Magadán
Apuesto diez contra uno a que no sabes qué es Magadán. También yo lo ignoraba hasta hace unos días cuando el nombre apareció en Una saga moscovita, la monumental novela de Vasili Aksiónov que he terminado recientemente. “A doscientos kilómetros de Magadán, subiendo la carretera de Kolimá, el invierno ya se había presentado”: esta es la frase en la que por primera vez me topé con esta palabra, un topónimo, como obviamente se deducía. Es el inicio del cuarto capítulo del segundo libro, en el que vuelve a aparecer Nikita Grádov, detenido por la terrible NKVD hacia finales del primer libro. Así que es fácil comprender enseguida que estamos en la inmensa área geográfica de los campos de prisioneros de Stalin, el famoso Gulag, que fue revelado a Occidente en la tan tardía fecha de 1973 con la publicación del famoso libro de Aleksandr Solzhenitsyn. Además, la palabra Kolimá me suena vagamente, la asocio también a lo poco que sé de la historia soviética, a Siberia. Así que aventuro que Magadán debe ser una ciudad.
A estas alturas es probable que ya hayas buscado Magadán en Google y te hayas enterado de que, efectivamente “es una ciudad, centro administrativo del óblast de Magadán, Rusia, fundada en 1933. Tiene puerto en el mar de Ojotsk. Su población es de 92 782 habitantes, según el censo de 2018. La construcción y la pesca son las mayores industrias de la ciudad, cuyo puerto es accesible de mayo a diciembre. También posee un aeropuerto situado a 50 kilómetros al norte de la ciudad” (Wikipedia: has perdido la apuesta). Antes de Internet, lo más que habría sabido de Magadán sería lo que hubiera podido deducir de la lectura de la novela: poco, porque tampoco es función del autor darte la información sobre sus escenarios. Bien es verdad que siempre podría haber recurrido a alguna enciclopedia o rebuscar en bibliotecas, pero todo eso significaba demasiado esfuerzo de modo que, en la mayoría de los casos, no lo habría hecho. Ahora en cambio basta con teclear el nombre en el ordenador o el móvil; menos incluso si estás leyendo la novela en un dispositivo electrónico con conexión a la red ya que entonces basta con dar un golpecito con el dedo sobre la palabra ignorada.
De repente lo tenemos todo –todo no, pero mucho, muchísimo– al alcance de la mano. Es, desde luego, una maravilla pero, al mismo tiempo, la excesiva facilidad para conocer los datos pareciera banalizar ese conocimiento. Cuando antes escarbabas afanosamente para descubrir algo, los datos, una vez conocidos, se te enraizaban en la memoria. Ahora, se desvelan con tan suma facilidad y rapidez que no llegamos a interiorizarnos, se resbalan por la memoria hasta las cajas negras del olvido. Estás hablando con los amigos en un bar, la tele encendida y aparece un actor que todos conocemos; surge una discusión sobre si tal película la protagonizó él o no y el debate no dura más que el breve lapso que necesitas para consultar tu móvil. Claro que si dentro de un par de meses se repite la escena ya solo te acordarás de que buscaste la información pero no del resultado. No obstante, no reniego de la maravilla de esta cuasi-infinita enciclopedia virtual, al contrario. Como todo, sus bondades o perjuicios dependen de cómo la usemos. Por ejemplo, me alegra tenerla a mano cuando leo novelones como el de Aksiónov que me llevan a lugares remotos y desconocidos. Me ayuda a disfrutar más de la lectura y me atrevo a asegurar que no olvidaré Magadán.
Mencionaré otro efecto de complementar la lectura con Internet: que se me despierta la curiosidad, lo que me lleva a dejar por un rato la novela y ponerme a bucear. Así, voy a Google Maps y localizo Magadán: ¡está a casi quince mil kilómetros de Madrid! Fantaseo con lo que sería un viaje en coche: San Sebastián, Burdeos, Tours, París, Charleroi, Lieja, Colonia, Berlín, Poznán, Lodz, Varsovia, Bialystok, Minsk, Smolensko, Moscú. Esa sería la primera etapa, “solo” cuatro mil y pocos kilómetros, menos de un tercio de la distancia total que, para recorrerla, para cruzar toda Europa, me llevaría como mínimo quince días. Luego unos quinientos kilómetros hasta Nizni Nóvgorod y cuatrocientos más hasta Kazán, ambas ciudades en el Volga y las dos últimas cuyos nombres conozco. A partir de ahí aun nos quedarían casi diez mil kilómetros, cruzar los Urales e internarse en la inmensa Siberia, por unas carreteras que, según leo, son casi intransitables, y con una densidad de población ínfima, un desierto frío e inhóspito. Mientras me muevo por las fotos aéreas concluyo que no haré nunca ese viaje (tal vez llegara a Kazán o, como mucho, avanzaría un millar más de kilómetros hasta Ekaterimburgo, para visitar la casa Ipatiev, lugar de la ejecución de la familia imperial en 1918). Para compensar, me hago la lista de lecturas inminentes sobre esa atroz geografía soviética: Vida y Destino de Vasili Grossman, cuya lectura interrumpí hará unos cinco años, El Vértigo (1967) de Evgenia Ginzburg, madre de Aksiónov, y los seis volúmenes de Relatos de Kolymá (1966) de Varlam Shalámov; además me propongo releer dos novelas de mi juventud: El cero y el infinito (1940) de Arthur Koestler y El caso Tuláyev (de la década de los 40) de Victor Serge; y por último dos libros de investigación histórica: Gulag (2004) de Anne Applebaum, considerado el mejor estudio sobre los campos de concentración soviéticos y el más reciente Los que susurran (2007) del historiador británico Orlando Figes sobre la represión en la época de Stalin.