Empecé a trabajar a los veintiún años, en 1981. Antes, desde la mitad de la carrera, había currado como delineante en estudios de arquitectura, pero el dinero que ganaba no me bastaba para mantenerme sino para complementar la estricta asignación que me enviaban mis padres, limitada a los costes de comida y alojamiento. Mi primer empleo me lo dieron en una fundación subvencionada por el entonces MOPU que se dedicaba a asuntos de ecología. Las oficinas estaban muy cerca de Cuatro Caminos y hasta allí iba todos los días desde la casa familiar en el antiguo P-24. Ese mismo año me concedieron una beca para un curso de especialización en rehabilitación urbana, financiado por el mismo Ministerio. Echando cálculos de lo que pude ingresar en ese primer año me sale del orden de unos 18.000 euros de hoy (convertidas las pesetas y actualizada la cantidad según el IPC gracias al INE). No estaba nada mal para un jovencillo recién titulado; suficiente para hacer planes independentistas y, como primera medida, con lo que me quedaba tras la obligatoria contribución a los gastos familiares, embarcarme en la compra (firmando letras a tres años) de mi primer coche propio, un R5 amarillo que fue siniestro total algunos años después. Si se comparan mis inicios laborales con los de las actuales generaciones es incuestionable que hace tres décadas y media, a pesar de que entonces también estábamos en una crisis (la del petróleo, que en España se presentó retardada), la situación para los universitarios que buscaban trabajo era bastante mejor que la de hoy. El paro preocupaba sobremanera (recuérdese que fue el principal activo de la victoria de Felipe González en 1982) pero estaba en el 13,5%, en torno a la mitad de lo que nos hemos acostumbrado en los últimos años. Y en cuanto al sueldo, el mío no era por aquel entonces ninguna maravilla pero estaba mucho mejor que los que se pagan actualmente a los titulados en su primer empleo, cuya media no alcanza los mil euros mensuales.
A partir del 82, gracias a quien fue profesora mía en el curso de postgrado, empecé a trabajar en el Plan General de Colmenar Viejo, primero como un colaborador más con cometido específico (el catálogo de protección arquitectónica) y, poco a poco, asumiendo más responsabilidades hasta ocuparme de la dirección del documento. De esa manera, por azar y sin que en absoluto fuera una decisión consciente, me metí en el urbanismo, campo en el que he estado toda mi vida profesional. Como es normal, fui conociendo a otros compañeros y así colaborando en varios proyectos, tanto en la provincia de Madrid como en otras localidades españolas. Nunca durante esos primeros años de ejercicio tuve un contrato laboral; trabajaba por mi cuenta, aunque no recuerdo que me hubiera dado de alta de autónomo y, por tanto, carecía de seguridad social. De otra parte, tampoco recuerdo haber hecho al principio declaración sobre la renta. Vaya en mi descargo que el IRPF era de reciente implantación (durante el franquismo apenas existía la imposición directa) y todavía no estaba tan universalmente asumido como años después (En 1985 se presentaron unas 7.000 declaraciones; cantidades ridículas para las más de diecinueve millones de la actualidad). Mis ingresos no eran regulares ni desde luego cuantiosos, pero sí suficientes para cubrir mis necesidades y expectativas. Al fin y al cabo, a esa edad ni unas ni otras eran desmesuradas. La más importante, que satisfice a los veintitrés años, ser autosuficiente; las restantes, que se iban ajustando al variable presupuesto, tener algo de dinero para el ocio, del que por esos años Madrid ofrecía de sobra y que complementaba con cuantas escapadas podía permitirme. Lo cierto es que curraba muchas horas, siempre presionado por fechas de entrega inminentes; pero también lo es que me lo pasaba muy bien, sin preocuparme apenas por los ingresos futuros.
En el verano de 1986 me trasladé al Sur de Tenerife, aceptando la oferta de un amigo de mi padre que había montado una empresa inmobiliaria en una urbanización turística incipiente de la esquina más remota de la Isla. Se suponía que iba a tener la oportunidad de proyectar muchos hoteles y otros edificios, adquirir gran experiencia en construcción y, por añadidura, forrarme. Las cosas no fueron tan de cuento de hadas, claro. De entrada, este hombre ya tenía un socio y un estudio de arquitectos de Las Palmas trabajando en sus proyectos. Éstos no me recibieron con los brazos abiertos precisamente. Como yo era el que residía en el lugar, me convirtieron poco menos que en el encargado de la oficina y de los asuntos de trámite, pero dejándome muy poco juego en las tareas propiamente arquitectónicas. Visto con perspectiva, no me cuesta entender que no confiaran en un chaval sin experiencia, aunque tampoco pusieron el menor empeño en que la adquiriese. Para colmo, el "líder" de ese estudio era un independentista convencido que no cesaba de hacerme notar mi condición de "godo", representante del colonialismo opresor español. Así que no, ese mi primer año canario no fue como me habían prometido, ni tampoco en el aspecto económico. La empresa me facilitó un coche y una casa (un chaletito con magníficas vistas a La Gomera) pero ni me contrató ni me pagó ningún dinero. Se suponía que mis ingresos provendrían del reparto de los honorarios profesionales que cobrara el estudio de arquitectos en el cual estaba "integrado"; sólo una vez me tocó algo y ya no recuerdo la cantidad, pero no fue gran cosa. No obstante yo seguía trabajando (poco) y tratando de ser útil como, por ejemplo, aprovechando mi experiencia urbanística para proponer al ayuntamiento de la localidad algunas modificaciones al desastroso planeamiento con que contaban. Hacia junio del 87, apareció entre nosotros un empleado del capitalista valenciano que era el que ponía el dinero para que el amigo de mi padre hiciera los negocios inmobiliarios. Era un tipo de mi edad y enseguida conectamos. Resultaba que las cuentas no estaban nada claras y le habían encargado enterarse de lo que pasaba. En muy pocos días empezaron a aflorar asuntos de lo más turbio y hasta tuvo que intervenir la Guardia Civil. El amigo de mi padre desapareció de la Isla sin siquiera despedirse, todo el tinglado se desmoronó y yo me quedé colgado, sin casa, sin coche y sin dinero. El saldo final de la aventura fue menos doscientas mil pesetas, los ahorros que me había traído de Madrid y que ya no existían.
Pues nada, me dije, habrá que volverse y retomar mi vida anterior. Pero justo entonces, en los últimos días que me dejaron dormir en la que había sido mi casa, vino de vacaciones Paco, un amigo de Madrid que llevaba unos añitos intentando conseguir trabajos en la capital sin demasiada fortuna. El caso es que me convenció de que probáramos a buscarnos la vida en la Isla, mudándonos, eso sí, a Santa Cruz. Entre los dos juntamos algunas perras (yo gracias a préstamos) con las que compramos un coche de segunda mano y pagamos el primer mes y la fianza de un apartamento. Gracias a otro amigo madrileño, conseguimos entrar como tasadores del Banco Exterior (desaparecido ya hace mucho) y los primeros meses sobrevivimos recorriendo la Isla para visitar viviendas diseminadas en toda su geografía, hacer los pertinentes informes de valoración para hipotecas y cobrando cada uno a precios irrisorios. Pero poco a poco, a través de contactos, fuimos conociendo gente y empezaron a salirnos algunos proyectos modestos. En unos meses nos atrevimos a alquilar un pequeño piso para acondicionarlo como estudio de arquitectura, y un año después nos cambiamos a otro algo más grande. Hacia principios de 1989 nos entraban encargos con cierta regularidad y empezábamos a disfrutar de una situación económica más o menos desahogada (no se crea que me estaba forrando, pero sí había recuperado el nivel de ingresos de los últimos años madrileños). Tanto era así que por esas fechas, con una ayuda de mis padres para pagar la entrada, adquirí un apartamento aterrazado en una urbanización a unos diez kilómetros de Santa Cruz. ¡Mi primera propiedad inmobiliaria aún sin haber cumplido treinta años! Símbolo perfecto de mi incorporación al sistema. Tenía unos 60 m2 con una magnífica terraza hacia el mar y me costó un millón y medio de pesetas (apenas 20.000 € actualizados a fecha de hoy). No cabe duda de que tuvimos suerte para, siendo absolutamente ajenos al mundo chicharrero, conseguir salir adelante. Desde luego, estábamos dispuestos a currar lo que fuera necesario y no éramos malos profesionales, pero el factor más importante fue que en esos años había abundante trabajo de arquitectura en la Isla, lo que permitía que hasta unos recién llegados pudieran coger lo que los ya asentados despreciaban (de hecho, nuestro primer proyecto –una vivienda unifamiliar en un pueblo costero– nos lo pasó uno de esos arquitectos porque le venía pequeño).
Tampoco los encargos de urbanismo eran muy codiciados por los profesionales sobrecargados de trabajo y, en esa materia, yo podía presentar un currículo aceptable para optar a concursos de los ayuntamientos. Conseguimos la redacción de las Normas Subsidiarias (figura ya inexistente) de un municipio de cierta entidad a la escala insular, lo que significó introducirnos en el entorno de la administración pública e ir conociendo a personajes de la política. Ese encargo también supuso el inicio de una cierta división en el estudio: dado que era yo el que más sabía de urbanismo me tocó ocuparme de esas tareas, dejando más de lado, inevitablemente, los proyectos de arquitectura. Aunque no fue una renuncia radical –ni tampoco voluntaria–, lo cierto es que empecé a darme cuenta de que era muy difícil moverme en los dos ámbitos profesionales. Además, a mediados de 1988, había entrado a trabajar como arquitecto municipal en Adeje, un municipio turístico del Sur y tres días a la semana me hacía más de doscientos kilómetros entre la ida y la vuelta. En las elecciones de 1987 había ganado el PSOE, pero empatado a concejales con los insularistas de ATI, un partido que se había formado a partir de la descomposición de la UCD en Tenerife. El nuevo alcalde pronto se dio cuenta de que había demasiados trapos sucios en el Ayuntamiento y también, obviamente, en la Oficina Técnica, por lo que necesitaba alguien de confianza que pudiera ponerla en orden. En esos tiempos yo andaba en muy buenas relaciones con gente influyente en el PSOE así que me encontré con la propuesta y la acepté. Lo que no me advirtieron es que tenía que andarme con mucho cuidado porque el único concejal del CDS –cuyo voto le daba el gobierno a los socialistas y como pago había pedido urbanismo– también tenía montados sus chanchullos particulares y había que procurar no ponerlo nervioso. En fin, que mis ganas de hacer bien las cosas unidas a un exceso de inocencia, hicieron que durara poco más de un año; hube de dimitir cuando comprendí que mi permanencia hacía peligrar el gobierno municipal. Aún así, creo que me dio tiempo a reorganizar la oficina e iniciar un proceso de revisión del planeamiento municipal que, pasados más de veinticinco años, todavía no ha culminado. En todo caso, fue una experiencia sumamente instructiva que recomiendo a cualquier arquitecto interesado en el urbanismo. Y además, me permitió conocer a Enrique, un ingeniero del Cabildo de Tenerife que ha sido uno de los profesionales de quienes más he aprendido.
Fue Enrique quien, pocos meses después de salir de Adeje, me llamó para una entrevista en el Cabildo porque necesitaban a alguien para coordinar y dirigir desde la Institución los trabajos del Plan Insular de Ordenación que se había encargado a un estudio de arquitectos de Barcelona. Así, a finales del 90 entré en el Cabildo, donde permanecí hasta mayo de 2008, primero con carácter interino y desde 2000 como funcionario de carrera, tras aprobar la correspondiente oposición. Mi trabajo en el Cabildo durante la última década del pasado siglo fue enormemente atractivo y puedo considerar esa etapa la más productiva y creativa de mi vida profesional. En cambio, los años siguientes, con otro presidente que despreciaba la planificación, se caracterizaron como un proceso continuado de degradación y desilusión. Supongo que a los factores externos, más o menos objetivos, ha de sumársele mi propia evolución personal. La primera etapa se corresponde con mi treintena, cuando probablemente estaba en el máximo de mi energía. Vivía en pareja, nos habíamos comprado un buen piso (en realidad, eran dos que unimos) y, además de cumplir con mi trabajo en la administración pública, seguía recibiendo encargos como profesional autónomo, en el estudio compartido con Paco durante unos años y luego en el despacho que me monté en casa. He revisado mis archivos contables de esa época y compruebo que ingresaba bastante dinero, con tendencia creciente casi todos los años. Sumando las rentas de mi mujer, teníamos una situación más que desahogada que nos permitía ahorrar (por entonces empecé a aportar a planes de pensiones) y liquidar el préstamo hipotecario de nuestra vivienda en la mitad del plazo pactado. A partir de mi cuarentena (ya con la hipoteca pagada) empecé a reducir los trabajos externos, un poco por cansancio pero también porque mi nueva situación funcionarial y el endurecimiento de las incompatibilidades lo dificultaba bastante. Así que mis ingresos se van reduciendo, pero aún así, con la progresiva actualización de los sueldos y el ascenso de mi nivel en la administración, eran más que generosos, sobre todo si los comparamos con la situación de los salarios hoy en día. Para hacerse una idea, mis ingresos brutos en 2007 eran de casi 50.000 € anuales que actualizados a fecha de hoy son algo más de 62.000. No está nada mal, máxime cuando el nivel de exigencia en la administración está muy por debajo del que se vive en la empresa privada.
En la primavera de 2008, Chiqui, un querido amigo con el que colaboraba desde hacía años en distintos proyectos, me contó que le habían pedido que su empresa llevara la dirección y coordinación del Plan General de La Laguna, que se había encargado –en original intento de acortar los habitualmente larguísimos plazos de redacción del planeamiento urbanístico– a cinco equipos profesionales, cada uno a cargo de una parte del municipio. Me propuso entrar con él y, como ya estaba harto de la degradación cabildera, acepté y pedí la excedencia. De este modo comencé la última etapa hasta ahora de mi vida laboral en el ámbito de la empresa privada aunque, ciertamente, trabajando para el sector público. Los dos primeros años fueron estimulantes, como siempre ocurre cuando inicias un nuevo trabajo. Además, todos los que estábamos en el proyecto, tanto profesionales libres como los participantes desde el Ayuntamiento, rebosábamos ilusión y ganas de hacer algo innovador y útil. De otra parte, las condiciones económicas, aunque no habían sido mi principal motivación, eran más que aceptable: más ingresos que en el Cabildo y una responsabilidad limitada pues, en última instancia, mi papel era el de director de los trabajos, no el encargado de ejecutarlos. Pero las cosas empezaron a complicarse a partir de la finalización del periodo de información pública del Avance. El que hasta entonces era concejal de urbanismo pasó a ocupar la alcaldía y convirtió la aprobación del Plan en su principal argumento político, lo que se tradujo en fortísimas presiones. Se prescindió de dos de los equipos profesionales y, si bien nuestro papel seguía siendo el mismo, hubimos de implicarnos mucho más en la redacción. El trágico punto de inflexión fue la muerte de Chiqui en 2010, a causa de un fulminante cáncer de pulmón; él, con su prestigio y autoridad moral, había mantenido el necesario equilibrio entre los muchos que estábamos implicados. También por esas fechas, venció nuestro contrato original y el nuevo que se hizo (ya estábamos en crisis) fue bastante menos generoso, lo que supuso una sensible reducción de mis ingresos. De ahí en adelante, la situación no hizo sino empeorar. En 2011 hubimos de asumir directamente la redacción, sometidos cada vez a más presiones que llegaron a límites asfixiantes, impidiendo cualquier atisbo de satisfacción por el trabajo (ello no significa, no obstante, que no viviera experiencias muy positivas). Para colmo, las exigencias no cesaban, lo que implicaba mayores gastos (siempre sobre presupuestos cerrados) que en bastantes ocasiones pusieron la empresa al borde de la quiebra; en esas condiciones, dada mi condición de socio, tuve que dejar de cobrar en bastantes fases con lo que mis ingresos siguieron bajando aceleradamente. Por fin, a mediados de 2014 se produjo el segundo documento de aprobación inicial (lleno de concesiones incongruentes a las plataformas ciudadanas soliviantadas por algunos oportunistas que, en las últimas elecciones, han entrado en el Ayuntamiento) y exhaustos y arruinados conseguimos una rescisión por mutuo acuerdo del contrato, cortando de raíz la sangría económica y anímica.
Antes de esa fecha, urgidos por la necesidad de mantener la empresa, nos embarcamos en otros trabajos menores de planeamiento (comparados con el del Plan General de La Laguna). Profesionalmente, nos permitieron aplicar la metodología que habíamos construido en otros escenarios pero en lo económico tampoco dieron resultados rentables (los precios del urbanismo habían caído a niveles ridículos). La última aventura que me tocó fue ocuparme de la dirección técnica de unos planes de modernización y renovación de los ámbitos turísticos del Sur de la Isla, que llevaba a cabo, por encargo del Gobierno de Canarias, una empresa pública. Ha sido una experiencia enormemente instructiva que no sólo me ha permitido conocer la realidad de un entorno turístico y su compleja economía (pese a vivir una isla turística, la gran mayoría de los tinerfeños viven de espaldas al fenómeno, aceptándolo a regañadientes como un mal necesario), sino también pasar de la escala necesariamente general y algo abstracta de los PGO, a asuntos mucho más concretos; en cierta medida, bajar a un plano intermedio entre la arquitectura y el urbanismo. La mayoría de estos planes fueron aprobados a toda prisa justo antes de las pasadas elecciones autonómicas (era un compromiso político del anterior Presidente), pero uno de ellos, sin duda el más importante, quedó pendiente. Así que, durante el segundo semestre de este 2015 que ya se acaba, hube de integrarme en la empresa pública para tratar de culminarlo. Sin embargo, la promesa de poner urgentemente a mi disposición un mínimo equipo de profesionales no se cumplió hasta la segunda semana de diciembre (causas burocráticas), de modo que a la fecha, con mi contrato ya vencido, el Plan sigue sin estar acabado.
Cuando acepté este último contrato, tenía ya casi decidido reincorporarme al Cabildo y los acontecimientos del último semestre no han servido sino para convencerme definitivamente. Las razones son múltiples y algunas ni siquiera se pueden decir; las resumiré en dos. La primera es que estoy cansado, creo que me conviene reducir la intensidad laboral de los últimos años (llevo dos sin vacaciones y trabajando una media de sesenta horas semanales), aunque eso signifique ir contra mi tendencia a meterme en cuantos fregados tenga al alcance. Bueno, pues será una cura de humildad, pasar a segunda línea y sacar tiempo para confeccionar el manual de urbanismo que llevo desde hace mucho diciéndome que he de escribir. La segunda, para nada despreciable, es que en la calle hace mucho frío y, por mucho que se vanaglorien los del PP, el futuro inmediato no se avista muy prometedor, al menos en mi oficio. Esta mañana, mientras cerraba las cuentas del año, comprobaba que mis ingresos han sido un 25% inferiores a los que obtendré en el Cabildo con muchas menos horas de dedicación (más o menos el 55%). Confieso que me queda un cierto regusto amargo de rendición, de haber abandonado, pero hay que ser realista. También siento que me aprovecho de un estatus, el de funcionario, que con la que está cayendo en el país, es casi insultante; pero me consuelo diciéndome que no se me puede achacar no haber trabajado bastante durante los últimos treinta y cinco años; vamos que me lo merezco. En todo caso, abro una nueva etapa (aunque sea una reposición) en mi vida laboral, probablemente la última. A ver qué da de sí.