente para dar nombre a conceptos nuevos, a través de técnicas que recuerdan las propias de la ingeniería genética. Pero podría ocurrir con cierta frecuencia que la excesiva inflación semántica de algún término fuera un incentivo más para propiciar su evolución morfológica, dando origen a dos o más palabras derivadas, cada una con significados más específicos. Sin embargo, intuyo que lo más habitual haya sido que la propia evolución formal, al ampliar el catálogo de palabras, permitiera que uso de los hablantes matizara los significados, como ocurre con especies de antepasados comunes que evolucionan en ecosistemas diferentes.

Se me ocurrió escribir este post curioseando con la palabra horma (molde con que se fabrica o forma algo). No es difícil descubrir que proviene de la palabra latina forma (a su vez derivada por trasposición de letras de la griega morphé), exactamente igual a la castellana. Pareciera que este grupo de palabras emparentadas resistió bien al enmudecimiento tardomedieval de las efes; quizás las más notables entre las afectadas sean las relacionadas con la palabra hermoso (que, pese a sus aparentes distancias semánticas, comparte el mismo origen). Horma, en cambio, se me antoja un caso singular porque es la aplicación simple del “salto evolutivo” comentado dando a luz un término con un significado muy específico frente al mucho más amplio contenido semántico de la palabra madre, que continua existiendo con bastante más fecundidad y abundancia que su derivada. Para colmo, el gen de la h se ha mostrado en este ejemplo algo recesivo ya que, debido seguramente a la progresiva degradación de los oficios, el vocablo horma va poco a poco cayendo en el desuso. ¿Quién guarda ya sus zapatos, por ejemplo, embutiéndoles las correspondientes hormas como antaño hacían las familias pudientes?

Pero, a partir de mi curioseo sobre las hormas, descubro un fenómeno evolutivo de nuestra lengua que desconocía y que me asombra. Tenemos la tendencia a pensar que las transformaciones de las palabras, las que nos aclaran los diccionarios etimológicos, se manifiestan formalmente en sus grafías, olvidando los cambios en la pronunciación de las mismas. Pues resulta que la pronunciación de las letras también ha sufrido transformaciones importantes (y no me estoy refiriendo a las variaciones geográficas que apreciamos hoy en el español hablado). Si, por ejemplo, leyéramos en voz alta los siguientes versos del principio del Cantar del Mio Cid (poema que es un magnífico ejemplo para maravillarse ante la evolución de nuestra lengua en estos ochocientos años)

Mio Çid Ruy Diaz por Burgos entraba,
En su compaña, sesaenta pendones; exienlo ver mugieres y varones:
Burgueses y burguesas por las finiestras son

Plorando de los ojos, ¡tanto habian el dolor!

De las sus bocas todos decian una razon:

¡Dios que buen vasallo! ¡Si hobiese buen Señor!


es probable que a un oyente del siglo XIII le costara entendernos. Los sonidos de la z, x, j y g (y seguro que también otros) eran distintos de la pronunciación actual. De hecho, según leo, pese a que para esa época ya podían considerarse claramente diferenciadas las lenguas romances, había mucha más homogeneidad fonética entre ellas. La z sonaba mucho más suave (rechinante y no ceceosa, dicen por ahí), la x era más o menos similar a la ch del francés (en chateau, por ejemplo); la j se decía igual que en catalán (Jordi). Está aceptado que la evolución de estos fonemas hacia una pronunciación bastante más “dura” (que, a mi juicio, es uno de los más notables rasgos diferenciadores del castellano frente a las restantes lenguas romances) es debida a la influencia árabe. Pero lo curioso es que la mudanza fonética no arraigó hasta bien avanzado el XVI, en torno a un siglo después de que el pobre Boabdil hiciera entre lloros las maletas. Como si el propiciador del “salto evolutivo” (en este caso afectando a la pronunciación) hubiese permanecido inactivo durante bastante tiempo para mostrar sus efectos cuando parecía que ya no había motivo.

Desde la generalización del cambio fonético (ya en el XVII) pasó todavía algún tiempo hasta que se produjeran, como efecto cascada, algunos cambios en la grafía de las palabras. Los hubo en los dos sentidos posibles: palabras que mantuvieron la letra cambiando su pronunciación y palabras que cambiaron la letra para adecuarla a la nueva pronunciación. Fantaseo sobre esos tiempos (apenas distantes en la historia) de grafías y pronuncias indecisas y me figura una batalla entre la x y la j en la que la primera, pobrecita mía (albergo motivos personales para tenerle cariño), fue absolutamente derrotada. Cuántas sílabas con la suave x de musicalidad provenzal fueron transmutadas brutalmente por el sonido de la j (compárese por ejemplo el dexar medieval con el dejar de la actualidad). De poco hubo de valerle a la frágil aspa reclamar, a modo de agravio comparativo, que los antiguos fonemas con j no eran sustituidos por elles (y así diríamos ollos como pronunciaba el Cid y han seguido haciendo los portugueses); la j se impuso con su fuerte voluntad expansiva, admitiendo escasas concesiones (que tienden a desaparecer como arcaísmos) que mantienen el signo pero con el sonido de la vencedora (México, por ejemplo).

Y hasta aquí este entretenimiento etimológico. Que me disculpen biólogos y lingüistas por el atrevimiento de un lego, pero se trata de pasar el rato.

CATEGORÍA: Entretenimientos gramaticales

martes, 26 de febrero de 2008

Historia verdadera de amor/desamor y sexo (VII)

A Eva

Me pide Eva, en un comentario a mi anterior post, que retome la historia de mis amigos Laia y Zenón. Hay personas cuyas peticiones es un placer atender, así que vamos allá.

La verdad es que casi toda la parte “jugosa” de la historia está ya contada. Por seguir el orden cronológico debería aprovechar este post para publicar el texto que Laia escribió relatando su experiencia sexual con Filipe. Sé que a Eva le gustaría que lo hiciese pero, por diversos motivos, no lo veo procedente de momento. Sí me gustaría referirme al impacto emocional y psíquico, además del estrictamente físico, que supuso para Laia sentir, por primera vez en su vida, un orgasmo. Porque ese impacto fue el desencadenante de profundos cambios en su forma de pensar y, específicamente, en su actitud respecto a su relación con Zenón.

Algunas comentaristas se sorprendieron (Amanda incluso se indignó) de que Laia no hubiera nunca tenido orgasmos. Ya contesté entonces que no me parece algo insólito y que conozco más de un caso de mujeres (todas entre cuarenta y cincuenta años) en la misma situación que mi amiga. De hecho, y aunque a este tipo de estadísticas no se les puede exigir demasiada fiabilidad, parece que en torno al 10% de las mujeres sexualmente activas son anorgásmicas primarias (las que nunca han tenido un orgasmo) y, obviamente, un porcentaje bastante mayor son (al menos en determinadas épocas) anorgásmicas secundarias. Y conste que no suman la multitud de mujeres que tienen orgasmos en un porcentaje relativamente bajo de las relaciones sexuales que mantienen; ni tampoco se cuentan entre las anorgásmicas aquéllas que nunca tienen orgasmos en pareja aunque sí saben proporcionárselos a sí mismas.

Como es más que sabido, salvo un pequeñísimo porcentaje debido a causas orgánicas, la anorgasmia obedece a razones de índole psicológica (de ahí que Amanda ofreciese a Laia sus servicios profesionales). Tiene mucho que ver con dos factores fundamentales: prejuicios muy arraigados (casi nunca conscientes) respecto al sexo y falta de comunicación con la pareja (ligada en gran medida a los mismos prejuicios). Habría que añadir, aunque sea también una consecuencia de los prejuicios, una falta de conocimiento del propio cuerpo. Todas estas circunstancias, como ella misma me confesó, se verificaban en Laia.

Me contó, por ejemplo, que nunca se había masturbado. Lo había “probado” alguna vez, pero no pasaron de meros ensayos titubeantes que abortó antes de obtener cualesquiera consecuencias fructíferas. En esas ocasiones sentía, me dijo, una mezcla de vergüenza, culpa y ridículo que le imposibilitaban la relajación imprescindible para dejar a su cuerpo activar los sensores del placer, para darse permiso a sentir físicamente. Era, son sus palabras, como si una parte de su cerebro la recriminara. Puedo comprender perfectamente la dificultad (mejor, la imposibilidad) de sentir placer cuando sometes esas sensaciones a una profunda represión.

En las relaciones sexuales, desde sus inicios (había tenido tres parejas sexuales antes de Zenón), Laia se excitaba y, de hecho, disfrutaba enormemente con las caricias y los besos. Curiosamente, la intensificación de la excitabilidad no proseguía cuando era tocada en la zona genital ni tampoco con la penetración. No es que le molestara, también le gustaba; sin embargo, sentía que su libido no se desplegaba con la misma espontaneidad, que algo en su cerebro se alertaba y “cortaba” el abandono erótico que llevaba hasta esos momentos. Aun así, disfrutaba mucho, antes de casarse y durante los primeros años con Zenón, de los coitos, sobre todo cuando la penetración iba acompañada de estrechos abrazos e intensos besos que la hacían sentirse muy unida al hombre a quien amaba. En cierta medida, pensaba ella, sublimaba su excitación sexual (y la justificaba) en amor. Y las satisfacciones que obtenía de recibir y dar amor compensaban, eso cree, las ausencias orgásmicas. De otra parte, me dijo, lo pasaba bien en términos físicos y, al menos en esos primeros años, no se quedaba con “ganas de más” (al menos no sentía claramente esa falta). Al fin y al cabo, es difícil añorar lo que no se conoce.

Avanzado su matrimonio, no obstante, las cosas empezaron a cambiar. Laia me señaló el fracaso de sus intentos de maternidad como un punto de inflexión de su vida conyugal. Algo, cree ella, tuvo que quebrarse en esas capas profundas del cerebro abriendo una pequeña rendija por la que empezaron a filtrarse algunas insatisfacciones reprimidas. Aun así, no puede decirse que llegara a hacerse reflexiones conscientes, autoanálisis explícitos sobre su sexualidad (eso no ocurriría hasta la experiencia con Filipe y en ese proceso sigue actualmente); pero sí empezó a expresar, confusa y contradictoriamente, sus disgustos respecto al sexo. También es verdad que, tras siete u ocho años de convivencia, el entusiasmo amoroso había decaído en ambos y el erotismo mutuo, entendido como incentivo vivificador, estaba en cotas muy bajas. Todos sabemos del efecto erosivo de la cotidianeidad.

Me contó (y yo lo he vivido) que el sexo se había convertido en algo monótono, las más de las veces provocado sin estímulos “mentales” a iniciativa de Zenón. El propio Zenón, notaba ella, se lo tomaba como una mera resolución de sus necesidades biológicas, por más de que siempre tratara de mantener unos mínimos en cuanto al “envoltorio”. En lo que se refiere a los aspectos de estricto comportamiento sexual, su marido fue reduciendo cada vez más la diversidad de las prácticas y acortando los tiempos de ejercicio. Por su parte, como reacción, como causa o, lo más probable, como ambas cosas contribuyendo a un proceso que se retroalimentaba, cada vez más ella fue desarrollando una apatía hacia el sexo que inevitablemente era percibida por Zenón.

Ambos se dieron cuenta de que su vida sexual se estaba degradando y tímidamente intentaron afrontarlo, hablar de ello. Laia me reconoció que fue su marido quien más esfuerzos hizo en esa línea, aun cuando él también arrastraba trabes psicológicos que se lo dificultaban mucho. Ella, en todo caso, no se lo puso fácil ya que lo que más hizo fue imputarle (explícita e implícitamente) la pérdida de calidad de las relaciones sexuales. Le dijo, entre otras cosas, que “ya” no sabía cómo hacerla disfrutar, que sólo se concentraba en su propio placer. Pese a todo, Zenón, durante un periodo no muy largo, intentó “innovaciones”, buscando que Laia recuperase la motivación y también animarse él mismo. Por ejemplo, un día apareció con un kit de vibradores; me lo enseñó una semana después de haberlo comprado, me dijo Laia; el tiempo que había tardado en atreverse a planteármelo. Esta anécdota puede dar una idea de la potencia de los prejuicios de ambos para alcanzar una comunicación productiva sobre sexo.

Lo cierto es que todos los intentos de revitalizar la vida conyugal fracasaron. Ninguno demostró ser muy ducho en estos asuntos. Zenón no lo intentó con demasiadas ganas ni tampoco con mucho arte. Pero –Laia lo reconoció- ella tampoco le facilitó nada la tarea. Baste comentar que lo primero que le dijo a su titubeante marido cuando le mostró los consoladores era que eso a ella no le gustaba. Su comportamiento fue eminentemente pasivo, esperando que su marido encontrara los resortes adecuados para motivar su sexualidad, pero sin apenas aportarle pistas. Cree ella que, seguramente, porque ni siquiera las conocía y, además, porque seguían funcionándole esos oscuros mecanismos internos que reprimían cualquier intento de conocerlas. En el fondo, me dijo, me estaba defendiendo de mi misma, de mis miedos y traumas que llevaba desde niña; al mismo tiempo, dirigía a Zenón un grito mudo de auxilio, confiando en ese estúpido dicho de que no hay mujer frígida, sino hombres incompetentes.

Esa etapa de intentos de solucionar el problema, nunca explícitamente planteada como tal ni tampoco abordada con el suficiente compromiso, fue diluyéndose hasta morir sin necesidad de certificado de defunción. Ambos asumieron (tampoco explícitamente) una especie de resignación sexual. Resignación que abarcaba también otros aspectos de su vida matrimonial, como es frecuente en tantas parejas con unos cuantos años a sus espaldas. Como en todo, entre la apatía estrictamente sexual y la apatía generalizada de la convivencia hay relaciones de retroalimentación, se refuerzan mutuamente sin que ninguna pueda considerarse sólo causa o sólo consecuencia de la otra. El caso es que así fue evolucionando el matrimonio durante los últimos años. Cada uno de los cónyuges, para sí mismo, buscaba el acomodo de sus emociones y carencias en una vida cotidiana más o menos bien engrasada.

Tal como lo cuento me imagino que habrá quien opine que es triste una pareja así. Me abstengo aquí de hacer juicios de valor; lo que sí puedo decir es que Laia me narraba su historia con una admirable neutralidad plenamente compatible con manifiesta ternura hacia esa mujer y ese hombre que habían sido ellos unos meses antes de nuestra conversación. Quizás no éramos felices, me dijo, como nos cuentan que es la felicidad en las novelas rosas; quizás incluso habíamos levantado entre nosotros barreras que nos alejaban y distábamos mucho de mantener una relación sincera, honesta. Pero, a la vez, sentíamos que nos teníamos el uno al otro, como si fuéramos dos náufragos indefensos aferrados cada uno al tronco que nos mantenía a flote; y ese tronco era lo más consistente que cada uno tenía. Nos necesitábamos, insistió, para protegernos de nosotros mismos, de nuestros miedos. Desde esas condiciones (que ninguno se sentía capaz de superar), nuestro matrimonio era el marco más idóneo para intentar ser felices. Y en esas condiciones, concluyó, ten por seguro que ambos nos amábamos.

Pero el grado de aceptación de Zenón no era tanto como el de Laia. Ya he contado que él me dijo (y he de creerle) que pretendía enfrentarse a esa relación degradada, ya fuera por propio convencimiento o como resultado del impacto psicológico que le produjeron sus “pulsiones homoeróticas”. Sin embargo, eso no llegó a ocurrir porque Laia descubrió el secreto de su marido y reaccionó como describí en posts anteriores. Tuvo que pasar ella por su propia catarsis, que inició la experiencia con el gigoló brasilero, para ser capaz de enfrentarse a si misma, para atreverse a dar la vuelta, a poner a la luz, sus prejuicios. Durante estos últimos meses a ambos les han ocurrido más cosas. Unas cuantas “externas”, pero las más importantes han sido las que están sucediendo en el interior de sus cerebros. Y, como sagazmente intuyó Lukre, esos replanteamientos personales necesariamente habían de conducir, a cada uno por su lado, a volver a mirar, ahora con otros ojos, su relación pasada y también a su cónyuge.

Bueno, como siempre me ocurre, me he alargado sin llegar a tocar el tema que pretendía: el impacto que supuso para Laia el encuentro sexual con Filipe. Hay también otros asuntos que contar, pero de momento lo dejo aquí. Puedo adelantar (para las curiosas) que Zenón y Laia siguen, a fecha de hoy, separados. No me atrevo a pronosticar si volverán a ser pareja pero lo que es cierto es que cada uno está aprendiendo a nadar por sí sólo, una vez que hubieron de soltar los leños. Pese a estar separados y viviendo cada uno sus propias experiencias, han iniciado, titubeantes y tímidos, acercamientos sinceros, tratando de desmontar esas barreras, y admitiéndose mutuamente lo mucho que se aman. Es sin embargo un proceso difícil y de resultados inciertos en el que, dicho sea de paso, el sexo juega un papel relevante. En el caso de Laia y Zenón (no estoy para nada generalizando) no hay marcha atrás y cualquier posible recuperación de la relación entre ellos (no necesariamente de pareja) para ineludiblemente por que sean capaces de follar (entre ambos) alegres, libres y desinhibidos.


CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras

sábado, 23 de febrero de 2008

Soy anticlericalista

A Júbilo Matinal

El laicismo -dice la Wikipedia- es la doctrina que defiende que la sociedad debe ser aconfesional; es decir, que las creencias y (sobre todo) prescripciones religiosas no deben imponerse como normas de organización social. En teoría (de boca para fuera), en todos los países occidentales (excluyendo el Vaticano) nadie discute el laicismo; en la práctica, muchos cristianos y, desde luego, muchos miembros de la jerarquía eclesiástica, distan mucho de estar convencidos de su conveniencia.

El anticlericalismo -también recurro a la Wikipedia- es un laicismo combatiente y activo que pretende suprimir la influencia de las instituciones religiosas en los asuntos políticos. Debido a los excesos violentos que en la historia han tenido los movimientos anticlericalistas (pensemos por ejemplo en las quemas de iglesias en la España republicana), esta "ideología" está teñida de connotaciones negativas, mientras que el laicismo se presenta como "políticamente correcto". Sin embargo, en mi opinión, el anticlericalismo va indisolublemente unido al laicismo: si uno piensa que la sociedad no debe organizarse en función de creencias religiosas, ha de oponerse a los intentos de la Iglesia en ese sentido.

Conviene aclarar -por más que debería ser obvio- que laicismo y anticlericalismo no están vinculados a las creencias personales. Se puede (es más, se debe, diría yo) ser laicista (e incluso anticlericalista) siendo católico, por más que, si entendemos que para ser católico hay que acatar las directrices de la Iglesia, esto resulte muy complicado en la práctica. Sin embargo, conozco sinceros creyentes que son también laicistas convencidos. Este post, por tanto, aunque declare mi posicionamiento anticlericalista, no discute, ni siquiera implícitamente, sobre las creencias religiosas de nadie.

Las creencias religiosas son en muchos humanos una necesidad subjetiva básica; creer en Dios (en un Dios bueno y a "nuestra imagen y semejanza") y, sobre todo, en la vida eterna, nos consuela, da sentido a nuestras existencias y colma las ansias de trascendencia, la repugnancia ontológica de nuestras conciencias a la nada. La Iglesia es una institución humana (prescindiendo, por irrelevante, de su presunta fundación por Cristo) que, en el ámbito del catolicismo, se erige como la única "satisfactora" de esas necesidades humanas de trascendencia (religiosas) y, "a cambio" de satisfacerlas, exige a los creyentes comportamientos determinados en la sociedad.

No me gusta demasiado una institución que (y así ha sido desde Constantino el Grande) se aprovecha de las necesidades de las personas (especialmente de las de los más débiles) para convertirse en una impresionante maquinaria de poder. No obstante, estaría dispuesto a admitir la legitimidad de la Iglesia para pedir a los cristianos que se comporten de determinadas formas en la sociedad, aceptando que esos comportamientos requeridos son los consecuentes con las creencias católicas. Es decir, no discutiría tal ilación entre creencia y comportamiento porque, simplemente, no me incumbiría. Lo cual no es óbice para que recomendara a quienes sí les incumba (los católicos que aceptan lo que dice la Iglesia) a que se preguntaran sobre la coherencia entre sus creencias y muchos de los comportamientos que la Iglesia les pide (y, sobre todo, les prohíbe).

Pero la Iglesia no se conforma con eso y lo que quiere es que la sociedad se organice para que sólo quepan los comportamientos que ella entiende buenos. Obviamente ya no tiene la capacidad de imponer una organización social "cristiana", como durante el 95% de su historia en los países occidentales. Ya no puede obligar a todos a pertenecer a ella y a respetar sus normas, como ha sido hasta hace muy poco. Pero sigue empleando su aun impresionante poder para condicionar el ejercicio del derecho de las personas a organizarse independientemente de las creencias religiosas. La única "injerencia" de la Iglesia en la vida social que, a mi juicio, debería admitirse sería la que tuviera por objeto evitar persecución religiosa; oponerse a cualquier decisión política, por ejemplo, que implicara ciertamente la imposibilidad de los cristianos de comportarse como creen que deben hacerlo (siempre, claro está, que tales comportamientos no sean socialmente inadmisibles, que en la actualidad no es el caso). Sin embargo, la casi totalidad de las injerencias de la Iglesia en el debate político no se justifican en lo anterior; lo normal, por el contrario, es que quieran que la sociedad no permita a nadie (católicos o no) lo que a ellos no les gusta.

La Iglesia es pues, a mi modo de ver, profundamente antilaicista. Probablemente lo son todas las "iglesias", es decir, todas las instituciones que "organizan" las creencias religiosas y agrupan normativamente a sus creyentes. Sin duda, el Islam lo es muchísimo más que el Catolicismo (al fin y al cabo, tiene 600 años de retraso). Pero estoy hablando de la Iglesia Católica, que es la que nos toca de cerca. Yo diría que la Iglesia es "necesariamente" antilaicista, hasta el punto de que su propia existencia (al menos tal como históricamente ha sido constituida) está vinculada a su "vocación" de ordenar éticamente, desde su dogmática religiosa, la sociedad. (Aunque sospecho que esta vocación eclesial no es sino la excusa de muchos jerarcas para consolidar la más magnífica institución de poder que ha conocido la historia de Occidente).

Hace poco, oí a algún representante de alguna de estas múltiples organizaciones "cívicas" defensoras de la familia (o similar), justificar el derecho de la Iglesia a intervenir en el debate político toda vez que la Política ha entrado en aspectos morales, que sí son de la incumbencia de la Iglesia. Al margen de distinciones académicas entre moral y ética, lo que subyace en esta declaración (ambigua y demagógica como casi todas) es el convencimiento de que corresponde a la religión (y, en concreto, a la Iglesia) vertebrar moralmente la sociedad; que la Iglesia posee el "derecho" (¿divino?) de cualificar la bondad o maldad ética de las normas sociales y que, consecuentemente, éstas han de supeditarse a ese juicio. Pues no, en una sociedad laica, la discusión ética debe ser aconfesional.

Ese "antilaicismo esencial" de la Iglesia Católica ya no se ejerce, como antaño, con métodos brutalmente directos, gracias al progreso ideológico vivido desde la Ilustración. Ahora se ejerce con declaraciones demagógicas y maniobras más o menos ocultas (en las que se mueve mucho dinero); pero, sobre todo, se ejerce mediante el adoctrinamiento de millones de católicos. Y digo adoctrinamiento procurando no molestar a Júbilo Matinal, pero es que no se me ocurre otra palabra. Adoctrinar es inculcarle a alguien determinadas ideas o creencias y es bastante incompatible con fomentar el pensamiento crítico, con enseñar a desarrollar el raciocinio. Contestando al comentario de Júbilo Matinal a mi post anterior le diré que sí creo, de verdad, que los "argumentos" de tantas personas como la Mercedes del debate de CNN+ están directamente relacionados, no con sus creencias religiosas (que poco tiene que ver con ellas que los homosexuales adopten), sino con las posiciones "morales" de la Iglesia. Así pues, a mi modo de ver, la Iglesia, a través de su potentísima influencia sobre un muy significativo número de ciudadanos, debilita no sólo el laicismo sino también a sus propios feligreses (en términos intelectuales y cívicos).

De otra parte, estoy también convencido de que la Iglesia no tiene remedio; está condenada a ser siempre contraria a la organización laica de la sociedad. Desde luego hay cristianos, incluso sacerdotes, que personalmente consideran que la Iglesia debe abstenerse de injerir en la vida política. Pero ésta, como institución, nunca lo admitirá de verdad porque, si lo hiciera, dejaría de tener sentido. Aunque soy escéptico, cabría discutir el eventual sentido de una institución para organizar las creencias de las personas, desvinculada completamente del debate cívico. Pero sería una Iglesia radicalmente distinta de la que se ha ido configurando a lo largo de su historia; tanto que habríamos de llamarla de otra manera.

La Iglesia real (no la Iglesia de "todos somos Iglesia" a que se refiere Amy, sino la de la jerarquía) ha sido una de las fuerzas fundamentales de la historia occidental y, siempre en mi opinión, muy poco bien ha hecho a la humanidad. Es más, me atrevo a sostener que, probablemente, mejor nos habría ido si la Iglesia no hubiera existido. Pero como eso es historia-ficción, permítaseme declarar que en el balance histórico considero que la Iglesia ha hecho muchísimo más mal que bien. Añado que los grandes avances, no sólo en el conocimiento, sino incluso éticos de la humanidad se han producido las más de las veces, a pesar de la Iglesia. No debería ser necesario añadir que ello no impide que haya habido infinidad de personas pertenecientes a la Iglesia que se cuenten entre los humanos más excelsos. Pero estos personajes que enaltecen nuestra especie no fueron lo que fueron gracias a la Iglesia (aunque creyeran en la santidad de ésta) y es más que seguro que igual lo habrían sido sin Iglesia (y, a lo mejor, con menos dificultades; por citar un ejemplo, piénsese en San Francisco de Asis).

En este sentido, una de las características más sobresalientes de la Iglesia durante toda su historia ha sido la hipócrita y dañina habilidad con la que se ha apropiado de los grandes valores éticos para justificar comportamientos propios absolutamente opuestos. Que con los antecedentes de que disponemos todavía haya gente que crea que los grandes valores universales como el Amor o la Bondad tienen acogida "real" entre las jerarquías eclesiales no deja de sorprenderme. Y, sin embargo, es verdad que, como me recriminaba Júbilo Matinal, hay cristianos bienintencionados que sinceramente lo creen. Para mí es sino prueba más de lo perversa que ha sido y sigue siendo esa institución.

Creo pues que la Iglesia Católica es incompatible con una sociedad laica. Creo también que la Iglesia Católica, como institución, ha sido y sigue siendo mala para la humanidad en general y para sus propios feligreses en particular. No creo, por otra parte, que sea necesaria la existencia de instituciones como la Iglesia para que existan creencias religiosas; más bien pienso que la Iglesia contribuye a pervertirlas. Me queda la duda, eso sí, de si debido a nuestra inmadurez siguen siendo necesarias instituciones que nos digan lo que debemos creer y lo que no; me gustaría pensar que no pero, en todo caso, me temo que tales instituciones no contribuyen a que maduremos sino todo lo contrario. Por todos estos convencimientos (tan honestos como los de cualquiera) adquiridos a lo largo de mi vida (en la que no poco papel le ha tocado jugar a la Iglesia Católica), me declaro anticlericalista. Y defino mi anticlericalismo en un grado superior al que es mera consecuencia del laicismo, diciendo explícitamente que me gustaría que desapareciese la Iglesia Católica (y todas las Iglesias) porque creo que eso sería algo bueno para la humanidad.

Por supuesto, también me gustarían que desapareciesen muchas otras cosas. Cuestión distinta es que ni yo mismo me crea la viabilidad de mis deseos.

CATEGORÍA: Creencias y descreencias

jueves, 21 de febrero de 2008

Sobre la adopción por homosexuales

Veo muy poca tele; apenas el rato en que me siento a cenar en la mesa de la sala. Ayer pillé el debate de CNN+ sobre la adopción por homosexuales. Moderaba José María Calleja. A la izquierda de la pantalla, Jesús Santos, 35 años, presidente de GALEHI (Asociación de Familias de Gays y Lesbianas con Hijos e Hijas). A la derecha, Mercedes Coloma, presidenta de COFAPA (Confederación de Padres y Madres de Alumnos). No conocía a ninguno de ambos “contendientes” y lo primero que me llamó la atención fue lo encantadores y simpáticos que eran ambos: supereducados y supersonrientes, oye. Se tienen bien aprendidos los trucos del marketing televisivo: lo importante es la imagen.

La tal Mercedes, una mujer joven, me pareció el estereotipo de pija madrileña. Se notaba que tenía tablas y que intentaba vestir en envoltorios de tolerancia y modernidad los dogmas indiscutibles del Foro de la Familia y demás organizaciones afines (entre las que se encuentra la que preside). Pero, claro, por más que mantuviera esa sonrisa perenne y ese falso aire de concordia, se le veía el plumero, en especial en sus sentimientos homófobos que tiñen (y sustituyen) los argumentos. Fue divertido cuando, dirigiéndose a su contendiente, le dijo con su amorosa sonrisa: “pero, Jesús, si tú me caes superbien, ojalá que todos los gays fueran así ...” (cito de memoria y probablemente mal, pero esa venía a ser la idea).

En fin, no nos perdamos en tonterías. El argumento (dogma) de esta señora para oponerse a la adopción de niños por parejas homosexuales era que éstas no son idóneas para educarlos; un niño tiene derecho a un padre y a una madre y, por tanto, la adopción debería satisfacer el derecho que un niño ha perdido. Y eso es así porque así lo ha establecido la “madre naturaleza” haciendo que cada niño tenga biológicamente un padre y una madre. Una joyita la chica en el manejo de la hipocresía y el sofismo.

Deducir del hecho biológico de que un niño sea el resultado de la reproducción sexual de nuestra especie el que la adopción hayan de llevarla a cabo una pareja de hombre y mujer carece de toda lógica. La adopción no es un hecho biológico, sino cultural. No tiene nada que ver con la concepción sino con la protección y educación de la cría. En realidad, el argumento que subyace en los "defensores de la familia" no es tanto el derecho del niño sino el presunto derecho de los padres biológicos a "disponer" libremente de sus hijos. De esa primera premisa, que lamentablemente casi nadie discute, se deriva una segunda: como la "madre naturaleza" (palabras de doña Mercedes) ha querido que los niños sean educados por sus padres biológicos, ésta es la mejor (¿y única?) forma en que los niños deben ser educados. Por tanto, si un niño no tiene padres biológicos en condiciones de que lo eduquen, ha de ser adoptado por parejas equivalentes a éstos (heterosexuales).

Ambas premisas distan mucho de estar demostradas en cuanto a su veracidad, lo cual no es que preocupe mucho a unas personas acostumbradas a creer en la dogmática católica y a imponer sus valores morales a los demás. Pero, pasando ese "detalle" por alto, lo cierto es que todavía no basta. Porque aunque admitiéramos la mayor "idoneidad" como padres adoptivos de una pareja heterosexual frente a una homosexual, todavía los gays y lesbianas podrían ser aptos, como mal menor, para adoptar. Así que hay que declarar que no sólo son menos idóneos, sino que serían malos padres, que confiando la educación de un niño a estos padres le hacemos daño. Para apuntalar esta tesis no queda otro remedio, por muchas sonrisitas que se pongan, que dejar ver el talante homófobo. Al final, queda claro que el "miedo" de estos señores tan morales a la adopción por homosexuales es que el niño se "contagie". El contagio no es tanto que salga gay o lesbiana, sino que desarrolle unos valores tolerantes frente a la homosexualidad, que, en suma, no la considere algo malo.

Se le vio el plumero a doña Mercedes cuando le preguntó (retóricamente) al de GALEHI si le parecía una buena educación para un niño el desfile del orgullo gay. Estoy seguro de que Jesús Santos no lleva a su hijo a esa fiesta, pero da igual. Lo que él no se atrevió a preguntarle a ella es si le parecía una buena educación para un niño transmitirle toda una serie de creencias insostenibles y deformarle desde chiquitito el cerebro con las dañinas pamplinas de la religión. Esa señora y yo nos parecemos en que a ambos hay formas de pensar y de comportarse que no nos gustan; nos diferenciamos, en cambio, en que ella se cree con derecho a condenarlas (para colmo en defensa hipócrita de unos niños que podrían ser adoptados) y yo no. Claro que, siendo honestos, a lo mejor no nos diferenciamos tantos y lo que pasa es que yo soy consciente de que no puedo cargarme a la Iglesia (en especial la injerencia de la Iglesia en la intimidad de los ciudadanos) y ella sí cree que puede cargarse la adopción por homosexuales.

Lo gracioso del caso (además de ser la prueba del nueve) es que parece que estas asociaciones tan morales no se oponen a la adopción por personas solas. De hecho, Jesús Santos adoptó a su hijo antes de estar legalmente casado. Por eso, como él dijo, hagan lo que hagan con la Ley (de ganar el PP), los gays y lesbianas seguirán adoptando hijos. Otra cosa graciosa de esta señora fue recomendar a gays y lesbianas que se dediquen a luchar para que en algunos países dejen de matarlos (¿de qué os quejáis, maricones de mierda, si aquí ya no tenéis que ocultaros y os dejamos vivir?) y no pidan lo que "por naturaleza" no les corresponde. Esta paternalista idea la ilustró con un parapléjico que se "conforma" con su situación y no pretende competir en los juegos olímpicos (mal ejemplo) o con ella misma que, con el cuerpo que tiene, ha renunciado a desfilar en Cibeles. Pues que de la misma forma se "resignen" los homosexuales a no tener hijos.

Volvió a mezclar paternidad biológica con adoptiva: el nivel intelectual de los dirigentes sociales siempre en alza. Lo malo es que los homosexuales sí pueden tener hijos biológicos; ya les gustaría prohibírselo, pero saben que no pueden (aunque seguro que lo intentan en la regulación de la reproducción asistida). Pero lo gracioso es que ese consejo de santa resignación se aplicaría a muchas más parejas hetero que homo. Ya que la naturaleza no les ha concedido a tantas parejas estériles la posibilidad de tener hijos biológicos, ¿hay que entender que doña Mercedes les recomienda resignarse y está en contra de que adopten?

Personalmente, me encantaría que todos estos señores y señoras que saben tan bien qué es lo bueno y qué es lo malo renunciaran (ellos sí) a jesuitismos baratos. Me encantaría que abandonaran el lenguaje políticamente correcto (que tan patéticamente falso suena en sus bocas) y dijeran claramente lo que algunos obispos se atreven a declarar. Que la homosexualidad es mala, coño. Que es irrelevante la idoneidad de un homosexual como padre porque lo que no se puede admitir es que un homosexual sea referente educativo. Que todo homosexual, por el mero hecho de serlo, tiene unos valores negativos que no debemos permitir que transmita. Y esto es así porque la homosexualidad es anti-natural y, además, pecado. ¿O acaso doña Mercedes no piensa más o menos esto?



He tratado de encontrar el video del debate que motiva este post, pero todavía no lo han colgado. Entonces busqué alguno con declaraciones episcopales al respecto y tampoco tuve éxito. Así que pongo a un tal padre Alberto, predicador católico en alguna tele latinoamericana, que quizá hable más claro de lo que hacen sus colegas de la "madre patria".

CATEGORÍA: Política y Sociedad

miércoles, 20 de febrero de 2008

¿Se puede educar al cerebro para ser feliz?

A Petarda

Es complicado definir la felicidad, pero creo que casi todos coincidiríamos en que se trata de un estado mental relacionado con las emociones. Digamos, manteniéndonos en este terreno tan impreciso, que uno es feliz cuando las emociones que siente son de las que solemos llamar positivas. Durante esos estados anímicos uno se siente a gusto, en paz consigo mismo, gratificado placenteramente, etc ...

Como es sabido, las emociones son actividad cerebral de respuesta ante ciertos estímulos, posibilitando la adaptación orgánica necesaria para la acción. El miedo infantil, por ejemplo, tiene una clara justificación evolutiva en la necesidad de protección de la “cría” indefensa. El porqué tenemos emociones siempre se busca en factores evolutivos, pero el entorno que dio origen a una determinada “arquitectura” de nuestro sistema nervioso (incluido el neocórtex) ya no es el mismo. De otra parte, los “condicionantes culturales”, a mi modo de ver, han venido amplificando sobremanera nuestras emociones. Tengo la impresión de que, en gran proporción, sentimos las emociones que nos han "enseñado" que debemos sentir según cada situación externa.

Sea así o no, de lo que parecen cada vez más convencidos los neurólogos es de que el cerebro es capaz de modificar su actividad emocional. Desde hace más de un siglo está acuñado el término "plasticidad cerebral" que se refiere a la capacidad del cerebro para producir cambios estructurales y funcionales de sí mismo (a fin, por ejemplo, de minimizar los efectos de lesiones). La intuición de Ramón y Cajal de que los cambios observables en el comportamiento tendrían un sustrato anatómico empezó a demostrarse acertada en la segunda mitad del siglo XX. De forma "automática" el cerebro es pues capaz de reestructurarse y modificar la "actividad mental".

Obviamente, estos mecanismos operan también con la generación de emociones que, al fin y al cabo, son específicos procesos bioquímicos. Sin entrar en detalles (porque me lío dada mi falta de formación), lo que me parece sacar en claro es que un cerebro "sano" tiene la capacidad anatómica de automodificar su actividad. Otra cuestión es si podemos "conscientemente" aprovecharnos de esa capacidad para cambiar nuestra actividad mental. Si así fuera, podríamos "educar" a nuestro cerebro para que generara emociones positivas y evitara las negativas y, de ese modo, ser lo más felices posible durante el mayor tiempo posible.

Por supuesto, desde tiempos inmemoriales hasta hoy han existido quienes están convencidos de ello. Por su parte, los neurólogos, cada vez más, si bien con las obvias reservas que exige la investigación científica, parecen dar cada vez más la razón a esas tesis. Hace un par de años leí un par de libros de Antonio Damasio que me dieron bastantes temas que pensar. Recientemente, me he enterado de una investigación de un tal Richard J. Davidson, director del Laboratorio de Neurología afectiva de la universidad de Wisconsin-Madison, encaminada a detectar las diferencias neurológicas de la actividad cerebral en función de los comportamientos y pensamientos "conscientes" de los individuos. En esa misma línea, este psiquiatra, ha "medido" el grado de felicidad en una muestra amplia de sujetos.

Sus investigaciones parecen sugerir (léase con todas las cautelas que se quieran) que quienes "conscientemente" se esfuerzan en tener pensamientos y emociones positivas aprovechan, efectivamente, la plasticidad de sus cerebros de modo que éstos se modifican. Haciendo una burda metáfora, es como si forzáramos a ejercitar unos músculos (las partes del cerebro encargadas de producir emociones positivas) y abandonáramos otros (las que se dedican a las negativas), de forma tal que no sólo los primeros se fortalecen y los segundos se debilitan, sino que incluso estos últimos pasan a ocuparse de actividades (positivas) que antes no llevaban a cabo. Por supuesto, no es del todo correcto hablar de "partes" del cerebro, aunque Davidson ha detectado que, cuanto más feliz es uno, más intensa es la actividad eléctrica del lado izquierdo de los lóbulos frontales en detrimento de la del lado derecho.

No me ha sorprendido mucho que, entre las diversas técnicas que se han "ensayado" en este tipo de investigaciones para inducir cambios en el sentido de la felicidad, destaquen las de la meditación, tal como la enseñan la filosofías orientales, en especial los budistas. Meditar consiste básicamente en concentrar la atención en el presente, en el interior de uno mismo, evitando el continuo runrun de la alocada actividad cerebral que genera nuestra propia ansiedad. En mi opinión, es dificilísimo progresar en estas técnicas, pero he podido atisbar que son un camino hacia la paz interior.

Sin necesidad de ponerme místico orientalista, sí me parece pertinente señalar las contradicciones "de fondo" entre una voluntad consciente de educar a nuestro cerebro para ser feliz y los "valores" intrínsecos a nuestro modo de vida. Lo cierto es que tenemos muy hondamente adheridos por nuestra educación (y reforzados continuamente de forma más o menos subliminal) unos valores cuya consecución, a mi juicio, son incompatibles con acercarnos a una felicidad suficientemente estable. Por poner sólo un ejemplo sobre el que últimamente me ha dado por pensar, el ansia vanidosa de reconocimiento es uno de los rasgos que dudo mucho que conduzca al crecimiento personal (entendiendo éste como el camino hacia la felicidad) y, sin embargo, qué importante es para tantas personas. Estas personas, en mi opinión, difícilmente llegarán a ser felices; y, me temo, que la mayoría de ellas simplemente no querrían serlo a ese precio (peor para ellas).

Naturalmente, el proceso al que me refiero tiene mucho que ver (como ya dijo el Buda) con la progresiva supresión de las necesidades; algo también bastante incompatible en una sociedad basada en la generación continua de necesidades y en la identificación (perversa) de felicidad con satisfacción de las mismas. Pero no me voy a meter por ahí, salvo para señalar que el aprender a desprendernos de tantas necesidades inanes pasa también por una voluntad consciente para propiciar el cambio neurológico.

De más está decir que no soy nadie para dar consejos, por más que estos asuntos de los que tan confusamente hablo tengan mucho que ver con mis propias y titubeantes tentativas vitales. Desconozco, por tanto, las recetas prácticas (si las hay) para propiciar que nuestro cerebro funcione positivamente y nos haga ser felices. Aun así, se me ocurren algunas que intento practicar (no con la constancia con que debiera). Por ejemplo, sonreír; aunque uno no esté de humor para ello. En contra del refrán, el hábito sí hace al monje; si nos empeñamos en sonreír se atenúan las emociones negativas. Las expresiones faciales son resultado "automático" de las emociones generadas en el neocórtex; puede que si ante una emoción de tristeza el neocórtex se encuentra con una sonrisa, se descoloque y vaya suprimiendo la emoción. ¿Una chorrada? Quizá no tanto.

Doy otro ejemplo que tiene que ver con la autoestima y la dependencia y del que estuve hablando ayer con una amiga. Es frecuente que personas a las que queremos nos "defrauden" comportándose en situaciones concretas como no esperaríamos que lo hicieran desde nuestros esquemas. Se quejaba mi amiga de un amigo común, al que ella (y yo) quiere y, por tanto, le gusta ejercer un comportamiento afectivo con él. Sin embargo, este hombre, que lleva una vida laboral intensísima, siempre sin tiempo para nada, parece que sólo se acuerda de ella (y de mí) cuando la necesita. Me decía mi amiga que se siente tonta, utilizada y que eso le duele, lo cual obviamente es bastante comprensible. Yo le sugería que cabe otra manera de verlo y es la de que este amigo común nos quiere pero sólo tiene ocasión de ejercer su afectividad hacia nosotros cuando en su ajetreo continuo nos "necesita". Él vive así y esa es su forma (por muy limitada que nos parezca) de expresar su afectividad. Lo mejor es aceptarle y disfrutarle en esos momentos.

En realidad, no tiene ninguna importancia cuál es la hipótesis más verídica, suponiendo que hubiera alguna forma de saberlo. Lo relevante es lo que se cuente mi amiga (y yo) a sí misma. Porque su pensamiento (que es el más "normal" y coherente con los valores que nos han impregnado) para lo único que vale es para que se sienta mal; equivale a ejercitar los "músculos" cerebrales generadores de emociones negativas. La hipótesis que le sugerí, en cambio, refuerza el cariño que siente hacia esa persona, una emoción positiva que propicia la adaptación cerebral hacia la felicidad.

Por supuesto, esforzarse en pensar lo que digo exige hacer oídos sordos a nuestro pepito grillo puñetero cuando nos diga: "tú lo que eres es un ingenuo; no ves que se está aprovechando de ti; vas a quedar como un tonto". Y a mí qué me importa que se aprovechen de mí, si lo que quiero es poder expresarle mi afectividad. En el fondo, esos pensamientos negativos nacen de nuestras propias inseguridades, de la necesidad de que nos quieran y del simétrico miedo a querer si no estamos seguros de los sentimientos del otro. Dependencias, al cabo, que nos impiden darnos cuenta de que la felicidad, la posibilidad de la felicidad, está en nosotros, no en lo que recibamos de los demás (dentro, obviamente, de unos límites que en los que normalmente estamos).

Bueno, me he enrollado demasiado para no decir más que tópicos. Cuánto me cuesta desarrollar las ideas que me bullen cuando me meto en sembrados emocionales. Acabo con una cita que he leído atribuida a Aristóteles: "la felicidad es un hábito". Y eso que el griego no sabía nada de neurología.


Como he escrito sobre emociones, pido a los Stones que me rescaten. Una pobre excusa para poner música de uno de mis grupos preferidos, aunque se trate de una canción algo atípica. He puesto el archivo de audio porque la calidad sonora es bastante mejor, pero quien quiera también puede "verla" en youtube.

CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones

martes, 19 de febrero de 2008

¿Cuántos contactos tienes en la agenda del móvil?

Me entero del número de Dunbar a través del sensacional blog que, desde la cara oculta de la luna, mantiene el lexicógrafo extraterrestre Tanis Lem. No cesa de maravillarme la elasticidad del infinito cada vez que me percato de cuán multidimensional es mi ignorancia. Solo estas continuadas y cotidianas corroboraciones bastarían para ansiar la inmortalidad y, al menos en mi caso, suprimen de cuajo el más levísimo atisbo de tentación suicida: ¿cómo desear morir cuando la curiosidad aguijonea? Robin Dunbar, antropólogo británico nacido en 1947, a través de sus investigaciones con primates, indagó sobre la relación entre el tamaño del córtex cerebral y las relaciones estables que un individuo puede mantener. Según sus propias palabras (tomadas del blog de Anfrix, interesantísimo por cierto) “existe un limite cognitivo al número de individuos con los cuales una persona puede mantener relaciones estables, así también éste limite es una función directa relativa al tamaño de la neocorteza, y esto en efecto limita el tamaño del mismo grupo [a formarse]”. Pues bien, en el caso de nuestra especie ese límite se sitúa en torno a las 150 personas. Cito a Tanis Lem: “150 es el número promedio de habitantes de un poblado agrario neolítico, pero también entre 150 y 200 el número de académicos en una subdisciplina científica; y 150 los soldados de una unidad promedio de las legiones romanas, y en fin, ese número era en el que se redistribuían unidades guerreras mayores. 150 es un número mantra en la moderna antropología, expresa la máxima capacidad de supervivencia y afectiva de un grupo humano. 150 entradas es el número de entradas de cualquier agenda privada de teléfonos...

Por supuesto, puede haber –de hecho hay- grupos humanos mayores de 150 individuos; lo que Dunbar teorizó es que a partir de esa cifra la continuidad de un grupo requiere de reglas que lo doten de estructura y organización, así como de sistemas de autoridad piramidal, factores todos ellos que no son necesarios por debajo de ese número. Entiendo que las relaciones que se establecen entre los grupos de hasta 150 miembros funcionan de forma espontánea; cada uno de nosotros es capaz de gestionar nuestros “flujos” de afectividad y comunicación hasta ese límite porque nuestra corteza cerebral está preparada para hacerlo. Imagino también que ese límite (admitiendo que puede variar ligeramente entre personas), al ser cuantitativo, permite sustituir unas personas por otras. De hecho, compruebo que es lo que me ha ido sucediendo a lo largo de mi vida, aunque hasta ahora no se me había ocurrido relacionarlo con límites de ningún tipo. Ciertamente, desde que soy “adulto”, el número de personas con las que mantengo relaciones suficientemente estables y no sujetas a “protocolos sociales” ha debido mantenerse aproximadamente constante, aunque los individuos concretos hayan ido cambiando.

¿Qué pasa con las personas que en el pasado han formado parte de ese grupo personal de relaciones estables? Pues, aplicando el número de Dunbar, que han tenido que salir de él para dejar hueco a los nuevos (por supuesto, no quiero decir que se rompan relaciones con alguien para iniciar unas nuevas, pero visto a posteriori ...). De alguna manera, esta teoría tiene un cierto efecto consolador frente a la nostalgia de los amigos antiguos a quienes ya no tratamos y echamos en falta. Intentar integrarlos en nuestro actual grupo supondría (si estamos en el umbral de los 150) tener que abandonar el trato con algún otro. Quizá esto explique por qué, tan a menudo, esos reencuentros de viejas amistades, pasadas las emotividades iniciales, no suelen tener continuidad. Ello no impide, se me ocurre, que el córtex sea capaz de “almacenar” un número mayor de ex-relaciones estables y reservar para cada uno de ellos sentimientos cariñosos (o no) de etéreas melancolías. Pero esa afectividad blanda y, si se me permite, “virtual” poco debe tener que ver con la afectividad “activa” que se pone en ejercicio en el trato real que mantiene la permanencia de las relaciones estables con los miembros actuales de nuestro grupo.

De otra parte, me pregunto si el número de Dunbar opera como límite absoluto o cabe desagregarlo en el caso de mantener, como nos ocurre a casi todos, relaciones estables en grupos disjuntos (o cuasi-disjuntos). Intuyo que el cambiar de entorno puede facilitar al cerebro un margen de elasticidad (mayor cuanto menos tengan que ver entre sí los grupos en los que uno se relaciona) de modo que, a lo mejor, la suma de las personas de cada uno de los grupos supere en algo el límite de 150. Aunque así fuera, pienso que tampoco el incremento sería muy significativo.

Leo también que el número opera, como no podía ser de otro modo, sobre las relaciones virtuales. La cuestión no es tanto que el individuo con el cual establecemos una relación sea del mundo “real” o “virtual” sino el grado de “estabilidad” de la relación. Y, como más de uno puede dar fe, en internet se desarrollan algunas relaciones que, en términos de tiempo y potencias mentales dedicadas, son perfectamente comparables en cuanto a su estabilidad a las que mantenemos en la llamada “vida real”. Así que es congruente suponer que a medida que uno va estableciendo relaciones “virtuales” (siempre que esté en torno al número de Dunbar, repito) habrá de ir “abandonando” las otras. Me imagino que procesos de estos se darán constantemente y serán objeto de debate y análisis entre sociólogos y psicólogos.

En fin, que un asunto curioso este del número de Dunbar. Cabe relacionarlo con el otro número, el de Bacon, derivado de la teoría de los seis grados de separación (escribí ya un post algo relacionado con estos temas hace unos meses) Al final, no son sino dos factores (¿constantes?) para desarrollar la teoría de redes, de tan fructíferas consecuencias en los análisis sobre las organizaciones sociales. Por supuesto, entre la especie a la que pertenece Tanis Lem, dado que sólo son 149, no hacen falta todas estas complicaciones numéricas ni desempolvar los viejos apuntes de combinatoria.

Por cierto, compruebo la agenda del móvil y tengo 202 contactos. No me equivocaría mucho estimando que con una cuarta parte de ellos no mantengo trato en la actualidad; así que, en mi caso, el número de Dunbar parece ser correcto.

CATEGORÍA: Política y Sociedad

lunes, 18 de febrero de 2008

Estadísticas sobre la homosexualidad

Pues sigo con las estadísticas; será que le he cogido gusto. Es que la web del INE es una fuente inagotable de curiosidades. Resulta que en 2003 los señores de la estadística oficial española hicieron una encuesta sobre salud y hábitos sexuales que no tiene desperdicio. El trabajo tenía por objeto estudiar las conductas sexuales en relación a los riesgos de infección por VIH. Esta finalidad condiciona y restringe el alcance de la investigación; por ejemplo, limita las relaciones sexuales a aquellas en las que hay penetración peneana (vaginal, oral o anal) por lo que no cuantifica el sexo lésbico. No obstante, es la única encuesta reciente y nacional, con apariencia de rigor, que he encontrado en la red; eso basta para considerar y comentar sus resultados.

Antes de hacerlo indico brevemente las características de la encuesta. Se hizo durante los dos meses finales de 2003 mediante entrevistas personales; al entrevistado se le dejaba un portátil para que rellenara de forma anónima el cuestionario. El ámbito poblacional eran personas entre 18 y 49 años en todo el Estado (dentro de nada me sacan de las estadísticas sobre sexo). Se visitaron 30.887 viviendas para lograr 10.980 encuestas válidas (tasa de respuesta muy baja). Esto supuso alcanzar un 80,7% de muestra efectiva con respecto a la muestra teórica que se había planteado inicialmente (13.600 entrevistas). Paso a comentar algunos resultados.

El primero que me llama la atención es el de las experiencias homosexuales. Sólo un 3,9% de los varones (y un 2,7% de las mujeres) “admiten” haber tenido relaciones homosexuales alguna vez en su vida; y de ese porcentaje tan bajo, apenas un 1,1% dice que sólo ha tenido relaciones homosexuales (el 2,8% de los varones habría tenido relaciones tanto heterosexuales como homosexuales). Hay que tener en cuenta que esta categoría poblacional incluiría no sólo a los gays sino también a los varones que no considerándose predominantemente homosexuales han podido tener alguna experiencia de esta naturaleza a lo largo de su vida (por ejemplo, mi amigo Zenón). Si suponemos (no me parece demasiado erróneo) que el porcentaje de quienes han tenido relaciones heterosexuales y homosexuales se divide a partes iguales entre varones de orientación gay predominante (aunque se hayan acostado con mujeres) y varones de orientación hetero predominante (aunque hayan “probado” fantasías homo), resultaría que la población gay española entre 18 y 49 años anda en torno al 2,5% de la población total. O sea, unos 560.000 hombres.

Contrastan estas cifras con las que, cuando la ley del matrimonio homosexual, esgrimió ZP que, si mal no recuerdo, habló de “millones de homosexuales”. Y es que es verdad que, tradicionalmente, se habla de que un 10% de la población es homosexual, lo que, de ser cierto, daría efectivamente algunos millones de personas. Buceando por ahí, me entero de que ese 10% proviene del famosísimo informe Kinsey de los años cuarenta en Estados Unidos. De ese trabajo se desprendía que la orientación sexual no era siempre dicotómica sino más bien una escala de “grados”. En números redondos “sólo” el 50% de los hombres eran exclusivamente heterosexuales y “sólo” el 10% eran predominantemente homosexuales. Entre medias habría un 40% de la población masculina que, en mayor o menor grado, compartían ambas tendencias. Hay que decir que el informe Kinsey, hasta la fecha (y pese a los intentos de desacreditarlo), no ha sido superado por otros trabajos y, con las lógicas matizaciones, se considera aceptable. Si así era la situación en la sociedad puritana norteamericana de los años cuarenta, parece poco creíble que en la España de inicios del XXI las cifras se hayan reducido tan significativamente.

Naturalmente, no tengo más que la intuición para desconfiar de la validez de los resultados del INE. No he encontrado en la red ningún otro trabajo similar (y lo he buscado). Sin pretensiones científicas, he hecho un ejercicio personal: una lista lo más larga posible de varones con los que tengo trato; con dificultades he llegado a relacionar cien nombres. Entre ellos hay seis que sé que son homosexuales y unos veintipocos que estoy casi seguro de que son heterosexuales (aunque no pondría mi vida en juego por todos); de los restantes “se supone” que no son gays, pero perfectamente más de uno podría serlo o estar en ese margen intermedio que descubrió Kinsey. Añado que no me muevo en ambientes homosexuales (para justificar que mis conocimientos no están sesgados en esa dirección). Pues esta personal y acientífica estadística resulta bastante más compatible con la cifra del 10% que con las del 2,5% que da el INE. Pero, claro, vaya usted a saber.

Si, como intuyo, los datos de la encuesta del INE son erróneos habrá que concluir que los encuestados mienten en un muy alto porcentaje. Para hacernos una idea, cabría estimar en base a los datos de Kinsey que al menos el 15% de la población masculina ha tenido alguna vez sexo homosexual (sumo un 5% al 10% de predominantemente gays); si así fuera, de cada cuatro de ellos, tres habrían mentido en la encuesta del INE. Lo cual parece poner de manifiesto que pese a las reivindicaciones de los homosexuales a favor de la “visibilidad” el miedo a “significarse” sigue siendo fortísimo, incluso en entrevistas en las que se les garantiza el anonimato. Pero también podría ser justamente todo lo contrario: que las cifras del INE sean, en términos de magnitud, correctas y lo que pase es que los homosexuales sean tan “llamativos” que uno tienda a considerar que su número es significativamente mayor de ese 4% máximo.

Por supuesto, el número de gays que haya en España (o en el mundo) es absolutamente irrelevante como argumento en cualquier debate sobre sus derechos civiles. Digo esto porque he encontrado algunas webs que, a partir justamente de los datos del INE, montan un discurso homófobo y demagogo sobre “cómo unos pocos nos imponen a otros muchos”. No van por ahí mis tiros. De otra parte, es obvio que la tendencia sexual es cosa de cada uno y hay quien dice que tampoco hace falta cuantificarnos respecto a este rasgo. No individualmente, desde luego, pero sí me parece interesante como caracterizador de los grupos sociales. Y en tal sentido me llama la atención que no se hagan estudios serios y extensos al respecto, investigando, por ejemplo, los “grados” que señalaba Kinsey en la orientación sexual, las correlaciones entre orientación sexual y condicionamientos culturales (dudo, por ejemplo, que la homosexualidad/ heterosexualidad se deba sólo a factores biológicos), las interrelaciones entre conductas sexuales y fantasías sexuales en la escala homosexualidad/ heterosexualidad. Al fin y al cabo, indagar sobre la sexualidad (incluyendo la orientación sexual), tanto individual como colectivamente, es bucear en uno de los estratos más profundos y oscuros de nuestras personalidades.

Y paro aquí, pero seguiré porque la encuesta del INE tiene otros resultados que también me han parecido poco creíbles. ¿Será que somos unos mentirosos o que yo estoy bastante equivocado en mis apreciaciones sobre estos temas?



Y ya que el post va de homosexualidad, una canción no demasiado conocida en la voz de un grandísimo cantante homosexual fallecido por el SIDA en 1991. Este tema fue compuesto por Brian May y esta versión cantada por Freddy Mercury se publicó después de su muerte, en el disco Made in Heaven.

CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras

domingo, 17 de febrero de 2008

Justificando "mis" estadísticas de suicidio

Anteayer, mientras buscaba otras cosas en la red, me encontré con un artículo atrasado de El País (del 30 de enero de 2008) sobre estadísticas de defunciones de 2006 que acababa de hacer públicas el INE. El asunto me interesó, así que entré en la página del INE y me puse a hacer numeritos; poco más que eso es el post que publiqué ayer.

Amanda me pone un comentario en cuyo primer párrafo me advierte de que con ese post estoy "normalizando" el suicidio e incluso puedo dar ideas que animen a un depresivo a pegarse un tiro, por lo que me recomienda que lo borre. La verdad es que el comentario me ha impactado y llevo un rato meditando si borrar o no el post. De momento, sin embargo, creo que no voy a hacerlo y, a continuación, expongo mis argumentos.

En primer lugar, creo que mi texto no va mucho más allá de lo que hizo cualquier medio de comunicación de difusión masiva hace unos días: informar de unos datos estadísticos. Lo único que hago de más es "cruzar" datos para relativizar y poder valorar el significado de las magnitudes. Lo hago porque creo que uno de los más notorios defectos de los periodistas es no entender de números (a veces parece que les da igual un cero a la derecha que a la izquierda). Sin entrar a juicios "éticos" sobre el suicidio, me interesaba resaltar su real peso cuantitativo. Para un psiquiatra o un psicólogo (y para todos) cada suicida importa pero, desde una mirada sociológica, no es lo mismo un país donde se suicida uno de cada 14.000 habitantes (España) que otro en el que lo hace uno cada 2.500 (Lituania).

Con mi post lo que quería hacer era entender el alcance cuantitativo real de las magnitudes (para lo cual lo mejor es compararlas) a fin de ser capaz de hacerme correctamente las preguntas. Porque, obviamente, lo que me interesa no son los datos fríos sino las causas que los producen. Ahora bien, repito, sólo presentaba unas cifras estadísticas como han hecho multitud de medios de información. Teniendo en cuenta la difusión de este blog, me parece que es prácticamente nula la probabilidad de que un depresivo se entere por mi post del número de suicidios en España y su distribución por edades y sexo y no por cualquiera de los otros medios que han dado la noticia (con mucha más carga demagógica, por cierto). Así que, en términos de riesgo absoluto ...

Pero la cuestión importante no es esa, sino si lo que escribí tiene algún contenido que pueda animar al suicidio. Lo releo de nuevo y, de verdad, lo que más se aproxima a ello me parece que es el video de Les Luthiers. Dice Amanda que puedo dar ideas; parece que dar a conocer formas de suicidarse es el mejor estímulo para que otros las copien. Pero en mi post no hablo de métodos de suicidio. Tampoco, es cierto, me refiero al suicidio como si fuera malo. Ni como si fuera bueno; simplemente es un hecho y analizo (poco y mal) sus cifras. De otra parte, me cuesta creer que los sermones moralistas sobre el suicidio puedan disuadir a un suicida. En todo caso, ninguna de esas teclas las tocaba, por más que admito que escribí con un ligero barniz frivolón e irónico (desde luego mucho menor que el genial cuadro de Les Luthiers).

Por tanto, pienso honestamente que mi post no es nada "peligroso", ni por su difusión (mínima frente a otros medios de comunicación que han tratado lo mismo) ni por su contenido. Aparte de ello, hay otro aspecto sobre el que me ha hecho reflexionar el comentario de Amanda y es el de la conveniencia de no hablar sobre ciertos temas ante el riesgo de que hacerlo suponga efectos indeseados. Como siempre, es difícil adoptar posturas radicales. Naturalmente, no defiendo que cabe todo y, por el contrario, estoy convencido de que uno ha de hablar con responsabilidad y que esa responsabilidad aumenta proporcionalmente a la autoridad de su opinión. Ahora bien, lo que sí me parece peligroso es la "censura" para evitar que otros (normalmente gente con facultades intelectivas limitadas o distorsionadas; y no me refiero sólo a los suicidas) se sientan impulsados a comportamientos "no deseados". Dentro de los límites de un discurso racional que tiene por objeto el debate y el conocimiento (excluyo, por supuesto, aquellos mendaces y sofistas que buscan justamente la manipulación e inducción de comportamientos ajenos favorables a sus fines) no creo que uno sea responsable (o culpable) de las interpretaciones de sus lectores u oyentes. Cada uno ha de apechugar con su vida. En el caso concreto del suicidio (como en cualquier otro "tema sensible") es evidente, como no podía ser de otra manera, que la abundantísima producción de literatura y reflexión (desde las más variadas ópticas, no sólo la psiquiátrica) no se ha limitado por miedo a contribuir al aumento de suicidios.

Supongo que mis argumentos no convencerán del todo a Amanda, pero a mí me valen. La segunda parte de su comentario me ha resultado muy instructiva, una buena síntesis de datos que conocía desordenadamente. No voy a discutir lo que dice porque carezco de formación. No obstante sí me gustaría apostillar un par de cosillas.

En primer lugar me ofrecen algunas dudas esos porcentajes que da, sobre todo porque desconfío del rigor de las mediciones y de las fuentes. La propia distinción entre suicidios secundarios y primarios no deja de parecerme meramente académica, una especie de "ficción clínica". Puede haber quien llegue a opinar que todo el que se suicida lo hace como consecuencia de una enfermedad mental; pero también parece claro que de ese 81% de suicidas que sufren una depresión mayor (90% x 90%) habrá un porcentaje significativo que tienen "causas objetivas" para suicidarse. El tema daría para larguísimas discusiones pero, de lo que estoy seguro, es de que es difícil establecer conclusiones cuantitativas debido a la imposibilidad práctica de cumplir los requisitos del análisis estadístico. No así en cuanto a las conclusiones cualitativas que, de otra parte, me parecen mucho más interesantes y útiles.

Mi segunda apostilla se refiere a la explicación que esboza Amanda sobre la gran diferencia cualitativa entre los suicidios masculinos y los femeninos. Dice que, si consideramos el número total tanto de intentos de suicidio como de suicidios consumados, predominan de largo las mujeres. Debido a mi formación de ciencias me cuesta creer esto (aunque puede ser verdad). Lamentablemente los datos de intentos de suicidio que publica el INE no son creíbles. Representan un porcentaje muy pequeño de los consumados, lo que hace pensar que la gran mayoría de las tentativas, dado que no acaban en muerte, no aparecen en las estadísticas. Así que no puedo sino elucubrar. Para que la proporción de mujeres suicidas sea mucho mayor que la de hombres (pongamos el doble, que es bastante inferior a la que favorece a los hombres en suicidios consumados), el número de intentos frustrados femeninos en 2006 tendría que haber sido de unos 4.300 más el doble de intentos frustrados masculinos. Aun suponiendo, como dice Amanda, que la "efectividad" de los suicidas varones es bastante alta, habrá que admitir un pequeño porcentaje de tentativas sin éxito; qué menos que un 20% (seguro que es mucho mayor), equivalente a unos 500 intentos no letales. Con estos supuestos, la cifra de tentativas femeninas se sitúa en torno a las 5.300 en 2006 frente a los 730 suicidios consumados. En esta elucubración (para dar coherencia cuantitativa a la afirmación de Amanda) resultaría que anualmente intentan suicidarse unas 6.000 mujeres frente a unos 3.000 hombres; las primeras tendrían un grado de "éxito" del 12% mientras que los varones del 83%. En términos de efectividad sale una relación 7 a 1 favorable a los varones. Es decir, diferencias mucho mayores todavía que las que había en la distribución de suicidios consumados por sexo. Si las primeras diferencias, al ser tan llamativas, requerían una explicación, la explicación que sugiere Amanda genera diferencias aun mayores que, por tanto, requieren con más motivo ser explicadas. De ahí mis recelos.

Conste que, con lo anterior, no pretendo defender una tesis u otra. También yo tenía la idea de que las mujeres se suicidaban más pero los datos estadísticos, en principio, no parecen abonarla. A lo mejor los datos están mal (no me extrañaría), pero lo llamativo es que los errores tendrían que ser de grandísima magnitud. Con lo cual, pese al interesantísimo comentario de Amanda, sigo manteniendo mi desconcierto respecto al punto concreto de la desproporción sexual en los suicidios. Y acabo ya, agradeciendo a Amanda su aportación que me ha animado a intentar aprender algo más (para quien le interese he encontrado un artículo sobre suicidio y riesgo de suicidio que me parece, desde mi ignorancia, una buena y sencilla exposición del tema).

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

sábado, 16 de febrero de 2008

Estadísticas de suicidio

En 2006, en España, se suicidaron unas 3.200 personas; como somos 45,2 millones (¡qué barbaridad!), eso quiere decir que nuestra tasa es de unos 7 suicidios cada 100.000 habitantes. En términos temporales corresponde a una media de un suicidio cada dos horas y tres cuartos. Puede parecer mucho pero a mí (que no se me escandalice nadie) me parece una proporción muy baja. Piénsese que la media europea está por encima de 10 suicidios cada 100.000 habitantes y que, según compruebo en eurostat, sólo Chipre tiene una tasa inferior a la nuestra. ¡Coño, si hasta en Portugal se suicidan más que en España! Y no digamos ya en Lituania, en donde la proporción de suicidios es casi 5 veces la de aquí.

Pese a lo poco que nos suicidamos, esta causa de muerte es la segunda entre las que no son enfermedades, sólo superada por los accidentes de tráfico (4.129 muertes en 2006). Claro que, gracias a las “magníficas” campañas de seguridad vial que están logrando que cada día conduzcamos más responsablemente, cabe esperar que bajemos nuestra siniestralidad automovilística a tasas más europeas. Dado el imparable proceso de convergencia europeísta, cabe prever que los españoles nos suicidaremos cada vez más. Así que, en pocos años, el suicido pasará a convertirse en la primera causa externa de mortalidad (por usar la terminología del INE). Un progreso indudable que se incrementen las muertes debidas a decisiones voluntarias.

Es importante hacer notar que ya en la actualidad hay casi diez suicidas por cada asesinado. Este dato me ha sorprendido, ya que esperaba una mayor incidencia de las muertes por violencia externa. Además, no se vaya a creer que es distinto en Europa; la proporción un asesinado/diez suicidas es justamente la media de la Unión. Creo (no he podido encontrar datos) que esta tasa es bastante mayor en los USA así como en América Latina y otros lugares. Nuevamente encontramos otro indicador de la indudable superioridad europea en cuanto al progreso social; indiscutiblemente es mucho más civilizado matarse uno mismo que matar a otro. Cierto es que sigue habiendo lamentables casos de varones poco evolucionados que se suicidan después de matar (algunos matan y olvidan suicidarse). De paso diré que casi una de cada cinco personas asesinadas en 2006 fue una mujer víctima de la violencia de género (hubo 68 asesinadas ese año y tres más el pasado).

Algo más de 370.000 personas murieron en 2006 en nuestro país y ni siquiera llega a una de cada 100 las que optó por el suicidio. Si nos fijamos la distribución de los suicidas por rangos de edad se descubre que van creciendo a partir de la adolescencia para alcanzar sus valores máximos entre los 35 y los cuarenta años (en realidad, el número de suicidios anuales es relativamente parecido entre los treintañeros y cuarentones). Durante las cincuentena y sesentena, sin embargo, el número va progresivamente bajando, para subir en el primer lustro de los setenta y volver a bajar de nuevo. A partir de los noventa apenas tiene importancia. Haciendo interpretaciones frívolas, se me ocurre que las dos décadas que se abren tras los cincuenta pueden corresponderse con el periodo de mayor estabilidad emocional de esta especie nuestra. De otra parte, imagino que los motivos de los suicidas treintañeros y cuarentones deben ser muy distintos de quienes rondan los ochenta.

Como es obvio, el número de muertes totales es mayor a medida que sube la edad, con lo cual la importancia relativa del suicidio como causa de muerte es mucho más significativa entre los jóvenes. Así, los quinientos y pico treintañeros que se suicidaron en 2006 son un 12% de todos los muertos en ese rango de edad y el suicido se convierte en la tercera causa de muerte, sólo superada por los accidentes de tráfico (ay) y por los tumores. Entre los mayores de 75 hay, en número totales, unos ochenta suicidios más al año y, sin embargo, esta causa de muerte es irrelevante (apenas el 0,25%) frente a las propias de la salud.

Pero de todas estas tonterías que he ido descubriendo mirando las estadísticas del INE, la que más me ha llamado la atención es la distribución de suicidios por sexo. Resulta que los hombres nos suicidamos casi cuatro veces más que las mujeres. Casi ocho de cada diez suicidas son tíos y esa proporción apenas cambia por rangos de edad. Y, sin embargo, según tengo entendido, la proporción de depresiones es tremendamente mayor en las mujeres. O sea, que las tías se deprimen con mucha mayor frecuencia pero no llegan a suicidarse y los tíos se suicidan aunque no se depriman. ¿O no? En fin, las estadísticas no son más que datos fríos. Lo interesante es explicar a qué se deben. Y, desde luego, esta llamativa divergencia entre el comportamiento de hombres y mujeres requiere (al menos para mí) alguna explicación. Podría ponerme a aventurar hipótesis, pero desbarraría.


Para que este rollo de post no sea tan ladrillo, enlazo a Les Luthiers con su particular versión del suicidio. Ríanse, que la vida es hermosa.

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

miércoles, 13 de febrero de 2008

Personas y personajes

Cuando se lleva un tiempo con esto del blog (en unos días cumplo dos añitos) uno va “coloreando” de afectividad a los blogueros con los que se relaciona en este particular universo, tan potencialmente inmenso pero, en la práctica de cada uno, bastante endogámico. Leyendo blogs de los llamados “personales” vas inevitablemente haciéndote una imagen de la personalidad del autor, suponiéndole rasgos concretos (no tanto físicos) e incluso elucubrando sobre sus circunstancias vitales. De esta forma, a lo largo de los meses, uno se va creyendo que “conoce” a esa o esa otra persona, olvidando a veces que los materiales con que se construye en ese retrato hipotético son aportados por el autor con criterios propios que desconocemos completamente. No se trata tanto de discernir sobre la verdad de lo que cada uno cuenta de sí mismo (en cuanto te sales de hechos concretos el concepto de verdad se torna tremendamente resbaladizo), sino de preguntarse sobre el grado de correspondencia entre la persona “real” que tiene un blog y el personaje que de sí mismo va conformando con sus escritos.

Empecé este blog a resultas de una crisis personal que se tradujo (ya lo he dicho varias veces) en una importante “demolición” de muchas de mis convicciones íntimas, especialmente en el terreno emocional. Quizás, más que derrumbárseme convicciones firmes, sería más exacto decir que, por primera vez en mi vida, me obligué (o me obligaron las circunstancias) a poner en cuestión formas de pensar y sentir que había ido asumiendo de forma natural (mejor: cultural). Seguramente pues no eran nada firmes y, desde luego, tampoco han sido sustituidas por otras convicciones. De hecho, esa es la razón de que este blog trate de desconciertos; y también ésta es su finalidad: aprender a instalarme y desenvolverme en el desconcierto, a renunciar a las seguridades, las más de las veces aparentes y defensivas: diques que te hace poner el miedo, puertas que cierras a posibles experiencias que podrían contribuir al autoconocimiento, al crecimiento personal.

Algo que me apetecía (y me sigue apeteciendo) cuando empecé con el blog era conocer, intercambiar y aprender con otros en relación a esas materias (como dije ubicadas en su mayoría en el difuso territorio de las emociones). Por esa intención mía, es lógico que me interesaran más los blogs en los que los autores (aparentemente) abren más su intimidad, hablan de sus sentimientos, emociones, valores, criterios, etc con la mayor franqueza posible, combinando la honestidad personal con un mínimo de inteligencia y capacidad autocrítica. Aunque leo bastantes blogs, me he ido dado cuenta de que los que más me “tocan” (en el sentido de hacerme reflexionar) son en los que percibo, acertadamente o no, que los textos se corresponden con alguien real, en los que descubro (o creo descubrir) a una persona o, al menos, a parte de ella.

Hay otros blogs, en cambio, que lo que dibujan es claramente un personaje, una especie de máscara que ha ido conformando el autor. Puede incluso que los rasgos que dibuja del personaje no sean falsos (me refiero a que no diverjan de la realidad de la persona tras la máscara); pero incluso así, el personaje guarda con la persona una relación similar a la de la caricatura con un retrato realista (una fotografía, por ejemplo). Son necesariamente exageraciones, que destacan en demasía ciertos rasgos y, a cambio, ocultan muchísimos más. Los personajes pueden resultar muy coherentes, más que las personas, justamente porque su dibujo suprime los tantísimos claroscuros y contradicciones de nuestros caracteres reales.

Por supuesto, no hay una clasificación categórica entre personas y personajes. En sentido estricto, en la medida en que todos los que hablamos de lo que sentimos, de lo que pensamos, todos los que llevamos blogs personales, en suma, no hacemos sino narrarnos a nosotros mismos, estamos ineludiblemente mostrando un personaje. Soy consciente de que Miroslav Panciutti no soy yo (lo de menos es el nombre), sino un personaje mío, una caricatura de quien yo soy. Pero es que difícil tarea sería mostrar en los blogs retratos realistas cuando probablemente no seamos capaces de hacérnoslos ni siquiera a nosotros mismos. Por tanto, asumiendo que todos los retratos que me hago de los blogueros que leo se corresponden con personajes, la cuestión es de grado: qué tan caricaturizado me parece cada uno de ellos.

Pues algunos más que otros, obviamente, pero, en general, los que he acabado seleccionando, me dan la impresión de que dicen mucho de sí mismos, aun limitando mucho sus desnudamientos (seguramente porque no les interesa o apetece demasiado). Hay, naturalmente, algunas excepciones llamativas en las que veo una voluntad consciente de autocaricaturizarse, a veces con cierta intención provocativa. Estos blogs son algunos de los que generan mayor participación de sus lectores, seguramente porque al mostrar tantos contrastes permiten a los lectores posicionarse radicalmente frente a ellos; al suprimirse los matices se simplifica la complejidad real y resulta más fácil (y menos comprometido) enfrentarse con la caricatura. Aunque leo algunos de éstos, he de reconocer que no termino de encontrar en ellos lo que busco, probablemente porque me es difícil tender los puentes de identificación: no me parecen verosímiles.

Sin ninguna pretensión de rigor estadístico he de decir que hallo más personajes entre los hombres que entre las mujeres. O dicho a la inversa, descubro mayores sintonías con las mujeres que leo que con los que son de mi mismo sexo. Pienso que esto debe tener algo que ver con el hecho de que, en la “realidad” y por lo general, los hombres estemos más adheridos (condicionamiento cultural) a nuestras máscaras que las mujeres, que tengamos más miedo que ellas (o menos ganas) de quitárnoslas, de dejarnos ver (empezando por dejarnos ver a nosotros mismos) y, consiguientemente, también de ver “empáticamente” a los otros. No es mi caso, porque justamente pretendo con el blog indagar sobre mí mismo y, ciertamente, muestro más de mí que lo que hago en la mayoría de situaciones y relaciones de mi vida real. Dicho de otra forma, es posible que el personaje de Miroslav Panciutti esté más cerca de quién yo soy que el personaje que conoce la mayoría de las personas con quienes interactúo en la “vida real”.

He conocido “físicamente” a cinco mujeres que previamente “conocía” a través de sus blogs. En esa línea gradual que va de persona a personaje, las cinco las situaba, antes de quedar con cada una de ellas, más cerca del extremo persona que del de la caricatura. Tampoco es que el conocerlas en carne y hueso garantice nada, pero ciertamente te ofrece un contraste inmediato respecto a la imagen que inevitablemente uno se ha formado. Todas ellas han encajado sin chirriar demasiado así que conocerlas me ha confirmado las intuiciones que tenía tras leerlas. La última con la que quedé me preguntó si, tras unas horas de entretenidísima charla, se correspondía con la imagen que me había hecho de ella a través de su blog. Sí y no, y esta respuesta creo que vale para todas, en mayor o menor grado. Sí, porque los rasgos que me había dibujado de ella a partir de su blog, los confirmaba efectivamente en la persona que tenía delante. No porque en el blog mostraba sólo una parte de lo que era, seguramente esas emociones o temas que le motiva poner por escrito. Pero, no siendo el retrato del blog completo, lo que hay en él no es una caricatura.

Quise conocer a estas mujeres porque, a través de sus blogs, me parecieron “personas” y me interesaron como tales. Conocidas personalmente, descubrí que la complejidad real de sus personalidades parecía mayor que la que veía en el blog, que era una parte (también real) de aquellas. En cambio, en principio, no siento apenas curiosidad por conocer a esos blogueros que me parecen, sobre todo, personajes, por más que puede ser que, dado el ingenio que algunos de ellos exhiben, resulten luego ser personas interesantísimas. En tal aspecto, es probable que no funcione como muchos otros a quienes los retratos caricaturescos les incitan a descubrir a la persona tras la máscara. Pero es que puede que ya esté muy mayor para esos juegos. Tanto es así que un par de las mujeres a las que me he referido, cuando les devolví la pregunta, me dijeron que yo sí les parecía muy similar a Miroslav Panciutti (aunque una de ellas, la que mejor me conoce, opina que soy más divertido en la vida real que en el blog). Y es que he de reconocer (qué le vamos a hacer) que soy bastante simple y que, además, se me da muy mal eso del misterio.

CATEGORÍA: Blogs e Internet