En “Más allá del bien y del mal” (1886), Nietzsche nos dice que la crueldad, aquel animal salvaje, no ha muerto en absoluto, que lo que denominamos «cultura superior» se basa en la espiritualización y profundización de la crueldad. Viene a decirnos que la cultura lo que hace es la domesticación de la crueldad: “Lo que disfrutaba el romano en el circo, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español ante las hogueras o en las corridas de toros, el japonés de hoy que se aglomera para ver la tragedia, el trabajador del suburbio de París que tiene nostalgia de revoluciones sangrientas, la wagneriana que «aguanta», con la voluntad en vilo, Tristán e Isolda, lo que todos ésos disfrutan y aspiran a beber con un ardor misterioso son los brebajes aromáticos de la gran Circe llamada «Crueldad». De otra parte, Freud también sostuvo que una de las pulsiones intrínsecas del ser humano es la crueldad, la cual relaciona muy estrechamente con la pulsión sexual (“Tres ensayos de teoría sexual”, 1905).
¿Es verdad que forma parte de nuestro ser (del de los humanos) la pulsión de la crueldad? Es decir, ¿tenemos un “instinto básico” que nos hace disfrutar con el sufrimiento? Hago conmigo mismo experimentos mentales, me represento espectador o actor de sufrimientos ajenos y, desde luego, ninguna de esas escenas imaginadas me provoca el más mínimo agrado. Al contrario, algunas de ellas (pienso ahora en determinados pasajes de lectura) me generan profundo malestar que incluso somatizo. Sin embargo, eso no significa que esa pulsión no esté agazapada en los más hondo de mi psique, quizá reprimida como sostendría Herr Sigmund (en tal caso, bendita represión, digo yo). Lo que es cierto es que hay muchas personas que se excitan viendo porno que simula violaciones, y no pocas a las que violar añade una plus de placer al acto sexual. También hay gente que disfruta torturando, espero que pocos. Entonces, esos tipos –muchísimos si ampliamos el abanico– ¿no serían desviados patológicos? Su trastorno, si trastorno cabe llamarlo, ¿no sería, en vez de un fallo de la estructura psíquica, incapacidad de represión de un “impulso congénito”?
En el fondo, me da igual. Quiero decir que puedo aceptar que forme parte de nuestra naturaleza, pero prefiero seguir sosteniendo que es de esa parte diabólica, de nuestra parte inhumana, por más que lo dicho sea una boutade biológica. Pero enseguida me pregunto, ¿acaso no es la compasión también una pulsión básica, primigenia? Y si, como creo, es así, ¿es posible en un mismo individuo que coexistan ambas pulsiones? Como parece que la respuesta es afirmativa, habremos de admitir que la mente humana es capaz de aislar en compartimentos estancos emociones tan contradictorias. Un felón que está violando a una mujer y gozando a causa del sufrimiento de ella no puede, a la vez, sentir compasión por su víctima; sin embargo, de vuelta en su casa, puede llorar angustiado al encontrarse a su hijita enferma. He de aceptar que esto es así pero, sin embargo, reconozco no ser capaz de entenderlo, de “aprehenderlo”. ¿O será que –resabio de mi educación religiosa– no concibo nuestra naturaleza diabólica o, al menos, considero inadmisible que ella nos posea?
Pero el párrafo de Nietzsche (es el 229, para quien quiera releerlo) me vuelve a llevar a una idea muy vieja que, sin embargo, hace tiempo que no escucho en los debates sobre ciertos asuntos, entre ellos y sobre todo, el relativo a los toros. Me refiero a la sublimación (“espiritualización” dice el filósofo) de la crueldad en espectáculos para el consumo. El espectáculo de la crueldad vendría así a saciar, siquiera en parte, las pulsiones de crueldad de los individuos, evitando en consecuencia que necesitaran el ejercicio real de la crueldad. Lo cierto es que, a medida que se han ido sucediéndo las décadas, los espectáculos que consisten en actos de crueldad van sustituyéndose por los que representan tales actos. Las fiestas bárbaras de los pueblos (por ejemplo, la cabra que se defenestra desde el campanario) o la tan culta tauromaquia tendrían su origen, Nietzsche dixit, en la sublimación de la crueldad. El aficionado a los toros, al disfrutar del ceremonioso y maquiavélico sufrimiento que se inflige al animal hasta su muerte final, alimenta su crueldad. Los romanos saciaban la misma pulsión como espectadores del dolor de otros seres humanos. ¿No es lo mismo? “Moralmente” no, sin duda; no es lo mismo hacer sufrir a otra persona que a un animal. Sin embargo, ¿estamos seguros de que la fuente del placer no es la misma? Yo diría que sí.
Hay muchos aficionados a los toros que niegan que el placer que obtienen en una corrida se relacione con el sufrimiento del animal, sino que es de tipo estético. Puedo creerlo, pero me atrevo a suponer que para ser capaz de sentir esa emoción placentera (la estética) han tenido previamente que suprimir o reducir a niveles casi inapreciables la compasión. O sea, quiero suponer que un aficionado a los toros, mientras asiste a la corrida, no percibe el sufrimiento del animal, ha logrado –como decía en el post anterior– “deshumanizarse”. Entonces, todas esas personas que hay en la plaza, ¿son crueles? Podríamos (podrían), en sentido estricto, sostener que no, toda vez que su placer no proviene del padecimiento de la res. Sin embargo, aunque sea forzar los límites semánticos del término, yo diría que la suya podría calificarse como crueldad pasiva o derivada. Porque, me pregunto, ¿qué pasaría si a esos aficionados se les “obligara” a percibir el sufrimiento del toro? En ese momento, la compasión (si la tienen) habría de generarles un malestar que imposibilitara el que llaman goce estético; si no es así, algo me hace sospechar que uno de los componentes de ese deleite es, lo confiesen o no, precisamente el sufrimiento. Cabe imaginar varios “experimentos mentales” a los que someter a los taurinos para intentar deslindar cuánto de su placer es debido a sus crueldades personales, por más que éstas hayan encontrado en la afición a la fiesta un sublimación respetable, socialmente aceptada (cada vez menos). En todo caso, estos “crueles pasivos o derivados” quizá no sean estrictamente crueles –sin duda no son tan condenables como los verdaderamente crueles– pero intuyo que son farsantes de sí mismos.
Retomo el párrafo de Nietszche para plantear una duda: si es verdad que la civilización ha ido sublimando la crueldad instintiva del ser humano (el que me aferro a seguir llamando su naturaleza diabólica) a través de actos sociales de crueldad ritualizada y si, por otra parte, muchos de estos actos van siendo suprimidos porque repugnan a una sensibilidad más compasiva cada vez socialmente mayoritaria, ¿no estaremos forzando a los crueles a buscar sus fuentes de placer mediante actos mucho más dañinos? Para responderse creo que han de ponerse sobre la mesa bastantes factores, que ya los expondré en una próxima entrega.
Hay muchos aficionados a los toros que niegan que el placer que obtienen en una corrida se relacione con el sufrimiento del animal, sino que es de tipo estético. Puedo creerlo, pero me atrevo a suponer que para ser capaz de sentir esa emoción placentera (la estética) han tenido previamente que suprimir o reducir a niveles casi inapreciables la compasión. O sea, quiero suponer que un aficionado a los toros, mientras asiste a la corrida, no percibe el sufrimiento del animal, ha logrado –como decía en el post anterior– “deshumanizarse”. Entonces, todas esas personas que hay en la plaza, ¿son crueles? Podríamos (podrían), en sentido estricto, sostener que no, toda vez que su placer no proviene del padecimiento de la res. Sin embargo, aunque sea forzar los límites semánticos del término, yo diría que la suya podría calificarse como crueldad pasiva o derivada. Porque, me pregunto, ¿qué pasaría si a esos aficionados se les “obligara” a percibir el sufrimiento del toro? En ese momento, la compasión (si la tienen) habría de generarles un malestar que imposibilitara el que llaman goce estético; si no es así, algo me hace sospechar que uno de los componentes de ese deleite es, lo confiesen o no, precisamente el sufrimiento. Cabe imaginar varios “experimentos mentales” a los que someter a los taurinos para intentar deslindar cuánto de su placer es debido a sus crueldades personales, por más que éstas hayan encontrado en la afición a la fiesta un sublimación respetable, socialmente aceptada (cada vez menos). En todo caso, estos “crueles pasivos o derivados” quizá no sean estrictamente crueles –sin duda no son tan condenables como los verdaderamente crueles– pero intuyo que son farsantes de sí mismos.
Retomo el párrafo de Nietszche para plantear una duda: si es verdad que la civilización ha ido sublimando la crueldad instintiva del ser humano (el que me aferro a seguir llamando su naturaleza diabólica) a través de actos sociales de crueldad ritualizada y si, por otra parte, muchos de estos actos van siendo suprimidos porque repugnan a una sensibilidad más compasiva cada vez socialmente mayoritaria, ¿no estaremos forzando a los crueles a buscar sus fuentes de placer mediante actos mucho más dañinos? Para responderse creo que han de ponerse sobre la mesa bastantes factores, que ya los expondré en una próxima entrega.