domingo, 27 de febrero de 2011

El quinto en discordia

En las compañías permanentes de ópera se necesita una primadonna, siempre una soprano, siempre la heroína y a menudo una tonta; también se necesita un tenor para el papel de enamorado, y una contralto que desempeñe el papel de la rival de la soprano, la bruja o algo así, y un bajo, que interpreta el papel del villano, del rival del tenor o de cualquier personaje que lo amenace. Hasta aquí todo claro. Pero no se puede desarrollar la trama sin otro hombre, que generalmente es un barítono, y que en la profesión se conoce como quinto en discordia, porque es el elemento ajeno, el personaje al que no corresponde otro del sexo opuesto. Pero es necesario que haya un quinto en discordia, porque es quien conoce el secreto del nacimiento del héroe, aparece para ayudar a la heroína cuando se cree perdida, mantiene a la reclusa en su celda o incluso puede provocar la muerte de alguien, si eso forma parte del argumento. La primadonna y el tenor, la contralto y el bajo, se llevan los mejores temas musicales y hacen todas las cosas espectaculares, ¡pero no se puede desarrollar la obra sin el quinto en discordia!

Con estas palabras, Liesl, una enigmatica mujer (¿el diablo, como piensa Dunstan?) le cuenta a éste, narrador y protagonista de El quinto en discordia, lo que significa tal expresión. Confieso que nunca la había oído, lo cual no es de extrañar porque mi cultura operística roza el cero absoluto, y barrunté que a lo mejor el término era invención de Robertson Davies, para lo cual habría recurrido, al principio de la novela, a una cita apócrifa, que apoyaría el leit motiv de la trama. Y es que en Internet si se busca quinto en discordia siempre aparece como referencia a esta novela que acabo de leer, y lo mismo ocurre si se escribe el término inglés, Fifth Business, que es el título original. Sin embargo, el libro que cita Robertson, Den Danske Skueplads (La escena danesa) de Thomas Overskou, sí existe e incluso se puede descargar de Google Books en espantosa caligrafía gótica (una edición de 1854). Como no leo danés, ni siquiera me he tomado la molestia de intentar descubrir si en algún lugar de esas farragosas páginas aparece un texto que pueda corresponder al de la novela. Pero, si libro y autor son verídicos, demos por cierto que también lo es la cita.

Se me ocurre que, a lo mejor, es una locución en desuso y que Davies aprovechó su anacronismo para recuperarla, en 1970, como título de su excelente novela. Si así fuera, bastante mérito tiene la traductora (Natalia Cervera se llama) que supongo que habrá buscado como se denominaba ese rol operístico en español. En todo caso, acertada idea la de enfocar bajo esa etiqueta la biografía del personaje. Una de las crueldades del teatro de la vida, dice el narrador-protagonista, es que todos nos creemos estrellas y rara vez advertimos que no somos sino actores de reparto. Bajo esta premisa, el libro debiera servirnos de cura de humildad, de vacuna contra esa estúpida pero comprensible pretensión de sentirnos “especiales”. Sin embargo, ser el quinto en discordia no es para nada cometido fútil, y basta leer la intensa vida de Dunstan Ramsay para convencerse. La función vicaria del quinto en discordia resulta condición imprescindible para la existencia de los héroes y anti-héroes y, al mismo tiempo, llena de contenido a su propia vida. En realidad, que a uno le toque ser quinto en discordia es ya bastante excepcional, mucho más que ser un mero actor de reparto. Aún así concedamos que es posible que cada uno, en nuestras efímeras existencias, actuemos en múltiples tramas entrecruzadas, de tal modo que a veces seamos héroes, otras villanos y también quintos en discordia (por no mentar que la mayor parte del tiempo no hacemos más que bulto en la historia).

En fin, lo que quería decir es que esta novela de Robertson Davies me ha gustado mucho. No seré yo quien pontifique sobre su calidad literaria ni sobre los méritos de este autor canadiense, del cual no tenía ninguna noticia. El libro lo compré el lunes en la librería que hay al lado de mi oficina, porque me había acabado el que estaba leyendo y necesitaba otro para e tranvía de vuelta a casa. Me interesó la breve descripción de la trama (condición inexcusable para que compre un libro sin referencias) y luego me llamó la atención que John Irving lo elogiara. También pesó en la decisión que fuera canadiense, pues la mayoría de los escritores de esa nacionalidad que he leído me han dejado un agradable regusto. Como se trataba de una adquisición casi al azar, me puse a leer despojado de cualquier expectativa, pero inmediatamente me atrapó la historia y la forma de contarla, tanto que, desde luego, pienso hacerme con los otros dos títulos de esta llamada trilogía de Deptford (un poblado imaginario inspirado en la comunidad natal del escritor, en la provincia de Ontario), publicados también por Libros del Asteroide. Pues nada, que recomiendo esta novela.


Joni Mitchell - Carey (Blue, 1971)

Para acompañar la reseña de una novela canadiense, una cantante canadiense que hace mucho que no escuchaba pese a que en tiempos escuché bastante.

jueves, 24 de febrero de 2011

Aniversario del 23F en La Palma

El martes tuve que volar a La Palma, a una reunión en Los Llanos de Aridane. En principio, tenía pensado regresar ese mismo día, pero me comprometieron para asistir a una cena y me vi obligado a hacer noche en la Isla Bonita. Mis anfitriones se ocuparon de cambiarme el pasaje para el día siguiente a media mañana y de reservarme habitación en el Hotel Sol La Palma, un complejo de la cadena Meliá en el pequeño núcleo turístico de Puerto Naos, en la vertiente occidental.

Esa noche llegamos bastante tarde al hotel y me metí directamente en mi habitación. Al día siguiente, después de desayunar y como tenía algo de tiempo, di una vuelta por el establecimiento que no está nada mal para ir a pasar unos días de descanso, que no era mi caso en este viaje. Recorriendo las áreas exteriores, me llegué hasta la piscina que han situado en un farallón, a modo de proa hacia el mar; un sitio desde el que se tienen que disfrutar unos atardeceres espectaculares. Pero era por la mañana, demasiado temprano aún, y sólo había un matrimonio mayor, en la setentena, que parecía estar, como yo, curioseando las instalaciones.

Al cruzarnos nos saludamos educadamente. Apenas me fijé en ellos pero me quedé con la incómoda y vaga sensación de no saber si conocía o no al tipo: bastante calvo, con el escaso pelo blanco y un bigotazo del mismo color. Pero tampoco pensé mucho en ello, porque enseguida me volví a mi habitación, recogí mi bolsa y bajé a recepción a pedir un taxi para el aeropuerto. Mientras esperaba, dos de los empleados del mostrador conversaban entre sí y alcancé a oír que uno decía: fíjate, justamente hoy que es 23F. Es verdad, me dije, hoy hace treinta años. ¿A cuento de qué estarán éstos hablando de eso? Pero no oí más; llegó el taxi y me fui.

Eso fue ayer, el trigésimo aniversario del intento de golpe de estado, como se ocuparon de recordarnos machaconamente todos los medios. Hoy ya es el día después y me había olvidado completamente de la pareja del hotel palmero. Mientras almorzaba leo en un periódico local que Tejero, durante estos días, se refugiaba con su esposa en Puerto de Naos para no ser reconocido. ¡Coño! El viejete de la piscina; con razón me sonaba su cara. En el periódico explican que están encerrados en su habitación y que apenas salen, sólo algunos ratillos a dar breves paseos. Sin embargo, a pesar de que la mayoría de los clientes son extranjeros, algún español lo ha reconocido y se ha corrido la voz de que el ex-teniente coronel de la Guardia Civil está de vacaciones en La Palma. Mira que no reconocerlo, me digo, soy un desastre.


Television - Elevation (Marquee Moon, 1977)

La historieta que acabo de contar es rigurosamente falsa. No fui el pasado martes a La Palma y por tanto no pasé la noche en el hotel Sol de Puerto Naos, de modo que no me crucé en la piscina con Antonio Tejero Molina, quien sí que es verdad que estaba (seguirá estando, imagino) en ese hotel palmero. Me he enterado de que es tal como lo cuento, leyendo al mediodía el periódico. Pero un par de horas después me ha llamado un amigo y me cuenta que viajó el martes a La Palma, se alojó en el hotel Sol y se cruzó con Tejero al día siguiente, todo, casi al detalle, como lo he narrado en este post. La diferencia es que mi amigo, al cruzarse con el golpista en la piscina, se quedó mirándolo fijamente y le preguntó si era quien era, a lo que Tejero, visiblemente molesto, le respondió que no. Dice mi amigo que se quedó dudando, pero más tarde los de la recepción le confirmaron que no se había equivocado. A raíz de esta anécdota me he preguntado cómo habrían sido las cosas si hubiese sido yo el protagonista. Probablemente, tal como acabo de escribirlas.

lunes, 21 de febrero de 2011

Yo Marcello, tú Sophia

Ahora ya qué importa y sin embargo hasta muerto me sacuden escalofríos de emoción cuando recuerdo esos dos momentos, maldita sea.

Mil novecientos sesenta y tres. Me llamo Augusto Rusconi y he ido a Roma por encargo de mi padre, un industrial boloñés, para conseguir un permiso de fabricación en el Ministerio. Pero lo que de verdad me impulsa a darme esta paliza de viaje, ya bastante repetido gracias a la ineficiencia de la burocracia italiana, es ver a Mara, acariciar a Mara, besar a Mara, hacer el amor con Mara. Mara, Maaaara, la mujer más preciosa del mundo, un rostro bellísimo, un cuerpo que me hace enloquecer.

Mara es una prostituta, pero no una puta cualquiera, no, cuidadito. Sólo atiende a unos pocos clientes, muy selectos dice ella. Hasta es un honor que me reciba, aunque a veces siento celos de esos otros y me digo de llevármela a Bolonia. En fin, cosas que pienso, que pensaba; era un joven encoñado hasta el tuétano. Pero cómo no enamorarse de esa mujer, si a todos les ocurría. En ese viaje, por ejemplo, el que ahora recuerdo, le tocó el turno al chavalillo seminarista que estaba de visita en la casa de sus abuelos, cuya terraza lindaba con la de Mara.

En Piazza Navona, ahí estaba la casa de Mara. Pocos lugares más bellos hay en el mundo, como este antiguo estadio, con sus tres fuentes y yo, ya se sabe, de fuentes entiendo, que cuatro años antes en la de Trevi con la diosa rubia … Pero nada que ver Anita con Sophia, con Mara entonces, mil veces mejor la romana, con esos ojos, esa fuerza, esas curvas … A borbotones me bullían las hormonas y lo mismo le ocurrió al futuro cura que fue verla, unos ligeros coqueteos de ella y, hala, a querer colgar la sotana para desesperación de la nonna, esa vieja estupenda que era Tina Pica. Y Mara, con su buen corazón, que se apiada y se presta a desengañar al muchacho, a convencerlo para que vuelva al seminario. Y lo consigue, vaya si lo consigue.

Tan contenta estaba cuando los abuelitos y el nieto, todo él enfundado en su hábito de cuervo, se subían al autobús para Agnani … Hasta yo estaba contento, que por fin me libraba de esos pesados y me quedaba a solas con Mara. Y ella por fin parecía dispuesta a compensarme los sinsabores de los días anteriores, tanto los suyos como los del cabrón de mi padre siempre echándome la bronca por el teléfono, y pone en el tocadiscos el Abat-jour, esa vieja canción de los cuarenta que se había vuelto a poner de moda (Abat-jour che diffondi la luce blu, di Lasso tu sospiri, chissà perchè …) y, sonriente, comienza el strip-tease más sensacional que jamás se ha visto.

Yo sentadito en la cama mientras esa maravilla se va desvistiendo. Gruño, ladro, aullo de entusiasmo mientras ella, muy despacio, sin dejar de mirarme, se va quitando una media (qué pierna), la otra (que me la lanza), el portaligas (los ojos se me ponen como platos), el corpiño (sudo frenéticamente) … Entonces, cuando sólo quedan el sujetador y las bragas, se da la espalda, se va a desabrochar el sostén y de pronto … ¡No podemos, Augus! Tendremos que esperar una semana. ¡¡¡¿Cómo?!!! Y es que le había prometido a San Mauricio pasar una semana sin ejercer el oficio si el chico volvía al seminario. Así que nada, no hubo manera, y no sólo eso sino que hasta se empeñó en que rezáramos unos padrenuestros de agradecimiento ahí mismo, frente al altarcito que había montado en su dormitorio. Yo, que he sido ateo desde siempre.



Pasan treinta años y ahora no es Roma, sino París, y no un piso en Piazza Navona sino una lujosa habitación del Grand Hotel de París. Ahora me llamo Sergio y soy un viejo que escapó de Italia casi nada más casarse con la hermosa Isabella, por motivos políticos. Era comunista y tuve que ir a refugiarme a Rusia y llego a Moscú justo cuando se muere Stalin (sí, ya sé que eso es diez años de mi anterior episodio, pero tampoco se trata de ser demasiado preciso) y todo el lío subsiguiente … Total que entre una cosa y otra no puedo contactar con mi jovencísima esposa, pero la sigo amando, siempre la he amado (¿cómo no amarla?), y un día me entero de que se ha casado (ah, bígama) con Olivier de la Fontaine (las fuentes, las fuentes me persiguen), el mandamás de la moda parisina.

Resulta que yo, Sergio, que soy sastre, poco a poco me he ido ganando un nombre en Rusia. Cuánto cosí en los primeros años, las telas apoyadas en la cama que ocupaba casi toda la superficie de la miserable habitación donde vivía. Luego, el boca a boca fue corriendo entre los camaradas y algunos jefecillos del PCUS empezaron a encargarme trajes y así, poco a poco, hasta hacerme un nombre en Moscú. Luego, tras el derrumbe y con los nuevos ricos dejé de ser un sastre y pasé a ser diseñador y hasta recibo una invitación del todopoderoso Olivier de la Fontaine para asistir a la semana de la moda parisina. Ya estoy muy mayor para ridiculear con todos esos superfluos arribistas, pero quiero ir, querría ver a Isabella antes de morir, confesarle que la he seguido amando. Así que escribo a su marido que hemos de vernos en privado por un asunto delicado relacionado con su mujer y que nos encontraremos en el Charles De Gaulle a la llegada del vuelo de Moscú y que nos reconoceremos porque ambos llevaremos una espantosa corbata turquesa con gatitos que le adjunto en mi envío.

Sí, nos encontramos y, como no ha desayunado, se compra un sandwich de jamón y nos metemos en su limusina y sólo hemos hablado vaguedades cuando el coche queda atrapado en un inmenso atasco ya en el centro, y el gran hombre ordena al chófer que se baje a ver qué pasa, y justo entonces, él y yo solos, se atraganta, tose desesperado, se asfixia sin que yo sepa qué hacer para ayudarlo, hasta que finalmente, catapún, se ha muerto. ¿Y qué hago yo ahora? Estoy asustado, así que lo mejor, largarse. Zigzagueo entre los coches parados y en eso el chófer que de vuelta a la limusina ha descubierto al patrón difunto grita que me detengan (a ése, es un asesino) y yo me asusto más y corro mientras los fotógrafos de moda que por ahí pululan me disparan instantáneas que serán inútiles para identificarme y llego hasta el muro del Sena y no queda otra, me digo, me subo y salto al río. Luego dirán en las noticias que el asesino o se ha ahogado o envenenado con las aguas contaminadas.

Naturalmente, no me morí (aún me quedaban dos años y cinco películas), sino que emergí de las aguas y me colé en el Grand Hotel, robé ropa a dos huéspedes y hasta conseguí colarme en una habitación, aprovechándome del romance de dos americanos. Y, por fin, me presenté ante Isabella, quien del susto se desmaya y he de desaparecer discretamente, pero la segunda vez ya podemos hablar en medio de la multitud y darnos una cita para el día siguiente. Y nos vemos a solas y hablamos y sé que me sigue amando, que me ve de nuevo con los ojos de hace cuarenta años (sí, ya sé que eran treinta, pero es que no hace falta ser demasiado preciso) y a mí no me hace falta viajar al pasado porque sigue preciosa, ¿cómo puede estar tan estupenda una señora de sesenta años?

De esta forma llega el remake, la segunda oportunidad, el cartero que siempre llama dos veces … Los dos juntos en mi habitación, yo me abalanzo sobre ella, Isabella, Mara, Sophia … Ella se ríe, se resiste en broma; en unos minutos los dos nos hemos embutido los albornoces del hotel y suena, así tenía que ser, Abat-jour, como entonces. De nuevo la abrazo y ella vuelve a negárseme, por favor, Sergio, me dice, ve a la cama, ¿acaso no te acuerdas? ¿Acordarme? ¿Cómo no iba a acordarme? Corro a sentarme sobre la cama e Isabella, sinuosa, se abre el albornoz y la veo de nuevo, ese espectacular cuerpo en un corpiño negro, con las medias, las ligas, los zapatos de tacón … Aullo entusiasmado, y ella sonríe, se acerca a la cama, sube la perna derecha y desliza la media hasta abajo, se la quita y me la lanza, la cojo y me deslizo hasta echarme; ahora la pierna izquierda, la segunda media que también sale y muestra en alto, vencida, como un trofeo que me regala, reconozco que se me dibuja en la cara un sonrisa de viejo baboso, estoy en la gloria. Y tanto que estoy en la gloria, han sido demasiadas emociones y al cuerpo, maldita sea, no le da la gana permitirme otra más, la más sublime, la más ansiada. Isabella me da la espalda para soltarse el portaligas y al volverse con él en la mano la sonrisa se le hiela al verme dormido, al oír mis ronquidos satisfechos. ¡Peccato!


PS: Hay muchas escenas célebres de strip-teases cinematográficos pero, de todas las que he visto (y son bastantes), me quedo sin dudarlo con la de la Sophia Loren de veintinueve años que bajo las órdenes de De Sica se exhibe ante Mastroianni en Ieri, Oggi, Domani (1963) y también con su remake irónico bajo la batuta de Robert Altman en Prêt à Porter, rodada treinta y un años después. Por poner como ejemplo a otra actriz de esta última peli, la Loren le da mil vueltas a Kim Bassinger (que no es que esté nada mal, conste) en su strip de Nueve Semanas y Media, rodado en el 86 y descaradamente influido por el de la prostituta romana. Podría seguir comparando con otras escenas similares y Sophia seguiría ocupando el primer puesto, seguro ...

miércoles, 16 de febrero de 2011

El paladín del fumador mentiroso

En El País del pasado domingo, Javier Cercas publica un artículo a favor de aquel otro en el que Francisco Rico argumentaba contra la Ley anti-tabaco concluyendo con la afirmación falsa de que no había fumado en su vida. Protesta Cercas de que tantos hayan condenado a Rico (aunque ninguno, que yo sepa, le ha enviado al paredón, como hiperboliza en el título del artículo) y salta en su caballerosa defensa. Disiente Cercas de la opinión de la defensora del lector para quien “lo que se plantea en este caso es hasta qué punto es lícito recurrir a una mentira para defender una verdad”, pues para él “lo que se plantea en este caso es hasta qué punto es lícito gastar una broma en un periódico”. Naturalmente, si tal fuera la cuestión a dilucidar, yo diría que la licitud de una broma en un periódico (o en donde sea) estará en función de varios efectos, y entre ellos, sobre todo, de sus efectos. Porque se ha visto que a Cercas no le ha hecho ninguna gracia la broma que, a modo de respuesta a su pregunta retórica, se ha permitido gastarle Arcadi Espada. Desde luego, el artículo de El Mundo, siendo indudablemente una broma, es de muy mal gusto y, a mi modo de ver, deja en muy mal lugar a su autor. Ahora bien, no deja de ser verdad que el propio Cercas se lo ha buscado con su sofisticada y sofista argumentación.

Pero no pienso yo que la cuestión que se plantee es la que sugiere Cercas, por más que, en un tono de patetismo demodé, para persuadir de su tesis recurra nuevamente a las preguntas retóricas: “Porque, Dios santo, ¿acaso hace falta aclarar que la apostilla de Rico solo puede ser eso, una broma? Rico no es un fumador: es un hombre a un cigarrillo pegado, un tipo que, en sus innumerables clases, conferencias e intervenciones en prensa, radio y televisión, apenas ha aparecido sin un cigarrillo en la mano, o por lo menos jamás ha ocultado su vicio imparable. De modo que denunciar que Rico fuma es como denunciar que los niños no vienen de París”. Pues no, estimado Javier, no es lo mismo. No todos sabíamos que Rico fuma. Me atrevo a asegurar que una proporción abrumadoramente mayoritario de los que leyeron el periódico desconocía que Rico fumara; es más, pienso que también un muy alto porcentaje (digamos que el 75% como mínimo) de esos lectores ni siquiera sabían con certeza quién es don Francisco. Aunque no puedo probar estas presunciones (ni Cercas contradecirlas) no sólo estoy convencido de su veracidad sino que también lo estoy de que el propio Rico cree lo mismo que yo. Dicho de otra forma, estoy seguro de que, cuando escribía el articulillo de marras, sabía que la gran mayoría de los lectores se creerían (como me ocurrió a mí) que era un no fumador y a partir de tal condición concederían (erróneamente) más peso a sus argumentos, justamente como era su pretensión.

Ahora espeto yo mi pregunta retórica, que no voy a ser menos que don Javier: ¿Acaso alguien gasta una broma cuando piensa que más del 95% de los destinatarios no va a entenderla? Pues sí, me rebato a mí mismo; lo hacen personas como Rico, tan inteligentes y tan ajenas a cualquier vicio de egolatría, que están dispuestas a que se les tilde unánimemente de mentirosos, para que gracias a esa humillación, y pasado el necesario tiempo de la resaca, quienes se han cebado contra él recapaciten y, limpias las miradas de las telarañas sofistas (tales son los argumentos de autoridad, por ejemplo), sean capaces de profundizar, ahora sí, en la lógica desnuda de sus argumentos. Rico contaba desde el principio con que su patraña sería descubierta y, por tanto, es verdad la afirmación de Cercas de que estaba gastándonos una broma, pero una broma de efectos retardados. Todos caemos en la broma-trampa (la defensora del lector de El País también, claro) y nos lanzamos entusiasmados a apalear al ilustre profesor que con sabio estoicismo soporta el aluvión de invectivas (que las respondiera con cierto tonillo chulesco no deja de ser una anécdota que no debe impedirnos ver el verdadero fondo de su comportamiento), conocedor de que ha sembrado un poderoso catalizador en nuestros cerebros. Y, en efecto, a medida que amaina el escándalo (a lo que contribuyen las didácticas explicaciones de Cercas) cualquier españolito que haya leído en su momento el artículo se va sutilmente dando cuenta de que, en efecto, la cuestión no es si Rico fuma o no, sino si sus argumentos son sólidos. Y de esta manera, en contra de lo que sostuve en mi anterior post, al usar un argumento de autoridad con tan (posteriormente) evidente falacia, lo que hace Rico es caricaturizarlo grotescamente mostrando su improcedencia lógica. Lo que el profesor Rico pretendía era elevar nuestro nivel de raciocinio haciéndonos ver, gracias a su “broma”, el error de quedarnos mirando el dedo y no lo que señala.

Probablemente, éstas o similares son las razones que subyacen en el artículo justificativo de Cercas, y si no termina de desarrollarlas ha de ser porque, también con loables afanes didácticos, sabe que es mejor que las deduzcamos nosotros mismos a partir de su advertencia de que la falacia de Rico era en realidad una broma. Mucho hemos de aprender de estas mentes preclaras.


Rod Stewart - I was only joking (Storyteller-The Complete Anthology, 1989)

lunes, 14 de febrero de 2011

De gafas y alucinaciones táctiles


Ella Fitzgerald - Imagination (100 Hits Legends)

Soy miope, muy miope o, como una vez le oí decir a mi oftalmólogo, “gran miope”. O sea, que tengo más de seis dioptrías; en realidad, bastantes más, probablemente el doble. No lo sé porque hace siete años, cuando andaba por las diez, me operé y pasé de no ver tres en un burro sin gafas a tener una visión de lejos casi perfecta (no del todo, porque me dejaron a propósito algo de miopía para compensar la presbicia). Así que desde entonces, cuando cada año me gradúo, las dioptrías son las que se montan sobre la corrección quirúrgica, y es que han seguido creciendo, poco es verdad, pero han crecido, por eso digo que supongo que se acercarán ya a las doce. Porque, aclaro, las que tenía antes de operarme ahí siguen, pues la intervención no fue de las de tallado de córnea para corregir su curvatura –demasiado miope soy para eso– sino que consistió “simplemente” en colocarme una lentilla intracorneal, más o menos lo mismo que una operación de cataratas, sólo que no me sustituyeron el cristalino. Aunque ya me advirtió el médico que más adelanta, por ser miope, me habrán de operar de cataratas y cambiarme la lentilla, que tengo que considerar provisional. Tan provisional, pensé yo, como cualquiera de mis órganos o prótesis, no te jode …

Confieso esta discapacidad mía (discapacidad es un término muy correcto) para explicar que uso gafas de miopía de muy baja graduación (una o una y media dioptrías) pero sólo cuando veo la tele o el cine, para conducir y cuando estoy al exterior y es de noche. Podría llevarlas continuamente si no fuera porque, con ellas puestas, me resulta difícil enfocar de cerca. Por eso, para trabajar al ordenador, leer, escribir o dibujar me basta, de momento, con quitármelas; terror tengo a necesitar bifocales. Hace unos meses me compré el cordelito que se encaja en las patillas y permite llevar las gafas colgadas del cuello. Es una buena solución, si bien presenta en según qué situaciones algunos fallos de compatibilidad. Por ejemplo, cuando por las mañanas voy caminando hacia el tranvía escuchando música en el Ipod y los cables de los auriculares se entrecruzan con los cordeles de las gafas, lo que se complica más por el hecho de que suelo llevar un bolso cruzado en banderola y, ahora en invierno, gorra o sombrero. Al sentarme en el tranvía los gestos necesarios de abrir el bolso para sacar el libro que leo, descubrirme y quitarme las gafas y el Ipod se convierten en una ceremonia que requiere de mi más cuidadosa atención. Los cordelitos de las gafas tienen también otro pequeño inconveniente que al principio, hasta que descubrí la causa, mucho me desconcertó. Resulta que si los dejo sueltos por delante de las orejas, el aire al hacerlos vibrar tan cerca de éstas produce un sonido de latigazo sordo tremendamente molesto. Evitarlo es tan fácil como encajar los cordeles por detrás de los pabellones auditivos, bien pegaditos a la cara, lo cual, dicho sea de paso, entorpece un poquito más el quitar y ponerse los anteojos.

Este cúmulo de dificultades unido a una natural inclinación por la variedad me llevan con frecuencia a que la retirada de las gafas alterne su posición colgante con otra que llamaré alzada, y que no es otra que elevar los cristales y apoyarlos sobre la frente. Ciertamente, esta postura no es demasiado estable y, a poco que haga cualquier movimiento brusco, suelen caerse; pero tampoco pasa nada, que no hay que olvidar que al subir las gafas no las desproveo del cordón. ¿Ventajas de llevar las gafas en la frente? Pues, principalmente, que es más cómodo cuando estoy sentado, ya que si cuelgan chocan contra la mesa. Además, al subírmelas a la frente no se descoloca el paso del cordel por detrás de la oreja, como sí ocurre con la otra opción. Pero tampoco le daré más vueltas, si bien antes de llegar a lo que quiero contar habré de mencionar otra de mis discapacidades que, en este caso, mejor habrá que calificar de carencia: se trata de que soy calvo. Típica alopecia genética de madurez; mi cabeza no es una bola de billar, pero el pelo ya sólo crece a los lados y en la parte de atrás; o sea, que de frente no son dos dedos sino dos palmos los que tengo. Y dada la nada capilar de mi frente, es natural que la sensibilidad de su piel sea mayor que la de esas otras personas (especimenes humanos evolutivamente no tan avanzados como un servidor) portadores de densos felpudos que limitan obligadamente la sensibilidad táctil.

Pues bien, cuando tengo las gafas colocadas sobre la frente, las siento notoriamente, con absoluta convicción táctil. El caso es que, el otro día fui a cepillarme los dientes con esa clarísima percepción sensorial de tenerlas ahí puestas, y mientras estaba frente al espejo se me coló de refilón en el cerebro un algo que chirriaba y que tardé en identificar: era la visión distraída de mi cabeza … ¡sin gafas! De pronto se me activó la atención, estaba sufriendo un espejismo visual, la vista me engañaba. Tal fue mi espontánea primera conclusión: de las dos informaciones sensoriales contradictorias otorgué mayor fiabilidad a la táctil. Sin embargo, enseguida la evidencia de lo visual se impuso (nótese que evidencia viene de ver) y mi cerebro decidió que eran las terminaciones nerviosas cutáneas las que estaban engañándome y no mis pupilas. Aun así, para verificarlo definitivamente, me pasé la mano por la frente mientras observaba detenidamente mi movimiento en el espejo. En efecto, no toqué gafas ningunas.

Ya sé que las sensaciones táctiles fantasmas no son nada raro, pero no pretendo ninguna explicación racional. Tan sólo constato, a raíz de este tonto incidente, cómo nuestro cerebro (o el mío, al menos) prioriza la vista sobre todos los demás sentidos. Seguro que si el mensaje contradictorio hubiera sido un olor o un sonido, igualmente lo habría descartado una vez que los ojos me hubiesen “demostrado” su inexistencia. No obstante, la vista es uno de los sentidos que más miente. Me pregunto si el cerebro de alguien que ha sufrido alucinaciones visuales seguirá las mismas reglas de prelación. No es mi caso y, sin embargo, el otro día, por un brevísimo instante, creí antes a mi piel que a mis ojos.



The Temptations - Just my Imagination (Definitive Collection, 2008)

sábado, 12 de febrero de 2011

El virguero (3)


Rick Wakeman - Stax (Crimes of Passion, 1984)

Desguarnecedme de este aparejo, me instó Elisenda no más las dos criadas nos dejaron solos, y llegaos a mi vera que deseo tener noticia de otras de vuestras dotes, añadió con una sonrisa pícara mientras le descabalgaba sus deliciosas piernas. Me resistí al sofoco adivinando que tal era el desafío con que la bella quería arredrarme y hasta su cabecera me acerqué, exagerando mi apostura. La niña se alzó en la cama y me examinó de cuerpo entero: no sois sino un crío, dijo acariciando mis piernas lampiñas, desnudas por debajo de las rodillas, que ni edad ni posibles tenía para vestir medias, tentando juegos de hombre. Pero a despecho de sus palabras su mano siguió subiendo hasta posarse desvergonzada en la entrepierna, que a ese punto ya abultaba con dimensión notoria. Al pájaro que ahí encerráis convendríale mudar de jaula que se me antoja muy oprimido, y ella misma desabotonó los calzones y me bajó hasta el suelo los no poco sucios calzoncillos, de lienzo tan basto que temí que llagase sus finas manos. Apenas liberado el prisionero, orgulloso alzó la testa y desperezóse en todo su tamaño, que no es poco como corresponde al sobrenombre de mi más famoso tocayo. Vaya con el Alexandro, menuda tranca nos gasta, exclamó admirada mi dueña, mientras morosa la acariciaba, regalándome inesperados y exquisitos deleites. Pienso, mi pequeño médico, que antes del remiendo bueno sería repasar el roto, que así más provecho sacaremos ambos de vuestra visita. Estas o muy parecidas fueron las palabras de la niña y poco más hablamos durante el largo rato siguiente, y tampoco ahora diré nada, que cualquiera puede imaginar los quehaceres que nos entretuvieron. Diré tan solo que nunca hasta entonces había gozado de tanta felicidad, que todos mis sentidos se disolvieron y el alma a la gloria se transportó, arrullada en músicas celestiales.

Pero todo lo bueno acaba y del éxtasis vinieron a arrancarnos golpes nerviosos en la puerta del dormitorio, que las fámulas se inquietaban por la tardanza, preocupadas de que don Pero o su señora acertaran a avecindarse por ese ala de la mansión con consecuencias más que funestas. Hete pues que devolví a mi amada a la vieja posición y yo mismo, antes de abrir la alcoba, me ocupé, esponja en mano, de secar y lustrar tan delicioso joyero y al hacerlo descubrí espantado que la oquedad estaba acrecentada o, para decirlo con señas más precisas, que ya no quedaban casi retazos del velo rasgado, apenas unos restos tan minúsculos que ni la misma Ariadna u otra excelsa costurera podría enlazar entre sí, y cuanto menos yo, simple aprendiz con más ínfulas que ciencia. Sabía yo que cuando el zurcido era imposible por carencia de materia, y éste había pasado a ser el caso, las virgueras más expertas sustituían la membrana original por una finísima lámina de piel, de vejiga de lechón preferentemente, que fijaban con cuatro o cinco puntadas a los bordes interiores de la raja, pero tal labor requería de habilidades para las que dudaba de estar capacitado. Mas no hay mejor maestro que la necesidad o el miedo al tormento, que viene a ser lo mismo, así que guardándome de dar noticia de lo ocurrido y mucho menos de mostrar indecisión o titubeos, elegí una de las hojas de piel que portaba en mi canastillo, enhebré una aguja con el hilo de seda más fino de todos los que mi madre me había puesto y acerqué mi cara y mis manos al dulce pastel, para empezar una confección en la que demasiado me jugaba. No poco me temblaban los dedos y sudores fríos me corrían por la frente, más todavía con las quejas de dolor de Elisenda a cada puntada. A esto hay que sumar que las dos criadas me apremiaban, que ya iba siendo tiempo de que la niña bajase a saludar a sus padres no fuera que éstos se extrañasen. En fin, que todo se ponía en contra y milagro habría sido lograr un remiendo digno pero al menos la nueva pielecilla la dejé sostenida en su sitio y tampoco, así me dije, es que mi obra fuera a ser expuesta y examinada que, al cabo, efímera sería.

Fue anunciar que mi cometido era concluso y la Aldonza a separarme para arrimar ella los ojos a la vulva de su señora, repasarla sin pudores hasta a la postre titubear una venia poco convencida. Confiemos en que el remiendo aguante, señora, que tiempo no resta para embellecer la floritura, y según hablaba a empellones me aventaba fuera de la alcoba y que ya mañana, me decía, discretamente saldaríamos nuestro negocio. Pero aunque mozo no era yo tan manco de ingenio para abandonar la casa sin las monedas pues en estos asuntos bien sabía que no cabe reclamar deudas a la justicia, de modo que me afiancé y con voz seca declaré que de allí no marchaba sin las cincuenta monedas prometidas. Impaciente es nuestro amigo, intervino con una sonrisa burlona la dama, mas también generoso, que veo que renuncia a la mitad de la bolsa; me pregunto si es que el trabajo poco arduo le ha parecido o se siente asaz compensado por otras mercedes. Pero sabed, joven virguero, que la palabra de una Nuño no se abarata y que mucho me humillaría si regateara el precio a cambio de placeres que libremente entrego. Y mientras esto decía, alzóse en el lecho y de una gaveta del velador que al costado había sacó una bolsa de cuero bruñido y bulto considerable. Me extendió el brazo para que la recogiera y con una reverencia así lo hice. Creo que, tras mi boda, necesitaré un paje a mi servicio … Nada me agradaría más, mi señora, le contesté mientras inclinado retrocedía como cangrejo hasta la puerta, con el pensamiento fijo en salir del palacio y llegar raudo junto a mi madre, ya sabéis cómo encontrarme.

En pos de mí se precipitó la Aldonza, agarrándome mientras bajaba con la mayor priesa la escalera que llegaba hasta el portal trasero de la casa, por el que transitábamos los muchos que del servicio nos ocupábamos. Zagal abribonado, me reconvenía, no hagas por dejarme sin mi parte que la media de esa bolsa me pertenece, como así con tu madre había acordado. No hicimos trato tal, vieja artera, que doña Elisenda guardaba el precio entero para quien la amañase y bien que os lo callasteis. Pero perded cuidado, que como vos queríais, así yo os propongo que esperéis a mañana para arreglar cuentas, pues seguro estoy de que con mi madre sabréis encontrar el reparto más justo. Pero la avariciosa alcahueta no aflojaba sus garras del orillo de mis calzones con ansias tan fuertes que temí que me los arrancara de cuajo y me dejara, en plena calle donde ya estábamos, con las vergüenzas al aire. Bufa figura hacíamos, la de una especie de animal de dos cuerpos siameses gesticulantes, y aunque la noche era oscura y vaciada esa parte de la villa, convenía cortar ese teatro antes de que empezara a llegar el público. De modo que abandoné las razones y encarándome con la criada la zarandeé hasta despegármela y en las violencias de la lucha la muy ratera me arañó la cara casi a punto de saltarme un ojo y me mordió la mano con la que asía la bolsa, con tanta saña que el dolor me hizo soltarla. Célere como una liebre se revolvió Aldonza para agarrarla y yo, tornada la paciencia en enojo, le aticé tremendo soplamocos que la volteó de bruces contra los adoquines. Bástome sentirme libre de su abrazo para recoger la bolsa y echar a correr como quien huye del demonio, oyendo los gritos de Aldonza a mis espaldas: Al ladrón, al ladrón, apresadlo. No quiso la Fortuna abandonarme y con nadie me crucé en mi presurosa carrera de modo que, al poco rato, llegaba a la casa del tintorero. Antes de abrir la puerta, sin embargo, parecióme sentir murmullos que venían de dentro y la sospecha temerosa me hizo trepar sigiloso por el muro lindero hasta alcanzar al ventanuco que se abría en lo alto de nuestra habitación. Una breve mirada y descubrí con asombro y angustia que allí no estaba mi madre y sí en cambio dos guardias del alguacil; no cabía duda: esperaban al hijo de la bruja para llevarlo también a las mazmorras.



Rick Wakeman - Joanna (Crimes of Passion, 1984)

miércoles, 9 de febrero de 2011

¿Es inevitable que los funcionarios “de por vida” se vuelvan negligentes, perezosos, arbitrarios, injustos, prepotentes y groseros?

Con motivo del estupendo último post de Júbilo Matinal en el que transcribe una carta de su tío Guillermo del año 49 en la que, con muchísima gracia y espléndida calidad literaria, relata sus “aventuras” en el Consulado de España en Buenos Aires, C.C. hizo un comentario negativo sobre los funcionarios que, a partir de ser calificado como “topicazo” por Lansky, ha generado un debate con cierta acritud que, como es habitual, pareciera que enfrenta dos posturas irreconciliables que probablemente, por eso de la mayor eficacia del discurso, se exageran más de lo que probablemente piensan sus respectivos defensores. Como también soy funcionario (aunque me encuentro en situación de excedencia) y el asunto me interesa, incluso desde antes de serlo, me apetece dar mi opinión al respecto y para ello escribo este post.

El tópico (porque lo es) contra el que se han manifestado Lansky y Vanbrugh se corresponde con la popular caricatura (forgiana) del funcionario público como un vago redomado. Asumida esta generalización por C.C. como cierta (que incluso no la considera un mal patrio sino “universal”), sugiere que la causa radica en el “hecho de ocupar un trabajo de por vida”. Justamente sobre la afirmación de esta relación causal se lanza Vanbrugh con la pregunta retórica con la que titulo el post: “¿Realmente crees que es inevitable volverse así solo por tener un trabajo "de por vida"?” Obviamente, la respuesta es negativa porque si respondiéramos que sí, que es inevitable volverse negligente, perezoso, arbitrario, injusto, prepotente y grosero, entonces habríamos necesariamente de concluir que todos (y ahora sí todos) los funcionarios son así ya que, efectivamente, tienen un trabajo de por vida. Pero la respuesta negativa a la pregunta retórica no es en absoluto, como bien sabe Vanbrugh, prueba en contrario; es decir, el que el puesto de por vida no conduzca irremisiblemente a convertirse en un Mr. Hyde laboral no demuestra nada.

La cuestión, a mi juicio, es si existe correlación entre los defectos que popularmente se atribuyen a los funcionarios y su seguridad laboral. Yo creo que cierta correlación positiva sí hay, con lo cual no quiero decir ni que todos los funcionarios sean unos vagos ni que la causa de que los que lo son radique en el carácter vitalicio del empleo, y mucho menos abogo por la supresión de tal seguridad laboral. En mi opinión, en la Administración como en cualquier otro entorno laboral hay mejores y peores trabajadores pero lo que sí creo que es que quienes quieren escaquearse (currar menos) lo tienen mucho más fácil que en la empresa privada porque no se sienten “amenazados” por sanciones o incluso el despido. Estoy convencido de que Vanbrugh es un funcionario que curra muchísimo (máxime en un Ayuntamiento pequeño), pero lo hace porque es honesto y trabajador (y probablemente con vocación de servicio público). Ahora bien, por mucha loa que él haga a los funcionarios, tiene que saber que alguien que no tenga tales virtudes, alguien que, por el contrario, sea proclive a no dar palo al agua lo tiene por lo general mucho más fácil en la Administración (aunque no en todos los puestos funcionariales) que en la empresa privada. Y quizás él no haya conocido muchos funcionarios vagos que se aprovechan en tal sentido, pero le aseguro que yo sí (y es bastante irritante cuando uno es de los que trabaja).

Si suponemos que el porcentaje de personas con tendencias escaqueistas se distribuye homogéneamente, podríamos convenir que la seguridad laboral es un factor favorable a que tales vagos potenciales pasen a ser vagos de facto o, lo que es lo mismo, el trabajo “de por vida” remueve uno de los frenos que impiden a esas personas desplegar su natural tendencia a la negligencia. El mismo mecanismo funcionaría, al menos en teoría, con todos los demás defectos que se acostumbran a imputar al funcionario; es decir, no es que se sea arbitrario, injusto, prepotente y grosero por ser funcionario, pero sí podría ser que, si uno tiene tales tendencias en su carácter, la sensación de impunidad de saberse con un puesto de por vida, le anime a exhibir despreocupadamente esos defectos que, en otro caso, trataría de reprimir por miedo al castigo (o al despido). Por tanto, en mi opinión, sí hay correlación entre ciertos vicios que suelen atribuirse a los funcionarios (injustamente cuando se generaliza) y el carácter vitalicio del puesto, pero no es este factor la causa de los mismos. Uno es un mal trabajador por otras razones y la seguridad laboral permite que esos malos trabajadores actúen con mayor impunidad que si no la tuvieran.

¿Habría de desaparecer dicha seguridad laboral para impedir que los malos trabajadores no puedan “vaguear” a sus anchas en la Administración (con el agravante de que están estafando al erario público)? Hombre, no. La seguridad en el empleo fue, como bien dice Vanbrugh, un avance fundamental no sólo desde una óptica sindicalista sino, para mí más importante, porque contribuye a la profesionalidad y objetividad en el ejercicio de la función pública. Como estamos ya acostumbrados al sistema no nos ponemos a imaginar cómo sería si los puestos de la función pública no contaran con la suficiente estabilidad laboral y, para ello conviene que nos desplacemos bien en el tiempo (el pasado galdosiano de los cesantes a que se refiere Vanbrugh) o en el espacio (por ejemplo, hace dos años conocí los tremendos problemas de continuidad y seguridad jurídica que viven en la Administración Pública mexicana entre otros motivos por la ausencia de una carrera funcionarial). No creo que deba desaparecer el “puesto para toda la vida” pero sí, en cambio, que deberían introducirse serias reformas para impedir eficazmente que los funcionarios con morro (que haberlos, haylos) puedan ir de rositas (produciendo el conocido efecto de la manzana podrida). Y ciertamente, por más que sea un declarado defensor de la función pública, después de casi treinta años trabajando a su servicio sí creo que poco favor nos hacemos defendiéndonos como casta y que convendría una autocrítica en profundidad; porque problemas de funcionamiento y productividad hay a punta de pala.

Ahora bien, tras la autocrítica sí quisiera contar, sin ninguna pretensión generalizadora, qué es para mí un factor que sí podría admitir como causa específica productora de funcionarios negligentes y vagos (no tanto, en cambio, arbitrarios, injustos, prepotentes o groseros). No el que sepa que tengo asegurado mi puesto de trabajo hasta la jubilación (cosa que, por cierto, con esta crisis empieza a tambalearse) sino la pérdida de motivación derivada de la frecuentemente errática dirección de los asuntos públicos. Hay que pensar que muchos de los funcionarios acceden a su puesto de trabajo llevando consigo una vocación de servicio público, una inclinación hacia la prevalencia de los intereses públicos. Cuando estás trabajando en la Administración, lo que te motiva a esforzarte es la satisfacción psicológica de que haces algo que vale la pena, que casa con esos principios tuyos por los que estás ahí (porque, desde luego, no vas a ganar más dinero trabajando mejor o peor). Lo lamentable es que en muchas instituciones (más se da cuanto mayores son) el caos directivo es tal que uno llega a pensar que lo que hace (o le piden que haga) no sirve para nada o, peor incluso, que es hasta contraproducente. Y así surge la desmotivación. Tal fue mi caso, cuando hace tres años, después de otros tantos de continua degradación de las funciones que debíamos realizar (por culpa de una dirección política nefasta), decidí que si no quería amargarme y, probablemente, convertirme en el funcionario forgiano que se escaquea, aprovechándome de la impunidad de mi seguridad laboral, lo mejor que podía hacer era irme, y ahora sigo trabajando para la Administración (con los mismos objetivos que siempre he tenido) pero desde fuera, en una empresa privada. Y cuando miro a mi antigua “casa” (que ha seguido yendo a peor) no puedo sino entristecerme por el grave desperdicio de recursos públicos al desaprovechar a unos excelentes profesionales, cada día más desmotivados.

En fin, lo que quería opinar es que lo del funcionariado es complejo, para nada simplificable en el tópico popular, pero tampoco, ni mucho menos, un modelo de eficacia y productividad.


The Beatles - Not Guilty (Ultra Rare Trax-Volume 3, 1989)

sábado, 5 de febrero de 2011

El virguero (2)

Bañada en sudores alboreó mi madre y, aunque no eran tan altas sus fiebres y la herida había cicatrizado, seguía presa de tan extrema atonía que sentí encogérseme el corazón. Quiso ella espantar mis miedos restando importancia a sus males que, así me dijo, sólo urgían sosiego y emplastos de unas yerbas que fui a descuajar de la ribera. Más tarde, mientras velaba su descanso, me habló con voz débil. Feos nubarrones se nos presentan, Alexandro, que los fideputas de ayer tarde habrán acudido a la guardia y ten por cierto que el alguacil de esta villa, si todavía no lo ha hecho, en breve ordenará registros en mi busca. No tenemos otro remedio que escapar y tardando estamos, mas para acopiar fuerzas mi cuerpo necesita de quietud esta jornada, de modo que será esta noche cuando huiremos en silencio, mientras los vecinos bailan y beben en la plaza en los festejos de la Virgen. Pero antes de marchar, hijo mío, bien nos vendrían esas piezas de oro que la taimada de Aldonza nos ha prometido a cambio de coser el velo de su joven dueña y me pregunto si tú, que en más de una de esas faenas me has asistido, capaz te ves de hacerla solo. Sí me sentía preparado, atrevimiento juvenil, y se lo aseguré con desmedidas promesas. Me congojaba, no obstante, descuidar a mi madre, pero ella despreció esas cuitas con razones varias. Que bien sabía cuidarse, o acaso yo lo dudaba, y que en suma lo que hubiera de suceder sucedería y, puestos en lo peor, más valdría que al menos yo no fuera apresado. Además, buena era la jornada para pasarla oculta pues los tintoreros que nos alojaban estaban de viaje y por ahí apenas nadie nos conocía, de tal suerte que poca habríamos si los justicias hoy se llegaran a este barrio apartado. Me convencieron sus argumentos y también, confesarlo debo, cabe que me ofuscara el juicio imaginarme trajinando entre las piernas de mi amada, lascivos pensamientos que adivinaría mi madre porque, antes de salir de nuestra covacha, me besó en los labios y con ojos algo rayados me pidió que no hiciera tonterías.

Llegué a la casa de los Nuño casi al tiempo que las campanas de la iglesia mayor tañían la hora sexta y la familia rezaba el ángelus en torno a la mesa ya preparada con las viandas del almuerzo. Era buen momento para refugiarme en la cocina y parlamentar con la Aldonza los pormenores de nuestro acuerdo. Disgustada se mostró la fámula de que un chiquillo hubiera de ocuparse de tan delicada labor, pero creo que persuadíla de mi pericia, amén de que lo que había eran lentejas. Algo más tarde, cuando los señores se retiraron a hacer la siesta, costumbre de ricos que los pobres no catábamos, la Aldonza me condujo, sigilosos ambos, en el piso principal, hasta la alcoba de mi princesita, la hermosísima y no menos altiva Elisenda. ¿Quién es este zagal, Aldonza? Es el hijo de la comadrona de la que os hablé, señora, que ella os envía para desfacer vuestro infortunio. El juicio habéis extraviado, insensata, que diríase que no apreciáis que sólo es un crío o que habéis olvidado lo mucho que tengo en juego. Fue oír esas palabras de mi adorada para que el rubor me encendiese la faz e indignado le contesté que práctica sobrada tenía en tales filigranas y que menos niño que ella era, aunque mis rasgos infantiles y mi tez imberbe otra impresión dieran. La violencia de mi voz hizo que por un momento de otro modo me mirara Elisenda, y hasta parecióme notar una leve sonrisa y un efímero brillo de sus ojos; pero enseguida retomó su actitud disgustada, que ella a la afamada hechicera reclamaba y no a su hijo, por muy buen aprendiz que fuese. Pero es que la madre anda indispuesta de un percance que sufrió ayer mismo, le informó Aldonza. Pues esperaremos a que se recupere, que aún dispongo de una semana. Pero señora mía, interrumpí yo, si queréis tener las mayores garantías, esta noche ha de ser el zurcido, que hoy es la de la Candelaria, y después de remendada habréis de orientar vuestra cama hacia la ventana abierta y exponer la herida a la luna para que los rayos de la Diosa terminen de sanarla de modo que, como ella, renazcáis virgen sin vestigio ninguno de no haberlo sido siempre. Bien sabía yo que tales juicios eran patrañas para incautos, pero acertada estaba mi madre cuando me dijo que todos las creían, tanto villanos como burgueses, y lo mismo le ocurrió a doña Elisenda, que abrió en mucho los ojos y palideciósele la tez durante mi discurso y al final del mismo guardó silencio unos largos momentos hasta que al final habló y dijo que sí, que la había convencido y que fuera a prepararme pues después de la vísperas haríamos aquello que había que hacer.

Pasé la tarde ocupado en los quehaceres que los criados de los Nuño me encomendaron (baldear y fregar los suelos hasta que relucieran) y al ocaso me avisó Aldonza para que subiera. Recogí el canastillo que me había preparado mi madre con pellejos de vejiga, hilos de seda, sutiles hojas de piel, y pomadas, jarabes y otros líquidos, además de las agujas y afiladas cuchillas, amén de un espejo de alinde para aumentar mi visión de las costuras. En su habitación, ya preparada, me esperaba Elisenda, con un camisón holgado como única prenda y acostada sobre una tela basta, para que no se mancharan de sangre ni de otros humores las sábanas de finos brocados. Al verla así yacida, tan desprovista de la arrogancia de apenas unas horas antes, lívido el bello rostro por el miedo, sentí una oleada de terneza amorosa que me oprimía desde dentro y, tragando, endurecí mi mirada pues era yo ahora quien mandaba, el médico de cuya arte pendía el devenir de esa muchacha, y ordené a Aldonza y a la otra criada que para asistirme allí estaban que halaran del cuerpo de Elisenda hasta que las nalgas quedasen al borde de la cama, y entonces acerqué dos sillas de respaldos altos y estrechos y subí sus piernas hasta en ellos apoyarlas. Colocada ya la paciente, dispuse blandos almohadones al pie de la cama y en ellos me asenté, con mi cara y mis manos frente a la vulva abierta de la doncella que ya no lo era. Para aquellos que sean legos en estos asuntos, que hay mayoría entre los varones e incluso no pocas mujeres, diré que al virgo lo llaman hymen los galenos y eso es porque en el greco antiguo significa membrana pues no otra cosa es que una sutil lámina que cubre el introito del orificio femenino. Y aunque se crea que si intacto es prueba de honestidad, tal idea no siempre es cierta, que mi madre me había contado de más de una tenida por doncella que, atenta a no rasgar el velo aprovechándose de su elástica naturaleza, había gozado con meteduras de vergas y distintos utensilios. Pero también hay constancias de lo contrario, de mujeres castas con virgos rotos por accidente o incluso que nunca los han tenido. Pero estos asertos, veraces y conocidos desde muy antiguo, no se consideran en estos tiempos, si es que alguna vez lo han sido, y cosa buena para nuestro oficio que así sea, pues por ello tantas nos reclaman para dar unas puntadas; tampoco demasiadas ni demasiado prietas, que han de deshilvanarse en la noche de bodas sin mucho esfuerzo pero con suficiente sangre.

Elisenda había sido cuidadosa en sus manejos lujuriosos con ese primo tan favorecido, pues el virgo poco se le había rasgado. Ella misma me lo confesó, que varias semanas llevaba practicando juegos amorosos y sólo hace unos días había sucedido lo tan temido, sin que ella hubiera sentido dolor ninguno y sólo se percataron cuando el de Montalbán, al retirarse, mostró el bálano ensangrentado. No sé cómo pudo ocurrir, me decía la niña, pues apenas me entraba una pizca y además yo humedecía mucho que así más fáciles son los estiramientos. Mientras ella hablaba, yo estudiaba en detalle en qué trocitos de esa pielecilla mejor aguantarían las puntadas, y no sólo miraba sino que también tocaba delicadamente con los dedos, tanteando consistencias y rugosidades. Era apenas un aleteo de mis yemas, suavísimos roces por las comisuras de esos labios que se iban tornando más purpúreos, pero también, no lo negaré, circunvalaba con el índice el botoncito que, así me había explicado mi madre, es capaz de desbordar las pasiones más arrebatadas en las mujeres. Y ocupado en estos trajines preliminares, noté con secreto regocijo que la vulva de mi amada se humedecía con abundantes fluidos, y que ella callaba y su cuerpo vibraba en sordas convulsiones. Era mi momento de triunfo, la dulce venganza del sirviente ante el amo: Señora Elisenda, hemos de esperar a que se sequen estas partes, que con tantas humedades no es posible coser el virgo y entretanto, que Aldonza me acerque una esponja y algunos trapos. Pero mis palabras no avergonzaron ni un ápice a la joven, pese a su voz entrecortada: Yo os diré otra forma más eficaz de escurrir esas aguas, pequeño aprendiz de brujo, y de paso sabré hasta donde os habéis instruido en esas artes vuestras. Aldonza, Lucrecia, salid de la cámara y vigilad fuera que nadie entre; os avisaré en un rato, para rematar este negocio.


Flory Jagoda - Aseriko de kindze anjos (Memories of Sarajevo: Judeo-Spanish songs from Bosnia, 1997)

miércoles, 2 de febrero de 2011

El virguero (1)

En la noche de la Candelaria, me había dicho mi madre, dile que lo has de hacer esa noche, cuando la diosa se renueva y retorna al mundo otra vez virgen. Era a mi madre a quien requirió doña Elisenda, la hija del señor Pero Nuño, el corregidor de la Villa, cristiano viejo y hombre de altas relaciones hasta en la mismísima corte de nuestro rey don Felipe el tercero. Muy cristiano el padre, no seré yo quien lo discuta, quien menosprecie las altas preces que adornan su linaje, mas ello no obsta para que la hija sea de moral distraída, por no llamarla puta, que lo es. No tendría por qué asombrarme, pues desde niño mi madre me ha imbuido un sano escepticismo, útil para no confundir lo que se dice y lo que se aparenta con lo que se hace y se es. Desde siempre, me ha contado, las castellanas repican con sus cristiandades y comulgan desde el banco de la primera fila y, cuando el marido les da la espalda, se entregan a los más varios y lascivos entretenimientos. También las hijas, antes incluso de que les asomen las teticas, emulan a sus madres, si bien guardando intactas sus honras a la espera del examen del futuro marido. Todo eso ya lo sabía yo, pero no quería creerlo de doña Elisenda, de quien, para qué negarlo, estaba prendado hasta los huesos, a sabiendas de que era el mío un amor absurdo, pues de qué otra manera nombrar lo que anida en el corazón del hijo de la mujer que se llegaba al palacio de los Nuño a trabajar en las tareas más viles, del mozo que la ayudaba y desde detrás de sus faldas se arrobaba al otear a esa muchacha que en solo trece años había juntado tantas gracias que hasta Afrodita veríase humillada a su vera. Mas no me importaba; bastábame para mi deleite, éxtasis casi, espiar su belleza, y embargado por ella, adorarla como mi único Dios, que ya a mi poca edad no concebía que fuera de este mundo otro existiera. Hilos de oro eran sus cabellos, sedosos y largos hasta cubrir toda la espalda; ojos rasgados del color de las esmeraldas fulgían brillantes bajo luengas pestañas (tiene mirada traicionera, me decía mi madre, pero no la escuchaba); tez nívea que deslumbraba … No hago sino empezar y a callar me obligo pues, alborotados el pensamiento y la lengua, quisiera desgranar sus dones pero no acabaría. Además, poco ayuda a esta historia abundar en la descripción de la niña Elisenda y menos si viene desde ojos enamorados. Me ceñiré a cambio al verdadero relato de los hechos.

Menos de un año hace que mi madre, y yo a sus rastras, nos hemos asentado en esta villa segoviana, cuyo nombre prefiero omitir, que nunca sabe uno bajo que ojos pueden caer estas letras. Los dineros de nuestro sustento los conseguimos, ya lo he dicho, ayudando en las tareas domésticas de algunas familias nobles o, cuando menos, de mercaderes acomodados. Durante estos meses hemos sido discretos, cuidando de no llamar la atención de nadie y preparados siempre para partir al primer indicio de peligro. No se han aquietado aún los rumores del proceso de las Merindades burgalesas y sabido es que los inquisidores no se dan fácilmente por rendidos. Por eso mi madre rapó sus largas guedejas y oculta siempre la llama roja de sus cabellos con un pañuelo, y además finge ser contrahecha así como otros ardides que disfrazan su anterior apariencia, la de la hermosa y joven bruja bajada desde las montañas navarras hasta la meseta castellana y escabullida milagrosamente de las garras de los feroces dominicos durante la despiadada caza del pasado año de 1618. Mas pareciera que los secretos existen para ser desvelados pues siempre aparece alguien que los adivina, y tal fue que Aldonza, la fámula de mi adorada Elisenda, se acercó a nosotros la semana pasada, cuando ya nos retirábamos del trabajo en la casa de los Nuño, y le susurró a mi madre su nombre de bruja y luego una maliciosa sonrisa se le dibujó en los labios al ver cómo ella empalidecía. Pero poco le duró a esa felona el gozo del triunfo, que enseguida mi madre se repuso y altiva enderezó su figura y clavó en la otra las penetrantes saetas de su mirada, con la que, cuán bien lo sé, rebusca en los rincones más profundos de las almas y desnuda los arcanos íntimos, insuflando el miedo en quienes la retan. Adivino de qué me conoces, silabeó amenazante, y más te valdrá no repetir lo que sabes, no vayas a ser tú también presa de alguno de los buitres negros; y ahora dime qué quieres. Apagósele el aplomo a Aldonza pero, sin embargo, se atrevió a expresar su deseo, a pedir lo que había de cambiarnos la vida.

Mi señora doña Elisenda, como sin duda sabréis, ha de casarse el mes entrante, con un marquesito que viene de Madrid, favorito del Rey dicen que es, así que ya podéis imaginar las esperanzas de los Nuño en esta boda, que la casa van a tirar por la ventana y de festejos como los que se preparan no hay memorias en toda la comarca. La niña, no obstante, antes de arribar al tálamo, ha menester de un delicado zurcido, pues a escondidas de sus padres ha sido demasiado liberal en sus favores, tentada por las gallardas picardías de su primo el de los Montalbán, doncel donoso, pero segundón que acabará cantando misas. No hay en la villa, y mucho menos desde los sucesos de las Merindades, comadrona o curandera de confianza para estas costuras, salvo vos, claro está, que vuestra autoridad en remendar virgos no desmerece en mucho a la de la famosa Celestina que glosó el bachiller de Rojas. Sabed, señora (y aquí se vio que la actitud de la sirvienta no era ya agria sino de atemorizado respeto), que a mi dueña no le he dicho ni vuestro nombre ni seña alguna con la que reconoceros, pero sí que sé de quién puede devolverle la honra y evitar así los tan grandes males que de otra guisa acaecerían. Mucha es la recompensa que me ha prometido si la favorecéis, que me ha asegurado una bolsa de cien escudos de oro, y la mitad sería vuestra sin que nadie, tenéis mi más sagrado juramento, supiera nunca nada. Eso sí, el arte ha de obrarse en los aposentos de mi amita, que impensable es que de esta casa la deje ausentarse su celoso padre don Pero en los días que vienen. Fingiremos alguna indisposición que la obligue a guardar cama y os haré entrar en cámara mientras vigilo que no aparezcan visitas inoportunas hasta que terminéis vuestra labor. ¿Qué me decís? ¿Aceptáis el trato? ¿Corro donde doña Elisenda a aliviar sus cuitas con la buena noticia?

Así nos habló Aldonza y mi madre no quiso empeñar su palabra, había de meditarlo, le dijo, y mientras bajábamos la cuesta hacia nuestro domicilio, una mísera habitación en la parte de atrás de la casa de un tintorero, vecina al río, musitaba para sí sus reflexiones y cálculos. Había atardecido ya y caminábamos distraídos, por los arrabales solitarios de extramuros; no los vimos llegar hasta que fue demasiado tarde, dos villanos robustos y beodos que de improviso se nos plantaron delante, cerrándonos el paso, con aspavientos y carcajadas. Me apartaron de un manotazo tan violento que volé contra el muro de piedra y quedé caído, aletargado, viendo casi entre sueños cómo se abalanzaban contra mi madre, la sujetaban y le alzaban la falda de lana y le rasgaban las enaguas … Quise levantarme y no pude, gritar y sentí que me ahogaba en mis lágrimas; cerré los ojos, no era más que un rapaz de catorce años, incapaz de auxiliar a su madre. Y entonces oí un alarido de dolor y vi al más viejo de esos truhanes separándose de ella, con ambas manos a la verga que le colgaba gruesa y de un arrebol encendido. Es una bruja, gritaba, me ha desgraciado la maldita, vayamos a que me curen, Basilio, que ya habré de ocuparme de que esta furcia acabe en la hoguera. Fue mi madre la que se levantó y, arreglándose un poco las ropas, se acercó para alzarme, y luego los dos, sin ahorrarnos tropiezos ni torcimientos, apoyados el uno en la otra, pudimos llegarnos hasta nuestro cuarto para dejarnos caer, rendidos, en el camastro. Lo mío era sólo un fuerte golpe en la tapa de los sesos y alguna que otra magulladura por el cuerpo, pero mi madre sangraba por la vulva y temblaba de fiebres. Las brujas sabemos usos del coño que otras mujeres ignoran, y hasta morder con él podemos, Alexandro, pero sólo ha de hacerse cuando se anda sobrada de fuerzas que si no ya ves lo fácil que es desangrarse. Ahora dormiremos a ver si el sueño disuelve la fiebre y me aclara las ideas que mañana habremos de adoptar graves decisiones.


The Sonics - Witch (Psycho-sonic, 1993)