Empezaré con una afirmación obvia y, sin embargo, necesaria: la función primordial de cualquier lenguaje es permitir la comunicación. Si la humanidad estuviera formada por un conjunto de individuos lo suficientemente pequeño para que todos pudieran o necesitaran comunicarse con todos existiría sin duda un idioma común con el que lo harían. De hecho, que haya muchos idiomas se explica justamente porque cada uno de ellos se ha formado gracias a un suficiente grado de aislamiento del grupo que lo habla. Para los partidarios de las teorías
monogenéticas, en tiempos remotos todos los escasos seres humanos hablaban una única lengua que fue diversificándose a medida que los descendientes se ramificaban en sus migraciones colonizadoras por las distintas partes del mundo. Los
poligenetistas, en cambio, suponen que el habla humana fue surgiendo cuando ya nuestros antepasados formaban grupos separados. Pero, en realidad, saber cuál fue el origen de la multiplicidad lingüística no varía la cuestión básica: que la diferenciación de idiomas deriva de la incomunicación de los grupos hablantes entre si. Por eso, porque la incomunicación ha sido siempre considerada negativamente, también desde siempre los seres humanos han visto la diversidad lingüística como algo malo y es común a muchas mitologías referirse a una
edad de oro de la humanidad en la que todos los hombres hablaban un único (y perfecta) idioma. En nuestra tradición judeocristiana, el batiburrillo lingüístico es resultado de un castigo divino a los constructores de la famosa torre de Babel, por haber tenido la audacia de intentar actuar de común acuerdo. Yahveh se dijo: " He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua, siendo este el principio de sus empresas. Nada les impedirá que lleven a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y allí mismo confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los otros".
Otra observación: las lenguas "minoritarias" perviven de forma natural en la medida en que sus hablantes se mantienen aislados. Una comunidad pequeña con lengua propia que se va integrando en otra mayor (e integrarse supone interrelación entre las personas) por pura conveniencia irá adoptando el idioma de su nuevo entorno comunicativo. Durante algunas generaciones serán bilingües, pero a poco, al reducirse el uso de la lengua nativa a un círculo cada vez más estrecho, se irá perdiendo. De los idiomas que hablaban los habitantes del imperio romano antes de su latinización ninguno queda (con la excepción, por supuesto, del euskera). Ciertamente, el latín de un lusitano sería bastante distinto del de un dálmata, pero diferencias dialectales, como las que hay entre el castellano de un madrileño y el de uno de Cochabamba, o entre el árabe de Marruecos y el de Egipto, que no impedirían que pudieran entenderse entre ellos. Que el latín, por ejemplo, derivara en varias lenguas romances, ya sí claramente distintas, obedeció a la desaparición del vínculo de la administración imperial y al progresivo aislamiento y separación entre los embriones de los futuros estados medievales. Eran, de todos modos, otros tiempos. No es previsible, por ejemplo, que el español, pese a llevar más de cinco siglos hablándose en América, se diferencie en idiomas distintos; la "globalización", sin impedir las evoluciones autóctonas de toda lengua vivo, hace que éstas sean cada vez más aportes al acervo común. Vemos una película mexicana y, tras unos primeros momentos para que se nos "haga el oído", aprendemos algunas palabras desconocidas que enriquecerán nuestro vocabulario, del mismo modo que cuando leemos un libro bien escrito. De hecho, la decadencia –e incluso muerte– de las lenguas a medida que sus hablantes se van "integrando" en otra supone el trasvase de elementos de la primera a la segunda; ninguna cultura
dominante aniquila completamente a las previas, sino que se
contamina siempre en cierto grado de éstas, y eso ocurre también con los idiomas. En español, papa (patata) proviene del quechua, cacao y chocolate del náhuatl (la legua de los aztecas) y así muchísimas.
Sin embargo, es también frecuente que pervivan lenguas minoritarias pese a la integración de sus hablantes en un entono cultural más amplio con otro idioma, de modo que éstos se convierten en bilingües, con un idioma nativo, al que vinculan su afectividad (el que usan con sus allegados, el de las relaciones íntimas, incluyendo los pensamientos), y otro
oficial, necesario para la vida "exterior" pero que les es, hasta cierto grado, emocionalmente ajeno. Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con las lenguas romances minoritarias que todavía no se han extinguido y que se hablan en la porción occidental de Europa (Portugal, España, Francia, Bélgica, Italia, además de Andorra, San Marino, Vaticano y parte de Suiza) junto con Rumanía y Moldavia (ámbito separado geográficamente del anterior). Cada uno de estos países (entidades políticas) tiene su idioma oficial (sólo seis en total) que se supone que dominan prácticamente todos sus ciudadanos (que rondan los doscientos veinte millones), pero además se hablan otras lenguas circunscritas a espacios "sub-estatales": el sardo, el arpitano (en un área entre Francia, Suiza e Italia, con centro en Lyon), el romanche (en el cantón de Los Grisones y etorno), el siciliano, el friulano (noreste de la península itálica), el occitano (en todo el sur de Francia, con numerosas variedades que algunos consideran lenguas en sí mismas: auvernense, limosín, provenzal y provenzal alpino, gascón, languedociano), el catalán, el navarro-aragonés, el astur-leonés (del cual son variedades el extremeño y el cántabro) y el gallego. Aproximadamente (porque es difícil estar seguro de estas cifras), los hablantes de alguno de estos idiomas suman unos 20 millones de personas; es decir, menos del 10% de la población total del espacio lingüístico romance. Naturalmente, no todas estas lenguas gozan de la misma vitalidad. Del navarro-aragonés sólo queda la
fabla, que hablan apenas unas once mil personas –en no menos de treinta variedades dialectales– en las áreas pirenaicas y pre-pirenaicas. En el extremo opuesto, el idioma
minoritario con mayor salud es sin duda el catalán (incluyendo valenciano y balear) que, según el
Observatori de la llengua catalana, superó en 2012 la barrera de los diez millones de hablantes (lo que supondría casi las tres cuartas partes de la población del
dominio territorial del idioma); no obstante, según la misma fuente, "sólo" 4,4 millones tenían el catalán como lengua nativa, menos de la tercera parte de los habitantes de esas áreas.
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Unamuno, por Ramón Casas (1904) |
En principio, que una lengua minoritaria perviva obedece a la
voluntad de sus hablantes de seguir manteniéndola como vehículo de comunicación "familiar"; voluntad que ha de suponer un
esfuerzo ya que lo más fácil parecería ser, toda vez que aprenden el idioma mayoritario, ir abandonando la lengua nativa, proceso que efectivamente ocurre a lo largo de las generaciones. Eso fue ocurriendo, por ejemplo, con el euskera desde la Baja Edad Media hasta entrado el siglo XX: fue quedando relegado a los caseríos, entre la población menos alfabetizada y, por tanto, más ajena al modelo socioeconómico que poco a poco tendía a englobar al conjunto de la sociedad. En mi infancia, el vasco no se escuchaba en San Sebastián, salvo palabras sueltas de anecdótico sentido folklórico; lo hablaban en los ámbitos más rurales y dispersos, en multitud de variedades, tan diversas entre sí que, como me confirmó un ex-cuñado, natural de Amézqueta y
euskaldun zahar (con el euskera como lengua materna, tanto que aprendió el castellano en la adolescencia), casi no podía entenderse con los de Lequeitio, adonde iba de vacaciones en su infancia. No creo que sea exagerado afirmar que, al menos durante los últimos seiscientos años, el euskera ha sido siempre minoritario en número de hablantes en el País Vasco. Desde luego, hacia finales del XIX, cuando surge el llamado
Renacimiento vasco (Eusko Pizkundea) propiciado por una elite cultural mayoritariamente de origen urbano y no euskaldunes nativos, de los algo más de seiscientas mil habitantes de las Vascongadas no más del 20% entendería el euskera. En los primeros años del XX, cuando se ponen las bases para la recuperación del vascuence, también había voces disidentes, destacando entre ellas la de Unamuno, con la autoridad de su prestigio intelectual y la de ser
euskaldun zahar. En su famosísimo discurso de agosto de 1901 en los Juegos Florales de Bilbao (publicado en
El Noticiero Bilbaíno) afirma que "
el vascuence se extingue sin que haya fuerza humana que pueda impedir su extinción; muere por ley de vida. No nos apesadumbre que perezca su cuerpo, pues para que mejor sobreviva su alma. La mejor lengua es la propia, como es la mejor piel la que con uno se ha hecho; pero hay para muchos pueblos, como para otros organismos, épocas de muda. En ella estamos. En el milenario eusquera no cabe el pensamiento moderno; Bilbao hablando vascuence es un contrasentido. Y acaso esto nos dé ventaja sobre otros, pues nos encierra menos en nuestra privativa personalidad, a riesgo de empobrecerla. Tenemos que olvidarlo e irrumpir en el castellano ..."
De más está decir que este discurso de don Miguel fue piedra de escándalo; durante el propio acto, cuando se refirió al vascuence, se escucharon en las localidades altas del Teatro Arriaga voces y silbidos que degeneraron en tumulto que interrumpió la conferencia durante diez minutos. Baroja, pocos días después, decía que "para un castellano, lo dicho por Unamuno es una revelación, para un éuscaro es una blasfemia; para un vascongado inteligente, es una verdad que está harto de saberla". Uno de los más relevantes éuscaros, como llamaba don Pío a los bizkaitarras, era Sabino Arana quien publica en septiembre una crónica del acto y arremete con notorio rencor contra Unamuno, tergiversando sus palabras para atribuir al rector de Salamanca el deseo de que muera el pueblo vasco. De sobra es sabido que la promoción del euskera (que derivaría hacia su artificiosa estandarización, proceso iniciado por el propio Arana) era en los comienzos del nacionalismo vasco (y sigue siéndolo) la base fundamental de la defensa de la identidad como pueblo. En el fondo, no estaban tan alejados los dos bilbaínos; ambos consideraban que el vasco era un pueblo singular, que existía un
alma vasca. Pero mientras uno veía en el idioma autóctono un lastre para la expansión de ésta, el otro lo consideraba su elemento fundamental, hasta el punto que su extinción equivaldría a la de la
raza vasca. Los vascos eran vascos en tanto
poseían el euskera; de ahí que la voluntad de preservar esta lengua –y supongo que el ejemplo del vascuence puede extrapolarse a otros idiomas minoritarios– no obedeció (ni obedece) a motivos funcionales, a eficacia en la comunicación. Tampoco al amor a la lengua propia, por más que ésta sea la excusa subyacente y ciertamente tenga su parte de verdad. Enseguida los bizkaitarras se dieron cuenta de que había que cercenar su apreciado idioma, homogeneizarlo y regularlo suprimiendo su diversidad, artificializarlo con neologismos para que sirviera; en fin, tantas operaciones que difícilmente cabe entender que mucho amaran al original. No, la voluntad de preservar el euskera fue sobre todo de orden político, la voluntad de
diferenciarse, de erigirse en distintos de los españoles. La lengua ha de servir para comunicarnos entre nosotros y para que no nos entiendan los otros (alguien dijo hace tiempo que el
nosotros de los nacionalistas debe leerse, mediante la mínima sustitución de una letra por otra, como
no a otros). Así: "Tanto están obligados los bizkainos a hablar su lengua nacional, como a no enseñársela a los maketos o españoles. No el hablar éste o el otro idioma, sino la diferencia del lenguaje es el gran medio de preservarnos del contacto con los españoles y evitar así el cruzamiento de las dos razas. Si nuestros invasores aprendieran el euzkera, tendríamos que abandonar éste, archivando cuidadosamente su gramática y su diccionario, y dedicándonos a hablar el ruso, el noruego o cualquier otro idioma desconocido para ellos" (Sabino Arana).