miércoles, 3 de noviembre de 2021

Tres novelas cubanas

Dice la Wikipedia que “la literatura cubana es una de las más prolíficas, relevantes e influyentes de América Latina”, lo cual me ha hecho preguntarme cuánto de ella conocía. Me centro en la narrativa y veo que, cronológicamente, el primer autor que he leído es Alejo Carpentier. Lo descubrí a principios de los ochenta, después de devorar casi toda la producción de los entonces inevitables escritores del boom, y me deslumbró, muy en especial El Siglo de las Luces (1962). Poco después leí Paradiso, de Lezama Lima, de la que en estos momentos apenas recuerdo nada. En los noventa, a raíz de que le concedieran el premio Cervantes, leí Jardín, de Dulce María Loynaz (en Canarias ese premio fue muy celebrado pues se consideraba a la escritora muy vinculada a esta tierra). También en los últimos años del siglo pasado cayeron obras de Guillermo Cabrera Infante (me gustó especialmente Tres Tristes Tigres), la Trilogía Sucia de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez y alguna de Zoé Valdés, cuyo título ahora no recuerdo. El último de los narradores cubanos a incluir en mi lista es Leonardo Padura, a quien he conocido hace no más de un par de años y del que llevo tres o cuatro novelas. 
 
Como puede comprobarse, mi personal censo, si no famélico, dista de merecer buena nota. De hecho, creo que de la mayoría de países hispanoamericanos podría citar muchos más autores leídos que de Cuba. El caso es que hace unos quince días leí El Insomnio de Bolívar (2009), ensayo bastante sugerente de Jorge Volpi sobre la realidad y la literatura de América Latina. Pues bien, hablando de la Cuba posterior al desmoronamiento del poder soviético, nos dice que “los narradores que no se han prestado al juego del oficialismo han optado por distanciarse lo más posible del poder castrista, aun si éste se empeña en convertirlos en “disidentes”, prohíbe la circulación de sus obras o los incordia de todas las maneras posibles”; añadiendo enseguida que “Más que rebelarse activamente, muchos de ellos han desertado de la política de la misma forma que sus coetáneos en otras partes: no han empleado lanchas o pateras, sino que interior, artísticamente, han roto cualquier vínculo con la Revolución y se limitan a subsistir como si sus guardianes hubiesen muerto décadas atrás”. Como ejemplo de ese diagnóstico, aporta tres obras: Todos se van (2006), de Wendy Guerra; Cien botellas en una pared (2002), de Ena Lucía Pórtela, o La fiesta vigilada (2007), de Antonio José Ponte que, para él, son “implacables retratos de la decadencia revolucionaria como si sus autores fuesen los incómodos cronistas del derrumbe largamente anunciado”. Me hice con esas tres novelas y me las he leído en esta semana pasada. 
 
Todos se van 
 
Wendy Guerra (La Habana, 1970) tenía 36 años cuando publicó “Todos se van”, su primera novela; pero para entonces ya tenía una respetable obra poética. Nació en La Habana y allí se licenció en dirección de cine. La novela que he leído adopta la forma de diario; los diarios de la protagonista que, claramente, es un trasunto de la propia autora (no se llama Wendy sino Nieve pero mantiene el apellido Guerra). Optar por el diario como estructura formal de la obra puede que sea una influencia de Anais Nin, personaje que le interesaba mucho; de hecho, en 2014 publicaría “Posar desnuda en La Habana” que creo que también adopta la forma de diario (un aprócrifo del que escribió la que fue amante de Miller). O quizá otra influencia pudo ser Anna Frank, de la cual extracta un párrafo de sus Diarios como cita inicial del libro. En todo caso, sea cual sea su origen, lo cierto es que la elección es muy acertada. Obliga al lector a seguir los acontecimientos desde la mirada de la protagonista en el tiempo real en que se van produciendo (y, por tanto, con la percepción propia de la edad correspondiente). Porque justamente de eso trata la novela, del crecimiento de una niña durante doce años, desde los siete a los diecinueve, desde 1978 a 1990; pero con la especial particularidad de que ese crecimiento se produce en un entorno asfixiante, cuya evolución se entrelaza íntimamente con la de la propia protagonista. Ese entorno, claro, es Cuba; en la primera parte (Diario de Infancia) es Cienfuegos; en la segunda (Diario de adolescencia), La Habana. Entre ambas hay un vacío de algo más de seis años (entre los nueve y los quince años). 
 
Naturalmente, el título alude a que (casi) todas las personas que acompañan a la niña y adolescente protagonista van, poco a poco, yéndose. Se van de su vida pero también se van de la Isla, como si irse, escapar, fuera el destino inevitable de sus pobladores. Ese lento pero constante goteo de huidas crea, a lo largo del libro, un clima opresivo y triste. También la protagonista quieres salir, pero a ella le es imposible, como si la hubieran castigado a permanecer hasta el hundimiento final (de su vida, de Cuba) mientras los demás la van dejando sola. El último párrafo de la novela es expresivo de esto último que comento: “Estoy en La Habana, lo intento, trato de avanzar cada día un poco más. Pero una vez helado el mar Caribe, no hay posibilidad alguna de llegar a ningún sitio. De este lado sigo escribiendo mi Diario, invernando en mis ideas, sin poder desplazarme, para siempre condenada a la inmovilidad.” 
 
Todos se van no es una lectura grata sino desasosegante, depresiva incluso. De otra parte, a mi modo de ver, no termina de ser una novela (lo cual no supone en absoluto minusvalorarla), sino más bien una especie de examen de conciencia intimista, por momentos muy pleno de lirismo (se advierte que la autora es poeta). Es, sin duda, literatura de calidad –así lo atestiguan los reconocimientos recibidos y las críticas de quienes saben mucho más que yo– y me alegro de haberla leído. No dudo tampoco en recomendarla, aunque no si lo que se quiere es pasar un rato entretenido, divertirse. Por cierto, al escribir este post, descubro que en 2015 el director colombiano Sergio Cabrera hizo una adaptación cinematográfica de esta novela; habré de verla.

Cien botellas en una pared

Ena Lucía Portela (La Habana, 1972) es dos años menor que Wendy pero empezó a publicar novela bastante antes que aquella (en 1999). Ésta que he leído, Cien botellas en una pared, es de 2002, cuando aún no había cumplido los treinta, y fue la que popularizó su nombre entre los jóvenes escritores iberoamericanos. Desde luego, revela una maestría narrativa impresionante y no me cortó en confesar que para mí ha sido un descubrimiento deslumbrador, que me parece una de las mejores novelas que he leído en los últimos años. Hay quien (una profesora de New Jersey llamada Iraida H. López) ha calificado esta obra de novela negra posmoderna, lo cual, en mi opinión, es ir demasiado lejos. No obstante, aunque sea en clave paródica (que es un elemento omnipresente a lo largo de toda la obra), sí es verdad que hay varias referencias al género policiaco que, en efecto, pueden entenderse como piezas deconstruidas. Metalenguaje (que se refuerza con una intencionada mezcla entre lo real y lo ficticio) y deconstrucción son ciertamente recursos frecuentes en eso que se llama literatura posmodernista. En el mismo plano técnico, habría que dejar constancia del excelso dominio del lenguaje; una prosa que absorbe sin dificultad pese a que responde a una complejidad sintáctica y riqueza léxica admirables. Estamos, puedo asegurarlo, ante una escritora grande.

También escrita en primera persona, ésta, en cambio, no ofrece ninguna duda en cuanto a que es una novela con todo el contenido que quiera dársele a la palabra. Una novela que cuenta una historia. Una trama argumental imaginativa, adictiva, divertida (a veces desopilante), intrigante … Y dejo de poner adjetivos porque, si no, sería el nunca acabar. El cuento avanza a saltos –cada capítulo, un salto– pero no demasiado largos, lo suficiente para que te descoloque momentáneamente pero enseguida recuperes la continuidad de la trama. Ya digo que el argumento es fantástico pero no menos lo son los personajes, un elenco de frikis habaneros absolutamente maravillosos y originales. La primera, por supuesta, la protagonista que pretende contar su historia aunque sabe que nadie se la va a creer, que cualquiera pensará que son delirios del alcohol o la marihuana o figuraciones que vienen del lado maniaco depresivo de su personalidad. Se llama Zeta Álvarez La Fronde, una mujer de unos treinta años con sobrepeso, residente en un palacete tugurizado de El Vedado que amenaza desde hace muchos años ruina inminente; su forma de hablar y comportarse es de una ingenuidad enternecedora, carente a la vez de prejuicios. El primero que aparece en la novela, sin embargo, es la pareja de Zeta (aunque darle ese título es más que discutible), un señor bordeando la cincuentena que se llama Moisés, que siempre está enfadado y que la trata a golpes. Pese a ello Zeta está irremediablemente enganchada con ese hijueputa (me encanta la grafía cubana de esta palabra) y no es capaz de dejarlo, aún sabiendo que es probable que acabe matándola. Y solo añadiré otro personaje clave de la novela, una amiga de Zeta llamada Linda Roth, judía, feminista, lesbiana, súperdotada y escritora de novela negra con altísimo concepto de sí misma (está segura, por ejemplo, que recibirá el premio Nobel). Pero hay unos cuantos más, cada uno de ellos fantástico. Y, por supuesto, el personaje omnipresente de La Habana en su agonía. También, como en Todos se van, la ciudad crecientemente deteriorada forma parte fundamental de la novela, pero aquí la protagonista la asume con una indiferencia irónica, sin que se convierte en la causa de sus males.
 
En fin, Cien botellas en una pared (alusión a una canción infantil cubana análoga a nuestros elefantes que se balaceaban en una tela de araña) es, a mi juicio, un prodigio de creatividad y un ejemplo de maestría literaria. Ni qué decir tiene que recomiendo encarecidamente su lectura.

 

La fiesta vigilada

 

Antonio José Ponte (Matanzas, 1964) ha trabajado como ingeniero hidráulico, guionista de cine y profesor de literatura. Pero obviamente, su vocación era la escritura: poesía, ensayo, cuento y, en menor medida, novela. Sin embargo, en 2003, en una terraza habanera, dos funcionarios de la Unión Nacional de Escritores y Artistas le comunicaron que se le prohibía dedicarse a la literatura en Cuba; su obra, por lo visto, no era compatible con la Revolución.

La fiesta vigilada fue publicada por Anagrama en 2007, el mismo año en que el autor se radicó en Madrid, donde parece que sigue. El libro, en la colección Narrativas Hispánicas, se califica de novela, aunque no me queda claro que tal sea su género. El narrador va paseando por los tiempos de La Habana desde la Revolución hasta el fin del siglo. Una crónica cultureta de una ciudad que perdió la fiesta en los sesenta y quiso recuperarla en los noventa (pero no alcanzó sino un remedo). Habla del Our man in Havana de Graham Greene, y de su adaptación cinematográfica de Carol Reed (esa novela, estupenda, la había leído pero no en cambio no había visto la peli, también magnífica; así que he aprovechado su recordatorio para hacerlo gracias a Youtube). Habla de Sartre y Simone de Beauvoir, de la censura oficialista, del Buenavista Social Club y los músicos cubanos. Pasa a reflexionar sobre las ruinas en general y sobre las de La Habana en concreto (se declara ruinólogo). Por último, tomando como referencia el libro de Timothy Garton Ash sobre el expediente que le abrió la Stasi, cuenta sus intentos frustrados de conseguir la información que sobre él habría ido archivando el Ministerio del Interior cubano. Esta última parte remite claramente a Kafka (El castillo) y supone un último desnudo del régimen que deja en el lector al lector (al menos a mí) un poso de tristeza.

 

No diré que no se trate de una buena obra. De hecho, he encontrado varias reseñas sesudas y elogiosas en Internet. Gustavo Faverón, por ejemplo, peruano residente en Maine cuya novela Vivir Abajo leí hace unos meses y me subyugó, dice que “el matancero Ponte es probablemente el mayor hallazgo literario de América Latina en el nuevo milenio, y solamente la irregularidad de nuestra crítica inmediata y la dificultad relativa de la obra del cubano pueden explicar el hecho de que ese reconocimiento no sea unánime”; añadiendo que “La fiesta vigilada (es) sin duda una de las cuatro o cinco mejores novelas aparecidas en los últimos diez años en español”. Pero como aquí de lo que se trata es de dar mi opinión diré que no me enganchó, que terminé de leerla casi por autodisciplina y –también es verdad– porque Cuba me interesa. Creo que lo que pasa es que es mucho más ensayo –con buena dosis de ajuste de cuentas– que novela y lo que yo esperaba era una novela. También, que empecé con ella inmediatamente acabada las Cien botellas en una pared, y después de que te han zarandeado y emborrachado en las gloriosas alturas de una maravillosa narrativa, La fiesta vigilada viene a ser una ducha fría que no sienta nada bien para la resaca.

martes, 2 de noviembre de 2021

El caso Alberto Rodríguez (6): Marchena a la carga

El 20 de octubre, al día siguiente de que la Mesa del Congreso denegase la solicitud de retirar el escaño a Alberto Rodríguez (ARR), la presidenta del Congreso recibe una carta de Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo y presidente también del grupo de siete magistrados que emitieron la sentencia que condenó a ARR. La carta rezaba lo siguiente: “Excma. Sra: Dirijo a V.E. el presente para interesar la remisión a esta Sala del informe sobre la fecha de inicio del cumplimiento de la pena de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo, impuesta a son Alberto Rodríguez Rodríguez en la causa especial 3/2019/2019, en virtud de sentencia num. 750/2021 con la finalidad de llevar a efecto la práctica de la correspondiente liquidación de condena”. 
 
Lo que Marchena quiere saber, según dice en su escrito, es desde qué día ha empezado a operar la inhabilitación de ARR para el derecho pasivo; y lo quiere saber, también según sus palabras, para determinar la liquidación de condena. La liquidación de condena es la mera concreción sobre el calendario real del tiempo en que el reo debe estar cumpliendo su pena. La liquidación de condena es un certificado expedido por el secretario del juzgado o tribunal sentenciador que detalla el cómputo de la duración de la pena impuesta en sentencia firme y que es aprobado judicialmente (concreta sobre el calendario real cuál es el tiempo que el reo debe estar cumpliendo la condena). Por lo que he consultado en la Red (tanto doctrina como jurisprudencia), cuando se habla de liquidación de condena lo habitual (por no decir más) es que se estén refiriendo a penas de prisión; la liquidación de condena tiene relevancia, ciertamente, para saber hasta cuándo va a estar el condenado en la cárcel y, en base a ese dato, aplicar, en su caso, los distintos regímenes de la privación de libertad. Hay que decir, por otro lado, que la Ley de Enjuiciamiento Criminal no menciona siquiera este trámite, lo que ha motivado que cada Juzgado y Tribunal lo lleve a la práctica según su propio criterio, que no es uniforme para todos. 
 
Así que, aprovechando ese vacío regulatorio, Marchena decidió que su Tribunal debía practicar la liquidación de la pena accesoria de inhabilitación para el sufragio pasivo, se entiende que, entre otras cosas, para notificárselo al condenado toda vez que se le están limitando sus derechos. Es decir, se supone que Marchena quería que Batet le dijera la fecha concreta en que, a través de algún acto suyo (de esto ya hablaremos), ella había hecho que ARR empezara el cumplimiento de dicha pena. Visto lo que ocurrió después, Batet debería haber contestado que el día 22 de octubre y, a la vista de esa respuesta, la Sala Segunda del Tribunal Supremo habría certificado que la pena de inhabilitación especial duraría hasta el 7 de diciembre de 2021. 
 
 Lo que he explicado es lo que decía Marchena en su escrito, eso y nada más. Sin embargo, nadie lo entendió así, ni siquiera la propia Meritxel Batet. Todos, y muy especialmente los miembros de VOX, C’s y PP, aseguraron que lo que hacía Marchena era dar un tirón de orejas a la Mesa del Congreso y al informe de los letrados, aclarándoles que la ejecución de la pena accesoria de inhabilitación implicaba el cese inmediato del diputado canario. Transcribo algunas declaraciones al respecto del mismo día 21 de octubre después de que se reuniera la Mesa y conociera el escrito de Marchena. “Reiteramos nuestra posición de que estaba clarísimo el alcance del contenido de la sentencia y su forma de ejecución. Y mucho más a partir de la recepción del oficio del Tribunal Supremo, que rompe la duda que argumentaba la mayoría de que no subsistía la pena de inhabilitación” (Ignacio Gil Lázaro, miembro de VOX en la Mesa). “La presidenta debe hacer cumplir la pena de inhabilitación al diputado de Unidas Podemos. Sería de la máxima gravedad un conflicto entre el Congreso de los Diputados y el Tribunal Supremo” (Cuca Gamarra, portavoz del PP). 
 
Estoy bastante de acuerdo con la lectura que hicieron VOX y el PP (también C’s e incluso la propia Batet) del escrito de Marchena. Es obvio que, bajo el pretexto hipócrita de la liquidación de condena, lo que deja claro el magistrado es que la pena de inhabilitación para el sufragio pasivo ha de cumplirse, no ha desaparecido por el hecho de que la pena principal de prisión fuera sustituida por multa. Lo que, en cambio, no dice Marchena es que para cumplir esa pena ARR haya de perder su escaño. De hecho, en el informe de los letrados no se dice –como da a entender el miembro de VOX en la Mesa– que la pena accesoria haya dejado de subsistir. Por el contrario, en el epígrafe II.4 de dicho informe se da por sentado su vigencia pero, motivadamente, se concluye que no parece que de la misma proceda derivar la consecuencia de la pérdida de la condición de diputado del Sr. Rodríguez. 
 
En resumen, el escrito de Marchena del 20 de octubre no aporta ningún dato nuevo que sea relevante en cuanto a cómo debe ejecutarse la sentencia. Meritxel Batet podría, en principio, haberle contestado que la pena empieza a cumplirse desde el día X, a partir del cual y durante mes y medio, el diputado ARR, que sigue en su escaño, no puede presentarse a ninguna elección o, alternativamente, haberle suspendido de su cargo durante mes y medio. Quizá una respuesta de ese tipo habría puesto a Marchena en la tesitura (sin duda no deseada por él) de dar el siguiente paso y aclarar que el cumplimiento de la pena implica la pérdida del escaño. Pero no hizo falta. Lo cierto es que, sin decir lo que implicaba la ejecución de la sentencia, logró que todos asumieran que suponía la pérdida del escaño. Un silencio muy elocuente, sin duda, o, si se prefiere, una muestra clarísima de cómo lo importante no es el mensaje explícito (el texto) sino el implícito, los sobreentendidos. Me atrevería a decir incluso que lo fundamental fue la simple aparición de Marchena en el ámbito del Legislativo. 
 
Pero, si Marchena no dijo expresamente que la pena accesoria implicaba pérdida del escaño, y este asunto cuando menos era jurídicamente discutible, ¿por qué su escrito hizo pensar a (casi) todos que eso era lo que estaba diciendo? La respuesta es sencilla: porque el extraordinario (por inhabitual) hecho de que el magistrado sentenciador se dirigiera a la Presidenta del Congreso inmediatamente después de que la Mesa decidiera, en base al informe de los letrados, que la sentencia no producía la expulsión de ARR, mostraba que el juez no estaba de acuerdo con esa interpretación. Y, a mi parecer, esa interpretación sobre el significado real, más allá de su literalidad, del escrito de Marchena, es correcta. Estoy convencido, en efecto, de que Marchena envió ese su primer escrito porque no le gustó nada que se hubiera decidido mantener a ARR en el Congreso; o sea, pareciera que quería que lo echaran. Cabe, por supuesto, pensar que el juez no tiene ninguna animadversión contra ARR y simplemente se enfadó por lo que consideraba una errónea aplicación de su sentencia y quiso corregir la situación. 
 
El artículo 117.3 de la Constitución establece que corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. El artículo 990 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal señala que “corresponde al Juez o Tribunal … adoptar sin dilación las medidas necesarias para que el condenado ingrese en el establecimiento penal destinado al efecto”; ARR no tenía que ingresar en prisión, pero podemos extender la competencia a adoptar las medidas necesarias para que la sentencia sea efectivamente ejecutada. En apoyo de esta interpretación, el mismo artículo añade que “corresponde al Secretario judicial impulsar el proceso de ejecución de la sentencia dictando al efecto las diligencias necesarias, sin perjuicio de la competencia del Juez o Tribunal para hacer cumplir la pena”. Es decir, que si Marchena pensaba que la sentencia no se estaba ejecutando correctamente, su deber (o el del Tribunal o del secretario judicial) habría sido adoptar las correspondientes medidas. Obviamente, la medida más directa e inequívoca habría sido decirle a Batet que la ejecución de sentencia suponía retirar el acta de diputado a ARR. 
 
Pero Marchena no ha hecho eso, lo que nos debería llevar a pensar, en estricta lógica, que con su escrito no pretendía corregir al Congreso ni tampoco sugerir su disconformidad con el acuerdo de la Mesa (porque, de haber sido así, el escrito debería haber planteado medidas concretas para la correcta ejecución de la sentencia). Es decir, hemos de concluir que solo pretendía conocer la fecha de inicio del cumplimiento de la pena para cubrir el trámite formal de la liquidación de la sentencia. Es más, a esta misma conclusión debería haber llegado Batet y el resto de miembros de la Mesa y, por tanto, haber entendido que con su escrito Marchena estaba confirmando la corrección de su decisión. Pero diga la lógica lo que diga, lo cierto es que todos (yo entre ellos) entendimos que el magistrado hacía justamente lo contrario. 
 
Finalizo con un resumen. A Marchena le molesta que la Mesa del Congreso entienda que la ejecución de la sentencia no implica la pérdida del escaño; él quiere que ARR sea desposeído del acta de diputado. Entonces debería haber adoptado las medidas procedentes y la más obvia habría sido decir al Congreso clara y llanamente que la ejecución de sentencia exigía que ARR dejara el escaño. Pero esa conclusión es discutible (como lo prueba el informe de los letrados y no pocas opiniones de ilustres juristas) y Marchena no quería llegar tan lejos, para no pringarse, según piensan muchos, yo entre ellos. De modo que opta por hacer un escrito que formalmente solo pide información para cumplir un trámite irrelevante (la liquidación de la condena), sabiendo que, en contra de la estricta lógica, se interpretaría como que el Tribunal entendía que la ejecución de la sentencia exigía el cese de ARR. Pero, eso sí, ni la sentencia ni él habrían afirmado tal cosa en ningún escrito. Así que sería Batet la responsable de hacer tal interpretación y, en base a ella, despojar a ARR de su escaño. 
 
La verdad es que este primer escrito de Marchena al Congreso (que, a mi juicio, es una intromisión que roza lo ilegítimo del Poder Judicial en el Legislativo; pero de esto ya hablaré en otro momento), revela una mente fría y calculadora, un comportamiento torticero, nada claro. Desde luego, una personalidad interesante la de este magistrado nacido en Gran Canaria (aunque no tiene acento) hace 62 años (es de mi quinta); y que conste que interesante no equivale a atractiva. Me gustaría saber cuáles son sus motivaciones, sus resortes psicológicos. He estado hurgando en su biografía y me encuentro con algunas aventurillas cuando menos inquietantes. Un tipo que da juego como personaje de la novela negra que sugerí en el post anterior. Pero, en la vida real, un tipo del que intuyo que hay que cuidarse.