Etapa 8: Realejo Alto - San Juan de la Rambla
Me pongo en marcha poco después del amanecer. Sin tráfico –domingo temprano– llego rápidamente a la Iglesia de Santiago Apóstol, pero me cuesta encontrar aparcamiento. Dejando a mi derecha la Biblioteca municipal tomo la calle Godínez que baja al barranco del mismo nombre y que es el antiguo límite municipal entre los dos Realejos. Este barrio al que paso carece en si mismo de todo interés pero queda enmarcado por el grandioso paisaje de la ladera de Tigaiga, el paredón que cierra por el Oeste el Valle de La Orotava. Calle Viera y Clavijo, calle Camino Nuevo y, al llegar al barranco Veloso, donde convergen varios caminos, tomo el del Caserío Los Pinitos que, con típico trazado sinuoso, asciende por la ladera. Me pongo en marcha poco después del amanecer. Sin tráfico –domingo temprano– llego rápidamente a la Iglesia de Santiago Apóstol, pero me cuesta encontrar aparcamiento. Dejando a mi derecha la Biblioteca municipal tomo la calle Godínez que baja al barranco del mismo nombre y que es el antiguo límite municipal entre los dos Realejos. Este barrio al que paso carece en si mismo de todo interés pero queda enmarcado por el grandioso paisaje de la ladera de Tigaiga, el paredón que cierra por el Oeste el Valle de La Orotava. Calle Viera y Clavijo, calle Camino Nuevo y, al llegar al barranco Veloso, donde convergen varios caminos, tomo el del Caserío Los Pinitos que, con típico trazado sinuoso, asciende por la ladera. Pasados los primeros cuatrocientos metros, el camino deja de ser asfaltado y se convierte en una senda de tierra aún más empinada: son ochocientos metros de trabajoso ascenso para salvar un desnivel de ciento cincuenta metros (casi un 20% de pendiente). Ya sudoroso salgo a la carretera general de Icod el Alto (TF-342), con un buen trazado de falda de montaña, recientemente dotada de una banda lateral protegida para los peatones (compruebo que muy usada por los lugareños) que permite al paseante disfrutar de unas maravillosas vistas hacia el Valle, la propia ladera de Tigaiga y el mar. De hecho, a unos seiscientos metros de distancia en suave ascenso, se encentra el Mirador del Lance, uno de los muchos que hay distribuidos por las carreteras isleñas (todos con unas panorámicas espectaculares). A modo de deidad protectora del lugar, una escultura gigante del Bentor, hijo y sucesor de Bencomo como mencey de Taoro. Tras la derrota guanche en la segunda batalla de Acentejo, Bentor y sus ya escasos guerreros se refugian en los altos de Tigaiga y allí (o sea, por aquí), perdida toda esperanza de impedir la conquista castellana, antes de rendirse decide suicidarse despeñándose por la ladera. Las vistas son ciertamente espléndidas pero ahora, a las nueve de la mañana, con el sol de frente, no puedo sacar ninguna fotografia (de todos modos, rara vez se consiguen fotos panorámicas que den fiel idea de lo que se ve en el sitio); aún así, el exceso de luminosidad chocando contra la neblina húmeda que viene del mar crea una atmosfera mágica, casi irreal.
Sigo caminando por la TF-342, bordeando por el Norte el barrio del Lance, hasta desviarme a la derecha por la calle del Calvario, una pista de tierra apisonada que va bajando hacia el cauce del barranco del Dornajo. El nombre antiguo de este barranco era del Agua, que se debería probablemente a que en su costado oeste había un afloramiento natural, aprovechado al menos desde los tiempos de la Conquista. Aún sigue la fuente (un banco y una pared, ambos de hormigón, y de ésta un caño del que mana un hilo de agua; un cartel que avisa que no está clorada), que abasteció a los pobladores del entorno hasta bien entrado el siglo XX; aquí venían a llenar los recipientes de agua y también a lavar. A propósito, pasar por aquí me vale para aprender que “dornajo”, en Canarias, se usa para designar un pesebre hecho de un tronco de árbol ahuecado, destinado a las vacas o cabras; ¿se deberá el cambio de nombre del barranco a su vinculación con actividades ganaderas? En todo caso, lo cierto es que definía el límite entre los menceyatos de Taoro y de Icod y, en efecto, al discurrir al pie de la ladera de Tigaiga, vale como frontera entre dos “comarcas” de la Isla; sigo en el municipio de Los Realejos pero ya no en el Valle de La Orotava. Pasada la fuente empieza la subida que lleva directamente al núcleo de Icod el Alto. La calle, que se sigue llamando del Calvario, empieza con una ermita y una pequeña plaza con vistas, y tras doscientos cincuenta metros remata en la iglesia principal del pueblo –hacia la mitad de la calle, en la pared de un inmueble, una plaza da noticia de que en esa casa nació el poeta Antonio Reyes, que falleció muy joven, en 1954, con solo veintisiete años; nada conozco de este hombre y por más que dediqué luego un tiempo a indagar sobre él, nada he encontrado en la Red. A través de unas estrechas escaleras subo a la plaza y entro en la Iglesia que está bajo la advocación de la Virgen del Buen Viaje, cuyas fiestas son justamente hoy. Se trata de la Patrona de los emigrantes (no de los aficionados al lisérgico como apuntó un amigo) y, por lo visto, es venerada en otras localidades de Canarias y del resto del mundo, aunque sea la primera vez que veo esta variante mariana (imagino que hacer el catálogo de vírgenes del santoral católico es una empresa inabarcable); como es obvio, a esta Virgen se le pedía protección en los viajes, aunque yo pensaba que ése era el cometido de San Cristóbal. En este lugar hubo antes una ermita que se amplió para convertirse en el actual templo a mediados del XVIII. En los años sesenta, gracias a las remesas enviadas por los tinerfeños de Cuba y de Venezuela, se sustituyó la antigua fachada por la actual (frontispicio en tonos rojizos que culmina con la torre campanario en piedra negra). El edificio es de una sola nave con cubierta a dos aguas; tiene cierto interés pero tampoco demasiado.
Protegido pues por esa Virgen, sigo por la calle Real, eje principal de este núcleo urbano, a cuyos márgenes se dispone el caserío más concentrado, edificaciones de escaso interés o calidad. La calle mide unos mil doscientos metros, aunque su tramo final, a partir del barranquillo Guanchero, ya no puede considerarse dentro del perímetro urbano. Justo en ese tramo, a mano derecha, hay una casona del XVIII en medio de una finca rústica, que ha sido restaurada y acondicionada como hotel rural (tiene veinte habitaciones). Un poco más adelante, la calle Real acaba en la carretera de la Fajana y en ese punto está la casa de la Hacienda la Pared, que formaba parte del Mayorazgo de Castro, del que ya hablé en la etapa anterior. Fue en estas tierras donde por primera vez se plantaron papas en Tenerife, las que Juan Bautista Bethencourt trajo en 1622 del Perú. La casona, además de contar con dependencias agrarias, fue posada para los muchos viajeros y comerciantes que recorrían las Isla por el camino real que acabo de dejar. Parece que hace unos quince años el Cabildo y el Ayuntamiento de Los Realejos se plantearon rehabilitar esta casona para convertirla en un centro educativo y de interpretación sobre el cultivo de la papa en las Islas así como museo de historia local. Pero la iniciativa no debió prosperar porque el inmueble se encuentra bastante deteriorado. En cambio, los terrenos agrícolas vinculados están en magnífico estado, muy cuidados, perfectamente abancalados, con los tubos de riego desplegados y arados en toda su superficie. Mientras camino por la carretera de la Fajana (que no sé por qué se llama así, pues ése es el topónimo de la playa de callaos a la que bajé en la etapa anterior y este viario no baja a la costa sino que acaba en uno de los barrios de Icod el Alto) me admiro ante esta finca que llevo a mi derecha; a mi izquierda tengo el barranco que todavía se llama de Castro pero que enseguida pasará a ser el de Ruiz y que es por el que pretendo descender hacia el litoral.
Entro a mi izquierda por la estrecha senda que da acceso al sendero del barranco de Ruiz. Si no la tuviera marcada en la wikiloc probablemente habría pasado de largo porque no hay ninguna señalización. La explicación es que este tramo superior está cerrado por el riesgo de desprendimientos (otra vez). Pero como quien peca una vez peca ciento, desobedezco la prohibición y franqueo la valla que han debido poner los agentes de Medio Ambiente del Cabildo (por cierto, ponen un primer cierre y unos metros después un segundo). Los primeros setecientos metros son de bajada, hacia el cauce del barranco y enseguida se entra en un bosque de laurisilva (Monteverde) muy bien conservado, con árboles de gran porte. El sendero, de tierra con zonas reforzadas con lajas de piedra y escalones y en varios tramos protegido con baranda de madera, debido a su falta de uso (y de mantenimiento) está siendo invadido por la maleza, en especial zarzas. Luego hay que empezar a subir por la pared del barranco (pero no es demasiada pendiente porque estamos yendo hacia el mar). Esta segunda parte del sendero cerrado tiene una longitud aproximada de mil doscientos metros, pero como hacia la mitad se emerge del interior del bosque y se abren las vistas hacia el mar y la colosal ladera del otro lado. La salida de este tramo superior del sendero (también doblemente vallada) en el cruce de las carreteras de las Veras (Baja y Alta) y la pista asfaltada llamada Orilla de la Vera. Sigo por esta última unos trescientos metros y llego al Mirador del Mazape que, además de ser una placita desde las que se abren unas espectaculares vistas hacia el barranco de Ruiz, es de donde parte el tramo inferior del sendero que, este sí, está abierto, si bien con la advertencia a los caminantes de que extremen las precauciones. Este tramo es completamente distinto del anterior. De entrada, la pendiente es mucho mayor; afortunadamente voy bajando (el esfuerzo sería mucho mayor en sentido contrario) pero, precisamente por eso, debo ir con mucho más cuidado, los ojos todo el tiempo pendientes de cada paso que doy. O sea, que para mirar el paisaje hay que detener momentáneamente la marcha y puedo asegurar que merece la pena hacerlo continuamente porque es absolutamente espectacular, una maravilla. Aquí no hay bosque, sino la colosal potencia visual de las laderas verdes de matorral y con abundantes partes de roca desnuda. En fin, que no tiene mucho sentido intentar con pobres palabras dar una idea de la magnificencia de este paisaje, así que me limitaré a decir que este tramo mide aproximadamente un kilómetro y medio y que en recorrerlo –fui muy despacio– tardé algo más de media hora. Acaba en un área recreativa con aparcamiento al borde de la carretera TF-5.
Por cierto, me olvidé decir que el barranco de Ruiz es el límite entre los municipios de Los Realejos y San Juan de la Rambla, de modo que desde que en el tramo superior del sendero pasé a la margen izquierda del cauce, he venido caminando por este segundo municipio. Una vez en la TF-5, la cruzo (lo que tiene su peligro) y camino por la calle de El Rosario –que no es calle sino carretera menor– en dirección al mar. Medio kilómetro hasta llegar a la Rambla de los Caballos que es el camino costero que articula el pequeño asentamiento del Rosario, poco más que una hilera de casas con una mínima concentración en torno a la ermita de la Virgen de ese nombre. Este pequeño templo, construido en el XVII, forma un conjunto muy simpático de arquitectura popular, integrado con otros inmuebles domésticos y situado frente al mar y la placita del barrio. Lo cierto es que el paseo por este camino de ribera resulta muy agradable, tanto por las estupendas vistas al mar como por las casitas que van salpicando el recorrido (varias de ellas convertidas en alojamientos turísticos). En algo menos de un kilómetro y medio se entra en la “plaza-aparcamiento-mirador al mar” del núcleo de Las Aguas. Aquí hay también una fea piscina en la zona de dominio público marítimo-terrestre, que está sin agua (me entero luego de que Costas ha decidido demolerla). Pero el pueblo de Las Aguas se dispone sobre el promontorio que cierra este tramo de litoral y es curioso que creo que nunca lo he pateado, a pesar de que he venido infinidad de veces a la parte baja a comer arroz. Así que subo las escaleras de la calle del cantito hasta la plaza en la que se erige la ermita de la Cruz y de San Pedro, que arquitectónicamente no vale nada y paisajísticamente rompe la panorámica hacia la costa. Luego callejeo por esta parte alta, buscando un camino lo más pegado a la costa (que es acantilada) que me permita llegar al núcleo de San Juan, final de la etapa. Salgo a la calle Nueva (paralela al campo de fútbol) y doblo a la derecha por la de la Manguita que muere contra fincas agrarias en su mayoría abandonadas. Caminando sobre muros de bancales y tramos de caminos agrícolas logro alcanzar la playa de la Caldereta, aunque llamar así a esta franja de callaos pueda considerarse exagerado. Estoy pues al nivel del mar, caminando sobre piedras de todos los tamaños, con la dificultad que ello supone si quieres evitar torceduras de tobillo; avanzo despacísimo, buscando afanosamente algún sendero que suba hacia el pueblo de San Juan de la Rambla. Lo encuentro, sí, pero ya al final de la playa, después de haberme hecho sus seiscientos metros de longitud en nada menos que tres cuartos de hora. La subidita, además, se las trae, máxime porque ya estoy cansado. En fin, que llego arriba: ya estoy en el núcleo en el que voy a acabar la etapa de hoy.
Para entonces, la batería de mi teléfono móvil se ha descargado y, por lo tanto, me he quedado sin el lioso auxilio del GPS. La consecuencia es que, en vez de coger a la izquierda por la rampa peatonal que sube a la avenida José Antonio (aquí tampoco han cambiado los nombres de las calles) y volver a girar a la izquierda para llegar a la plaza de la Iglesia –estoy a solo doscientos metros de ella–, me pongo a caminar en sentido contrario (hacia el Oeste) por las calles de la Malaya y el Cercado, para después girar a la derecha (hacia el mar) por la de los Sabandeños. Pero me congratulo del error porque acabo en una plaza situada en el extremo del promontorio sobre el que se extiende el pueblo y desde la que se baja al famoso Charco de San Juan de la Rambla, una piscina natural formada por la forma caprichosa de las rocas, que es la principal oferta de baño para los habitantes del municipio. Consciente ya de mi equivocación, subo por la calle Antonio Ruiz Cedrés y llego, ahora sí, a la avenida José Antonio, aunque bastante más lejos de meta, casi en su cruce con la TF-5; desde ahí camino unos trescientos cincuenta metros y estoy por fin en la bonita plaza de Rosario Oramas, enmarcada por la Iglesia de San Juan Bautista y tres caserones de arquitectura tradicional canaria de excelente factura. Es ya la una y media, llevo casi cinco horas de excursión y estoy cansado. Me tomo un café en el bar que hay al lado de la plaza donde me dicen que en el pueblo no hay parada de taxis, pero me llaman a uno que ha de venir desde Icod, así que el regreso hasta mi coche me costó la friolera de 27 € (tenía que haber cogido una guagua).
Sigo caminando por la TF-342, bordeando por el Norte el barrio del Lance, hasta desviarme a la derecha por la calle del Calvario, una pista de tierra apisonada que va bajando hacia el cauce del barranco del Dornajo. El nombre antiguo de este barranco era del Agua, que se debería probablemente a que en su costado oeste había un afloramiento natural, aprovechado al menos desde los tiempos de la Conquista. Aún sigue la fuente (un banco y una pared, ambos de hormigón, y de ésta un caño del que mana un hilo de agua; un cartel que avisa que no está clorada), que abasteció a los pobladores del entorno hasta bien entrado el siglo XX; aquí venían a llenar los recipientes de agua y también a lavar. A propósito, pasar por aquí me vale para aprender que “dornajo”, en Canarias, se usa para designar un pesebre hecho de un tronco de árbol ahuecado, destinado a las vacas o cabras; ¿se deberá el cambio de nombre del barranco a su vinculación con actividades ganaderas? En todo caso, lo cierto es que definía el límite entre los menceyatos de Taoro y de Icod y, en efecto, al discurrir al pie de la ladera de Tigaiga, vale como frontera entre dos “comarcas” de la Isla; sigo en el municipio de Los Realejos pero ya no en el Valle de La Orotava. Pasada la fuente empieza la subida que lleva directamente al núcleo de Icod el Alto. La calle, que se sigue llamando del Calvario, empieza con una ermita y una pequeña plaza con vistas, y tras doscientos cincuenta metros remata en la iglesia principal del pueblo –hacia la mitad de la calle, en la pared de un inmueble, una plaza da noticia de que en esa casa nació el poeta Antonio Reyes, que falleció muy joven, en 1954, con solo veintisiete años; nada conozco de este hombre y por más que dediqué luego un tiempo a indagar sobre él, nada he encontrado en la Red. A través de unas estrechas escaleras subo a la plaza y entro en la Iglesia que está bajo la advocación de la Virgen del Buen Viaje, cuyas fiestas son justamente hoy. Se trata de la Patrona de los emigrantes (no de los aficionados al lisérgico como apuntó un amigo) y, por lo visto, es venerada en otras localidades de Canarias y del resto del mundo, aunque sea la primera vez que veo esta variante mariana (imagino que hacer el catálogo de vírgenes del santoral católico es una empresa inabarcable); como es obvio, a esta Virgen se le pedía protección en los viajes, aunque yo pensaba que ése era el cometido de San Cristóbal. En este lugar hubo antes una ermita que se amplió para convertirse en el actual templo a mediados del XVIII. En los años sesenta, gracias a las remesas enviadas por los tinerfeños de Cuba y de Venezuela, se sustituyó la antigua fachada por la actual (frontispicio en tonos rojizos que culmina con la torre campanario en piedra negra). El edificio es de una sola nave con cubierta a dos aguas; tiene cierto interés pero tampoco demasiado.
Protegido pues por esa Virgen, sigo por la calle Real, eje principal de este núcleo urbano, a cuyos márgenes se dispone el caserío más concentrado, edificaciones de escaso interés o calidad. La calle mide unos mil doscientos metros, aunque su tramo final, a partir del barranquillo Guanchero, ya no puede considerarse dentro del perímetro urbano. Justo en ese tramo, a mano derecha, hay una casona del XVIII en medio de una finca rústica, que ha sido restaurada y acondicionada como hotel rural (tiene veinte habitaciones). Un poco más adelante, la calle Real acaba en la carretera de la Fajana y en ese punto está la casa de la Hacienda la Pared, que formaba parte del Mayorazgo de Castro, del que ya hablé en la etapa anterior. Fue en estas tierras donde por primera vez se plantaron papas en Tenerife, las que Juan Bautista Bethencourt trajo en 1622 del Perú. La casona, además de contar con dependencias agrarias, fue posada para los muchos viajeros y comerciantes que recorrían las Isla por el camino real que acabo de dejar. Parece que hace unos quince años el Cabildo y el Ayuntamiento de Los Realejos se plantearon rehabilitar esta casona para convertirla en un centro educativo y de interpretación sobre el cultivo de la papa en las Islas así como museo de historia local. Pero la iniciativa no debió prosperar porque el inmueble se encuentra bastante deteriorado. En cambio, los terrenos agrícolas vinculados están en magnífico estado, muy cuidados, perfectamente abancalados, con los tubos de riego desplegados y arados en toda su superficie. Mientras camino por la carretera de la Fajana (que no sé por qué se llama así, pues ése es el topónimo de la playa de callaos a la que bajé en la etapa anterior y este viario no baja a la costa sino que acaba en uno de los barrios de Icod el Alto) me admiro ante esta finca que llevo a mi derecha; a mi izquierda tengo el barranco que todavía se llama de Castro pero que enseguida pasará a ser el de Ruiz y que es por el que pretendo descender hacia el litoral.
Entro a mi izquierda por la estrecha senda que da acceso al sendero del barranco de Ruiz. Si no la tuviera marcada en la wikiloc probablemente habría pasado de largo porque no hay ninguna señalización. La explicación es que este tramo superior está cerrado por el riesgo de desprendimientos (otra vez). Pero como quien peca una vez peca ciento, desobedezco la prohibición y franqueo la valla que han debido poner los agentes de Medio Ambiente del Cabildo (por cierto, ponen un primer cierre y unos metros después un segundo). Los primeros setecientos metros son de bajada, hacia el cauce del barranco y enseguida se entra en un bosque de laurisilva (Monteverde) muy bien conservado, con árboles de gran porte. El sendero, de tierra con zonas reforzadas con lajas de piedra y escalones y en varios tramos protegido con baranda de madera, debido a su falta de uso (y de mantenimiento) está siendo invadido por la maleza, en especial zarzas. Luego hay que empezar a subir por la pared del barranco (pero no es demasiada pendiente porque estamos yendo hacia el mar). Esta segunda parte del sendero cerrado tiene una longitud aproximada de mil doscientos metros, pero como hacia la mitad se emerge del interior del bosque y se abren las vistas hacia el mar y la colosal ladera del otro lado. La salida de este tramo superior del sendero (también doblemente vallada) en el cruce de las carreteras de las Veras (Baja y Alta) y la pista asfaltada llamada Orilla de la Vera. Sigo por esta última unos trescientos metros y llego al Mirador del Mazape que, además de ser una placita desde las que se abren unas espectaculares vistas hacia el barranco de Ruiz, es de donde parte el tramo inferior del sendero que, este sí, está abierto, si bien con la advertencia a los caminantes de que extremen las precauciones. Este tramo es completamente distinto del anterior. De entrada, la pendiente es mucho mayor; afortunadamente voy bajando (el esfuerzo sería mucho mayor en sentido contrario) pero, precisamente por eso, debo ir con mucho más cuidado, los ojos todo el tiempo pendientes de cada paso que doy. O sea, que para mirar el paisaje hay que detener momentáneamente la marcha y puedo asegurar que merece la pena hacerlo continuamente porque es absolutamente espectacular, una maravilla. Aquí no hay bosque, sino la colosal potencia visual de las laderas verdes de matorral y con abundantes partes de roca desnuda. En fin, que no tiene mucho sentido intentar con pobres palabras dar una idea de la magnificencia de este paisaje, así que me limitaré a decir que este tramo mide aproximadamente un kilómetro y medio y que en recorrerlo –fui muy despacio– tardé algo más de media hora. Acaba en un área recreativa con aparcamiento al borde de la carretera TF-5.
Por cierto, me olvidé decir que el barranco de Ruiz es el límite entre los municipios de Los Realejos y San Juan de la Rambla, de modo que desde que en el tramo superior del sendero pasé a la margen izquierda del cauce, he venido caminando por este segundo municipio. Una vez en la TF-5, la cruzo (lo que tiene su peligro) y camino por la calle de El Rosario –que no es calle sino carretera menor– en dirección al mar. Medio kilómetro hasta llegar a la Rambla de los Caballos que es el camino costero que articula el pequeño asentamiento del Rosario, poco más que una hilera de casas con una mínima concentración en torno a la ermita de la Virgen de ese nombre. Este pequeño templo, construido en el XVII, forma un conjunto muy simpático de arquitectura popular, integrado con otros inmuebles domésticos y situado frente al mar y la placita del barrio. Lo cierto es que el paseo por este camino de ribera resulta muy agradable, tanto por las estupendas vistas al mar como por las casitas que van salpicando el recorrido (varias de ellas convertidas en alojamientos turísticos). En algo menos de un kilómetro y medio se entra en la “plaza-aparcamiento-mirador al mar” del núcleo de Las Aguas. Aquí hay también una fea piscina en la zona de dominio público marítimo-terrestre, que está sin agua (me entero luego de que Costas ha decidido demolerla). Pero el pueblo de Las Aguas se dispone sobre el promontorio que cierra este tramo de litoral y es curioso que creo que nunca lo he pateado, a pesar de que he venido infinidad de veces a la parte baja a comer arroz. Así que subo las escaleras de la calle del cantito hasta la plaza en la que se erige la ermita de la Cruz y de San Pedro, que arquitectónicamente no vale nada y paisajísticamente rompe la panorámica hacia la costa. Luego callejeo por esta parte alta, buscando un camino lo más pegado a la costa (que es acantilada) que me permita llegar al núcleo de San Juan, final de la etapa. Salgo a la calle Nueva (paralela al campo de fútbol) y doblo a la derecha por la de la Manguita que muere contra fincas agrarias en su mayoría abandonadas. Caminando sobre muros de bancales y tramos de caminos agrícolas logro alcanzar la playa de la Caldereta, aunque llamar así a esta franja de callaos pueda considerarse exagerado. Estoy pues al nivel del mar, caminando sobre piedras de todos los tamaños, con la dificultad que ello supone si quieres evitar torceduras de tobillo; avanzo despacísimo, buscando afanosamente algún sendero que suba hacia el pueblo de San Juan de la Rambla. Lo encuentro, sí, pero ya al final de la playa, después de haberme hecho sus seiscientos metros de longitud en nada menos que tres cuartos de hora. La subidita, además, se las trae, máxime porque ya estoy cansado. En fin, que llego arriba: ya estoy en el núcleo en el que voy a acabar la etapa de hoy.
Para entonces, la batería de mi teléfono móvil se ha descargado y, por lo tanto, me he quedado sin el lioso auxilio del GPS. La consecuencia es que, en vez de coger a la izquierda por la rampa peatonal que sube a la avenida José Antonio (aquí tampoco han cambiado los nombres de las calles) y volver a girar a la izquierda para llegar a la plaza de la Iglesia –estoy a solo doscientos metros de ella–, me pongo a caminar en sentido contrario (hacia el Oeste) por las calles de la Malaya y el Cercado, para después girar a la derecha (hacia el mar) por la de los Sabandeños. Pero me congratulo del error porque acabo en una plaza situada en el extremo del promontorio sobre el que se extiende el pueblo y desde la que se baja al famoso Charco de San Juan de la Rambla, una piscina natural formada por la forma caprichosa de las rocas, que es la principal oferta de baño para los habitantes del municipio. Consciente ya de mi equivocación, subo por la calle Antonio Ruiz Cedrés y llego, ahora sí, a la avenida José Antonio, aunque bastante más lejos de meta, casi en su cruce con la TF-5; desde ahí camino unos trescientos cincuenta metros y estoy por fin en la bonita plaza de Rosario Oramas, enmarcada por la Iglesia de San Juan Bautista y tres caserones de arquitectura tradicional canaria de excelente factura. Es ya la una y media, llevo casi cinco horas de excursión y estoy cansado. Me tomo un café en el bar que hay al lado de la plaza donde me dicen que en el pueblo no hay parada de taxis, pero me llaman a uno que ha de venir desde Icod, así que el regreso hasta mi coche me costó la friolera de 27 € (tenía que haber cogido una guagua).