Sara
Son las dos de la madrugada y aquí estoy, frente a la pantalla, después de intentar infructuosamente volver al sueño. La bola del estómago me ha despertado cuando aun no llevaba una hora durmiendo. Bien sé la causa de esta ansiedad porque la sentía real, tan real como si estuviera acostada a mi lado. La noticia la recibí por whatsapp ayer después de cenar, uno de los amigos del grupo de la universidad: Sara ha muerto. Ni siquiera sabía que tenía un cáncer. Tampoco, me dice mi amigo, lo supimos nosotros casi hasta el final, como si así me consolara o me justificara o qué sé yo. Releo ahora mismo las breves frases de hace unas horas. Otra vez: Sara ha muerto. Y vuelvo a revivir esos instantes suspensos en los que los fonemas neutros van impregnándose de significado, en que ese significado va activando mis neuronas, en que lo comprendo, lo hago mío, e inmediatamente siento el desgarro lacerante, un dolor que quiero rechazar pero sé que no puedo, que está ahí. Corté la conversación con mi amigo negándome a pensar, negándome a sentir. Me fui a la cama y me sumergí en el libro que estoy leyendo estos días; y me dormí como cualquier otra noche, como si nada hubiera pasado. Poco tiempo, hasta que Sara, instalada en mi cerebro, acostada a mi flanco, me despertó llorando, sufriendo, aunque bien sé que soy yo quien llora, quien sufre.
Sara fue, hace ya tantísimos años, Lucía, la canción de Serrat. Nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí. Aunque, ¿se puede perder lo que no se ha tenido? Entonces, hace tantísimos años, me dijeron (uno de ellos fue el amigo que ayer me llamó) que Sara me quería. Sin embargo, yo me había prohibido quererla, aunque ahora, tantísimos años después, no puedo recordar qué motivos tuve –sospecho que no fueron muy nobles: ¿orgullo, celos?–. Vuelven a mí los recuerdos, con especial nitidez aquella tarde que, después de la entrega de Proyectos, después de noches sin dormir, pasamos escondidos de todos en el parque del Olivar de San Isidro, dejándonos envolver en la laxitud del cansancio, ensayando promesas que nunca se cumplieron. Si alguna vez fui bello y fui bueno, fue enredado en tu cuello y tus senos; si alguna vez fui sabio en amores, lo aprendí de tus labios cantores. Pero no, en realidad no. Lo mío con Sara fue lo que no llegó a ser, seguramente era demasiado joven. Pero, aun así, fue el anticipo de futuras bondades y ternuras, el atisbo fulgurante de una sabiduría que tardaría muchos años en adquirir, si es que acaso la tengo.
La vi por última vez el pasado 18 de octubre, en la fiesta de despedida que me organizaron los amigos en Lima. Había mucha gente y casi no tuvimos ocasión de hablar pero, desde luego, nada me alertó de que pudiera estar enferma. Cuando llegó a la casa de Alfonso (con retraso, nunca fue puntual) y me abrazó cariñosamente, sentí la extraña desazón que siempre me asaltaba cuando la veía, después de haber recuperado el contacto, tantísimos años después. En aquel primer regreso al Perú –junio de 2013– sí tuvimos ocasión de hablar, de repasar nuestras vidas, de evocar a los críos que fuimos. En algún momento, casi nos atrevimos a destapar los viejos agravios, las mutuas traiciones. Casi. Es gracioso y triste a la vez: dolores de adolescentes que dos adultos cincuentones no son capaces de mirar de frente, de enseñarse el uno al otro sin vergüenzas. Esa tarde, sentados en el malecón de Barranco frente al Pacífico, yo la miraba y veía a la chica de diecinueve o veinte años; y la amaba y a la vez sentía rabia, una rabia que ya no podía fechar.
Escribía en este blog hace unos años sobre la irreversibilidad de los hechos, sobre las funestas consecuencias de los actos triviales, de apretar un botón. Entre Sara y yo hubo un desencuentro. La relación de confianza que fluía armoniosa sin obstáculos, se quebró de pronto. La causa fue una nimiedad, desde luego, nada que objetivamente merezca ser tenido en cuenta. Pero entonces yo me sentí engañado y empecé a verla de otro modo. Conste que me di cuenta de lo que ocurría, conste que no quise que ocurriera, conste que me repetí mil veces que nada había pasado, deseé mil veces negar lo que había pasado. Pero cuando joven (quizá nunca) no se es capaz de embridar los sentimientos. Imagino que ella se sentiría, a su vez, también defraudada. En fin, cosas de chiquillos; piénsese que estoy hablando del 79. Año y pico después yo me fui del Perú y no volvería a verla hasta pasadas casi tres décadas y media. Dos vidas vividas, sin echarnos de menos salvo algún que otro recuerdo inoportuno. Ahora Sara se ha ido y compruebo que la herida nunca cerró del todo. De entrada, esta noche me ha echado de la cama y traído hasta aquí, a intentar exorcizarlas –a ella y a mi angustia– a golpes de teclado. No sé si ésta es una carta de amor que se lleva el viento, pintado en mi voz, a ninguna parte, a ningún buzón.
Lamento lo ocurrido. Espero que, como dice Joaquín, puedas al menos sacar cierta sabiduría de este dolor.
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