No se sabe a ciencia cierta cómo le llegó al caletre la idea, de qué fuente manó la inspiración, cuál de sus infinitas lecturas provocó lo que nació inquieto cosquilleo y enseguida pasó a convertirse en un firme empeño que fue planificando hasta en sus más mínimos detalles. Decidió mi ilustre ancestro que, a su muerte, su cuerpo habría de ser embalsamado y acomodado “para siempre” en su sillón favorito, en una de las esquinas del salón de fumar de la planta principal. Parece que tan original última voluntad fue comunicándola poco a poco a su mujer e hijos, evitando de tal modo los naturales rechazos ante todo lo que se sale de los usos normales. Con discursos apasionados logró Alfonso María que a sus familiares les repugnara tanto como a él permitir que los cuerpos sufrieran su natural destino, dejar que se pudrieran, que fueran comidos por los gusanos. Imposible es vencer a la odiosa muerte, decía, pero al menos arrebatémosle algunas concesiones. Sé, decía, que ya no seré yo cuando esté embalsamado, pero conservar ese cuerpo casi idéntico al que fue vivo me parece signo obligado de amor y respeto. Aseguraba mi noble antepasado que, a medida que envejecía y ante la certeza de la cercana muerte, su único consuelo era imaginar que seguiría en la vida de sus herederos, partícipe mudo de las alegrías y tristezas familiares. Añadía a sus discursos el incuestionable argumento de que no había solución más eficaz para mantener el recuerdo de los idos. Conocéis lo que me he esforzado en acumular retratos de quienes nos precedieron, pero cuán pobre es cualquier representación pictórica frente al cuerpo eternizado. Cuánto más feliz y plena habría sido mi vida si me hubiera sido posible convivir, ya que no con ellos, tan tempranamente arrebatados, con los cuerpos embalsamados de mis padres. Ese desgarro que siempre he sufrido habría sido mucho menos doloroso con el paliativo de sus presencias físicas, algo que en nada alcanzan a emular frías lápidas en el cementerio o cuadros tristes. En resumen, que mi lejano abuelo convenció tan profundamente a sus deudos que no solo le prometieron que cumplirían su ansiado deseos –y así lo hicieron– sino que, uno a uno, fueron decidiendo que también ellos querrían que sus cuerpos reposaran eternamente (admítaseme la hipérbole) en el palacete de la calle mayor arriácense, todos en pacífica compañía
De modo que cuando murió, don Alfonso María fue debidamente embalsamado, tarea encomendada a Fermín Cubero, a quien mi requetetatarabuelo había encontrado en sus indagaciones sobre las técnicas mortuorias y contratado a perpetuidad al exclusivo servicio suyo y de su familia, haciendo que se despidiera de la más antigua y célebre funeraria madrileña. Fermín era (y sigue siendo como aclararé enseguida) un apasionado de su oficio y, en tándem con su patrón, perfeccionó hasta los límites que permitían los recursos de la época el arte y técnica del embalsamiento. Su primera obra, y ya maestra, fue el propio cuerpo de quien le había posibilitado desarrollar su vocación más allá de lo que había atrevido a imaginar. Don Alfonso María fue, en efecto, aposentado en su sillón Luis XV, el rostro ligeramente ladeado hacia la ventana para recibir los tibios rayos del ocaso. Apenas tres años después falleció doña Almudena y, como ya estaba firmemente acordado, fue también embalsamada y sentada junto a su marido, a quien tanto había venerado. Muertos los patriarcas, Alberto Jesús, el primogénito pasó a ocupar la casona con su mujer y sus no pocos hijos (corrían los primeros años del nuevo siglo XIX y ya había engendrado sus siete retoños). Los otros once hijos de Alfonso María y Almudena se desperdigaron por Guadalajara y fuera de ella, pero mantenían todos el hábito de asistir casi todos los domingos al almuerzo familiar en el palacete de la calle Mayor, visitando así a los padres idos y acostumbrando a los niños –que esos días preñaban los salones de gritos y juegos– a ver con naturalidad a los abuelos. Fermín Cubero, durante esos años, habitaba en la casona con un estatus indeterminado a caballo entre la familia y la servidumbre. Él mismo, aún don Alfonso María vivo, se había preparado en el ático unas estancias que eran a la vez residencia y laboratorio. Poco después de la batalla de Los Arapiles (julio de 1812), Cubero que llevaba casi un año ausente –se rumoreaba que enredado en misteriosas alianzas con patriotas para expulsar al francés– regresó a Guadalajara trayendo de la mano un mozalbete no mayor de trece a quien presentó como su hijo y aprendiz. Aunque nadie le había conocido nunca mujer y para entonces superaba de largo la sesentena, no se le cuestionó al embalsamador la paternidad del que, a partir de entonces, pasaría a ser el nuevo Fermín Cubero y quien, a medida que se hacía hombre, más se iba mimetizando con su presunto padre, hasta el punto que parecía que éste, al envejecer, iba desprendiéndose de rasgos de su identidad para que los adquiriese su hijo.
Hacia 1830 se produjo el primer óbito de la segunda generación. Fue una mujer, María Cristina, la sexta de los hermanos, aunque cambió su nombre al de Sor Anunciación cuando con solo veinte años se hizo monja. No había cumplido aún los sesenta, pero los fríos del convento le provocaron una gripe que derivó a neumonía fulminante que clausuró sus días la misma fecha en que el odiado Fernando VII se casaba con una princesa napolitana y tocaya. Cristi –los hermanos siempre se habían negado a llamarla con el nombre religioso–había pedido a Alberto Jesús ser también embalsamada y reposar en compañía de sus padres. Que la hermana monja, declinara el enterramiento en el cementerio del convento fue objeto de no poco escándalo en aquellos días y alguna que otra escaramuza de las fuerzas eclesiales, lideradas por el confesor de sor Anunciación, quien desde luego nunca fue advertido por su dócil oveja de sus ocultos planes post-mortem; de haberlos conocido mayor habría sido el escándalo y no cabe duda de que hubieran puesto en juego cuantas armas dispusieran para evitar esos propósitos sacrílegos. Pero apaciguados los rumores y malestares, la decisión de Cristi reforzó en los hermanos el convencimiento de que el destino común de sus cadáveres había de ser la mansión familiar. Más aún cuando, en un domingo de almuerzo familiar, hermanos y sobrinos asistieron maravillados a la colocación de Sor Anunciación –estaba vestida con el hábito– enfrente de sus padres. Era tanta la perfección de la obra de los dos Fermines que uno casi la sentía respirar y esperaba que en cualquier momento se alzase de la silla. Fue el último trabajo de Fermín padre, ya octogenario, que vino a morir unos meses después. De más está decir que su cuerpo fue cuidadosamente embalsamado por Fermín Cubero y colocado ante la mesa grande de su taller-laboratorio. Aprovecho para decir que, a partir de entonces, en la casona caracense casi siempre ha habido dos Fermines Cubero, uno padre y otro hijo y aprendiz, y casi nunca ninguna señora Cubero. Siguiendo la pauta marcada por el primero de la saga, apenas hay constancia del nacimiento de ninguno de los sucesivos fermines y todos han pasado con los años a sustituir, casi como copias perfectas, a sus padres. De modo que las distintas generaciones de mi familia hablamos siempre de Fermín padre y Fermín hijo, como si fueran siempre los mismos, como si siguieran existiendo, inmortales, los dos que había a principios del siglo XIX (en la actualidad Fermín padre es un hombre de cuarenta y pocos y Fermín hijo un chaval de diecisiete que apareció en la casona en 2010, pocos meses después de la muerte del Fermín previo).
Este relato hace honor a esa frase de George Orwell sobre un orden en que los muertos gobiernan sobre los vivos.
ResponderEliminarNo me suena ahora esa frase de Orwell; ya la buscaré. Pero sí, no sé si tanto como gobernar, pero desde luego los condicionan.
EliminarY eso, ¿por qué?
ResponderEliminarLa verdad es que más de dos o tres generaciones atrás desconocemos todo de nuestros ancestros.