viernes, 29 de abril de 2011

RSM

Hace tiempo leí que se denominan micropaíses a aquéllos territorios soberanos cuyas superficies son inferiores a 500 km2. Como es obvio, no deja de ser un mero límite numérico convencional, pero me parece bastante adecuado porque, efectivamente, se trata de una dimensión muy pequeña para lo que se entiende por país. Un círculo alcanza los 500 km2 con sólo doce y medio km de radio: es decir, que se trata de países que se pueden cruzar caminando en menos de un día. Por comparar con mi realidad geográfica inmediata, sólo dos de las siete Islas Canarias, El Hierro y La Gomera, tienen menos de 500 km2; en otras palabras, si las Canarias se independizaran no tendrían el estatus de micropaís (serían un país pequeñito pero no tanto; según la relación que trae la wikipedia ocuparía el puesto 171 de 246, por delante de Palestina, aunque en esa lista hay territorios sin plena soberanía). En Europa hay seis micropaíses que son, de menor a mayor, la Ciudad del Vaticano, el Principado de Mónaco, la Serenísima República de San Marino, Liechtenstein, Malta y Andorra (no cuento, aunque sí lo haga la wiki, tres territorios dependientes de la corona británica: Gibraltar, Guernsey y Jersey). De ellos, después de este viaje reciente, ya sólo me falta hollar uno de ellos: la isla de Malta. El Vaticano, Mónaco, Liechtenstein y Andorra ya los conocía, y la semana pasada me tocó visitar San Marino, prácticamente pegadito a Rímini y totalmente rodeado por territorio italiano.

Por supuesto, nada tiene de especial viajar a un paisín, salvo que tiene su gracia y uno puede decir luego que, en el poco tiempo que ha estado, lo ha recorrido casi entero (o, al menos, en mucho mayor porcentaje que cualquier otro país "normal"). Y lo de normal no viene tan desencaminado (por más que lo haya escrito entre comillas) porque ciertamente la existencia de estos países obedece siempre a alguna anomalía, ya que anómalo es que puedan constituirse comunidades nacionales soberanas en tan poco espacio, siempre bajo la lógica geográfico-histórica (si es que la hay) que ha guiado la constitución de los estados desde la Edad Media hasta nuestros tiempos (en los que, por cierto, ya sería hora de que empezáramos a ponerlos en cuestión, en vez de tomar como modelo a seguir tales principios para mí ya anacrónicos, que es lo que hacen los necionalismos). En el caso de San Marino, a mí lo anómalo no me parecía su existencia, ya que hasta hace apenas siglo y medio la península italiana era un puzzle de retazos soberanos, sino que subsistiera como esa mínima pieza al largo proceso de la unificación. Sin embargo, cuando he leído algo de su historia, descubro que ya desde sus propios orígenes el caso de este estado resulta ciertamente curioso.

Así, parece que, prescindiendo de la tradición según la cual el primer núcleo lo fundó un picapedrero dálmata cristiano en el 301 que huía de las persecuciones religiosas de Diocleciano, lo que está bien documentado es que desde los inicios de la Edad Media se constituyó una comunidad en el Monte Titano que se autogobernó mediante una democracia asamblearia (todos los jefes de familia, hombres naturalmente, participaban en las tomas de decisiones). Gracias a hábiles estrategias y saber elegir los aliados correctos, el diminuto estado supo no sólo mantener su independencia sino incluso ampliar su extensión hasta los nueve castelli (equivalentes a municipios) en que se divide el actual territorio. Y hay que reconocer el mérito que les cabe a esos hombres para mantener en un rincón perdido de los Apeninos sus hábitos democráticos y republicanos durante toda la Edad Moderna, mientras en Europa se iban consolidando los estados-nación desde los principios absolutistas más dictatoriales y las tierras dentro de las cuales se situaba este enclave pertenecían a los Estados Pontificios, nada proclives a concesiones liberales. De hecho, cuando los Estados Pontificios se convirtieron en uno de los grandes enemigos de la unificación italiana, Garibaldi y unos cuantos más propulsores de la misma, encontraron refugio en San Marino y hubieron de reconocer que el régimen de libertades democráticas del pequeño estado era un modelo a seguir en sus empeños de liberación de las monarquías absolutistas y teocráticas. Por ello, una vez lograda la creación del Reino de Italia, el nuevo estado firmó un tratado de amistad con la pequeña pero antiquísima república garantizándole su independencia y, con algún que otro roce, así hasta la fecha.

Imagino que el propio carácter anómalo del país es, en sí mismo, un atractivo turístico. Teniendo en cuenta que está a dos pasos de una costa muy turistizada, es fácil suponer que muchos de los visitantes de esa enorme megalópolis litoral reserven algún día para darse un salto hasta el Monte Titano y conocer la república más antigua de las que todavía perviven (eso es lo que hicimos nosotros). De hecho, leo que el país alberga anualmente más de dos millones de turistas, lo cual me parece una barbaridad, ya que, si a esos turistas se le suman los que no pasan noche en el mini-estado que deben ser tantos o más (nosotros, por ejemplo) y considerando la importancia de la estacionalidad en el turismo sanmarinense, eso quiere decir que en temporada alta (incluso yo diría que desde Semana Santa) tienen que haber, dentro de sus fronteras, más turistas que residentes. Y me lo creo, al menos en lo que se refiere al centro histórico de San Marino, pues en el día que lo visitamos la gran mayoría de los muchísimos que paseaban por sus calles plagaditas de tiendas de souvenirs bastante horteras eran inconfundiblemente turistas. Y es que ese centro medieval, bien cuidadito y restauradito (declarado Patrimonio de la Humanidad en 2008 por ser testimonio de la continuidad de una república libre desde la Edad Media), resulta muy agradable de callejear, con el atractivo añadido de una situación topográfica singular. En fin, que sin ser nada muy espectacular, sí que justifica, si es que se está cerca, darse un saltito para visitarlo. Nosotros ya lo hemos hecho; lo próximo que nos toca, para cerrar la lista, es Malta y luego, aunque no sean estados, las Islas del Canal, que me llaman la atención desde hace muchos años.

PS: Dato curioso (y absolutamente intrascendente) es que, salvo Andorra (que con 468 km2 casi casi se sale de la categoría), los restantes cinco microestados europeos tienen banderas bicolores. Me gustaría sacar alguna conclusión, pero lamentablemente también hay países grandes con banderas bicolores (Portugal, para no irnos lejos).

jueves, 28 de abril de 2011

Rímini y Fellini

Antes de este viaje semanasantero poco sabía yo de Rímini. Sabía, eso sí, que era una ciudad turística de la costa adriática y, además y sobre todo, sabía que era donde había nacido y pasado su infancia el genial Federico Fellini. Y eso lo sabía desde que hacia la primavera de 1975 vi Amarcord en el cine Drugstore de la calle Fuencarral, una de las entonces llamadas "salas de arte y ensayo", la película con la que, algo tardíamente (pero es que era por entonces muy joven, incluso creo recordar que me colé porque no tenía la edad), descubrí al maestro italiano. Tanto me impresionó que partir de entonces no sólo me esforcé en ponerme al día con la obra felliniana, sino que procuré no perderme ningún sucesivo estreno, por más que las siguientes (Casanova, La città delle donne, Ginger e Fred, etc) nunca me parecieron tan buenas como Amarcord u otras magníficas anteriores. Pero además me interesé por la historia y los escenarios de la película y así, enterado de que se basaba en la libre y onírica reconstrucción de los recuerdos infantiles del propio director durante la época fascista, supe que la ciudad costera donde todo ocurría aludía a su Rímini natal.

La verdad es que los paisajes urbanos reales poco me recordaron la película, salvo la fachada del Grand Hotel, al cual me referí en el anterior post. Claro que la ciudad por la que he paseado es tres cuartos de siglo posterior a la que rememoraba Fellini hace casi cuarenta años y, además, sus recuerdos estaban voluntariamente deformados por ese desbordante surrealismo suyo. Así me decía la semana pasada y ahora descubro el prosaico hecho de que gran parte de la filmación se hizo en decorados construidos en los estudios romanos de Cinecittà: peccato! Pese a todo, al circular por el lungomare (al cual daba nuestro hotel), me imaginé a la Gradisca rogando al misterioso príncipe apoyo para las obras; al patear el casco viejo traté en vano de identificar la plaza donde, al principio del film, arde la inmensa hoguera en la que se quema el invierno; al toparme con alguna tienda de tabacchi fantaseé con que tras el mostrador estuviese la estanquera de las inmensas tetas … Pero el Rímini en el que estaba, aún siéndolo, no era il paese de Amarcord, por mucho empeño que haya puesto el ayuntamiento en honrar a Fellini (entre otras cosas, cambiando el nombre de hasta 26 calles transversales de Marina Centro, por los títulos de películas del hijo predilecto).

Sin embargo, que ésa era la ciudad de Fellini me quedó claro cuando el martes, después de haber dejado a K para que pasara un rato con su hija a solas, volvía conduciendo hacia nuestro hotel. Iba muy despacio, algo distraído, por el lungomare, y justo nada más pasar la glorieta a la que asoma el Grand Hotel, de detrás de un coche en segunda fila se me echa encima un peatón. Frenazo brusco a escasos centímetros del tipo que se gira hacia mí, apoya las manos sobre el capó del Fiat de alquiler y me sonríe. ¿Saben quién era? Nada menos que Federico Fellini, con unos cuarenta y pico años. Me quedé tan sorprendido que apenas pude abrir los dos brazos y esbozar una patética mueca a modo de disculpa por el casi atropello. Fellini, sin dejar de sonreír, se apartó del coche y cruzó el paseo marítimo hacia la playa y yo, alucinado, arranqué y seguí mi marcha. Naturalmente, sé que Fellini está muerto y, que de no estarlo, tendría el doble de edad del hombre que se cruzó conmigo. Me dirán que sería algún pariente del director, un sobrino o sobrino nieto, que por caprichos de la genética ha heredado su misma figura, sus mismos rasgos. O también puede que el parecido no fuera tanto y que mi mente, probablemente recordando Amarcord mientras miraba hacia el Adriático, me haya colado una trampa burlona. Puede ser, pero seguiré manteniendo que la semana pasada, en Rímini, me topé con Fellini.

martes, 26 de abril de 2011

El turismo en Rímini

Rímini, la Ariminum romana, fue en la antigüedad un nodo fundamental de las comunicaciones de Italiana: un puerto muy importante mirando hacia el este y tres de las más importantes vías: la Flaminia, que cruzando los Apeninos llegaba hasta Roma, la Emilia (por la que circulamos el pasado lunes provenientes de Bologna) que discurría en dirección noroeste hasta Piacenza, y la Popilia-Annia que bordeaba el Adriático hasta Trieste (y por cuyo trazado en gran parte iríamos nosotros el miércoles hasta Chioggia, en el extremo sur de la laguna veneciana). Rímini, como casi cualquier ciudad italiana de mediana importancia, tiene historia para regalar, aunque hoy no sea muy conocida por su "esplendoroso" pasado (tampoco tiene un centro histórico demasiado impresionante) sino, sobre todo, por su carácter predominantemente turístico.

Resulta que Rímini fue uno de los primeros lugares en los que apareció el baño en el mar, una práctica, en sus inicios, más terapéutica que recreativa. Desde fines del XVIII algunos científicos higienistas comenzaban a recomendar las inmersiones en agua marina a las que atribuían efectos saludables. Las primeras instalaciones que se empezaron a disponer con estos fines, escasas y precarias, estaban destinadas a las clases altas y, como tantísimas innovaciones de este tipo, fueron iniciativas inglesas. Venían a consistir en plataformas de madera que desde unas decenas de metros antes de la costa se metían un breve trecho en el mar, al cual bajaba el bañista vestido mediante unas escaleras para recibir el oleaje y las sales durante no mucho rato, que era ésta una terapia que había de usarse con cautela. En base a este modelo, en 1943 el joven médico Claudio Tintori, con el apoyo financiero de los condes Alessandro y Ruggero Baldini, construye la primera de estas instalaciones; el 30 de julio de 1843, bajo el pomposo nombre de Stabilimento privilegiato dei Bagni Marittimi, el negocio fue inaugurado por un cardenal, lo que no debe extrañarnos si recordamos que por entonces Rímini pertenecía a los Estados Pontificios.

Se había dado el banderazo de salida a una carrera que ha durado un siglo y medio (y hablo en pasado porque supongo que ya la costa romañola está más que saturada, aunque no me atrevería a jurarlo). Pocos años después se terminaría el ferrocarril Bolonia-Ancona y, con el apoyo del municipio y de la caja de ahorros local, se animó a los capitalistas de la recién nacida Italia a promover edificios de vacaciones a lo largo de la costa. Así, el siguiente gran hito en el primitivo desarrollo turístico de Rímini fue la erección, en 1873, del Kursaal, justo en donde hasta unos años antes estaba el originario establecimiento de baños. Aunque todavía limitadas a las familias pudientes, los viajes de vacaciones al mar, con la excusa de la hidroterapia, estaban ya de moda y se requerían nuevos atractivos. Las "salas de cura" (que es lo que significa en alemán Kur-saal) proliferaban por toda Europa, aunque fueran edificios más recreativos que sanitarios, en los que el plato fuerte era el juego (en Francia, menos eufemísticos, los llamaron casinos). El Kursaal donostiarra que conocí en mi infancia es de fecha bastante más tardía (1921), pero es que nuestro país siempre ha ido un poco retrasado (aunque, eso sí, cuando nos ponemos, nos ponemos). La cosa es que por algún lado he leído (puede que sea chovinismo italiano) que el de Rímini era, hacia finales del novecento, el más fashion de todos los muchos kursaales que por Europa había y que las mejores familias austriacas, suizas, alemanas y hasta italianas se peleaban por reservar con tiempo sus estadías en este bullente núcleo del Adriático.

Luego, a principios del siglo XX, se construiría el Grand Hotel (el único de cinco estrellas, con esa estética de lujo decadentista, pese a que sus precios no son nada exagerados frente, por ejemplo, a los de los establecimientos venecianos: concesiones que han de hacer al turismo de masas), que todavía sigue ahí, en el extremo del paseo marítimo Claudio Tintori (homenaje al adelantado del turismo adriático) y, se iría llenando de edificios la zona que hoy se llama Marina Centro. En los años del fascismo, el propio Duce "honró" a la ciudad al elegirla varias veces como su lugar de vacaciones. Y así, pian piano, hasta el despelote de la dopoguerra (la segunda, se entiende) y la consagración universal (léase en el primer mundo) del derecho a las vacaciones lo que significó, en consecuencia, la locura inmobiliaria en los litorales mediterráneos (ah, el sol del sur, tan añorado por los del norte) y la aparición, tímida primero y despendolada enseguida, del turismo masivo; o sea, el predominio de la cantidad sobre la calidad. Resultado, una enorme megalópolis litoral que, con Rímini como embrión y centro, se extiende varios kilómetros hacia el norte y sur. Una inmensa longitud de playas con el frente de tierra ocupado por una sucesión ininterrumpida de edificios de hoteles y apartamentos y la primera banda de arena por casetas y distintas instalaciones al servicio de los huéspedes de esos establecimientos. Todo además con un cierto aire anticuadillo, "años sesenta", al menos en la zona en la que nos alojamos como se ve en la foto al pie de este párrafo. Y es que lo curioso (al menos para mí, acostumbrado a una Ley de Costas que declara la titularidad pública del litoral) es que las playas son privadas, cada tramo del hotel que está enfrente, o eso es lo que me contaron.

Pero, la verdad sea dicha, no pretendía hablar en este post del turismo de Rímini, aunque me interesa ya que ha sido un tema al que he dedicado algunos años de trabajo profesional y reconozco que, más allá de las descalificaciones simplistas, me genera no poca curiosidad (sobre todo los antecedentes del monstruoso fenómeno que vivimos desde hace unas cuantas décadas). Por eso me he puesto a comprobar cosas y a ir escribiendo y así me he extendido más de la cuenta en lo que sólo pretendía ser una introducción. En fin, ya en otro momento contaré la anécdota que viví en Rímini, vinculada al otro motivo que, al margen del turismo, da fama a la ciudad.


Rimini - Fabrizio de André (Rimini, 1978)

martes, 19 de abril de 2011

Cruzamos el Rubicón

Aunque olvidamos declamar enfáticamente "alea jacta est", pero es que no nos pareció que nada trascendental nos aconteciera; al menos no tanto como para invocar al destino. Cierto es que, a diferencia de Julio, que estaba al frente de sus legiones, piano piano, medio siglo antes de Cristo, nosotros corríamos a 130 km/h por la A14 y casi ni tiempo nos dio de percatarnos del histórico río que atravesábamos. En realidad no recordábamos en absoluto (¿alguna vez lo supe?) que por esos lares discurría el Rubicón y es más que probable que hubiésemos ignorado nuestra emulación de César si un área de servicio de la autopista no hubiera tenido la brillante y original idea de bautizarse como el corto pero importante río. Y así, inconscientes de nosotros, nos encontrábamos, 2.060 años después, muy cerca de donde César decidió que se pasaba las leyes del Senado y el pueblo romano por donde sabemos, contemplando uno de los paisajes con más densidad histórica del planeta. Digo que estábamos muy cerca, porque supongo que Julio venía por la vía Emilia, la calzada romana que, recta como una road estadounidense, viene desde Piacenza hasta el Adriático. Que la SS9 sigue el trazado de la histórica vía Emilia sí lo sabíamos y por eso, en cuanto salimos del aeropuerto de Bolonia con nuestro cochito recién alquilado, descartamos la autostrada en beneficio de la strada statale. Pero es que la SS9, más que una carretera es el eje troncal de una sucesión ininterrumpida de pueblos, con atascos, glorietas y semáforos que, en el mejor de los casos, te permiten alcanzar una velocidad media de cuarenta y, a ese paso, no llegaríamos nunca a nuestra primera etapa, Rímini. Por tanto, cuando después de una hora de coche entramos en Imola (a sólo 35 km), dimos un paseo por el centro, nos tomamos nuestros primeros cappuccini y, de vuelta en el coche, giramos hacia el noreste hasta llegar a la ya mencionada A14, para recorrer en algo menos de una hora casi el triple de la distancia ya hecha. Quizá, si hubiéramos seguido por la vía Emilia, al llegar a Savignano, nos habríamos detenido junto al puente romano y hasta puede que me hubiese dado la ventolera de bajar hasta el cauce para mojarme con las mismas aguas en las que chapotearon las legiones de César; pero en ese caso no habríamos llegado a tiempo a la cena que teníamos comprometida.


Lo narrado ocurrió ayer, antes de llegar a Rímini para ver a la hija de K. que en esta ciudad hace sus primeras prácticas laborales. Hoy visita de la ciudad y de la RSM, con algunas anécdotas curiosas que no me importaría contar antes de acostarme si escribir con la IPad no resultara tan cansado. Y no sólo escribir, sino también publicar, que no puedo bajarme fotos de internet ni subir canciones desde este aparatejo. Para compensar, creo que he logrado enlazar este video de Lucio Battisti (desde Youtube no se puede), con una vieja canción que hoy nos ha sonado en la radio del coche y a K. le ha traído recuerdos infantiles.

jueves, 14 de abril de 2011

Circunvalación insular con mi padre

Salimos los dos de Los Gigantes, hacia media mañana. Conducía yo; un Corsa 1000, el coche que la empresa me dejaría durante los siguientes diez meses. Nos dirigimos hacia el norte, subiendo por la carretera llena de curvas que llega a Tamaimo y luego a Santiago del Teide y así hasta Erjos, donde se cambia de vertiente, aunque entonces yo aún no lo sabía, y sólo me daba cuenta de que la carretera ahora bajaba y seguía siendo bastante mala y hasta peligrosa. Más de una hora llevábamos cuando se nos apareció a la vista Icod de los Vinos, el primer sitio donde nos habían recomendado detenernos. En realidad, apenas echamos un vistazo al famoso drago y poco más, que el objetivo era dar la vuelta a la Isla. Otra carretera, algo mejor, que ya ésta, la TF-5, discurría (y sigue discurriendo) relativamente a nivel. Y cruzamos los términos de La Guancha, de San Juan de la Rambla, de Los Realejos, nombres que no me decían nada, hasta llegar a la Villa de La Orotava, de cuyo magnífico centro histórico me habían hablado. Pero nos liamos a la entrada y no dimos con la parte vieja, sino con el espantoso ensanche de la zona baja, que nos quitó las ganas de buscar más. Así que volvimos a la carretera que enseguida pasó a ser autopista y cruzamos sin parar la comarca de Acentejo, nombre que me evocaba viejas lecturas sobre la conquista de Canarias, y ni siquiera nos metimos en La Laguna por culpa, probablemente, de la decepción de La Orotava. Enfilamos la recta cuesta abajo que lleva hasta la capital, me sorprendí por primera vez con la curva de Taco, demasiado cerrada para una autopista de esas dimensiones, y llegamos hasta la misma avenida de Anaga, que para esas fechas todavía no se había reconvertido en la actual Tres de Mayo. Aparqué casi enfrente del Cabildo (elección ignorantemente premonitoria) y nos sentamos en la terraza de Los Paragüitas a despacharnos unas cañas y unas tapas. Luego, tras ese breve almuerzo, dimos un paseo desde la plaza de la Candelaria hasta la Concepción, y guardo el vago recuerdo de abundantes ruinas y casas cerradas (la reforma de ese barrio y el auge de la calle de La Noria vino unos cuantos años después). Serían las cuatro de la tarde cuando volvimos al coche y ahora tomar la autopista del Sur para cruzar un paisaje árido de toponimias desconocidas y ajenas; nada me decían nombres como Arafo, Güímar, Fasnia, Arico ... La autopista acababa en el aeropuerto al que dos días antes habíamos llegado; desde ahí de nuevo una carretera mala, llena de baches, que sin embargo era la ruta de multitud de turistas (aunque muchísimos menos que los que ahora llegan) hacia Las Américas. Y pasado este núcleo, amalgama de urbanizaciones mal cosidas (que hoy es cuando menos el doble de lo que era) venía el vacío urbanístico, salvo los pequeños pueblos –Armeñime, Playa de San Juan, Alcalá– enclavados en un paisaje de plataneras. Serían pasadas las seis cuando entramos de nuevo en Los Gigantes, cuando llegamos a la casa de Leonardo.

Estoy hablando de hace casi veinticinco años, de julio de 1986. Había viajado con mi padre a Tenerife invitados por un amigo suyo del bachillerato, Leonardo, que me ofrecía trabajar para la empresa que, con dinero ajeno, había montado en esa pequeña urbanización turística situada en el ángulo más remoto de la isla. En esa visita de "reconocimiento del terreno" mi padre había querido acompañarme, quizá para apoyarme, quizá para recomponer una relación que, si no rota, se sostenía en unos tácitos acuerdos de no agresión y el cumplimiento de unos ritos mínimos reducidos a poco más que ir casi todos los domingos a comer con mi familia. Tampoco es que entonces yo fuera muy receptivo a las intenciones de mi padre; de hecho, apenas guardo "recuerdos emocionales" de esos cuatro o cinco días que pasamos juntos en la Isla. Luego volveríamos a Madrid y yo dejaría el piso que compartía con un compañero en Augusto Figueroa y a Esther, mi novieta de entonces; liquidaría la relación laboral de nuestra incipiente oficina de urbanismo (lo que se tradujo en un ordenador y poco más), juntaría todo mi capital (unas doscientas cincuenta mil pesetas) y haría el equipaje para desplazarme a vivir "por una temporada" a tan lejano lugar. Y aquí sigo.

Como digo, no fui nada consciente de los sentimientos de mi padre, de los que le motivaron a viajar conmigo. Culpa mía, claro, pues hacía muchos años, al menos desde los catorce, que les había cerrado mi corazón. Y, a mi actitud personal, súmese la egoísta frialdad emocional de los jóvenes. Pero también es verdad que no supo mi padre transmitirme lo que sentía, lo que me quería, y lo que ansiaba que entre nosotros (conmigo, su hijo primogénito) pudiese recuperarse algo que es probable que nunca hubiese existido de verdad, más allá de sus deseos (suyos y de mi madre, claro). Por las fechas que rememoro mi padre tenía cincuenta y ocho años y estaba ya prejubilado. Empezaba un proceso de "enternecimiento emotivo" que se iría agudizando, para sorpresa y rechazo mío, durante los siguientes años. Él que siempre había sido tan duro, tan "cabrón", de pronto mostraba una emotividad que yo al menos (me pregunto cómo la recibirían mis hermanos) era incapaz de asumir (me violentaba) y mucho menos responder. Ese viaje fue la última vez que pasé unos días con él, los dos juntos, solos, y no pasó nada; no pasó nada de lo que él probablemente hubiera deseado que pasara (un par de años después, en un viaje a Menorca, viví una experiencia simétrica con mi madre, de muy parecidos tristes resultados). Los escasos quince años que me quedaban entonces para estar con él, en visitas necesariamente espaciadas, no dieron de sí más que encuentro neutros, o en los que me esforzaba por mantener la neutralidad, eludir cualquier implicación emocional. Así hasta que murió a fines de 2000.

Ayer en mitad de la noche me desperté de golpe, algo que es más habitual de lo que me gustaría. Recordaba perfectamente lo que estaba soñando, que era esa primera circunvalación tinerfeña con mi padre que he narrado en el primer párrafo. Pero lo curioso no era el recuerdo narrativo, sino la percepción emocional, tan vívida y cálida. Me desperté sintiendo (y entiéndase "sentir" en su acepción más "sensorial", más física) el amor de mi padre durante ese recorrido en coche, una sensación/sentimiento que me llega retrasada casi un cuarto de siglo. Pero quizá lo más sorprendente es que yo me sentía recibiendo ese amor con agrado, absorbiéndolo también amorosamente, permitiéndole que me embargara. En fin ...


Other Side of this Life - Lovin' Spoonful (Do you Believe in Magic, 1965)

martes, 12 de abril de 2011

Seudónimos

Lo mejor –para mí, claro– de mis comentaristas asiduos es que con frecuencia me obligan a pensar, a fijarme en cosas que hasta ese momento me han pasado desapercibidas. Lansky no es, desde luego, quien menos me suscita estos entretenimientos (lo que debo agradecerle) y ha sido a raíz de un reciente comentario suyo que me he parado a pensar en lo que entiendo yo por seudónimo. Por llevar el asunto genérico a la cuestión concreta de la que nace, la pregunta sería: ¿Podemos considerar Bob Dylan como seudónimo?

Al hilo del reciente post también de Lansky sobre los diccionarios, voy y consulto el de María Moliner, que sé que le gusta más que el Corominas (y no digamos que el de la RAE) y la buena señora me informa de que un seudónimo, además de sinónimo de sobrenombre, es el nombre empleado por un escritor o artista en vez del suyo verdadero. No difiere mucho esta definición de la que, en su tercera acepción, aporta el DRAE y que es "nombre utilizado por un artista en sus actividades, en vez del suyo propio". Lo que entiendo que podemos sacar en claro es que el seudónimo es un segundo nombre distinto del verdadero o propio y ambos, el seudónimo y el nombre "verdadero", coexisten. De alguna manera, la Colomer apunta que el seudónimo es el nombre "falso" en la medida en que se usa en vez del "verdadero"; y calificar de falso al seudónimo, aunque algo forzado a mi juicio, no deja de ser congruente con el origen etimológico del prefijo que lo conforma.

Por supuesto podríamos enzarzarnos en una interminable discusión bizantina sobre el grado de "veracidad" que corresponde al nombre o al seudónimo. ¿En qué medida un nombre es verdadero? En mi opinión en la que mide la parte de la personalidad que nomina. No sé medir si Leopoldo Alas es (o fue) más verdadero que Clarín, pero de lo que no me cabe duda es que ambos, nombre y seudónimo, son verdaderos o, dicho de otro modo, que el seudónimo no es falso. ¿Por qué entonces identificamos Clarín como el seudónimo? A mi modo de ver por la simple razón de que Leopoldo Alas existió siempre como nombre de la persona y, por muy cutre que parezca el motivo, era el que constaba en los documentos oficiales. Añado que, en coherencia con las definiciones del diccionario, la persona llamada Leopoldo Alas eligió llamarse Clarín para identificarse como actor en una faceta de su actividad, la literaria, mientras que siguió queriendo ser Leopoldo Alas en el resto de sus actos. Exactamente igual que yo soy Miroslav Panciutti para escribir este blog (que, lamentablemente, no es La Regenta).

Pero, sin meternos en la complicada y engañosa dicotomía entre verdad y falsedad, lo que es claro es que el recurso a la misma criterio para discernir qué es o no un seudónimo sólo procede cuando coexisten dos (o más incluso) nombres. En mi opinión, si sólo hay un nombre porque cualesquiera otros que pudieran haber existido han sido suprimidos (de iure o de facto), resulta muy forzado calificar a éste, al único nombre actual, como seudónimo, por más que lo haya sido en un origen. Ciertamente, cuando el chavalillo que aún no había cumplido los diecisiete y que quería convertirse en cantante decidió que iba a llamarse Bob Dylan (y en otro momento referiré mi opinión sobre cuánto había en esa elección de homenaje al poeta galés Dylan Thomas), estaba adoptando un seudónimo, pues en principio su elección tenía la finalidad de amparar su actividad musical, mientras que en el resto de su vida cotidiana en Hibbing, Minnesota, seguía siendo Bobby Zimmerman. Sin embargo, cuando ya con dieciocho años, el mismo chaval se mudó a la universidad de Minnesota ya se presentó ante todos como Bob Dylan y, a partir de entonces fue gradualmente "borrando" el nombre oficial, aquél con el que fue inscrito en el Registro Civil, para finalmente oficializar a su vez el nuevo, que no fue sólo el suyo sino también el de su mujer e hijos. Por otro lado, y como simple anécdota, Dylan al nacer fue inscrito, en efecto, como Robert Allen Zimmerman pero en hebreo fue llamado Shabtai Zisel ben Abraham; de esos dos nombres originarios, ¿cuál era el "verdadero" y cuál el seudónimo?

Con lo dicho hasta aquí, no creo que haya dudas de que considero que "Bob Dylan" no es un seudónimo, de la misma forma que tampoco me lo parecen muchísimos otros nombres que no siendo los originarios han sustituido y borrado a aquéllos para pasar a ser la única forma en que el sujeto es nombrado, no sólo por los demás, cercanos o no, sino hasta por sí mismo. Pero es que además, en el caso de Dylan (como seguramente en la mayoría de los casos similares) hay un factor que contribuye a que no me encaje el calificativo de seudónimo y es la voluntariedad consciente de querer cambiar el nombre, con todo lo que eso supone de ruptura simbólica con el yo que había sido para convertirse en uno nuevo. Robert Allen Zimmerman no sólo quería un apelativo "pegadizo" sino también que no sonara a judío. Rechazaba (probablemente por motivos bastante endebles propios de la mezcla de vanidad e inseguridad tan típicas de los adolescentes) lo que era y quería ser otro y ese otro lo fue construyendo con grandes dosis de inventiva (o de mentiras, si se prefiere) y surrealismo. Pero, como fuera y por las razones que fuera, lo cierto es que él hizo voluntariamente a Bob Dylan. Y yo tiendo a pensar que mucho más propio es el nombre que uno elige que el que le eligen otros.

Tal es mi opinión que, afortunadamente, no convencerá a todos. Por ejemplo, la cantante Joni Mitchell, una canadiense que fue amiga y compartió escenarios con Dylan, en una entrevista reciente en Los Angeles Times, declara que "Bob no es en absoluto auténtico, que es un plagiario y que su nombre y su voz son falsas, que todo lo que a él se refiere es un fraude". Es curioso que lo diga quien nació siendo Roberta Joan Anderson y adquirió el Mitchell por vía marital, como es la norma en los USA. ¿Acaso su nombre si es verdadero porque no lo eligió? Pero, aún considerándolo falso, no estoy segura de que ni siquiera Joni considerara que Bob Dylan es un seudónimo, un alias (que en inglés quiere decir un nombre falso), y que, por tanto, diga Robert Zimmerman, a.k.a. (also known as, también conocido como) Bob Dylan. Y simplemente porque al no ser ya Robert Zimmerman el apelativo que nombra a Bob Dylan, Bob Dylan no puede ser ya (aunque alguna vez lo fue) un seudónimo.


It Ain't Me Babe - Johnny Cash and June Carter Cash (en directo hacia 1973)

PS: La canción que acompaña a este post tenía que ser, necesariamente, de Dylan. He elegido ésta porque, aunque en otro contexto, el "no soy yo, no soy yo" del estribillo enlaza con el tema que trato. Pero además, porque la cantan Johnny Cash y su mujer y sé que a Lansky le gusta el hombre de negro (aunque la calidad de esta versión deja bastante que desear) y a ver si así rectifico mi anterior desacierto con Sun Ra. De otra parte, debo señalar la autoría de los dibujos que ilustran este post: los de María Moliner y Dylan Thomas pertenecen a Fernando Vicente; el de Clarín, a José Torres Villa; el de Joni Mitchell es obra del norteamericano Mark Bego; finalmente, el de Dylan es la portada de su magnífico disco de 1975 Blood on the Tracks, una ilustración de Paul Till a partir de una fotografía suya.

domingo, 10 de abril de 2011

16 de junio de 1965 en el Estudio A de Columbia, 799 Séptima Avenida (2)

Un chico listo Tom Wilson. Un negrito listo en la comunidad baptista de Waco, Texas, donde nació el 25 de marzo de 1931. Sobresaliente desde pequeño, tanto como para ir a la Fisk University, la universidad afroamericana de Nashville, tanto como para que lo llamaran a la elitista Harvard. No pasaba desapercibido, además, y caía bien. Un negro muy alto, elegante, educado, simpático. Se graduó cum laude en políticas y económicas en 1954, pero lo suyo era la música. Tocaba el trombón y se defendía con más instrumentos, pero pronto supo que no estaba llamado a la interpretación. El Jazz, amaba apasionadamente el jazz. En Harvard participó en la Harvard New Jazz Society y trabajó para la emisora del campus, la WHRB. Y en cuanto salió se hizo con un crédito de 990 dólares para fundar su propio sello discográfico, Transition Records, desde el que promocionar músicos de jazz. Duró poco la aventura, del 55 al 57, pero lo suficiente para que su catálogo contara con unos cuantos que habrían de ser en muy poco tiempo figuras celebradas del jazz: Donald Byrd, Paul Chambers, John Coltrane, Sun Ra … Pasó de empresario a firmar un contrato para Savoy y United Artists, y seguir produciendo discos de jazz. Ya en Nueva York, su buen oficio llama la atención de los ejecutivos de la Columbia que lo fichan en el 61.


Transition - Sun Ra (Jazz by Sun Ra, 1956)

Al principio siguió a lo suyo, el jazz, pero a inicios del 63 le encasquetaron la producción de los discos de Dylan. ¿Por qué? Pues porqué se había llegado a una situación insoportable de incompatibilidad de caracteres entre John Hammond, el productor y descubridor de Bobby, y su manager, el ambicioso judío Albert Grossman. Nada profesional, desde luego, pero Dylan ya empezaba a adquirir un nombre y no era cuestión de echar por la borda la inversión por culpa de rencillas personales, así que la CBS decidió sustituir al aristocrático wasp neoyorkino por el espigado negro de 32 años. A Wilson no le gustaba el folk; cómo puedo considerarlo música después de haber grabado a Coltrane, decía, si acaso música para mudos. Sin embargo, la genialidad de Dylan lo convenció. Y eso que no aterrizó en los mejores momentos del frecuentemente agrio carácter dylanesco. Enseguida sucedió el incidente del Ed Sullivan Show y la censura del Talkin' John Birch Blues, con la retirada de los vinilos ya impresos y la sustitución de cuatro canciones por otras tantas bajo la dirección de Wilson (de lo que hay que alegrarse pues las nuevas eran bastante mejores y, entre ellas, está una de mis favoritas: Girl from the North Country).


Girl from the North Country - Bob Dylan (The Freewheelin' Bob Dylan, 1963)

Pero probablemente fuera Tom quien conquistara a Bob más que a la inversa. Quienes lo conocieron lo describen con una personalidad muy agradable, un carácter muy dinámico, un gran sentido del humor. Queda para la historia su voz entre risas cuando Dylan interrumpe con sus carcajadas el comienzo de Bob Dylan's 115th Dream; ¿qué productor decidiría mantener esta "toma falsa" en el disco definitivo? muchos de los que saben de esto, dicen que Wilson influyó notablemente en la definición del rumbo dylaniano, que evolucionó con sorprendente madurez en sus dos discos siguientes (The Times they are a-changing y Another Side of Bob Dylan). Parece que la mano de Wilson fue de las que con más firmeza empujó a Dylan hacia el rock (obviamente, era lo que él quería) y así llegamos al interesantísimo Bringing it all back home (1965), en el que se aprecian los resultados del esfuerzo de experimentación de Wilson para fusionar rock y folk. La electrificación estaba de moda en esas fechas. En el verano del 64, John Hammond junior, viejo amigo de Dylan y uno de los fijos del Greenwich, había juntado su banda eléctrica para derivar su sonido acústico hacia el blues-rock (ahí estuvo Bloomfield, como dije en el post anterior). El mismo Tom Wilson probaba a meterle guitarra eléctrica a la primitiva grabación acústica de The Sound of Silence, que pasaría a convertirse en el primer tema folk-rock de Simon&Garfunkel. O sea que no cabe duda que la aportación de Wilson a la carrera de Dylan fue más que importante.


The Sound of Silence - Simon&Garfunkel (Sounds of Silence, 1966)

Así pues, todo debía ir de maravilla entre los dos hombres, el intérprete y el productor, a principios de junio del 65 cuando Dylan regresó a Nueva York procedente de su gira inglesa. De hecho, entre los dos fueron decidiendo quienes iban a ser los músicos con los que grabar la canción que estaba escribiendo, un tema lleno de rabia, de odio (se ha elucubrado mucho sobre a quién iba dirigido tanto odio), airado, vengativo; o quizá el mejor calificativo sea el que le daba el propio autor: vomitivo, el vómito que le provocaba la falsedad, la hipocresía (y eso que estábamos en los años del peace and love). La primera sesión de grabación fue el 15 de junio y acabó con muy malos resultados, pero los bastantes para saber por dónde habían de ir los tiros al día siguiente (hay una versión de esa sesión, que pongo al final de este párrafo, con Dylan aporreando el piano en ritmo de ¾; desde luego, la que finalmente salió es infinitamente mejor). Por más que he buscado entre mis libros sobre Dylan y las innumerable páginas web, no he logrado estar seguro de si en ese 15 de junio estuvo o no Al Kooper en el estudio. El hecho no cambia en nada la esencia de la historia, pero me fastidia que me quede un hilo suelto. Leo en algunos sitios que sí y en otros que no. Al final, como hay que decidirse, digo que, para mí, Kooper, un guitarrista novato y rendido fan de Dylan, apareció en el estudio en la segunda e histórica sesión, la del 16 de junio de 1965, en la que se grabó la versión definitiva mientras una tormenta veraniega descargaba sobre Manhattan.


Like a Rolling Stone - Bob Dylan (The Bootleg Series, volume II, 1997)

En cualquier caso, lo que es seguro es que Kooper fue invitado por Tom Wilson, para que disfrutara calladito y con buenos modales. Kooper estaba en el estudio ensayando con su guitarra cuando llegaron juntos Dylan y Bloomfield. Le bastó oír los primeros rasgueos de Mike para darse cuenta que el de Chicago le daba mil vueltas y abandonar modestamente su sueño de aparecer como guitarrista en un album de su ídolo. Pero le vino una nueva oportunidad cuando Paul Griffin dejó el órgano para pasarse al piano. Entonces el chaval, audacia no le faltaba, se colocó ante el Hammond B-3 y, en una interrupción, le dijo a Wilson que tenía una paarte de órgano que le iría fantástica a la canción. Wilson le contestó que era guitarrista y no organista; o sea, más o menos, que se estuviera quietecito y no diera la nota. Pero el chaval no se rindió y, aprovechando que Wilson salió para atender una llamada telefónica, se lanza con su improvisado riff de órgano. La historia es muy conocida: al escuchar las cintas, Wilson quiere borrarlo pero a Dylan le gusta y pide que se le suba el volumen, que el trozo de Kooper adquiera más protagonismo. La mitología rockera registra un agrio diálogo entre los que hasta entonces habían demostrado sus excelentes sincronías profesionales: –Tío, ese chaval no sabe tocar el órgano; –Eh, tú, no me digas quién sabe tocar el órgano y quién no. Iba a ser que para esas fechas Bob, quien no era precisamente un modelo de humildad y paciencia, empezaba a hartarse de Wilson. Así que el licenciado de Harvard tuvo que bajar la cabeza ante las órdenes del genio iracundo de Minnesota, que se demostraron acertadas, aunque ésas no fueran maneras. Aparentemente, ahí habría acabado todo, cuando se van todos a su casa con la sensación, imagino, de que han grabado una verdadera obra de arte. Luego vendría el famoso Festival de Newport y los trabajos del Highway 61 no se reanudarían hasta mediados de julio. Entre medias, Tom Wilson dejó de ser el productor de Bob Dylan.

Supongo que no le haría mucha gracia. Ni siquiera pudo hacer el disco que había empezado por más que haya pasado a la historia como el productor de la que muchos han clasificado como la mejor canción del siglo XX. Y, por supuesto, no llegó al que para mí es el mejor album de Dylan, el que sacó al año siguiente: Blonde on Blonde. Imagino que Wilson maldeciría mil veces haber invitado al puñetero de Al Kooper, que por su culpa … O a lo mejor no, a lo mejor también él estaba un poco harto de llevar a Bobby y se dijo que no hay mal que por bien no venga y, además, pese a su rechazo inicial tuvo que haber reconocido que el órgano quedó bien, le dio un toque especial a la canción, algo que era inusitado entonces y que se convirtió en una de las notas más características del tema. El periodista musical Greil Marcus cuenta en su libro Like A Rolling Stone: Bob Dylan at the Crossroads que, tras la toma cuarta, la que finalmente fue la buena, Wilson exclamó: me suena muy bien, y había un tono de felicidad en su voz. Como fuera, hacia finales de ese año Tom dejó Columbia para ocupar el cargo de director para la costa este de Verve Records y dio un paso más: primero, un antiguo productor de jazz; luego, impulsor de la evolución del folk hacia el rock; ahora, una figura clave en la experimentación del rock hacia la psicodelia. Adviértase, si no, cuáles fueron los dos primeros grupos que ficho para su nuevo sello: The Mothers of Invention del loco de Frank Zappa, y los Velvet Underground, apadrinados nada menos que por Andy Warhol. Ah, por cierto, que no le quedaron resquemores contra Al Kooper, lo prueba que fuera él quien produjera en el 66 Projections, el primer album de estudio de Blues Project, banda en la que Kooper fue vocalista y teclista.


Fly Away - Blues Project (Projections, 1966)

jueves, 7 de abril de 2011

Diálogo anacrónico y musicalmente disonante

Habla primero un negro de Tennessee, un bluesman que llegó hasta Chicago por la Highway 61 allá por la década de los treinta. Se llamaba John Lee, pero todos lo conocieron por Sonny Boy. Las enamoraba a todas, el muy cabrón, cantándoles llorosas melodías románticas y haciendo sonar su armónica como nadie. Pero se pasaba con el alcohol que, ya se sabe, atrofia a veces los carburadores.


My Little Machine - Johnny Jones & Billy Boy Arnold (Live at the Fickle Pickle, 1963)

Algo anda mal con mi pequeña máquina; sí, algo va mal. Mi viejo carburador ya no puede quemar gasolina tan potente, nena. Así que haré como las águilas: voy a volar hasta la cumbre de la montaña más alta y si allí no te encuentro, cariño, no te digo hasta dónde seguiré. Porque algo va mal con mi pequeña máquina y no sé qué hacer, cariño. No quiero herir tus sentimientos, preciosa, estoy loco por ti, pero algo de mi pequeña máquina no va bien. Cielo, eres muy dulce, por eso me mientes, pero la verdad es que mi viejo carburador ya no puede con una gasolina como la tuya y no sé qué hacer para arreglar mi pequeña máquina.

Contesta, más de sesenta años después, una californiana treintañera que vive en Portland, Oregon y que, probablemente, nada quiere saber de blues. Tiene talento esta chica que toca el bajo, la batería, canta (aunque no en esta su respuesta), pinta … Ojalá que el viejo Sonny (que no lo era, pues lo mataron con la edad que ahora tiene Kathy) la hubiera conocido; seguro que se habrían gustado, aunque ni idea de si le habría molado el indie-punk.


My Little Machine - The Thermals (More Parts per Million, 2003)

¿Qué dices? Para nada. Puedes conectarla a mil revoluciones, puedes hacerla más valiosa que el oro, puedes activar con ella todas mis teclas, quítate de la cabeza esas ideas: sé mi pequeña máquina. Necesito que me marques, que me bloquees con tu pequeña máquina. Puedes programarla para mí porque sin ella no veo más que un mapa en blanco, desconozco el rumbo a seguir. No hay ninguna emergencia, no suena ninguna alarma. Todo está en tu cabeza, así que puedes hacer que funcione de maravilla. Venga cariño, necesito que seas mi pequeña máquina.

PS: No dispongo de My Little Machine cantada por su compositor original, Sonny Boy Williamson, allá por 1940 en Chicago. La versión que presento es del 63, cantada por dos bluesmen veinte años más jóvenes que el autor, de quien recibieron lecciones. La pequeña máquina de The Thermals poco o nada tiene que ver con la original, pero justamente esa heterogeneidad y que la letra, en traducción algo forzada, pueda convertirse en réplica de la primitiva (lástima que no la cante Kathy Foster) son los motivos de este inofensivo divertimento.

miércoles, 6 de abril de 2011

¿Nos interesan los demás?

La mayor parte de la gente no tiene con quien hablar. Las mujeres no hablan con sus maridos, ni tampoco a la inversa; los amigos tampoco hablan entre sí, porque nadie quiere verse envuelto en algo que al final puede salirle caro. Nadie quiere oír realmente las preocupaciones y complicaciones de los demás, pero todo el mundo tiene preocupaciones y complicaciones, que no suelen abarcar un abanico de asuntos muy amplio. Todo el mundo es más parecido que diferente entre sí.

Estas palabras pertenecen a la señora Constantinescu, apodada Zíngara, una adivina que se sumaba a la troupe de mala muerte con la que vivió su segunda infancia quien años más tarde sería el gran mago Magnus Eisengrim, el personaje principal de El Mundo de los Prodigios, la tercera novela de la trilogía de Deptford, del canadiense Robertson Davies, a la cual me referí hace poco más de un mes.

En un grado muy alto (siempre hay detalles que matizar, ¿no es así, Vanbrugh?) estoy bastante de acuerdo con las opiniones de esa dama de ficción que, sospecho, lo serían también del escritor canadiense. Coincido en que la gran mayoría de la gente no habla entre sí, a la gran mayoría de las personas no les interesa realmente comunicarse con los demás, no queremos saber nada de los otros. Bueno, nada, obviamente no es la palabra exacta, quizá convendría añadir que no queremos saber nada más que lo absolutamente necesario con fines funcionales. Por eso, lo que llamamos conversar no pasa de ser una habilidad social consistente en intercambiar un peloteo verbal cuidadosamente atentos a no cruzar límites más o menos estrictamente trazados. Un perfecto conversador, ejemplar muy apreciado, es un individuo que logra entretener a su interlocutor consiguiendo que salga de la charla absolutamente indemne. Lo que no nos apetece de ninguna manera es correr el riesgo de que la comunicación, como dice Zíngara, nos salga cara; o sea, nos deje tocados, nos obligue a quebrar, siquiera mínimamente, parte de nuestras estructuras íntimas, de esas que arman nuestros sentimientos.

Paradójicamente, a la gran mayoría de la gente le encanta hablar, para muchos hasta es una necesidad. Quieren, casi siempre, hablar de sí mismos y al mismo tiempo evitar escuchar. Cuando dos así se juntan, la "conversación", vista desde fuera, es un perfecto diálogo de sordos, un duelo a veces muy poco sutil en que cada uno quiere imponer su relato vanidoso y en el que llega a notarse cómo cada uno se va indignando porque el otro insiste en seguir con ese rollo suyo tan poco importante en comparación con lo que él quiere relatar. Hace unas semanas, en una reunión de apenas un par de horas con alguien querido que hacía muchos años que no veía, me asombró (sobre todo cuando rememoré la "conversación") no sólo que prácticamente monopolizara él la palabra y que casi todo lo que dijera se refiriera a sí mismo, sino que mientras yo tenía un verdadero interés por conocer qué había sido de su vida en este tiempo, a él parecía importarle un pimiento lo que a mí me había ocurrido. Tan excesiva verborrea ególatra me hizo preguntarme si no intentaría anestesiar algún tipo de miedo, de inseguridad.

Esta especie de horror vacui (o, mejor, horror taciti) no supone de ningún modo que el hablante quiera de verdad comunicarse con su interlocutor, pues del mismo modo que evita el riesgo de que el otro le diga nada que "le toque", también siente vertiginoso pánico a exponerle su "intimidad". Pero, como aclaró el psicoanálisis, igual que el vértigo conlleva la atracción hacia el vacío, la pulsión por "desnudarse" coexiste en pugna emocional con el miedo pudoroso. En casi todos, basta para que la primera se imponga, toparnos con alguien que nos muestre su deseo (real o fingido, como Zíngara) de escucharnos, a ser posible sin cobrarnos el habitual peaje emocional. Sin embargo, poco frecuente es en la práctica, máxime cuando los años y las decepciones nos van encostrando la piel y automatizando el control defensivo de las emociones y/o sentimientos (no me apetece ahora entrar la distinción conceptual entre ambos términos, al modo, por ejemplo, que la desarrolla Damasio). Por cierto, bastante relación con esto tiene el hecho asombroso (tan sólo aparentemente) de la velocidad con la que las personas abren sus intimidades a personas que han conocido a través de Internet.

Tanto como estoy de acuerdo con que es difícil tener con quien hablar y que a la vez no lo queremos y sí, coincido en la apreciación de Zíngara de que todos somos muy parecidos; desde luego, por usar sus palabras, la mayoría de nosotros somos mucho más parecidos que diferentes. Si nos convenciéramos de eso, además de bajársenos alguito los humos (que cada uno nos consideraremos especiales, pero …), quizá no sobrevaloraríamos tanto la intimidad, ni tendríamos tanto miedo a desnudar ante otros nuestras almas (a ello, ayuda desnudar también los cuerpos) y a dejar que hagan lo mismo. Es decir, a lo mejor, esa singular "cura de humildad" contribuiría a que tuviéramos interés en comunicarnos y aprendiéramos a hacerlo. Y entonces, creo yo, nos haríamos mejores.


Vanities - Mary Black (Looking Back, 1995)

domingo, 3 de abril de 2011

16 de junio de 1965 en el Estudio A de Columbia, 799 Séptima Avenida (1)

En la primavera de 1963, Bob Dylan dio dos conciertos en Chicago, por entonces la capital del blues eléctrico. Era un chaval a punto de cumplir los 22, a punto de que saliera al mercado su segundo disco, Freewhelin', y viniera la fama (Blowin' in the wind), nada más … O quizá sí, porque estaba muy seguro de que era la hostia, o de que iba a serlo, o de que quería serlo: Acertaría. Hay algunas fotos de los dos conciertos (el 25 de abril en The Bear y el 3 de mayo en el Stud Terkels Wax Museum): un muchacho en cazadora y vaqueros, con guitarra acústica y armónica. Cantó temas de Freewheelin', incluyendo el "Talkin' John Birch Paranoid Blues" que unos días después sería vetado en su actuación del Ed Sullivan Show y finalmente no se publicaría en el disco. Cantó con su voz nasal y sopló la armónica, mientras aporreaba la guitarra acústica.


Talkin' John Birch Paranoid Blues - Bob Dylan (The Bootleg series, Volume 1, 1991)

En Chicago vivía otro chaval, éste un par de años menor (tenía entonces diecinueve) proveniente de los barrios del norte de la ciudad, familia judía acomodada, quien desde su temprana adolescencia había quedado enamorado del blues llegado a la windy city desde el sur, a través de la Highway 61. Este, desde muy joven, se aventuraba en el South Side, se colaba en los antros de blues, y se ponía a escuchar y admirar a Muddy Waters, Howling Wolf, Magic Sam … El chiquillo les caía bien a los negratas consagrados y le dejaban enchufar su guitarra y tocar unos riffs en sesiones improvisadas, jammings; se veía que, aún siendo blanquito (pese al abundante peluco estilo afro), tenía una excelente técnica y alma de bluesman. Es que el blues viene del sufrimiento: los negros sufren exteriormente, pero los judíos lo hacemos por dentro, decía. Su nombre, el de ese chico, era Mike Bloomfield.

Por esa época Mike tocaba en algunos locales de blues, y tendría ya cierto nombre entre la fauna local, lo que explica que siendo tan crío le encargaran ocuparse de las veladas de los martes del Fickle Pickle, un café con música Folk, que era o llegaría a ser de los más prestigiosos de Chicago; baste, para hacerse una idea, saber que en junio de ese 1963 Bloomfield promovió un conciertazo con la participación de John Henry Barbe, Billy Boy Arnold, Johnny Jones, Blind James Brewer, Willie Dixon, Maxwell Street Jimmy y Big Joe Williams, un ramillete de vacas sagradas del blues acústico. Supongamos que fuera en ese garito de la calle Rush, donde se conocieron Bob y Mick, que al de Minnesota trasplantado al Village lo llevara John H. Hammond, su descubridor y productor de entonces, a la búsqueda de nuevos fichajes para Columbia. Mucho suponer, pero cierto es que hasta los atentos oídos neoyorkinos de Hammond habían llegado elogios del jovencísimo guitarrista y que voló a Chicago para escucharlo y, sobre la marcha, le hizo un contrato.


Going to the River - Johnny Jones & Billy Boy Arnold (Live at the Fickle Pickle, 1963)

Bonito, pero no. Encuentro en la red un extracto de una biografía reciente de Bloomfield ("If you love these blues", Jan Mark Wolkin y Hill Keenon, 2000) en donde se afirma (¿en boca de Dylan?) que Mike fue a uno de sus conciertos de Chicago (al primero, imagino) y que lo abordó al final. Se le presentó diciendo que tocaba la guitarra y que había escuchado el primer y único disco publicado de Dylan (probablemente en la Jazz Record Mart, la legendaria tienda de discos de Chicago donde trabajaba). ¿Y te gustó? Le preguntaría Dylan. No, tío, es una mierda. Joder, pero es que yo no soy un guitarrista, soy un poeta. Eso es lo que por ahí describen que fue el diálogo, pero no parece muy verosímil. Entre otras razones, porque lo que uno esperaría luego es que se liaran a trompazos, pero en cambio Dylan le pidió que demostrara lo que sabía hacer con la guitarra y Mike se puso a tocar (blues, claro). Toca bien el cabrón, seguro que pensó Bob, pero guitarra eléctrica, puajjj; o a lo mejor no, a lo mejor lo archivó ya desde entonces para más adelante, que todavía no era el momento. De hecho, ahí radica una de las diferencias entre ambos: saber lo que tocaba en cada momento. Y en el 63 Chicago no era el bajo Manhattan y allí privaba el folk politizado y acústico, por supuesto (aunque al otro lado del charco, por entonces, los británicos estaban apropiándose de los bluesmen para reinventar el rock).

¿Volvieron a verse estos dos antes de que Dylan lo llamara para las históricas sesiones de grabación de Highway 61 revisited de junio de 1965? No me consta, pero sí sé que Mike, durante el 64 viajó unas cuantas veces a Nueva York. Pasado un año el chico era ya casi un profesional (con su amigo Charlie Musselwhite formaba la Big John's house band) y contaba con algunas grabaciones como acompañante de importantes bluesmen hechas para Delmark, el sello de la Jazz Record Mart. En el verano se encontró en la Gran manzana con un viejo amigo, John Hammond Jr. (hijo del cazatalentos de la Columbia antes citado), quien le pidió que participara tocando la guitarra en un proyecto colectivo de blues eléctrico. Mike aceptó, pero optó por el piano, intimidado por la calidad de un guitarrista canadiense de su misma edad, un tal Robbie Robertson, que unos añitos después fue la segunda y definitiva opción de Dylan para montar su propia banda, cuando Bloomfield le dio calabazas. No dejan de ser curiosas tantas coincidencias tontas, en este caso inseguridades, de las que derivan resultados magníficos (claro que no podemos compararlos con los que pudieron haber sido y no fueron). Lo digo porque en la famosa sesión del 16 de junio del siguiente año fue Al Kooper, llamado por Tom Wilson para tocar la guitarra, quien se asustó ante la maestría de Bloomfield y ese acojone sí que hay que agradecerlo. En cambio, no tengo tan claro que Robertson fuera mejor guitarrista que Bloomfield.


Rambling Blues - John Hammond Jr. (So Many Roads, 1965)

Dylan conocía a Hammond hijo (los dos vivían en el Greenwich). Además fue durante esa estancia en Nueva York que el manager de Bloomfield se acercó a las oficinas de la Columbia y le dio a escuchar unas demos del chaval; al ejecutivo le gustaron, fue a Chicago a oírlo tocar en vivo y le firmó un contrato hacia finales de ese año. O sea, que hay varias pistas para sospechar que esa incipiente amistad de la primavera del 63 se afianzara durante el 64 en Nueva York: conocidos comunes y hasta compartían el mismo productor. Si no, ¿cómo explicar que a su vuelta de Inglaterra, cuando se metió a grabar las canciones que había escrito en el Savoy londinense, Dylan tuviese claro que quería la guitarra eléctrica de Bloomfield? Para entonces Mike ya estaba con la Paul Butterfield Blues Band, pero aún no había salido el primer album (aunque sí se habían grabado las famosas sesiones "perdidas" de la Elektra). Quizá todavía no hubiera empezado con la heroína que lo mataría antes de cumplir los treinta y ocho, pero seguro que ya se metería algo. Por ejemplo, según la mitología del rock, esta maravilla de 1966 con la que concluyo el post fue inspirada por un viaje con LSD que duró toda una noche. ¡Cómo tocaba la guitarra el desdichado Mike!


East West - The Paul Butterfield Blues Band (East-West, 1966)