El robo de la Mona Lisa (I)
En la primera década del siglo pasado, un veinteañero lombardo llamado Vincenzo Peruggia emigró a París. Nada infrecuente por esas fechas, cuando la capital francesa se llenaba de comedores de macarrones, que era como despectivamente se referían los gabachos a tantos trabajadores manuales italianos que allí buscaban ganarse la vida. No le fueron demasiado bien las cosas a Vincenzo, que iba tirando con diversas chapucillas; además, debía ser un hombre orgulloso y pendenciero, al que el rechazo chovinista de los parisinos hubo de exacerbar sus sentimientos nacionalistas. En dos ocasiones había sido detenido: en 1908 por intento de robo y en 1909 por una pelea con una prostituta en la que sacó un cuchillo. Un par de años después, no obstante, fue contratado por la firma de carpinteros a la que el Louvre había encargado marcos especiales protegidos con vidrio para las obras más emblemáticas del museo. Así, Peruggia tuvo la ocasión de trabajar durante tres semanas en la elaboración del marco para la Mona Lisa y, ya de paso, familiarizarse con las rutinas de la Pinacoteca francesa. ¿Se le ocurriría entonces robar la tabla? Acorde con sus declaraciones durante el juicio, podemos imaginarnos al bigotudo carpintero rumiando su venganza y argumentándosela como un acto de justicia: restituiría la pintura a Italia, a su verdadera patria, cancelando el expolio napoleónico.
Peruggia, dicho sea entre paréntesis, estaba equivocado. Napoleón no robó la Gioconda de suelo italiano. Si bien pintada en Florencia, Leonardo la llevó consigo a Francia y de ahí ya no saldría. El rey Francisco I, el gran protector de los últimos años del genio de Vinci, se la compró por 12.000 francos y fue posesión de los monarcas franceses hasta que la Revolución la llevó al Louvre. Sin embargo, no creo que el conocer la verdad hubiese hecho cambiar de opinión al joven carpintero; la tentación de infligir tamaña humillación a los soberbios franceses debía ser, imagino, irresistible.
En 1906 vivía en París otro joven de la misma edad que Peruggia (nació catorce días después) pero de muy distintos afanes y destino; se llamaba Pablo Ruiz Picasso. En mayo visitó en el Louvre una exposición de relieves ibéricos de Osuna. Pocos meses después visitaría las salas africanas del Museo de Etnología del Trocadero. Según reconoció el mismo pintor, el descubrimiento del arte primitivo fue un completo shock, una revelación; a partir de ahí, se cierra la etapa rosa y comienza la gestación del cubismo.
Hacia finales de 1906 o principios de 1907, Apollinaire, ya muy amigo de Picasso, recoge en su casa a un extraño personaje, un boxeador aficionado con ínfulas de literato bohemio, un aventurero belga de nombre Géry Piéret. El tal individuo parece que quiso integrarse en el ambiente vanguardista e iconoclasta del París de principios de siglo, buscando sus raciones de notoriedad y dinero. Lo cierto es que, con toda la cara del mundo, robó varias estatuillas de arte ibérico de los almacenes del Louvre por el sencillo método de cogerlas y esconderlas dentro de su abrigo (imagino que en más de un viaje). Luego, conocedor del interés de Picasso, le sugirió a Apollinaire que se las ofreciese al malagueño. Picasso, en esa primavera de 1907, decía sentir la necesidad de poseer piezas originales, de poder tocarlas para "adueñarse" de la energía creativa del arte primitivo. ¿Sabían Apollinaire y Picasso que eran objetos robados? Por supuesto, ambos lo negarían, aunque me cuesta creerlo. Como fuera, en marzo de 1907, Picasso compró al belga dos cabezas de piedra ibéricas.
Otro paréntesis: durante los meses de junio y julio de 1907, Picasso trabaja frenéticamente en una de sus grandes obras, las señoritas de Avignon, quizá el inicio del cubismo. En la primera etapa de su confección, la influencia "ibérica" es incuestionable (en una segunda etapa sería complementada con la "africana", tras la vista ya citada a la exposición del Louvre). Me imagino a Pablo, en su taller de Montmartre, tocando "su" Cabeza de hombre con una mano y "transmitiendo la energía creativa" al inmenso lienzo.
Géry Piéret dejó París ese año para buscar mejor fortuna en América. Hay quienes dicen que a Apollinaire su picaresca había ya dejado de hacerle gracia y, en cambio, empezaban a preocuparle los problemas en los que ese parásito, que se presentaba como secretario del escritor, podía meterle. Sin embargo, cuando en abril de 1911 el belga regresa con el rabo entre las piernas y vuelve a pedirle asilo, Apollinaire lo admite y le encarga algunas tareillas de auxilio literario. Pero el bribonzuelo repite las viejas andanzas e intenta robar nada menos que a un vecino de su anfitrión; el incidente obliga al escritor a echarlo de su casa. Y justo al día siguiente, el 21 de agosto de 1911, Vincenzo Peruggia roba la Mona Lisa.
Al conocerse la noticia del robo, Picasso y Apolinaire sospechan, justificadamente, del belga, máxime cuando son incapaces de saber su paradero. Les entra pánico; temen que Piéret, cuando sea apresado, les implicará, señalándoles como beneficiarios de sus anteriores hurtos. Lo primero que les viene en mente es arrojar las estatuillas al Sena y así hacer desaparecer el cuerpo del delito, pero no se deciden a hacerlo. Unos días después, el 29 de agosto, Géry Piéret entrega en las oficinas del Paris-Journal una de las piezas que había robado en 1907 y, aprovechando la tremenda expectación del momento, se explaya en declaraciones fanfarronas sobre lo fácil que es robar en el Louvre. Luego, vuelve a presentarse a Apollinaire, implorándole caridad. El escritor, más por miedo que por pena, supongo yo, le paga un billete a Marsella. Desde esa fecha, apenas volvió a saberse del pillastre belga.
Sin embargo, los dos amigos estaban entonces en mayor peligro; era obvio que las declaraciones de Piéret y su repentina desaparición les habrían de traer las indagaciones policiales. Así las cosas, André Salmon, crítico de arte del Paris-Journal y buen amigo de Apollinaire, les sugiere montar a través de su periódico otra historia de devolución de la estatuillas de Picasso, gracias a un anónimo poseedor arrepentido. La noticia se publica efectivamente el seis de septiembre, pero no basta para engañar a la policía que al día siguiente detiene a ambos artistas. Parece que Apollinaire, el primero en caer, delató a Picasso; pero éste le devolvió el favor con creces, negando conocerle y alimentando las sospechas sobre él. El caso es que el pintor fue puesto en libertad el mismo día, mientras que el escritor fue retenido casi una semana. Por suerte, sus pesares acabaron ahí; lo que no sé es si siguieron siendo amigos el poco tiempo que le quedaba a Apollinaire de vida (murió apenas siete años después, con sólo treinta y ocho años).
Mientras tanto, Peruggia seguía trabajando tranquilamente en París. Se había construido un baúl con doble fondo en el que escondió la tabla, envuelta en una sábana roja; el baúl lo tenía debajo de la cama de la pensión donde vivía. La policía lo interrogó, al igual que a todos quienes en los últimos meses habían trabajado en el interior del Museo. El italiano pasó la prueba con absoluta sangre fría, tanta que ni por un momento despertó sospecha alguna en los detectives. Y eso que se contaba con la acertada descripción de un testigo que había visto al italiano cuando salió del museo: un hombre de altura media, de constitución robusta, vestido con ropas de trabajo oscuras, llevaba un paquete y tenía el pelo negro y un bigote "más grande que su cara". También hay que decir que tuvo suerte, porque la policía contaba con una huella digital suya, impresa en el cristal protector que Peruggia había retirado y abandonado en el museo. Por ese entonces ya se estaban tomando las huellas dactilares y, de hecho, las del italiano constaban en los archivos parisinos a resultas de sus dos detenciones anteriores. Pero sólo se imprimían las de la mano derecha y la huella del cristal era de la izquierda.
De otra parte, ¿quién iba a sospechar de un don nadie como Peruggia? Si bien al principio la policía se inclinaba por atribuir el robo a algún empleado descontento con ganas de hacer daño al Louvre, a medida que transcurrían los días y los meses sin que se descubriese ni al ladrón ni a la Gioconda, comenzaron a tomar peso teorías más novelescas, entre las que se contaban las referidas a ladrones internacionales (un tal Rives, que había escapado de la Guayana francesa, a donde había sido deportado en 1909, y del que se decía que merodeaba por el Louvre), conspiraciones políticos y millonarios norteamericanos ansiosos por poseer el retrato de Leonardo. En 1931 cuando ya hacía mucho que la Mona Lisa había vuelto al Louvre, un estafador argentino, Eduardo Valfierno, confesó a un periodista norteamericano que él fue el autor intelectual del robo. Pero ésta es otra parte de la historia y, antes de referirme a ella, hay que acabar con las aventuras de Peruggia.
¿Las acabarás?? ;). Un beso.
ResponderEliminarMe uno a la pregunta de Amy :)
ResponderEliminarBesos
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