El robo de la Mona Lisa (II)
Sigo pues con las aventuras de Peruggia y el robo de la Mona Lisa. De la historia, en sus líneas maestras, había oído hablar hace años, pero no ha sido hasta hace unos días que me he enterado de sus detalles y me ha resultado interesantísima. No sé si así lo parece a quienes me leen; en todo caso, aquí va la continuación para Amy y Nanny.
Como decía, Vincenzo era un hombre de extraordinaria sangre fría y, para muestra, valga la narración de cómo robó la pintura. El 21 de agosto de 1911 era lunes, el día en el que el Museo cerraba para tareas de mantenimiento. Peruggia, vestido con la ropa de trabajo de los empleados del Louvre, entró con todo el morro y se dirigió sin titubeos al Salon Carrè, en donde se encontraban al menos diez trabajadores. Sin inmutarse, descolgó el marco y se lo llevó hasta una escalera de servicio. Allí, más discretamente, dedicó un ratillo a quitar el marco de madera y el cristal de protección, abandonando ambos en la propia escalera. A continuación bajó las escaleras con la intención de salir a la calle por una puerta de servicio; sin embargo estaba cerrada. Trató de forzarla sin éxito, consiguiendo sólo desmontar el pomo, que se guardó en el bolsillo. Justo entonces pasó por ahí un fontanero y Peruggia, fingiéndose enojado, le hace ver que algún idiota había robado el pomo; a ver ahora cómo salimos, añadió. El complaciente fontanero (Sauvet se llamaba) le abrió la puerta con sus herramientas y el ladrón se encontró graciosamente fuera del Museo (entonces fue cuando lo vio la testigo que aportó una buena pero inútil descripción).
El siguiente día, el martes 22, un pintor francés, Louis Beroud fue de los primeros en entrar al Louvre. Estaba trabajando en una serie de cuadros de las salas del Museo, temas que, por lo visto, eran muy populares entre los turistas. Nada más llegar al Salon Carré, se percató del espacio vacío entre la Alegoría de Tiziano y la Santa Catalina de Correggio. Preguntó a un guardia que dónde estaba la Gioconda y éste le contestó que probablemente la habrían movido para fotografiarla, algo que no era inusual. Pasaron unas cuantas horas hasta que los vigilantes del museo empezaron a preocuparse y a buscarla. Sólo pudieron encontrar el marco y el cristal que Peruggia había abandonado en la escalera; al no encontrar ningún estropicio, pensaron que la tabla podría estar escondida en alguna parte del inmenso edificio. La policía y los empleados pasaron una semana entera registrando todo el museo sin que, por supuesto, encontrar nada.
La histeria desatada en París (y en toda Francia) fue tremenda. Cuando, pasada la primera semana, volvió a abrirse el Louvre la gente entró en tropel; ese espacio vacío, esa ausencia, convocó más personas que la desaparecida de la que era huella. Estuve en el Louvre y vi el hueco de la Mona Lisa, me imagino que diría más de uno. A los pies de ese hueco la gente desolada depositaba flores. Una señora, cuentan, cayó desmayada presa de un ataque. Las ventas de postales con el famoso retrato se multiplicaron. Los rumores y, sobre todo, los augurios catastrofistas no cesaban. Las críticas al Museo y a la policía se repetían en todos los foros ...
Y mientras tanto, como ya dije, Peruggia seguía haciendo su vida normal con la buscadísima obra de arte bajo la cama de su pensión. Así transcurrieron nada menos que dos años y cuatro meses, hasta que en diciembre de 1913, el italiano, con su baúl a cuestas, coge un tren hasta Florencia. Unas semanas antes había leído en un periódico italiano un anuncio de un anticuario de la ciudad toscana, Alfredo Geri, que ofrecía comprar "a buen precio objetos de arte de cualquier tipo". El 29 de noviembre, Geri, entre las muchas que recibía, se sorprende ante una carta firmada por un tal Leonard. El autor, en italiano y con trazos temblorosos, decía que era un patriota que deseaba devolver a su país una de las obras de arte que Napoleón había robado. Concluía añadiendo que tenía en su poder La Gioconda. Aunque escéptico, Geri contestó al misterioso remitente citándole en su galería el 22 de diciembre.
Vincenzo llegó a Florencia y se alojó con su baúl de doble fondo en la habitación 20 del Hotel Tripoli de la via Panzoni. El 10 de diciembre, doce días antes de la cita, se presentó en las oficinas de Alfredo Geri, con el nombre de Vincenzo Leonard. Le dijo al atónito galerista que era quien le había escrito y que deseaba entregarle la pintura a cambio de una recompensa de medio millón de liras y la garantía de que habría de permanecer en Italia. Quedaron en que al día siguiente Geri iría al hotel a ver la tabla, acompañado de un especialista. El propio galerista escribió años después: "Llamé a mi amigo Giovanne Poggi, director de la Gallería degli Uffizi y juntos fuimos a ver la pintura a la habitación de aquel extraño en el Hotel Tripoli. Allí, el hombre abrió un baúl donde guardaba sus miserables pertenencias. Del fondo sacó un objeto envuelto en una tela roja, y ante nuestros ojos asombrados salió de ahí la divina Gioconda, intacta y maravillosamente preservada".
Ambos hombres se dieron cuenta enseguida de que se trataba de la auténtica (al dorso estaba el sello oficial del Louvre, por si hubiera dudas) pero fingieron dudas ante Peruggia y le pidieron que les dejara llevarla a los Uffizi para que fuese examinada por los expertos; sería un trámite de poco tiempo así que lo mejor sería que el carpintero esperase en el hotel, le sugirieron. El simple de Vincenzo hizo todo cuanto le dijeron y, pocas horas después, se encontró con que la policía florentina entraba en su habitación y lo detenía.
La noticia de la recuperación de la Mona Lisa fue un bombazo mundial. En Francia, además de una gran alegría, también una tremenda humillación, máxime cuando se supo lo fácilmente que Peruggia había robado la tabla y cómo había pasado el interrogatorio policial sin despertar la más mínima sospecha. Y para colmo, eran los malditos comedores de macarrones quienes lo detenían y recuperaban el Leonardo. No lo he confirmado, pero apostaría a que hubo más de una dimisión (o cese fulminante) entre los mandos tanto policiales como del Louvre. Los italianos se permitieron disfrutar del triunfo. En primer lugar, no fueron demasiado diligentes en devolver la tabla; primero decidieron exponerla en los Uffizi (Florencia), la Gallería Borghese (Roma) y el Museo Brera (Milán). Por fin, el 4 de enero del 14, con altísimas medidas de seguridad (viajó en un tren escoltado por treinta policías), llegó al Louvre y volvió a ser colgada en el Salon Carré.
Y, en segundo lugar, pese a la insistencia francesa, los italianos se negaron a extraditar a Peruggia. Fue encarcelado en Florencia y tratado casi como un héroe nacional. Casi todos los días alguien sobornaba a los guardias para que le dejasen fotografiarse con el ladrón patriota. El juicio empezó en junio del 14 y fue breve. El acusado mantuvo sin fisuras que el único motivo de su robo había sido devolver a Italia lo que le pertenecía. Enardeció al público (¿y a los jueces?) cargando las tintas en el desprecio que, como italiano, había sufrido de los altaneros franceses, logrando probablemente que, si no justificarlo, se excusase su delito. La sentencia fue de un año y quince meses, reducida en la apelación a siete meses y nueve días. Es decir, que cabe suponer que para cuando acabó el proceso, dado el tiempo que llevaba detenido, sería puesto casi inmediatamente en libertad.
Convertido en un hombre popular y querido, aunque pobre, Peruggia regresó a su pueblo natal, Dumenza. Enseguida empezó la primera guerra y sirvió en el ejército italiano. Después, en 1921 (con 41 años) se casó con una guapa chica y el matrimonio se trasladó a la Alta Saboya, donde abrió una tienda de pinturas y barnices. En Francia vivió próspera y tranquilamente hasta su muerte en 1947. Curioso (¿o no?) en alguien que odiaba tanto a los gabachos.
Pero, ¿por qué estuvo más de dos años Vincenzo en París con la Mona Lisa debajo de su cama y sin hacer nada? Una primera explicación podría ser que, exhibiendo una sangre fría extraordinaria, estuviese esperando a que la histeria por el robo se aquietase antes de intentar desprenderse de la pintura. Él mismo dijo, en los interrogatorios florentinos, que decidió devolverla porque, de tanto mirarla, esa mujer lo estaba volviendo loco; "había días en que pensaba en no volver al hotel para no encontrarme con esa sonrisa”. Hay, no obstante, otra posibilidad: que Peruggia no fuese más que el autor material de un plan ideado por otra persona y que, durante ese tiempo, estuviese esperando instrucciones. Esta hipótesis es la que afirmó, en una entrevista periodística, quien se confesó autor intelectual del hurto, un argentino llamado Eduardo Valfierno.
La historia de Valfierno, sin embargo, se basa sólo en sus propias palabras. No obstante, tanto el personaje como la trama hacen que resulte tremendamente novelesca de modo que, como dicen los italianos, se non vero, é ben trovato. Y, como es ciertamente novelesca, ha dado origen a varias novelas que, aunque no he leído, tienen rastros abundantes en internet. Pero a ello me referiré, si es que interesa, en un próximo post.