jueves, 30 de noviembre de 2017

Crueldad (2)

En “Más allá del bien y del mal” (1886), Nietzsche nos dice que la crueldad, aquel animal salvaje, no ha muerto en absoluto, que lo que denominamos «cultura superior» se basa en la espiritualización y profundización de la crueldad. Viene a decirnos que la cultura lo que hace es la domesticación de la crueldad: “Lo que disfrutaba el romano en el circo, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español ante las hogueras o en las corridas de toros, el japonés de hoy que se aglomera para ver la tragedia, el trabajador del suburbio de París que tiene nostalgia de revoluciones sangrientas, la wagneriana que «aguanta», con la voluntad en vilo, Tristán e Isolda, lo que todos ésos disfrutan y aspiran a beber con un ardor misterioso son los brebajes aromáticos de la gran Circe llamada «Crueldad». De otra parte, Freud también sostuvo que una de las pulsiones intrínsecas del ser humano es la crueldad, la cual relaciona muy estrechamente con la pulsión sexual (“Tres ensayos de teoría sexual”, 1905).

¿Es verdad que forma parte de nuestro ser (del de los humanos) la pulsión de la crueldad? Es decir, ¿tenemos un “instinto básico” que nos hace disfrutar con el sufrimiento? Hago conmigo mismo experimentos mentales, me represento espectador o actor de sufrimientos ajenos y, desde luego, ninguna de esas escenas imaginadas me provoca el más mínimo agrado. Al contrario, algunas de ellas (pienso ahora en determinados pasajes de lectura) me generan profundo malestar que incluso somatizo. Sin embargo, eso no significa que esa pulsión no esté agazapada en los más hondo de mi psique, quizá reprimida como sostendría Herr Sigmund (en tal caso, bendita represión, digo yo). Lo que es cierto es que hay muchas personas que se excitan viendo porno que simula violaciones, y no pocas a las que violar añade una plus de placer al acto sexual. También hay gente que disfruta torturando, espero que pocos. Entonces, esos tipos –muchísimos si ampliamos el abanico– ¿no serían desviados patológicos? Su trastorno, si trastorno cabe llamarlo, ¿no sería, en vez de un fallo de la estructura psíquica, incapacidad de represión de un “impulso congénito”?

En el fondo, me da igual. Quiero decir que puedo aceptar que forme parte de nuestra naturaleza, pero prefiero seguir sosteniendo que es de esa parte diabólica, de nuestra parte inhumana, por más que lo dicho sea una boutade biológica. Pero enseguida me pregunto, ¿acaso no es la compasión también una pulsión básica, primigenia? Y si, como creo, es así, ¿es posible en un mismo individuo que coexistan ambas pulsiones? Como parece que la respuesta es afirmativa, habremos de admitir que la mente humana es capaz de aislar en compartimentos estancos emociones tan contradictorias. Un felón que está violando a una mujer y gozando a causa del sufrimiento de ella no puede, a la vez, sentir compasión por su víctima; sin embargo, de vuelta en su casa, puede llorar angustiado al encontrarse a su hijita enferma. He de aceptar que esto es así pero, sin embargo, reconozco no ser capaz de entenderlo, de “aprehenderlo”. ¿O será que –resabio de mi educación religiosa– no concibo nuestra naturaleza diabólica o, al menos, considero inadmisible que ella nos posea?

Pero el párrafo de Nietzsche (es el 229, para quien quiera releerlo) me vuelve a llevar a una idea muy vieja que, sin embargo, hace tiempo que no escucho en los debates sobre ciertos asuntos, entre ellos y sobre todo, el relativo a los toros. Me refiero a la sublimación (“espiritualización” dice el filósofo) de la crueldad en espectáculos para el consumo. El espectáculo de la crueldad vendría así a saciar, siquiera en parte, las pulsiones de crueldad de los individuos, evitando en consecuencia que necesitaran el ejercicio real de la crueldad. Lo cierto es que, a medida que se han ido sucediéndo las décadas, los espectáculos que consisten en actos de crueldad van sustituyéndose por los que representan tales actos. Las fiestas bárbaras de los pueblos (por ejemplo, la cabra que se defenestra desde el campanario) o la tan culta tauromaquia tendrían su origen, Nietzsche dixit, en la sublimación de la crueldad. El aficionado a los toros, al disfrutar del ceremonioso y maquiavélico sufrimiento que se inflige al animal hasta su muerte final, alimenta su crueldad. Los romanos saciaban la misma pulsión como espectadores del dolor de otros seres humanos. ¿No es lo mismo? “Moralmente” no, sin duda; no es lo mismo hacer sufrir a otra persona que a un animal. Sin embargo, ¿estamos seguros de que la fuente del placer no es la misma? Yo diría que sí.

Hay muchos aficionados a los toros que niegan que el placer que obtienen en una corrida se relacione con el sufrimiento del animal, sino que es de tipo estético. Puedo creerlo, pero me atrevo a suponer que para ser capaz de sentir esa emoción placentera (la estética) han tenido previamente que suprimir o reducir a niveles casi inapreciables la compasión. O sea, quiero suponer que un aficionado a los toros, mientras asiste a la corrida, no percibe el sufrimiento del animal, ha logrado –como decía en el post anterior– “deshumanizarse”. Entonces, todas esas personas que hay en la plaza, ¿son crueles? Podríamos (podrían), en sentido estricto, sostener que no, toda vez que su placer no proviene del padecimiento de la res. Sin embargo, aunque sea forzar los límites semánticos del término, yo diría que la suya podría calificarse como crueldad pasiva o derivada. Porque, me pregunto, ¿qué pasaría si a esos aficionados se les “obligara” a percibir el sufrimiento del toro? En ese momento, la compasión (si la tienen) habría de generarles un malestar que imposibilitara el que llaman goce estético; si no es así, algo me hace sospechar que uno de los componentes de ese deleite es, lo confiesen o no, precisamente el sufrimiento. Cabe imaginar varios “experimentos mentales” a los que someter a los taurinos para intentar deslindar cuánto de su placer es debido a sus crueldades personales, por más que éstas hayan encontrado en la afición a la fiesta un sublimación respetable, socialmente aceptada (cada vez menos). En todo caso, estos “crueles pasivos o derivados” quizá no sean estrictamente crueles –sin duda no son tan condenables como los verdaderamente crueles– pero intuyo que son farsantes de sí mismos.

Retomo el párrafo de Nietszche para plantear una duda: si es verdad que la civilización ha ido sublimando la crueldad instintiva del ser humano (el que me aferro a seguir llamando su naturaleza diabólica) a través de actos sociales de crueldad ritualizada y si, por otra parte, muchos de estos actos van siendo suprimidos porque repugnan a una sensibilidad más compasiva cada vez socialmente mayoritaria, ¿no estaremos forzando a los crueles a buscar sus fuentes de placer mediante actos mucho más dañinos? Para responderse creo que han de ponerse sobre la mesa bastantes factores, que ya los expondré en una próxima entrega.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Crueldad (1)

Cruel, dice el DRAE, es quien se deleita en hacer sufrir o se complace con los padecimientos ajenos. Es significativo que, etimológicamente, la palabra cruel (del latín crudelis) enlace con crudo (del latín crudus) y ambas tengan que ver con la sangre. Resulta que en latín, el término sanguis se refería a un líquido claro que discurría por el interior del cuerpo, distinto de la sangre roja que manaba a través de una herida, a la cual se denominaba cruor. Como se ve claramente, las dos palabras latinas tienen, a su vez, orígenes etimológicos muy distintos en ese útero lingüístico que es el indoeuropeo (en concreto, sanguis derivaría de la raíz esr-, mientras que cruor y emparentadas de –kreuhz). Parece que ya en el latín, la palabra cruor amplió su campo semántico para denominar la carne que sangra, es decir, la que no está cocinada sino cruda. Y mediante evoluciones semánticas análogas resultaría que pasaría a llamarse crudelis a quien se recreara en la sangre, sanguinario. El siguiente paso en el significado era casi obligado: quienes obtienen placer de la sangre suelen también obtenerlo del dolor ajeno en general. Así que la crueldad tiene su origen etimológico en la sangre, aunque ya en castellano no nos queden casi alusiones a este significado provenientes de dicha raíz (la que me viene a la cabeza es el adjetivo cruento).

La crueldad, desde el punto de vista psicológico, se define como una respuesta emocional de obtención de placer a partir del dolor ajeno. Leo que la crueldad es considerada como un signo de desajuste psicológico por la American Psychiatric Association. Consulto su conocido "Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales” (DSM-IV) y no encuentro la crueldad mencionada explícitamente, quizá porque no es un trastorno en sí misma, sino un signo que apunta hacia alguno de ellos. En todo caso, a mí sí me parece que algo falla en la mente de alguien que siente placer con el sufrimiento ajeno, no me parece “normal” ni, desde luego, “sano”. Puedo entender que uno sienta alegría, placer, una emoción benéfica en suma, si ves que está sufriendo alguien a quien se odia. Pero, en estos casos, la respuesta emocional no deriva de una característica mental de crueldad intrínseca, sino que viene inducida por otra emoción previa negativa, el odio. Es más, tiendo a pensar que aunque odies a alguien, si la crueldad no forma parte de tu estructura mental, el verlo sufrir puede producir alegría inicialmente pero enseguida se torna en un sentimiento negativo.

Y es que creo no solo que es anómalo (y patológico) ser cruel sino que “lo normal” es ser lo contrario; es decir, lo normal, lo propio de la estructura psicológica humana es sentir emociones negativas ante el dolor ajeno. A las personas “normales” (¿sanas?) ver a alguien sufriendo nos genera una respuesta emocional negativa, nos sentimos mal. Lo contrario de la crueldad es la compasión y, para mí, esta emoción es una de las más propias y valiosas de nuestra especie. No me parece descabellado considerar que lo que llamamos deshumanización se caracteriza principalmente por la pérdida de compasión. Una persona cruel será, biológicamente hablando, tan humano como yo o cualquier otro, pero para mí está deshumanizado. Por cierto, crueldad y sadismo, si no sinónimos, casi. Y el sadismo, cuando se manifiesta en el ámbito sexual, sí está relacionado en la lista de trastornos mentales de la APA, codificado con la clave F65.5 dentro de las parafilias.

Si bien he dicho que compasión y crueldad son contrarios, tampoco los veo como extremos de un mismo eje psicológico. Quiero decir que un proceso deshumanización significa ser cada vez menos compasivo, pero ello no supone que uno pase a sentir placer con el dolor ajeno. Me parece bastante habitual que nos deshumanicemos casi a modo de protección frente a la presencia de tanto sufrimiento en nuestro entorno; digamos que procuramos, conscientemente o no, tanto no conocer el sufrimiento ajeno como amortiguar nuestra sensibilidad compasiva para no sentirnos tan mal ante el que inevitablemente se nos presenta. De hecho, estaremos de acuerdo en que nuestra sociedad fomenta los mecanismos anestésicos de la compasión. Pero que reduzcamos nuestra compasión (que nos duela menos el dolor ajeno, incluso que llegue a no dolernos nada) no lleva en absoluto a que nos produzca placer. Para eso hace falta algo más que no aparece por la pérdida de la compasión.

Para mí, pues, hay una diferencia cualitativa radical entre la compasión y la crueldad. Lo que llamo deshumanización (de la sociedad, de un individuo), con ser grave y triste, forma parte de nuestra naturaleza. Jugando con las palabras: podemos deshumanizarnos (perder compasión) porque somos humanos. La crueldad me parece ajena a esa idea de humanidad. Ciertamente, es una emoción de nuestra naturaleza, pero para entenderme, de una naturaleza que aunque sea la de nuestra especie biológica, me niego a considerar integrada en el concepto de lo humano. La crueldad es un atributo diabólico o monstruoso, como se prefiera. Quien siente placer con el dolor ajeno no está deshumanizado sino inhumanizado, es inhumano.

PS: Las tres imágenes que ilustran este post son los tres primeros grabados de la serie Las cuatro etapas de la crueldad, publicados por el artista inglés William Hogarth en 1751.

martes, 28 de noviembre de 2017

Animales circenses (1)

Zapeo y caigo en un debate en la televisión canaria. Me entero de que está a punto una nueva Ley de protección de animales y que se prohibirán en el archipiélago los espectáculos circenses con animales. Luego compruebo que sí, que es verdad: el artículo 8 establece que “de acuerdo con la prohibición establecida por esta Ley, los circos que incluyan en sus espectáculos animales de cualquier tipo, no podrán ser autorizados para ejercer su actividad en Canarias con tales animales y se impedirá que se anuncien con carteles que incluyan imágenes de actuaciones con animales”. Deduzco que la prohibición a que se refiere es una de las comunes relacionadas en el artículo 6; en efecto, la letra c) prohíbe “la utilización de animales de cualquier especie o raza en peleas, espectáculos o cualesquiera actividades que comporten maltrato, crueldad o sufrimiento” y, para que no haya dudas, se aclara que se “entienden incluidos en esta prohibición los espectáculos circenses en que se empleen animales de cualquier tipo”.

Esta prohibición viene justificada en la Exposición de Motivos con el siguiente texto: “Se ha considerado que la imagen que proyectan hacia el público –especialmente el infantil– los circos que realizan espectáculos con animales, en los cuales se les muestra en actitudes contrarias a su etología, distan mucho de lo que hoy se entiende por el respeto y la protección de los animales”. A continuación, el legislador dice que la Ley deja fuera de su ámbito de aplicación los parques zoológicos porque es competencia básica del Estado (Ley 31/2003, de 27 de octubre, de conservación de la fauna silvestre en los Parques Zoológicos), además de que el parque zoológico no es sólo una actividad lucrativa (como el circo) porque “sin dejar de ser espectáculo, aporta un indudable valor científico, cultural y divulgativo; y realiza inversiones en investigación, respetando lo cuidados que el animal merece”. No termina de ser muy convincente la explicación, máxime cuando en Tenerife hay un complejo zoológico (Loro Parque) que es un negocio privado tremendamente lucrativo y en el que se realizan espectáculos con animales.

En todo caso, la futura Ley canaria no hace sino subirse a un carro que lleva ya unos años rodando, aunque he de reconocer que no me había enterado. Parece que los defensores de los “derechos” de los animales llevan ya tiempo oponiéndose a los espectáculos circenses, en particular con animales salvajes. Hoy, la escena del domador con látigo encarándose con tigres o leones o elefantes resulta demasiado rancia cuando no hiriente a muchas sensibilidades. En este contexto, leo que la mayoría de los países de la Unión Europea han prohibido ya estas prácticas. No es el caso de España, al menos no a nivel estatal. Hay una razón jurídica y es que la competencia legislativa sobre protección de los animales es de las Comunidades Autónomas. La mayoría de las normas autonómicas son de la década de los noventa y naturalmente no prohíben específicamente los espectáculos circenses con animales (todas prohíben con carácter general “maltratar a los animales o someterlos a cualquier práctica que les cause daños”). Pero las cosas van cambiando, empezando por Cataluña que introdujo esta prohibición concreta mediante una modificación de 2015 (aclaro que prohíbe los espectáculos con animales de la fauna salvaje, mientras que la futura ley canaria va más allá y prohíbe cualquier tipo de animales). Posteriormente, en los últimos meses, la misma prohibición ha sido incorporada a leyes autonómicas de Baleares, Galicia y Murcia.

No me resisto a comentar a modo de paréntesis que, si bien como ya he dicho la competencia en protección de animales (y en espectáculos, dicho sea de paso) es exclusiva de las Comunidades Autónomas, el Estado siempre puede recurrir ante el Constitucional normas de esta materia alegando que invade la competencia estatal en materia de defensa del patrimonio cultural, artístico y monumental español, como hizo –con éxito– para oponerse a la prohibición de los espectáculos taurinos en la Ley catalana ya citada (la sentencia del TC es del 20 de octubre del año pasado y merece ser leída y, en mi opinión, criticada). Es decir, cabría que el Estado declarase que los espectáculos circenses con animales salvajes son parte del patrimonio cultural común de los españoles si es que quisiera oponerse a que se prohibieran. Yo supongo que al PP no le hace ninguna gracia esta prohibición, pero también me da la impresión de que, a diferencia de lo ocurrido con los toros, no va a dar pelea en este asunto. Así que cabe esperar que la prohibición canarias, de ser finalmente aprobada, no sea recurrida por el abogado del Estado.

Aunque, como ya he dicho, la prohibición legal diste mucho aún de consolidarse en España, desde hace ya tiempo se viene extendiendo un estado de opinión contra los circos con animales cuya expresión más visible es que cada vez son más los ayuntamientos que aprueban ordenanzas que impiden (con dudosa legalidad) estas actuaciones en sus términos municipales. La página infoCIRCOS (coalición contra la utilización de animales salvajes en actuaciones circenses) aporta la lista de más de 450 municipios del Estado que han aprobado ordenanzas que impiden la instalación de circos con animales en sus términos municipales. A principios de este año hubo cierta polémica con el anuncio del grupo de gobierno del Ayuntamiento de Madrid de que se estaba redactando una ordenanza que prohibiría estos espectáculos. Todo lo que ocurre en la capital del reino tiene mucha repercusión mediática (un poco por el exceso de centralismo de este país y otro poco por Carmela y sus muchachos); sin embargo ignoraba hasta hace un momento que desde abril del año pasado esta prohibición rige en Santa Cruz de Tenerife, la ciudad en que resido, pero también en otros cinco municipios de la Isla, en la totalidad de Fuerteventura y en 9 más del resto del archipiélago. Así que, al fin y al cabo, la futura Ley no va sino a generalizar una prohibición que, desde la escala local, está ya bastante extendida en Canarias.

Hasta aquí una breve reseña de la situación legal a la fecha. Pero lo que me ha motivado a tratar este asunto es conocer los argumentos al respecto y lo cierto es que ni he empezado a revisarlos. Lo dejo para la siguiente entrega.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Twyp

Según datos del Estudio sobre comercio electrónico B2C 2016, del Observatorio Nacional de Telecomunicaciones, el volumen total del negocio el año pasado fue de 23.354 millones de euros, lo que supuso un crecimiento del 22,2% respecto del 2015. Estamos hablando de las compras de bienes y servicios realizadas a través de Internet (naturalmente con medios electrónicos de pago) por consumidores finales a empresas. Sin duda, esta forma de comercio es ya conocida por casi todos y casi todos la utilizamos; ahora bien, todavía es muy minoritaria en relación al consumo total de los hogares españoles (632.320 millones de euros en 2016), pues apenas representa el 3,7%. Es decir, por mucha alharaca con esto del e-commerce, lo cierto es que la gran mayoría de las compras las seguimos haciendo yendo al correspondiente establecimiento, interrelacionándonos con los vendedores y saliendo con nuestras adquisiciones (cuando se trata de bienes, claro). Por mucho que siga creciendo el comercio electrónico me resulta poco creíble un futuro en el que en las ciudades hayan desaparecido –o casi– las tiendas, que el “ir de compras” se haya convertido en una actividad extinguida –o casi–, todo ello porque los consumidores (término más adecuado que ciudadanos, dicho sea de paso) se provean de los bienes que necesitan (o desean) a través de compras telemáticas que luego le son servidas (cuando no son descargables) en sus domicilios.

Pero, si bien no creo que vaya a ver la cuasi-desaparición del comercio presencial, sí me parecía bastante más inmediata la del dinero en efectivo, sustituido por medios de pagos electrónicos. En realidad, a estas alturas, el dinero que cada uno de nosotros tiene no es otra cosa que apuntes contables en las cuentas corrientes de bancos, más la escasa cantidad que llevamos encima en billetes de euros; de modo que, ¿por qué no suprimirlo y que cada transacción se resuelva mediante los inmediatos apuntes contables en las cuentas del comprador y vendedor? Es decir, en vez de darle a Lucho monedas por un valor de 3,20 euros del desayuno de media mañana, al hacer la transacción mi cuenta corriente se reduciría en esa cantidad y la suya o la del bar aumentaría en la misma; o sea, una transferencia inmediata de mi cuenta a la suya. Aunque no sea exactamente lo mismo, es la función que vienen cumpliendo desde ya hace bastante tiempo las tarjetas de crédito/débito: que el usuario no lleve dinero. Pero el pago con tarjeta parece limitado (al menos psicológicamente) a ciertas compras, no para los pequeños gastos como el de los cafés de un bar.

De otra parte, en los últimos tiempos han ido apareciendo aplicaciones para descargas en el móvil que te permiten pagar (o incluso más gestiones) servicios tradicionales (no de comercio electrónico). La primera que he conocido (y utilizo) es la del tranvía del área metropolitana. En vez de comprar el bono en las máquinas de las paradas, “cargas” el saldo de la aplicación (mediante la tarjeta o pagando en efectivo en esas máquinas) y, cada vez que entras al tranvía, enfocas con el móvil hacia una pegatina con el código QR y la aplicación te descuenta el precio del viaje. Por supuesto, hay bastantes más empresas que ofrecen apps que funcionan de modo similar. El problema para mí es que tener una aplicación por servicio es poco práctico; si de lo que se trata es simplemente de pagar, mucho más sencillo sería que los vendedores admitieran apps genéricas, las que se han dado en llamar monederos virtuales o e-wallets.

Sin embargo, para mi sorpresa, las e-wallets distan aún mucho de ser de uso habitual. Y digo que para mi sorpresa porque hace ya dos o tres años, en una conversación entre amigos, pronostiqué muy convencido que para estas fechas la gran mayoría de los usuarios de móvil (o sea, casi todos) habría sustituido el efectivo por estas aplicaciones. Y es que le veía un montón de ventajas, desde la seguridad de no llevar dinero encima hasta la comodidad de evitarse los viajes al cajero automático. Pues no, parece que los españoles (los europeos en su conjunto también) son reacios al uso de estas aplicaciones. Así, según una noticia reciente de Reuters, el 79% de las transacciones en puntos de venta “reales” fueron realizadas con efectivo en la zona euro, pero en España ese porcentaje se eleva al 87%. Me supongo yo, que el 13% de pagos con otros medios será mayoritariamente mediante tarjeta, no con aplicaciones del móvil (al menos, yo todavía no he visto a nadie pagando en una tienda con el móvil). Como imaginaba, el efectivo los españoles lo reservan para los gastos de pequeña cuantía, lo que nos obliga a llevar un promedio en torno a 60 euros en la cartera (y, por tanto, hacer frecuentes viajes al cajero).

Como en casi todo este tipo de aplicaciones, su éxito se basa en que sea usada de forma generalizada. En concreto, que haya bastantes comercios (lo ideal, que fueran casi todos) en los que te aceptaran pagar con el móvil. Este viernes, un compañero del trabajo me contó –no recuerdo cómo salió el tema– que el usaba Twyp, una app para el móvil propiedad del banco ING, aunque para usarla no hace falta ser cliente de dicha entidad. Así que me la bajé al móvil y ayer por la mañana pasé un buen rato configurándolo (básicamente, dando a ING mis datos personales y bancarios). Al abrirla, me mostró un mapa de mi entorno y sobre el mismo, marcados los comercios que aceptaban Twyp como medio de pago. Uno de ellos era el Mercadona en el que suelo hacer la compra semanal justamente los sábados, de modo que decidí que lo probaría sobre la marcha. Me llamó la atención que en estos comercios vinculados con la aplicación, además de pagar tu compra, podías sacar dinero en efectivo (lo que en anglosajón se denomina cashback). O sea, que la caja del supermercado (o de la gasolinera, etc) se convierte en un cajero automático. Como ya conté en un post anterior, a mí esta posibilidad me va a resultar muy útil, evitándome viajes al único cajero del que dispongo. También la aplicación vale para pasar dinero a otro particular (lo que comprobé que funcionaba con K) quien, claro está, ha de tenerla instalada en su móvil. Si acumulas demasiado dinero en el móvil también se puede ingresarlo en la cuenta corriente a la que Twyp está asociada.

En fin, que lo poco que curioseé una vez que la tuve en mi poder me gustó. Luego, hacia el final de la mañana, fui a hacer la compra al Mercadona al que me he referido. Después de pasar todas las mercancías por la caja (85 euros) le pregunté a la cajera si podía pagar con la aplicación del móvil. Me contestó que no tenía ni idea, que ella de informática nada de nada. Pero, le expliqué, me dice que este Mercadona admite el pago; no te digo que no, pero yo no sé cómo es. Abrí la aplicación, le di a pagar y me salió un código que tenía que enseñárselo a la cajera, pero ella no sabía qué hacer. Como había bastante gente en la cola no era cuestión de hacer más pruebas ni de pedir que viniera alguien más puesto, así que saqué la tarjeta y pagué con el medio consolidado de “no efectivo”. Como dije antes, el éxito de una aplicación de este tipo radica en que se generalice su uso, tanto entre consumidores como establecimientos; pero lo que es deplorable (y no me esperaba) es que los empleados de uno de esos comercios asociados no tengan la más mínima noticia de su empleo. Bueno, seguiré probando.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Prisión provisional

Artículo 502 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LEC): 2. La prisión provisional sólo se adoptará cuando objetivamente sea necesaria, de conformidad con lo establecido en los artículos siguientes, y cuando no existan otras medidas menos gravosas para el derecho a la libertad a través de las cuales puedan alcanzarse los mismos fines que con la prisión provisional.

Artículo 503 LEC: 1. La prisión provisional sólo podrá ser decretada cuando concurran los siguientes requisitos: 3º. Que mediante la prisión provisional se persiga alguno de los siguientes fines:
a) Asegurar la presencia del investigado o encausado en el proceso cuando pueda inferirse racionalmente un riesgo de fuga.
b) Evitar la ocultación, alteración o destrucción de las fuentes de prueba relevantes para el enjuiciamiento en los casos en que exista un peligro fundado y concreto.
2. También podrá acordarse la prisión provisional … para evitar el riesgo de que el investigado o encausado cometa otros hechos delictivos.

En su Auto de 2 de noviembre, la jueza de la Audiencia Nacional Carmen Lamela Díaz examina la procedencia de la prisión preventiva a la luz de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, la cual viene a decir lo mismo que los artículos de la LEC citados más arriba: que los riesgos a prevenir son la sustracción a la Justicia (escaparse), la obstrucción (alterar o destruir pruebas) y la reiteración delictiva. Tras el repaso de los hechos y de la situación de los procesados, la jueza concluye que se aprecian los tres riesgos citados, por lo cual ordena la prisión provisional comunicada y sin fianza para todos salvo para el conceller que dimitió Santi Vila.

Una semana después, en su Auto de 9 de noviembre, el magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena Conde, se enfrenta a la misma decisión que Lamela, siendo los encausados Forcadell y otros miembros de la Mesa del Parlament. A diferencia de la jueza, este magistrado, al examinar la doctrina constitucional sobre la medida cautelar de prisión, pone de manifiesto en primer lugar el carácter excepcional de la misma, subrayando que para adoptarla, además de los requisitos ya mencionados de la LEC, debe ser proporcional e idónea y, sobre todo, si contribuye a los mismos fines, debe preferirse cualquier otra medida menos restrictiva. Luego, estima que el riesgo de fuga de Forcadell, aún existiendo, se difumina por haberse presentado cuantas veces ha sido citada por el TSJC, en contraste con otros acusados que se encuentran fugados (Puigdemont & Co). Al evaluar el riesgo de reiteración en el delito, al magistrado le basta con que los acusados le aseguren que renuncian a cualquier actuación fuera del marco constitucional. Finalmente, entiende que no cabe que los investigados destruyan pruebas porque las de su delito son públicas (disposiciones legales). De modo que, si bien con una fuerte fianza, dejó en libertad provisional a Carme Forcadell.

Al margen de que me parece bastante claro que las sensibilidades hacia la prisión preventiva son muy distintas en la jueza y en el magistrado, también es verdad que las acusaciones a ambos grupos de encausados no son exactamente iguales. Ahora bien, lo que durante los pasados días ha sido remarcado por analistas políticos y tertulianos como la diferencia clave es la que, burlonamente, se ha dado en llamar doctrina Forcadell y que vendría a decir que para obtener la libertad provisional el imputado ha de abjurar de sus errores mediante el acatamiento del 155 y la admisión de que va a actuar a partir de ahora dentro de la Constitución. Así, los encarcelados por Lamela, que están pidiendo que les dejen salir, parece que se dividen en dos: Junqueras y los de ERC que se niegan a admitir el 155, y los dePdCat que sí lo harían. En mi opinión, creo que poco, casi nada, tiene que ver (o debería tener que ver) ese hipócrita propósito de enmienda con que se les excarcele.

Verdad es que el magistrado Llarena considera que esas promesas de Forcadell y compañeros contribuyen a reducir el riesgo de que reitere en los delitos. Pero me parece un mero adorno retórico, sin peso real en la evaluación del riesgo. Porque, dijera Forcadell lo que dijera, en la situación en que está Cataluña (intervenida por el Estado en virtud del 155) y por más que nominalmente siga siendo la presidenta del Parlament, no tiene casi ninguna posibilidad de reiterar su comportamiento delictivo (que no sería otro que adoptar decisiones que reforzaran el procés). Esa es la situación objetiva –que a mi juicio es aplicable también a los encarcelados del Govern–, a la cual ni suma ni resta nada la promesita del niño Jesús de que a partir de ahora va a ser buena. A senso contrario, si el Estado no hubiera aplicado tan duras medidas y la Forcadell (y los miembros del Govern) volvieran a sus cargos anteriores, el riesgo de que desde ellos reiteraran sus comportamientos delictivos sería muy alto, y desde luego no disminuiría un ápice por mucho propósito de enmienda que declararan.

En resumen, que tengo la sensación de que, después de lo ocurrido con la Forcadell, muchos de los comentaristas políticos (obviamente de los no independentistas) comparten las ganas de que los reos hayan de pagar el precio de la humillación para salir de la cárcel. De ese modo, creo, no solo satisfacen un cierto afán revanchista sino que obtienen argumentos para ridiculizarlos ante sus seguidores, para poder acusarlos por enésima vez de engañar a los catalanes y calificarlos con no pocos epítetos más. A mi modo de ver, eso no es bueno. En primer lugar, porque no creo en absoluto que el que Forcadell y eventualmente los consellers se desdigan de lo que han hecho tenga ningún efecto persuasivo en los muchos y fervorosos independentistas; al contrario, lo tomarán como un ejercicio de legítima defensa ante las presiones antidemocráticas del Estado español. Pero no me parece bueno, sobre todo, porque de nuevo en la administración de justicia se estarían introduciendo factores extrajudiciales, casi me atrevería a decir que políticos; y ello supone debilitar la imagen de rigor y objetividad del poder judicial español y facilitar justamente a los independentistas más argumentos para su demagogia. En resumen, que ojalá concedan la libertad provisional a Oriol Junqueras y sus coleguitas, pero no se la condicionen al paripé de prometer cumplir la Constitución; ¿acaso no lo prometieron al acceder a sus cargos?

martes, 21 de noviembre de 2017

Espanya ens mata

El 1 de octubre, como todos sabemos, tras un heroico referéndum, el pueblo catalán, en prodigiosa combinación de inteligencia y bravura, logró vencer la violenta represión del estado fascista español y ejerció el sagrado derecho a voto, expresando la voluntad abrumadoramente mayoritaria de constituirse en una república independiente que será mucho más justa, benéfica y democrática. Sin embargo, el Estado español, con un comportamiento inaudito e inaceptable en los tiempos que corren, se negó a asumir el mandato popular. Muy al contrario, sus principales dirigentes –empezando por el descendiente de ese primer Borbón que arrasó las libertades catalanas, siguiendo por un partido heredero de los más crueles franquistas y acabando con quienes han traicionado unas de las más venerables credenciales democráticas– estaban dispuestos a todo, incluso a aplastar con la violencia asesina más indiscriminada cualquier conato independentista. Gracias a la valiente Marta Rovira, joven abogada vigitana y secretaria de Esquerra Republicana desde 2011, los ciudadanos podemos conocer lo que efectivamente ocurrió a partir de aquel glorioso primero de octubre. Fuentes de toda solvencia hicieron llegar al Govern que, si seguían con lo de la independencia, habría sangre y muertos en las calles porque esta vez iban a ser contundentes, ya no se trataría de pelotas de goma sino de armas de fuego. Esas fuentes tan fiables (provenían del propio Ejecutivo de Rajoy) les aseguraron que estaban acumulando armas en el acuartelamiento del Ejército de Tierra General Álvarez de Castro en el municipio ampurdanés de San Clemente de Sescebes, que es de donde saldrían las tropas para ocupar toda Cataluña (esta vez no iba a ser la Guardia Civil o la Policía Nacional).

Pues bien, enterados de tan terribles amenazas, los miembros del Govern se enfrentaron a un dramático dilema: obedecer el mandato popular y arriesgarse a la hecatombe del pueblo al que aman, representan y dirigen o, por el contrario, defraudar las ansias de libertad de la ciudadanía para evitar las masacres que la sanguinaria fiera estatal no tenía ningún reparo en cometer. Recordemos que los dirigentes catalanes que han impulsado el procés han defendido desde sus orígenes que había de ser, ante todo, pacífico. Así que, aunque dolorosa, la decisión era obligada: el Govern no podía aceptar un escenario de violencia extrema con muertos en la calle. Por eso, el día 10 de octubre, el president Puigdemont declaró en el Parlament lo que solo ahora –gracias a Marta Rovira, repito– podemos entender cabalmente: “Llegados a este momento histórico … asumo … el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un estado independiente en forma de república. Esto es lo que hoy corresponde hacer. Por responsabilidad y por respeto. Y con la misma solemnidad, el Gobierno y yo mismo proponemos que el Parlament suspenda los efectos de la declaración de independencia para que en las próximas semanas emprendamos un diálogo sin el cual no es posible llegar a una solución acordada. Creemos firmemente que el momento demanda no aumentar la escalada de tensión, sino sobre todo, voluntad clara y compromiso para avanzar en las demandas del pueblo de Cataluña a partir de los resultados del 1 de octubre. Resultados que debemos tener en cuenta, de manera imprescindible, en la etapa de diálogo que estamos dispuestos a abrir.”

Todos los que en Parque de la Ciudadela escuchábamos aquel discurso con ilusionadas expectativas sentimos el tremendo impacto de la decepción por esa solicitud suspensiva del President. En nuestra exaltación apasionada, algunos pensamos que el Govern, miedoso, nos traicionaba, porque a todos nos era obvio que carecía de sentido proponer más diálogo a un Estado que llevaba varios años caracterizado por negarse a cualquier acuerdo, por hablar sólo el lenguaje de la imposición y el desprecio hacia nuestro pueblo. No supimos entender que esa alusión a “no aumentar la escalada de tensión” era una referencia velada a las amenazas del Estado que ahora sabemos que se habían hecho llegar a los líderes legítimos de Cataluña. Puigdemont y sus consellers no nos traicionaban, sino que intentaban protegernos, evitar el baño de sangre que con toda seguridad habría provocado el Estado. Es normal que, en ejercicio de la responsabilidad de gobierno, no se dijera nada en aquellos momentos, porque sin duda habría significado empeorar la difícil relación con el Estado y, probablemente, justificar nuevas agresiones. Nuestros representantes han demostrado una encomiable entereza manteniendo su silencio mientras se usurpaban nuestras instituciones y se les encarcelaba. Finalmente, ante la continua manipulación mediática ordenada desde el Estado, Oriol Junqueras pidió a su fiel Marta Rovira, cuando ésta fue a visitarlo a la cárcel de Estremera el pasado jueves, que contara la verdad a los catalanes y, ya de paso, para que también la conocieran los engañados ciudadanos españoles.

Naturalmente, como no podía ser de otro modo, tras la entrevista radiofónica en que la Rovira reveló la sangrante verdad, el Estado y sus serviles socios (el club del 155) se han apresurado a tacharla de mentirosa, de asegurar que sus declaraciones son barbaridades absolutamente mendaces. Exigen estos campeones de la falsedad que una mujer cuya honestidad es incuestionable, cuyas convicciones morales han superado ya las más duras pruebas, aporte pruebas de lo que dice. Pero saben de sobra que los mensajes mediante los cuales el Gobierno de Rajoy comunicaba sus asesinas intenciones al de Puigdemont eran transmitidos con absoluta garantía de confidencialidad, sin que en modo alguno pudieran dejar rastro incriminatorio. Esto que te estoy diciendo no te lo estoy diciendo y si te atreves a decir que te lo he dicho, lo negaré y me ocuparé de que quedes como un mentiroso. Así funcionan las advertencias de los Estados opresores a sus súbditos, no seamos ingenuos. Lamentablemente, aunque en un principio la mayoría de las voces del independentismo arropó a Marta, en las últimas horas –presionados sin duda con advertencias de represalias penales (como es habitual en un Estado que persigue la libertad de pensamiento)– dirigentes de la propia ERC han tratado de matizar y “descafeinar” las declaraciones originales. Ya no se insiste en que las advertencias venían directamente del gobierno del PP, sino que se hace referencia a declaraciones de Pablo Casado (alusión a Companys) o de María Dolores de Cospedal ("es misión del Ejército garantizar la soberanía y la integridad territorial de España"). Comprendamos que nuestros dirigentes han de ser cuidadosos ante el riesgo cierto de ser encarcelados; pero que eso no nos engañe: lo que dijo Marta Rovira es completamente verdad. Es un deber patriótico de cualquier catalán creerlo a pies juntillas, sin admitir la mínima duda.



Así que ya sabemos lo que hay. Hasta ahora, con mucha razón, clamábamos que Espanya ens roba. Ya podemos decir que, además, Espanya ens empresona (¿o acaso encarcelando a nuestros representantes no está encarcelando, siquiera simbólicamente, al pueblo catalán?). Hoy sabemos que Espanya ens vol matar; confiemos que nuestra fortaleza y el apoyo de los demócratas españoles impida que algún día tengamos que gritar, con lágrimas de sangre, que Espanya ens mata. Por eso, como también ha dejado claro la Rovira en las mismas declaraciones que motivan este post, ya hemos declarado la independencia, ahora lo que toca es construir la república catalana.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Tradición familiar (y 2)

La muerte y embalsamiento del primer Fermín Cubero vino a ser la consagración implícita del destino que aceptábamos todos los miembros de nuestra familia. Alberto Jesús, ya por esas fechas anciano y sobradamente consciente de que pronto habría de acompañar a sus padres y hermanas, dispuso lo conveniente para que la casona se convirtiera en hospedaje eterno (o casi) de todos nosotros. Con buen sentido, comprendió que en pocas generaciones no podrían conciliarse las cotidianas actividades de los vivos con las exigencias del reposo de los muertos. Por eso, instituyó un patronato que habría de ser propiedad común de todos los descendientes legítimos de don Alfonso María, con derecho a voto en las decisiones colectivas a partir de los veinticinco años. Consciente también de que esta costumbre familiar podía ser atacada por sus contemporáneos, configuró el patronato al modo de una sociedad secreta, obligando a que el nuevo miembro, al iniciarse, se juramentase con el resto a guardar el secreto así como a educar a sus hijos en el respeto y amor a los ancestros embalsamados, convenciéndoles desde pequeños de la necesidad de protegerlos (y así protegerse a sí mismo en el futuro). Las previsiones del primogénito del fundador fueron de gran importancia. Según pasaban las generaciones, el palacete de Guadalajara iba acogiendo nuevos inquilinos que, poco a poco, colmaban las distintas estancias. Pero la generosa fertilidad de mis ancestros unida a la implacable lógica del crecimiento exponencial, iba haciendo que la casona de la calle Mayor comenzara a abarrotarse. El 1 de octubre de 1868 –el día en que Isabel II escapaba desde San Sebastián ante el triunfo de la Revolución– se celebró la última reunión familiar en Guadalajara. Sólo asistieron sesenta personas –apenas el 15% de los vivos– que estuvieron acompañadas de unos quinientos antepasados. Al consejo del patronato le quedó claro que al edificio construido por don Alfonso María, pese a sus casi de dos mil quinientos metros cuadrados construidos, no le quedaba capacidad para mucho más tiempo.

En esa reunión fue Luisa Fernanda, la hija mayor de Alberto Jesús, la que asumió el principal protagonismo y marcó el nuevo rumbo que había de adoptarse con los embalsamientos. Desde la silla del presidente del Consejo, cargo que le correspondía como primera de los nietos del fundador (ni siquiera en esos tiempos había misoginia en nuestra familia pero es que, además, aquella señora fue una de las mentes privilegiadas de la época), explicó con voz suave pero cargada de autoridad que había hecho algunos cálculos sobre la dimensión de la familia en las próximas generaciones. Hoy, dijo, la estirpe que fundó mi abuelo Alfonso María ha llegado a la quinta generación, que aún dista de estar completa. Cuando muera el último de nuestros nietos, esas cinco generaciones rondarán la cifra de cinco mil. Para que todos reposemos con las condiciones mínimas de dignidad, necesitaremos una superficie equivalente a seis palacetes como éste. Pero eso no es más que el principio. Para finales de este siglo, vivos y muertos sumarán en torno a los veinticinco mil, y hacia mediados del siglo XX la cifra alcanzará al menos los setecientos cincuenta mil. Es evidente que, por mucho dinero que dediquemos a adquirir edificios que destinemos a residencias póstumas y a contratar personal que se ocupe del mantenimiento de nuestros cuerpos fallecidos, no nos será posible mantener el ritmo frenético de la reproducción y la muerte.

La propuesta que hizo mi antepasada fue una muestra de su sabiduría y sensibilidad. La mansión guadalajareña albergaría a todos los miembros de la tercera y cuarta generación, lo que daba un máximo que rozaba el millar de cuerpos, casi el doble de los actuales pero que, adecuada y ordenadamente dispuestos, podían tener cabida. Pero a partir de la quinta generación, cada núcleo familiar tendría que resolver a su costa la disposición de un inmueble para albergar sus cuerpos. Luisa Fernanda proponía que se adquiriesen casonas de buen tamaño para poder albergar al menos a tres generaciones, pero, en cualquier caso, la decisión y la financiación correrían a cargo de cada unidad familiar. No obstante, el Consejo seguiría existiendo; no sólo aseguraría la necesaria coordinación, sino que también aportaría los servicios especializados de los embalsamientos a cargo, naturalmente, de los Fermines Cubero correspondientes. Como es lógico, y por más que a los miembros de aquel Consejo les doliera la dispersión de los cuerpos a partir de la quinta generación, la propuesta de Luisa Fernanda fue acordada, como mal menor ante la inexorabilidad de los números. Lo cierto es que mi ilustre tatarabuela no exageró en absoluto. Aún a pesar del brusco descenso de la tasa de natalidad experimentado en las dos últimas generaciones, el libro de registro de nuestra familia tiene inscrita a la fecha la apabullante cifra de 2.144.974 descendientes de don Alfonso María.

Porque, en efecto, una de las funciones que ha ejercido y sigue ejerciendo el Consejo del Patronato es llevar el registro de todos los miembros de la familia, apuntando las efemérides de cada uno y, por supuesto, los embalsamientos (fechas y técnicas con que se hicieron, lugar donde reposan, etc). Gracias a ese libro de Registro (en realidad ya vamos por el vigésimo sexto tomo), sé que los muertos hasta hoy han sido 472.496 y 83.396 de ellos no quisieron ser embalsamados. El dato anterior muestra a las claras como la gran mayoría de los fallecidos –más del 82%– expresaron su voluntad de ser embalsamados. Son 389.100 cuerpos que reposan distribuidos en un total de 1.720 inmuebles, localizados en cuarenta y ocho municipios españoles (aún no hay ninguna “casa de reposo” más allá de nuestras fronteras). Cada uno de estos edificios también aparece debidamente registrado en otro libro, con los datos más relevantes. Hay, desde luego, palacetes de grandes dimensiones y no pocos de reconocido valor histórico-artístico; pero también muchas viviendas más modestas o pisos en edificios plurifamiliares. En nuestro caso, se trata de un chalet en una urbanización en el norte del municipio de Madrid; son unos trescientos metros cuadrados en los que ya reposan mis cuatro abuelos, mi padre, tres tíos y un primo que se mató joven en accidente de coche. Los que quedamos vivos completamos tres generaciones y sumamos 50 más, así que cabremos todos ya que hemos fijado el límite en 120 cuerpos (verdad es que en la generación de mis hijos y sobrinos ninguno ha tenido aún descendencia).

Pues nada, en estos breves párrafos he descrito sucintamente nuestra más preciada tradición familiar que, desde hace algunos meses, está gravemente amenazada. Como ya he dicho más arriba, la pertenencia a nuestra familia implicaba la iniciación en estos ritos comunes y, desde el principio, el compromiso de guardar silencio. Esta obligación se extendía también a los cónyuges, si bien en las últimas generaciones y en especial a partir de la legalización del divorcio, ha habido bastantes que no han querido informar a la pareja hasta pasados varios años, con los hijos ya crecidos. Pero, por muchas precauciones que se hayan guardado, la existencia de tantos cuerpos a lo largo de toda la geografía española ha sido descubierta. Sin duda, que tantísimas personas mantengan un secreto es harto difícil; e incluso se pueden imaginar muchos motivos por los que, sin necesidad de que ningún familiar lo delatase, la existencia de los embalsamientos hayan sido desvelada. Más de una vez, durante las dos centurias largas ya pasadas, ha habido indicios de sospechas, por más que cada muerte fuera celebrada con todos los protocolos sociales, entierro en el correspondiente camposanto y más recientemente incineración en el tanatorio, siempre, claro, de ataúdes vacíos. Pero, en todo caso, en cuanto se detectaban los rumores, el Consejo se ocupaba de acallar a quienes los propagaban recurriendo al prestigio familiar y, sobre todo, al bálsamo pecuniario. A principios de los cincuenta, sin embargo, saltó a la luz pública un palacete de la Castellana en Madrid, adquirido a la Falange justo después de acabar la Guerra Civil. Afortunadamente, no había todavía demasiados cuerpos, apenas dos decenas, pero no se pudo evitar el consiguiente escándalo, agravado por la insistencia de dos conocidos jerarcas de la Iglesia. Esos infortunados parientes tuvieron que ser enterrados pero el desastre no pasó de ahí; el Consejo, bien conectado en el Régimen, se ocupó de que se considerara un caso aislado y se olvidara con prontitud.

Lo de ahora, en cambio, sí es una catástrofe de inconmensurable magnitud. Uno de los principales medios de comunicación de este país (periódicos, radio, televisión, internet) ha revelado el nombre de nuestra familia y descrito, con bastante detalle, nuestra tradición embalsamadora. Ha señalado cuatro residencias de reposo y, como no parece conocer otras direcciones, ha sugerido números de cuerpos y de inmuebles que tiene que haber por toda España (y lo cierto es que no ha errado demasiado). Afortunadamente, prefirieron publicar la noticia antes de interponer la pertinente denuncia, lo que nos ha permitido trasladar los cuerpos de esos inmuebles a otros (no eran demasiados). El Consejo, desde luego, ha realizado ya varias gestiones para intentar detener esta investigación, pero sin ningún éxito. Hace dos semanas se celebró una reunión de urgencia del Consejo del Patronato en un clima de tremendo nerviosismo, casi de pánico: no sólo se cernía sobre nosotros el lóbrego panorama de una orden judicial que nos arrebataría nuestros deudos y probablemente los condenase a ser incinerados, sino también el más que probable encausamiento criminal por haber infringido la ley de policía mortuoria. Así las cosas, anteayer el primo tercero que ocupa en la actualidad la presidencia nos llamó a los que conformamos el comité directivo (solo siete) para enseñarnos una carta sorprendente. La firmaba un conocido potentado extranjero y en ella venía a decir que era él quien estaba detrás de la revelación periodística. Escribía que admiraba y respetaba nuestra tradición familiar, la cual conocía desde hacía varios años. Tanto así, que entendía que el embalsamiento, con las debidas garantías (tal como nosotros lo practicábamos), debía ser una opción legal para cualquier ciudadano. Por eso, para provocar un debate público que culminara con la necesaria modificación legal, había decidido poner en conocimiento del público nuestros cuerpos; la magnitud de lo realizado por vuestra familia es el mejor argumento para el cambio en la mentalidad colectiva que propugno, afirmaba. Acababa citándonos este próximo jueves para exponernos los detalles de su estrategia, asegurándonos que saldremos todos beneficiados de la misma.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Tradición familiar (1)

Llevamos ya diez generaciones, que se dice pronto. Quien empezó fue mi requetetatarabuelo Alfonso María, disculpen que por motivos obvios no mencione su apellido, básteles saber que era uno de los más ilustres prohombres de la noble ciudad de Guadalajara y que hacia 1770 edificó en la calle Mayor, muy cerca de la actual iglesia de San Nicolás el Real, una casona palaciega acorde con su fama y valía, reconocidas de forma generalizada con la concesión de no pocos cargos y prebendas de las autoridades locales e incluso con los favores del gran Carlos III, que lo honró con su amistad. Cuenta la tradición familiar que don Alfonso María mostró desde muy pequeño fuertes querencias familiares, nota de su carácter que mucho tuvo que deberse a ser hijo único que no llegó a conocer a su madre –murió al darle a luz– y que perdió a su padre a la corta edad de cinco años. Creció al cuidado del único tío materno, canónigo de la Concatedral de Guadalajara y docente en el Seminario de San José. Un cura, por muy cariñoso que fuera con su sobrino, no puede nunca cubrir suficientemente las ausencias paternas, y Alfonso pasó su niñez y adolescencia añorándolos y, en gran medida, inventándolos en su imaginación. Ya mayor, cuando accedió a la fortuna heredada y gracias a su sagacidad financiera supo multiplicarla, empezó a acumular retratos de los ancestros y a sumar a esa pinacoteca particular los de la familia de su mujer; además, según nacían y crecían los hijos –tuvo doce y todos llegaron a adultos– encargaba sus pinturas. Adquirió fama en toda la ciudad de hombre de sólidos valores cristianos y, sobre todo, muy apegado a la familia. Gustaba de asistir a actos sociales –en particular los de naturaleza religiosa– escoltado por su señora y seguido de su numerosa prole y los sirvientes más allegados. Pero también en la intimidad del domicilio, especialmente a partir de la mudanza al palacio de la calle Real, disfrutaba de sentirse arropado por sus hijos, respetándose siempre en esa casa la asistencia inexcusable a las comidas. Incluso cuando los vástagos fueron casándose y formando sus propias familias, don Alfonso exigió –y su orden fue obedecida, desde luego– que todos los domingos siguieran yendo juntos a la misa de doce en Santa María y luego a celebrar el opíparo almuerzo en la casona. Más de una vez sus hijos y nietos le oyeron proclamar que un hombre, para serlo cabalmente, debía tener siempre presentes, junto a él, a los más de sus deudos, y que ojalá esas presencias pudieran ser eternas, sin que la muerte viniera a quebrarlas.

No se sabe a ciencia cierta cómo le llegó al caletre la idea, de qué fuente manó la inspiración, cuál de sus infinitas lecturas provocó lo que nació inquieto cosquilleo y enseguida pasó a convertirse en un firme empeño que fue planificando hasta en sus más mínimos detalles. Decidió mi ilustre ancestro que, a su muerte, su cuerpo habría de ser embalsamado y acomodado “para siempre” en su sillón favorito, en una de las esquinas del salón de fumar de la planta principal. Parece que tan original última voluntad fue comunicándola poco a poco a su mujer e hijos, evitando de tal modo los naturales rechazos ante todo lo que se sale de los usos normales. Con discursos apasionados logró Alfonso María que a sus familiares les repugnara tanto como a él permitir que los cuerpos sufrieran su natural destino, dejar que se pudrieran, que fueran comidos por los gusanos. Imposible es vencer a la odiosa muerte, decía, pero al menos arrebatémosle algunas concesiones. Sé, decía, que ya no seré yo cuando esté embalsamado, pero conservar ese cuerpo casi idéntico al que fue vivo me parece signo obligado de amor y respeto. Aseguraba mi noble antepasado que, a medida que envejecía y ante la certeza de la cercana muerte, su único consuelo era imaginar que seguiría en la vida de sus herederos, partícipe mudo de las alegrías y tristezas familiares. Añadía a sus discursos el incuestionable argumento de que no había solución más eficaz para mantener el recuerdo de los idos. Conocéis lo que me he esforzado en acumular retratos de quienes nos precedieron, pero cuán pobre es cualquier representación pictórica frente al cuerpo eternizado. Cuánto más feliz y plena habría sido mi vida si me hubiera sido posible convivir, ya que no con ellos, tan tempranamente arrebatados, con los cuerpos embalsamados de mis padres. Ese desgarro que siempre he sufrido habría sido mucho menos doloroso con el paliativo de sus presencias físicas, algo que en nada alcanzan a emular frías lápidas en el cementerio o cuadros tristes. En resumen, que mi lejano abuelo convenció tan profundamente a sus deudos que no solo le prometieron que cumplirían su ansiado deseos –y así lo hicieron– sino que, uno a uno, fueron decidiendo que también ellos querrían que sus cuerpos reposaran eternamente (admítaseme la hipérbole) en el palacete de la calle mayor arriácense, todos en pacífica compañía

De modo que cuando murió, don Alfonso María fue debidamente embalsamado, tarea encomendada a Fermín Cubero, a quien mi requetetatarabuelo había encontrado en sus indagaciones sobre las técnicas mortuorias y contratado a perpetuidad al exclusivo servicio suyo y de su familia, haciendo que se despidiera de la más antigua y célebre funeraria madrileña. Fermín era (y sigue siendo como aclararé enseguida) un apasionado de su oficio y, en tándem con su patrón, perfeccionó hasta los límites que permitían los recursos de la época el arte y técnica del embalsamiento. Su primera obra, y ya maestra, fue el propio cuerpo de quien le había posibilitado desarrollar su vocación más allá de lo que había atrevido a imaginar. Don Alfonso María fue, en efecto, aposentado en su sillón Luis XV, el rostro ligeramente ladeado hacia la ventana para recibir los tibios rayos del ocaso. Apenas tres años después falleció doña Almudena y, como ya estaba firmemente acordado, fue también embalsamada y sentada junto a su marido, a quien tanto había venerado. Muertos los patriarcas, Alberto Jesús, el primogénito pasó a ocupar la casona con su mujer y sus no pocos hijos (corrían los primeros años del nuevo siglo XIX y ya había engendrado sus siete retoños). Los otros once hijos de Alfonso María y Almudena se desperdigaron por Guadalajara y fuera de ella, pero mantenían todos el hábito de asistir casi todos los domingos al almuerzo familiar en el palacete de la calle Mayor, visitando así a los padres idos y acostumbrando a los niños –que esos días preñaban los salones de gritos y juegos– a ver con naturalidad a los abuelos. Fermín Cubero, durante esos años, habitaba en la casona con un estatus indeterminado a caballo entre la familia y la servidumbre. Él mismo, aún don Alfonso María vivo, se había preparado en el ático unas estancias que eran a la vez residencia y laboratorio. Poco después de la batalla de Los Arapiles (julio de 1812), Cubero que llevaba casi un año ausente –se rumoreaba que enredado en misteriosas alianzas con patriotas para expulsar al francés– regresó a Guadalajara trayendo de la mano un mozalbete no mayor de trece a quien presentó como su hijo y aprendiz. Aunque nadie le había conocido nunca mujer y para entonces superaba de largo la sesentena, no se le cuestionó al embalsamador la paternidad del que, a partir de entonces, pasaría a ser el nuevo Fermín Cubero y quien, a medida que se hacía hombre, más se iba mimetizando con su presunto padre, hasta el punto que parecía que éste, al envejecer, iba desprendiéndose de rasgos de su identidad para que los adquiriese su hijo.

Hacia 1830 se produjo el primer óbito de la segunda generación. Fue una mujer, María Cristina, la sexta de los hermanos, aunque cambió su nombre al de Sor Anunciación cuando con solo veinte años se hizo monja. No había cumplido aún los sesenta, pero los fríos del convento le provocaron una gripe que derivó a neumonía fulminante que clausuró sus días la misma fecha en que el odiado Fernando VII se casaba con una princesa napolitana y tocaya. Cristi –los hermanos siempre se habían negado a llamarla con el nombre religioso–había pedido a Alberto Jesús ser también embalsamada y reposar en compañía de sus padres. Que la hermana monja, declinara el enterramiento en el cementerio del convento fue objeto de no poco escándalo en aquellos días y alguna que otra escaramuza de las fuerzas eclesiales, lideradas por el confesor de sor Anunciación, quien desde luego nunca fue advertido por su dócil oveja de sus ocultos planes post-mortem; de haberlos conocido mayor habría sido el escándalo y no cabe duda de que hubieran puesto en juego cuantas armas dispusieran para evitar esos propósitos sacrílegos. Pero apaciguados los rumores y malestares, la decisión de Cristi reforzó en los hermanos el convencimiento de que el destino común de sus cadáveres había de ser la mansión familiar. Más aún cuando, en un domingo de almuerzo familiar, hermanos y sobrinos asistieron maravillados a la colocación de Sor Anunciación –estaba vestida con el hábito– enfrente de sus padres. Era tanta la perfección de la obra de los dos Fermines que uno casi la sentía respirar y esperaba que en cualquier momento se alzase de la silla. Fue el último trabajo de Fermín padre, ya octogenario, que vino a morir unos meses después. De más está decir que su cuerpo fue cuidadosamente embalsamado por Fermín Cubero y colocado ante la mesa grande de su taller-laboratorio. Aprovecho para decir que, a partir de entonces, en la casona caracense casi siempre ha habido dos Fermines Cubero, uno padre y otro hijo y aprendiz, y casi nunca ninguna señora Cubero. Siguiendo la pauta marcada por el primero de la saga, apenas hay constancia del nacimiento de ninguno de los sucesivos fermines y todos han pasado con los años a sustituir, casi como copias perfectas, a sus padres. De modo que las distintas generaciones de mi familia hablamos siempre de Fermín padre y Fermín hijo, como si fueran siempre los mismos, como si siguieran existiendo, inmortales, los dos que había a principios del siglo XIX (en la actualidad Fermín padre es un hombre de cuarenta y pocos y Fermín hijo un chaval de diecisiete que apareció en la casona en 2010, pocos meses después de la muerte del Fermín previo).

sábado, 11 de noviembre de 2017

El cajero pródigo

El banco que custodia mis haberes solo tiene un cajero en la Isla y no está precisamente a dos pasos de casa. Por eso, he adquirido la costumbre de sacar 600 euros cada vez, de modo que el efectivo me dure lo más posible (600 euros, por cierto, es el límite diario que tiene mi tarjeta; me han dicho que podría aumentarlo, pero tampoco lo necesito). Como además solo tiro de efectivo para gastos pequeños (el único importante es el pago semanal de la asistenta), entre dos visitas al cajero suele pasar en torno a un mes y medio. Añado que, tras marcar la cantidad requerida y el pin, el cajero me entrega invariablemente diez billetes de cincuenta euros y cinco de veinte. Valgan estas líneas introducción para situar la anécdota que paso a relatar, cuyo primer episodio ocurrió a finales del pasado septiembre.

Eran las siete y media de la tarde –ya había anochecido– cuando me planté en el cajero. Introduje mi tarjeta y seguí los pasos de siempre, tecleando en cifras la cantidad de 600 euros. El cajero hizo el ruido normal de conteo de billetes y expulsó por la abertura inferior un fajo del grosor habitual pero enseguida me llamó la atención que algo era distinto. En vez de los acostumbrados billetes de 50 y 20 euros tenía en mis manos diez de 500 y cinco de 200: ¡6.000 euros! Aluciné, claro, pero solo unos segundos, porque enseguida, por acto reflejo, me metí el fajo en el bolsillo e, intranquilo, eché una mirada en derredor. Seguía ahí de pie, sin salir aún del estupor, cuando escuché el doble pitido, sonido que me advierte de la llegada de un sms. Como ya sabía, era el mensaje del banco que me informaba de que había hecho una disposición en efectivo, pero la cantidad que aparecía era de 600 euros. Pedí entonces los últimos movimientos al cajero y, en efecto, constaba el egreso de 600 euros desde mi cuenta, para nada de seis mil. Seguir allí parado como un pasmarote no tenía ningún sentido; con la sensación de haber cometido algún delito por el que en cualquier momento podían detenerme, caminé a pasos rápidos hacia el coche, arranqué y regresé a mi casa. Una vez “a salvo” extendí los billetes sobre la mesa de la cocina: no lo había soñado, allí estaban uno a uno los diez billetes lilas y los cinco amarillentos.

Pasé mala noche, sobresaltado con sueños extraños que me provocaron dos o tres despertares con confusas ansiedades. No merece la pena este desasosiego, decidí por la mañana, de modo que después del ineludible desayuno funcionaril, me di un salto hasta la oficina del banco y pedí hablar con el director. Ayer saqué dinero del cajero, le dije, pero me dio más de lo que había pedido. El hombre, bastante más joven que yo, me pidió el DNI, tecleó en el ordenador y con tono levemente sabihondillo me contestó: usted sacó seiscientos euros, ¿cuánto había solicitado? No, repliqué, seiscientos fueron los que pedí, lo que me dio fue más, bastante más. Hubo un lapso silencioso, adiviné que el tipo se daba cuenta de que no quería declarar la cantidad que el cajero me había entregado y que especulaba sobre mis motivos. Al cabo se concentró en su ordenador y tras unos tecleos y apuntes a bolígrafo en un papel me informó de que el programa de control del cajero dejaba constancia de que había sacado, a las 19:36 del día anterior, 600 euros. Es la única disposición por esa cantidad de ayer por la tarde, dijo, esa es la hora en que la hizo usted, ¿verdad? Sí, contesté, pero le repito que no fueron 600 euros. Opté por empezar a enseñar mis cartas: cada vez que vengo saco seiscientos y el cajero me entrega billetes de 50 y de 20, pero ayer había billetes de 200. No, no, me interrumpió raudo el director, en el cajero no se ponen billetes mayores de cincuenta. ¿Y no pudo haberse equivocado el que lo cargó? Por supuesto que no, es absolutamente imposible, no puede usted imaginar lo riguroso que es el protocolo que observamos. Se hizo un silencio tenso. Me daba cuenta de que mi interlocutor no me creía en absoluto, que se estaba preguntando qué interés podía yo tener en contarle semejante patraña –tendría lógica si hubiera ido a decir que me habían dado menos–. Entonces, le dije, el cajero no ha podido entregarme billetes mayores de 50. Así es, contestó. Entonces, insistí, del cajero ayer solo saqué 600 euros y esa es la cantidad que figura y figurará como cargo en mi cuenta. Así es, repitió. Me planteé pedirle que me certificara por escrito que había ido esa mañana a la oficina y le había contado esa historia y que él me había asegurado lo que me había asegurado. Pero pensé que sería pasarse y quizá hasta contraproducente. Así que me levanté, le tendí la mano y me despedí diciéndole que no entendía nada de nada. Supongo que el tipo se mordió la lengua para no recomendarme que visitara al psiquiatra.

Como dije han pasado seis semanas. Ese día, al volver a mi casa, separé tres billetes de 200 (lo que había pretendido sacar y lo que me habían cargado en la cuenta) y guardé los 5.400 euros restantes en un sobre que escondí en el fondo de una gaveta. Comentaré, de pasada, que no me fue nada fácil cambiar esos billetes amarillos, con los que, desde luego, no podía pagar el bocadillo y zumo de naranja de todos los días en el bar de los uruguayos. Pero, aún con esfuerzos y trucos (a la mujer de la limpieza, por ejemplo, le pagué de golpe cuatro semanas con uno de los billetones), he ido pagando mis gastos más o menos igual que los pagaba anteriormente. Además, a medida que disminuía ese efectivo inicial de 600 euros, comprobaba con frecuencia que no apareciera en mi cuenta corriente ninguna sorpresa desagradable. Ayer ya casi se me había acabado el dinero y nada raro había pasado en mi saldo bancario. Regresé pues al único cajero de mi banco, más o menos hacia la misma hora que hace mes y medio. Inserté la tarjeta y tecleé retirada de efectivo, 600 euros, mi pin; volví a escuchar el ruido de los billetes; el cajero me devolvió la tarjeta … Miré hacia la abertura inferior: empezaron a asomar los billetes.

martes, 7 de noviembre de 2017

El derecho a decidir del pueblo catalán (1)

Este pasado fin de semana he estado intentando descubrir cuáles son los argumentos en los que apoyan los soberanistas catalanes (pero también Podemos y sus confluencias) que el pueblo catalán tiene el derecho a decidir su organización política, incluso el conformarse como Estado. Lo cierto es que no he encontrado tales argumentos. Como ya he analizado en dos posts anteriores, el sujeto del derecho a decidir son los pueblos, esto es, colectivos humanos auto-reconocidos y reconocidos como tales (como pueblos). Aunque ya he dicho que me chirría bastante, podría estar dispuesto a asumir que existe un ente llamado pueblo catalán y que los componentes de ese sujeto colectivo son los ciudadanos residentes en una entidad territorial de naturaleza político-administrativa denominada, en la actualidad, Comunidad Autónoma de Cataluña. Nótese que lo que acabo de decir ya es bastante aceptar, porque supone que el pueblo catalán es ése y que, por tanto, no existe un pueblo ampurdanés, por ejemplo; es decir, los ciudadanos del Ampurdán, en su conjunto, no son sujeto del derecho a decidir su organización política, no tienen derecho a la autodeterminación. O sea –como ya dije en el post anterior– los pueblos existen antes que los individuos que los constituyen (y que, en tanto individuos, son los que llevan a la práctica el ejercicio del derecho colectivo de autodeterminación mediante el acto individual de votar). Habremos de convenir es que todo esto suena un tanto místico (me recuerda ese concepto católico tan bonito del Cuerpo místico de Cristo: al igual que los católicos son miembros de la Iglesia eterna e indivisible en tanto cuerpo místico de Cristo, los catalanes –aunque hayan nacido en Jaén, porque un catalán, como un vasco, nace donde le da la gana– son miembros de esa Cataluña eterna e indivisible). Pero, como digo, aceptemos pueblo catalán como animal de compañía, perdón, como sujeto colectivo del derecho a decidir.

Los derechos, individuales o colectivos, son pactos que resultan de la evolución de los valores de la sociedad y se consagran mediante su reconocimiento en textos jurídicos, nacionales o internacionales. Yo no comparto ese voluntarismo ingenuo de quienes sostienen que los derechos son conclusiones lógicas o naturales. Desde luego, sí creo que hay bases racionales en los derechos (al menos, en la mayoría de ellos) y que desde siempre ha habido personas que, como precursores, han defendido que se reconocieran como derechos los que aún no existían como tales (por ejemplo, los abolicionistas). Pero cualquier derecho, por muy lógico y natural que ahora nos parezca, no pasa a ser tal hasta que está sancionado en algún texto jurídico. Pues bien, es verdad que existe un derecho a la libre determinación de los pueblos proclamado en el artículo 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante la Resolución 2200 A (XXI), de 16 de diciembre de 1966 y suscrito por el Estado español en 1977. Ahora bien, ese derecho surgió para posibilitar la autodeterminación de pueblos en situación colonial u oprimidos por las mayorías del Estado en el cual se integran. La Declaración de Viena de 1993 dejó claro que no se puede interpretar este derecho para justificar cualquier acción que menoscabe la integridad territorial de un Estado soberano e independiente que posea un gobierno que represente a todos los ciudadanos sin discriminaciones. De otra parte, distintos trabajos del Comité sobre Asuntos Legales y Derechos Humanos de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa dejan claro que, de momento, el Derecho Internacional no reconoce el derecho a la autodeterminación de pueblos integrados en Estados democráticos europeos. Por tanto, debe decirse con rotundidad que el pueblo catalán no tiene reconocido en ninguna norma ni española ni internacional el derecho de autodeterminación, el dret a decidir.

La reivindicación de ese presunto derecho a decidir tiene su origen –al menos en lo que se refiere al procés (en curso, porque dista de estar acabado como repiten sin cesar diversos “analistas políticos” en las televisiones y radios)– en la manifestación ocurrida en Barcelona en la tarde del sábado 10 de julio de 2010 (más de un millón de asistentes, según los organizadores). Si bien estaba convocada para protestar contra la sentencia del Tribunal Constitucional que recortaba y enmendaba el Estatut aprobado en referéndum, ahí fue cuando bajo el lema Som una nació, nosaltres decidim se arrojó al juego político y, sobre todo, buscando involucrar masivamente a la población, el planteamiento independentista. Pocos meses después, a finales de noviembre de 2010, se celebraron las elecciones al Parlament, con la crisis económica ya en toda su crudeza y una percepción de anticatalanismo en gran parte de la población; estos dos factores fueron, seguramente, los principales en la relevante subida de Convergencia y Unión y el consiguiente acceso de Artur Mas a la presidencia de la Generalitat. En el programa electoral de CiU de aquellas elecciones aparece ya escrito el dret a decidir que, sin embargo, todavía no hablaba expresamente de independencia: “Coherentes en entender Cataluña como una nación y en situar la democracia como un valor absoluto, apostamos por el derecho a decidir para alcanzar las cotas de autogobierno que el pueblo de Cataluña reclama y necesita”. Y también hablaban de que reclamaban la plena soberanía, pero la limitaban al ámbito financiero y proponían el modelo del concierto económico con el Estado.

Pese a esa ambigüedad calculada, en su debate de investidura Mas anunció ya su voluntad de que Cataluña iniciase su propia “transición nacional”; defendió el derecho a decidir pero aseguró que, de momento, no pensaba en convocar un referéndum de autodeterminación sino que se centraría en alcanzar acuerdos con el Estado en materia económica y fiscal. El 25 de julio de 2012, el Parlament aprueba una propuesta del Govern para negociar un nuevo acuerdo de financiación con Madrid. En septiembre, Rajoy rechaza ese modelo, lo que le da pie a Artur Mas para declarar que se había roto la última oportunidad para un encaje de Cataluña en el Estado. En paralelo, durante ese año 2012, el independentismo había ido progresando significativamente y varios entes locales acordaron mociones a favor de la independencia y se declararon “territorios catalanes libres”. La Diada de ese año fue la más multitudinaria hasta la fecha y tuvo por lema Catalunya, nou estat d'Europa. Así las cosas, a iniciativa de CiU y con la presión de Esquerra, el Parlament aprobó el 27 de septiembre de 2012 la Resolución 742/IX sobre la orientación política del Govern, que me parece que es la primera norma legal (aunque se limita a instar al Gobierno de la Generalitat) en la que se “proclama solemnemente el derecho imprescriptible e inalienable de Cataluña a la autodeterminación, como expresión democrática de su soberanía como nación” y, además, ya diciendo con claridad que se abre un proceso para convertirse en un nuevo Estado de Europa.

Ahora bien, en esta Resolución no hay ninguna argumentación para justificar la legitimidad jurídica de ese presunto derecho a decidir. Tal ausencia sumada a que el texto se inicia refiriéndose a los masivos y pacíficos anhelos independentistas de los ciudadanos de Cataluña, pare sugerir que el Parlament asume que el derecho nace del simple hecho de que los catalanes quieren tener ese derecho. Este argumento, a mi modo de ver, es el que subyace en todo el proceso de estos últimos años y, además, ha resultado ser muy eficaz, mucha gente (mucha más de la que quiere que Cataluña sea un Estado independiente) lo ha comprado con convencimiento. Ciertamente, como astutamente repiten hasta la saciedad los líderes catalanes, una vez asumido por todos que Cataluña es un sujeto colectivo, es fácil defender que, como tal, tiene derecho a decidir cómo quiere organizarse políticamente, incluyendo la secesión del Estado. ¿Acaso es lícito en una sociedad democrática obligar a los pueblos de España a estar integrados en el Estado? No voy a entrar ahora a discutir los más que abundantes sofismas que se cuelan en este discurso, aparentemente democrático; lo que me importa es insistir en su tremenda eficacia comunicativa, convence sin demasiado esfuerzo (entra bien) mientras que, por el contrario, explicar sus falacias requiere mucho trabajo. Pero es que, además, lo mismo que he sostenido que los derechos son los que están aprobados en textos jurídicos (y, por tanto, Cataluña no tiene en la actualidad ese dret a decidir que proclaman repetidamente), digo también que, justamente por eso, lo que hoy no es un derecho puede pasar a serlo mañana. Tal es precisamente, creo yo, la estrategia de los planificadores del procés: convencer al mayor número posible de personas (en Cataluña, en España y en Europa) de que existe un derecho a la autodeterminación para que, entonces, se admita –probablemente por Europa– que “un pueblo” en el que se cumplen ciertos requisitos tiene ese Derecho. He encontrado indicios de que por ahí podrían ir los tiros en un futuro no demasiado lejano, pero antes de contarlo prefiero seguir rebuscando los argumentos que durante estos últimos tiempos han ido esgrimiendo los independentistas. En el siguiente post seguiré a partir de la X legislatura, la que se inició tras las elecciones autonómicas del 25 de noviembre de 2011, una vez que Artur Mas, tras dar el banderazo de salida al procés disolvió el Parlament.