sábado, 30 de julio de 2011

Carpetazo al acertijo veraniego de los sobres

Voy a dar por zanjado el acertijo lógico, reconociendo que saber que está mal decepciona a cualquiera que intente resolverlo y tampoco es demasiado atractivo averiguar el por qué. Asumo pues la regañina de Lupita (que es la única, junto con otro amigo, me consta que han reflexionado sobre el asunto) y simplemente pasaré a explicar algo más el error del planteamiento. No obstante, en mi descargo, quiero señalar que el juego que se presenta es de lo más sugerente en cuanto a las posibilidades que abre; de hecho, he pasado unos buenos ratos dándole vueltas.

Con las condiciones del concurso sólo hay 8 posibles combinaciones de euros en los tres sobres (no 7 como dije ayer). De otra parte, puede haber hasta 6 permutaciones distintas de los tres concursantes, atendiendo al orden en que fueran preguntadas por el concursante. La imagen adjunta recoge, para cada una de las 6 permutaciones, una tabla que simula, para cada posible combinación de cantidades de euros en los sobres, cómo funcionaría el concurso. Por ejemplo, en la permutación 3 (Beatriz-Ana-Carmen), si los sobres contuvieran la segunda combinación (1-3-9), el presentador preguntaría a Bea que no sabría responder (con 3 € en su sobre, en los sobres A y C pueden haber 1-9 o 2-8). Luego preguntaría a Ana y ésta, con 1 € en su sobre, sólo podría descartar la combinación 1-2-10 (ya que de serlo, Bea habría acertado) pero dudaría entre tres más (1-3-9, 1-4-8 y 1-5-7) por lo que tampoco contestaría. Finalmente le tocaría a Carmen quien, sabiendo que tiene 9 € en el sobre C, acertaría con la única combinación posible (la 1-3-9). El lector curioso puede comprobar cualquiera de las 48 combinaciones (8 por cada permutación) que aparecen en la tabla; espero que no haya cometido nuevos errores.

Lo importante es que, en cada una de las seis ordenaciones posibles, hay combinaciones de euros que permiten ganar a Ana, a Bea y a Carmen. O, dicho de otra forma, si el concursante (conchabado con el presentador) no tiene capacidad para saber lo que hay en ninguno de los sobres, por más que fuerce el orden de las preguntas no podrá en ningún caso garantizarse la victoria. La solución (errónea) del anterior post decía que el orden trucado era Carmen-Beatriz-Ana, pero si vamos a la tabla 6 de la imagen vemos que en esa permutación Carmen gana con las dos primeras combinaciones y Beatriz con otras dos; pero lo curioso es que si saliera cualquiera de las cuatro combinaciones restantes, Carmen y Beatriz no sabrían la respuesta, pero Ana tampoco. Y quienquiera puede molestarse en comprobar que no hay ninguna ordenación de las seis posibles que garantice a ninguna de las tres concursantes la victoria. Es decir que el planteamiento del problema era erróneo. El presentador no había hecho trampas porque su única competencia que era fijar el orden de las preguntas no valía para nada. A lo mejor no había nada sospechoso en su muerte.

Ahora bien, como ya adelanté en el post anterior, podríamos pensar que hay determinadas combinaciones de euros que los organizadores del concurso nunca usarían porque, en tal caso, las concursantes sabrían la solución de los otros sobres sin necesidad de pensar. Son 3 de las 8 combinaciones posibles: la 1-2-10 (Bea y Carmen), la 1-3-9 (Carmen), y la 3-4-6 (Ana). A partir de este supuesto expliqué en el post anterior cómo Ana, si era preguntada en último lugar, se aseguraba la victoria. Pero no es verdad, porque, si no cuentan esas tres combinaciones, también las otras dos concursantes lo habrían deducido y, como se ve en las nuevas tablas, volvemos a una situación en la que ningún orden garantiza a ninguna concursante que sólo ella va a acertar. Por ejemplo, si la combinación es la 2-4-7 en la sexta ordenación, preguntada Carmen no podrá responder (tiene dos opciones posibles); luego va Bea quien también tiene dos opciones y, por tanto, no contestará; finalmente Ana, tiene en principio tres opciones, pero sabe que en el sobre B no puede haber 3 euros (porque en tal caso Bea habría acertado) y que en el sobre C tampoco puede haber 6 euros (pues Carmen habría dado la respuesta), por lo que es ella, Ana, la que acierta. Si no me he equivocado (y animo al lector a que lo verifique), no hay ningún orden concreto que garantice a ninguna de las tres concursantes la seguridad de que ella y sólo ella va a acertar la respuesta.

Pero todavía podríamos dar otra vuelta de tuerca y deducir lícitamente que si los concursantes no han de poner combinaciones que posibilitan la inmediata deducción de la serie a ninguna de las concursantes, también deberían suprimir aquellas series que, hecha la exclusión de las tres primeras en el conteo de opciones, permiten de nuevo a los concursantes la deducción automática de la solución. En las tablas de esta segunda imagen he quitado las tres series ya identificadas anteriormente (que es lo que habrían hecho las concursantes) y podemos comprobar que aparecen ahora dos series más que permiten la respuesta inmediata: la 2-3-8 (Si Beatriz encuentra 3 euros en el sobre B sabe inmediatamente las cantidades de los otros dos) y la 2-5-6 (en este caso es Carmen a la que se le daría la solución). De las ocho series posibles, quedarían pues sólo 3 válidas. La simulación es ahora sencillísima porque el concurso pierde casi todo su interés. Como puede comprobarse en la nueva columna de tablas, da igual el orden de los concursantes, cualquier combinación se resuelve antes de preguntar al tercero. Y, por supuesto, no hay ningún orden en el que algún concursante pueda asegurarse que, para todas las combinaciones, él será el que gane el premio.

A estas alturas del rollo, seguro que más de uno se ha dado cuenta que cabe una tercera vuelta de tuerca porque, si los concursantes han quitado de sus conteos de opciones 5 de las 8 combinaciones posibles, las 3 que quedan son también, ahora, suprimibles. En efecto, la 1-4-8 hace que Carmen sepa inmediatamente las cantidades de los sobres A y B; la 1-5-7 cumple idénticas condiciones para Beatriz; y la 2-4-7 para Ana. O sea, que llegamos a la conclusión absurda de que no hay ninguna combinación válida porque todas permiten que alguna de las concursantes, tan excelentes lógicas, sepa inmediatamente que vea la cantidad de su sobre, los euros que hay en los otros dos. ¡Menuda birria de concurso!

Habrá que asumir, por tanto, que no hay la restricción de no poner series que den la respuesta inmediata a algún concursante (para evitar suspicacias, la combinación concreta resultaría de un sorteo entre las ocho posibles). Volvemos pues a la primera simulación y a la conclusión inicial: no hay manera de garantizarse la victoria. Además, como se ve en la primera columna de tablas, quien sea el acertante depende tanto de la combinación que haya salido como del orden en que son preguntados, y en todas las permutaciones hay varias combinaciones que, tras el turno completo de preguntas, no permiten ningún ganador. Si, acabado este turno, se volviera a preguntar a las tres concursantes en el mismo orden, ¿podríamos asegurar que en todas las combinaciones de todas las permutaciones (48 supuestos) el concurso tendría siempre ganador con un máximo de dos turnos?


Sure as shit - Kathleen Edwards (Asking for Flowers, 2008)

viernes, 29 de julio de 2011

Más pistas para la adivinanza veraniega

Me refiero a la que publiqué el miércoles y que solo Zafferano, Atman y Grillo parecen haber intentado. Ampliaré la información sobre las tres pistas cuyo denominador común es el objeto de la adivinanza.

El edificio de la fotografía fue en su origen, allá por el siglo XI o XII, un castillo. aunque también se le adosó una iglesia. En cualquier caso, lo demolieron y reconstruyeron varias veces y en la actualidad solo queda la fachada y una parte del edificio que incluye una gran sala gótica que sirve de parroquia. Se sitúa en una aldea de la provincia de Gerona.

El director de cine español es uno de los grandes, además de ser archiconocido; es decir, no hace falta ser cinéfilo para haber visto varias de sus películas (sin ir más lejos, esta semana en alguna de las incontables cadenas de la TDT pusieron una de las más divertidas entre las suyas). Vargas Llosa le dedicó una de sus "novelitas menores", de deliciosa lectura. Y no puedo decir nada más porque si lo hago sería inmediata su identificación.

El cantautor italiano es poco conocido en España pero uno de los de mayor prestigio en su país. Curiosamente, ya mayor, se presentó y ganó el popular (y denostado entre los progres) Festival de Sanremo. A mí me gusta mucho y creo haber puesto en los últimos meses al menos dos de sus canciones como acompañamiento de sendos posts.

Bueno, creo que con estas pistas ampliadas, no debe ser ya demasiado difícil averiguar las tres incógnitas y, consiguientemente, descubrir la palabra de ocho letras que todos comparten. Ánimo.

Solución (errónea) al acertijo lógico de ayer

Después de darle un repaso, acabo de caer en que el acertijo de los sobres está mal planteado. No obstante, cuento la solución tal como me la había planteado (erróneamente) y propongo el enigma derivado.

La condición de que los euros de los tres sobres sumaran 13 y de que la cantidad de A fuera menor que la de B y ésta menor que la de C, se traduce en sólo siete combinaciones posibles que son las siguientes:

1-2-10 / 1-3-9 / 1-4-8 / 1-5-7 / 2-3-8 / 2-4-7 / 3-4-6

Ahora bien, algunas de estas combinaciones (concretamente las 1-2-10, 1-3-9, 1-5-7 y 3-4-6) hacen que una o dos concursantes sepan las cantidades de los otros dos sobres con sólo mirar el suyo (la 1-2-10 se lo permite a Bea y a Carmen, la 1-3-9 a Carmen, la 1-5-7 a Bea y la 3-4-6 a Ana y Carmen), por lo que hemos de suponer que ninguna de ellas era la que estaba en los sobres pues, en ese caso, podría decirse que los organizadores (y no el presentador y su cómplice) habrían sido los que amañaron el concurso a favor de Bea o Carmen. Asumiré pues que es una de las tres combinaciones restantes la que está en los sobres (1-4-8, 2-3-8 y 2-4-7).

Ya está dicho en el enunciado que ni la ganadora ni el presentador saben cuál es la distribución que han puesto los sobres; por tanto hay que suponer que han urdido un plan que les asegura acertar independientemente de cuál sea la combinación concreta.

La única variable sobre la que el presentador puede intervenir es el orden en el que pregunta a las concursantes. Me abstengo, porque es muy pesado, de describir el turno de preguntas para cada una de las seis posibilidades. Pero propongo al lector que lo haga por sí mismo. Para ello, repásese para cada una de las seis posibles combinaciones de turnos (ABC - ACB - BAC - BCA - CAB - CBA) lo que ocurriría ante cada una de las 3 combinaciones de cantidades que hemos asumido que hay en los sobres. Doy un ejemplo cualquiera de los 18 posibles: Si en el sobre A hay 2 euro, en el B 3 y en el C 8, tendríamos la siguiente secuencia:

Preguntada Ana (que sabría que tiene 2 euros) no podría deducir ni cuantos tiene B (3 o 4) ni en el C (8 o 7). A la vista de la ignorancia de Ana, Beatriz lo único que sabría es que en el sobre A no hay 3 euros, porque en tal caso, la primera habría dicho que en B y C hay 4 y 6 euros respectivamente (única posibilidad). Bea deduciría que Ana tiene o 1 o 2 euros luego, viendo que en su sobre B hay 3 euros, Carmen habría de tener 9 u 8 euros respectivamente; o sea, que Bea tampoco podría dar la solución. Los silencios consecutivos de Ana y Beatriz le dicen a Carmen que en el sobre A no hay 3 euros (ya lo hemos dicho) y que en el sobre B no hay ni 2 ni 5 euros (porque, para cualquiera de ambas cantidades Bea habría deducido lo que hay en el sobre C). Como Carmen ve que en su sobre tiene 8 euros, se encuentra con que caben dos combinaciones (1-4-8 y 2-3-8), con lo cual tampoco puede contestar.

Pues bien, si repetimos este proceso para cada una de las 18 posibles permutaciones combinadas de cantidades en los sobres y orden de las concursantes, encontramos que hay una concreta combinación de turnos de las seis posibles en la que la última concursante, sea cual sea la distribución de las cantidades de euros en los sobres, al ver el suyo sabe con seguridad las de los otros dos. Esta combinación es la contraria a la del orden alfabético que podría presumirse erróneamente que es el que siguieron. No, el presentador preguntó primero a Carmen, luego a Bea y finalmente a Ana, que dio la respuesta correcta.

¿Y cuál era la respuesta correcta? Pues no podemos saberlo con seguridad (aquí había una pequeña trampita consciente). Revisemos la secuencia de este turno para las tres distribuciones que asumimos posibles. El presentador pregunta a Carmen que tiene 7 u 8 euros en el sobre y que no puede adivinar las otras cantidades (podrían ser 1-5 y 2-4 si tiene 7 euros o 1-4 y 2-3 si tiene 8 euros). Entonces le pregunta a Bea quien, como ya hemos dicho, puede tener 3 o 4 euros, pero ninguna de las dos cantidades le permite determinar lo que hay en los otros dos sobres: si tiene 3 euros hay dos posibilidades (1-3-9 y 2-3-8) y si tiene 4 también hay otras dos (1-4-8 y 2-4-7). Le toca pues el turno a Ana que tendría 1 o 2 euros y del silencio de sus dos antecesoras puede deducir que Carmen tiene 7 u 8 euros (porque si tuviera 6, 9 o 10 habría deducido las cantidades de los sobres restantes) y que Bea tiene 3 o 4 euros (porque si hubiera tenido 2 o 5 también habría deducido las cantidades restantes). Pues bien, si Ana tiene 1 euro, sabe a cincia cierta que en el sobre B hay 4 euros y en el C 8 euros; y si Ana tiene 2 euros igualmente está segura de que en el sobre B hay 3 euros y 8 en el C.

En las otras cinco posibles permutaciones de turnos, ninguna de los tres concursantes tiene la seguridad de saber la distribución para todas las combinaciones posibles de cantidades en los sobres. Por tanto, dándose cuenta de que ello, la concursante ganadora y el presentador amañaron el concurso mediante dos trampas. La primera: presentándose ella con el falso nombre de Ana para asegurarse de que le dieran el sobre con la cantidad menor. La segunda: preguntando el presentador en el único orden que garantizaba que, fuera cual fuera la distribución de las cantidades en los sobres, su cómplice sabría la solución.

En conclusión que las respuestas al acertijo de ayer eran las siguientes. Primera: la ganadora (fraudulenta) se llamaba (nombre falso) Ana. La segunda no podía responderse (esa era mi pequeña trampa consciente): en el sobre A había 1 o 2 euros, pero con cualquiera de esa cantidades Ana podía deducir lo que había en los otros dos. La tercera solución a la tercera pregunta es que lo habían amañado tal como he dicho en el párrafo anterior.

Muy lógico todo, ¿verdad? Pues no: está mal. Y este es el enigma que ahora planteo: ¿Por qué?

jueves, 28 de julio de 2011

Acertijo veraniego (2)

Añado un segundo acertijo, éste más para los de números (y bastante más sencillo). El original lo encontré hace tiempo en una web de juegos lógicos y matemáticos. La versión que presentó pretende complicarlo un poquillo. Ahí va el enunciado:

Hay tres sobres identificados con las letras A, B y C y tres concursantes que se llaman Alberto, Bernardo y Carlos. O mejor, son tres mujeres que se llaman Ana, Beatriz y Carmen. A cada uno de los concursantes de dan el sobre marcado con la letra que es la inicial de su nombre y les dan los siguientes datos:
  1. Cada sobre contiene una cantidad entera de euros
  2. El sobre A tiene menos euros que el B y éste menos que el C.
  3. Entre los tres sobres suman 13 euros.
Luego les dicen que cada una mire la cantidad que hay en su sobre. Hecho esto, el presentador les va preguntando una por una si saben cuánto dinero hay en los otros dos sobres y las dos primeras declaran en voz alta que no son capaces de deducirlo, pero la tercera, en cambio, dice correctamente las cantidades de euros que hay en cada uno de los tres sobres. Saltos de alegría de la ganadora porque el premio es muy sustancioso. Fin del concurso.

Unos meses después, la prensa rosa anuncia que el popular presentador del concurso está saliendo con la chica ganadora. Saltan los rumores porque a más de uno se le ocurre que estaban conchabados para amañar el juego. Sin embargo, el notario de la cadena certifica que nadie salvo él sabía cuánto dinero había en cada sobre. De otra parte, era tradición del programa etiquetar cada sobre con la inicial de cada concursante que, en este caso, coincidían con las tres primeras letras del alfabeto. Por tanto, no parecía que hubiera habido tongo. La feliz pareja, para desmentir cualquier maledicencia, declaró que se habían conocido y enamorado a partir del concurso.

Los rumores fueron decayendo hasta que, poco tiempo después, mientras la pareja disfrutaba de unas paradisíacas vacaciones en una isla tropical, el presentador sufrió un accidente mortal. Había algunas circunstancias extrañas en esa muerte que provocaron que se sospechara de la chica. Volvieron los rumores que ahora se complementaban diciendo que el presentador chantajeaba a la chica con desvelar cómo habían amañado el concurso y que ella, para librarse del riesgo y quedarse con la totalidad del premio, se lo había cargado. Lamentablemente, no había pruebas sólidas para una acusación y, sobre todo, se carecía de cualquier base para sostener que el concurso había sido fraudulento.

Sin embargo, de pronto se descubre que la chica no se llamaba realmente cómo había dicho en la televisión y este dato iluminó la mente del fiscal y le hizo comprender que, en efecto, el presentador y la concursante probablemente se conocían de antes y se habían conchabado para amañar el concurso. El rumor encontraba ya una base: podía haber un móvil para el presunto asesinato del hombre. A partir de ahí se inició una investigación a fondo que acabó finalmente con la condena de la chica.

Naturalmente, el fiscal conocía el nombre de la concursante que ganó, pero yo no voy a decir cuál de las tres era (Ana, Beatriz o Carmen). Ésa es justamente la primera pregunta de este acertijo. La segunda es cuántos euros había en cada uno de los tres sobres. Y la tercera, obviamente, se responde explicando cómo lograron ambos cómplices hacerse fraudulentamente con el premio del concurso. De más está aclarar que las tres concursantes gozaban de excelente inteligencia lógica.


Holy Town- Dubrovniks (Medicine Wheel, 1994)

PS: Para evitar estropear el acertijo a los demás, no den la solución en los comentarios, sino a través de un correo a mieskahn@hotmail.com. Ah, y la publicación de este acertijo no quiere decir que no sigan esforzándose en el de ayer.

miércoles, 27 de julio de 2011

Adivinanza veraniega

Palabra de 8 letras que es el común denominador de:
  1. Edificio de la fotografía infra
  2. Director de cine español
  3. Cantautor italiano


Lógicamente, además de la palabra pedida, no estará de más que se identifiquen las tres pistas supra.


Help yourself - Amy Winehouse (Frank, 2003)

PS: Si resulta muy difícil, iré dando pistas; pero antes de pedirlas, exprímanse el coco, que el ejercicio mental es bueno para combatir la modorra veraniega.

sábado, 23 de julio de 2011

La torre giratoria (7)

Por más que al mapa que habíamos dibujado no pudiera exigírsele demasiada exactitud, que al fin y al cabo se basaba en la estimación aproximada de las orientaciones y distancias caminadas, quedamos todos bastante satisfechos de su apariencia. Evaluamos la extensión de la isla en unos 27.500 acres, casi la misma que la de Jersey, la cuna de nuestro capitán. Era pequeña, sí, pero tampoco minúscula pues en nuestros viajes todos habíamos visitado islas bastante menores pero habitadas por congéneres con diversos grados de civilización. Nos asombraba la ausencia de seres humanos, incluso de cualquier vestigio de que aquí hubieran vivido en el pasado (si exceptuamos, claro está, las varias construcciones del misterioso metal; pero eso era harina de otro costal ya que muchos dudábamos de que fueran obra de nuestra especie). Verdad es que se encontraba alejada de otras tierras pero no más que algunas otras conocidas en estos mismos mares meridionales, y la feracidad de esta isla junto a su clima amable la convertían en un lugar propicio para el asentamiento humano. De hecho, según nuestros instrumentos estábamos más cerca del continente que las islas Cook, en la principal de las cuales, Rarotonga, habíamos efectuado nuestra última escala antes de poner rumbo hacia el suroeste y encontrarnos con el extraño mar de las calmas. Así que teníamos que estar entre el archipiélago de las Cook y la Isla Norte neozelandesa, una ruta que ya era suficientemente conocida por nuestra marina y, sin embargo, ninguna noticia había ni de las aguas casi inmóviles ni de esta misteriosa isla. Sin embargo, tampoco de eso podíamos estar seguros pues pareciera que nuestra localización precisa en el globo se resistía a ser confirmada. El piloto, marino de sobradísima experiencia y reputado cartógrafo, desesperaba ya que, después de cada observación del cielo o medición con el sextante y los consiguientes cálculos, obtenía coordenadas distintas. Pareciera, dijo sin disimular su exasperación, que esta maldita roca flotante se estuviera moviendo. Tal dislate, lejos de provocar carcajadas, arrojó una sombra más sobre los ánimos compungidos de los marineros.

Ahuyentando no obstante la aprensión que nos embargaba, unos pocos nos empeñamos en seguir escudriñando el mapa, en la confianza de que su estudio nos ofreciera algunas claves de los secretos de este lugar y de sus artefactos. Pronto nos percatamos de que el trazado de la zanja que descubrió el tercero de los grupos parecía orientarse directamente hacia la torre. Si nuestro dibujo era correcto (yo estaba convencido de ello) la hendidura metálica seguiría recta bajo la montaña hasta salir al mar por la cara norte del acantilado y conectar con la parte sumergida de la torre. Algo tenía que significar esa unión, alguna función debía cumplir, pero a ninguno se nos ocurría ni la más endeble de las ideas que avanzara en lo más mínimo hacia la respuesta. Luego nos dimos cuenta de que los dos hexágonos de conos invertidos y la torre formaban un triángulo equilátero de unas veinte millas de lado. Este descubrimiento no fue inmediato pues en el dibujo, si bien se apreciaba que cada grupo de conos estaba más o menos a la misma distancia de la torre, entre éstos parecía haber una distancia mayor. Fue Morris quien en silencio se puso a garabatear unos cálculos y comprobó que la longitud desde el centro de cada hexágono (los conos estaban casi al nivel del mar) hasta la cúspide de la torre (mucho más alta, como ya establecimos desde el inicio de la pasarela) medía aproximadamente las veinte millas. Obviamente, la disposición geométrica en triángulo equilátero no podía ser fruto de la casualidad y desvelaba una nueva finalidad ignota. Los tres vértices funcionan, aventuré, como emisores o receptores entre sí de algún tipo de ondas o energía y esa transmisión ha de ser por el aire, en línea recta sin obstáculos. Si así fuera, seguí elucubrando, que los cada punto diste lo mismo de los otros dos podría deberse a que de algún modo se mantiene la variación de la intensidad de lo que esté moviéndose entre ellos; a lo mejor hay un flujo invisible continuo que en cada trayecto pierde una cantidad fija de corpúsculos (me acordé de mis lecturas de Newton) que es exactamente la misma que, al llegar al siguiente receptor/transmisor, éste le vuelve a inyectar y así ad aeternum. Mis compañeros me miraron con expresiones a medias entre el asombro y el sarcasmo: ¿y qué endemoniada sustancia es lo que fluye, según tú? Naturalmente no se me ocurría ninguna, como tampoco para qué había de fluir nada. Algo mohíno admití que mi ocurrencia carecía de fundamento, aunque quién sabe si con futuros datos se revelaría verosímil. En todo caso, convine en que la mejor metodología era atenerse a los hechos y a sus medidas; por un instante, confesé, había olvidado mi profesión científica. Entonces Morris, volviendo a demostrar que era probablemente el que más avispado tenía el ingenio, nos hizo notar la aparente incoherencia de que sólo hubiera una zanja. Fíjense, nos dijo, que la descubierta por el grupo norte, en su trayecto entre la torre y la costa occidental, pasa justo por debajo del hexágono de conos; sin embargo, los hombres de la otra cuadrilla, pese a que encontraron el hexágono opuesto, no advirtieron ninguna zanja. Era sin duda anómalo, máxime cuando lo descubierto hasta ese momento parecía sugerir el respeto a reglas de simetría que habrían requerido una segunda conducción. Pensamos que a lo mejor los hombres la habían pasado por alto, pero interrogados nuevamente aseguraron que no había ninguna zanja, que de haberla habido habría sido imposible que no la hubiesen visto. Otro misterio más, que no iba a ser el último; como fuera, parecía que, sirviese para lo que sirviese, sólo se necesitaba una única conexión subterránea entre la torre y la costa del lado opuesto.

Éramos seis los que llevábamos ya un buen rato en cerrado círculo husmeando sobre el mapa y más tiempo habríamos seguido, intrigados por los múltiples acertijos que proponía, si el capitán Lynne, atento también al comportamiento del grueso de la marinería, no hubiese ordenado cesar ese trabajo, que ya empezaba a anochecer y convenía organizar la acampada y, sobre todo, propiciar la calma en los agitados espíritus de los hombres, pues hasta los que gastaban fama de andar sobrados de agallas se veían inquietos. El capitán ordenó que todos nos reuniéramos en torno a la hoguera que poco antes se había encendido y entonces pidió que quienquiera que desease hablar expusiera su opinión y sus voluntades, pero advirtió con eficaz ademán autoritario que los parlamentos habrían de ser en riguroso orden, sin interrupciones ni mucho menos tumultos. Admiré en mi fuero interno la sabiduría de nuestro jefe, fruto de tantos años de mando que le habían dado el conocimiento profundo de la naturaleza humana y el dominio perfecto de las maneras en que hay que conducir a los subordinados, firmes siempre pero nunca tiránicas. Comenzaron pues los hombres a hablar, turnándose educadamente sin apenas querellas en el uso de las palabra. Todos expresaban, como sentimiento dominante, el miedo que les causaba la isla y sus misterios y abogaban por el rápido alejamiento. Entre la marinería había dos o tres individuos de los que el capitán me había advertido que convenía cuidarse y que ya durante los últimos días de travesía, exacerbados por la casi inmovilidad del barco, habían amagado con actitudes sediciosas. Temía yo que, a resultas de los acontecimientos recientes, sintieran la tentación de intimar a los mandos, con el amago de un motín, cuando menos, para embarcar de inmediato y zarpar, negándose sin ambages a continuar en la isla. Si así ocurría, no sólo desperdiciaríamos la oportunidad de averiguar secretos de cuya trascendencia no me cabía duda, sino que se habría puesto en cuestión la autoridad de la expedición, con las graves consecuencias que ello implicaba en una nave del imperio británico. Pero mis negras presunciones no fueron acertadas, gracias a la inteligencia táctica del capitán. Habían hablado ya dos hombres cuando Lynne, consciente del silencio hosco de estos tipos, se dirigió a uno de ellos, un irlandés flaco y fibroso, y con muy buenos modales le pidió, no ya que diera su opinión, sino que nos hiciera saber cuáles creía que eran los peligros que nos acechaban y a qué podían deberse: valoraré y agradeceré mucho sus palabras, señor Loughran, tanto porque sé de su experiencia y valor como porque igualmente la conocen sus compañeros. El huraño irlandés, sorprendido de tan inusual deferencia (incluso dudó de que fuera a él, ya que tan acostumbrado estaba al apelativo de Sean el palo, en alusión a su delgadez y su larga estatura, que tardó en reconocer su propio apellido) perdió de golpe su altanería y casi parecía una chiquilla tímida, cuya mayor ansia fuera quedar bien ante el galán que la cortejaba. Halagado por la deferencia, habló en sentido muy contrario de lo que probablemente habría estado murmurando con los marineros mientras nosotros estudiábamos el mapa. Dijo que ciertamente los hombres, incluso él, no iba a negarlo, sentían miedo porque no alcanzaban a entender qué era lo que pasaba en esta isla, pero la verdad era que no podía concretar qué riesgos nos amenazaban y tampoco, a fuer de sincero, había acontecido nada que justificasen los temores, salvo la desgraciada muerte de Gordon, pero es que su comportamiento había sido imprudente, desobedeciendo las órdenes de su responsable (y aquí me señaló con una ligera reverencia) que le había prohibido acercarse a la torre. Algunas cosas más balbuceó el halcón convertido en cordero, tratando con poco éxito de compensar su docilidad a las pautas del mando con alusiones torpes de escasa convicción a que quizá sería bueno, no obstante, que leváramos anclas y escapáramos de ahí. Cuando ya se estaba trabucando en demasía, el capitán lo interrumpió con afables gestos de satisfacción, dando a entender (de modo exagerado para mi gusto pero nunca se peca por exceso con el vanidoso) que su atropellado discurso le había proporcionado la luz necesaria para ver con claridad lo que habíamos de hacer. Creo, dijo dirigiéndose al grupo en su conjunto, que el señor Loughran nos ha prestado un noble servicio. Como bien ha explicado, hay en esta isla muchos misterios que, es natural, a todos nos amedrentan. Pero también ha dicho, demostrando que es hombre de carácter, inmune a temores supersticiosos, que nada de lo visto o vivido parece indicar que haya peligros reales, siempre que guardemos la debida prudencia y disciplina. En esta situación, sólo me queda completar lo que, con modestia que le honra, el señor Lougrhan ha omitido, y es que no sería propio de marinos británicos abandonar cobardemente este lugar sin haber completado el reconocimiento de la isla y de sus secretos. No olvidemos tampoco que en la cima de esa montaña cuya silueta se avista al oeste yace el cuerpo de un compañero que no podemos dejar sin cristiana sepultura para que sea pasto de alimañas. Pero por hoy ha habido bastantes emociones; hagamos todos el esfuerzo de serenar nuestras mentes y pasemos un rato aquí, junto al fuego, conversando entre nosotros de asuntos alegres que nos distraigan de las preocupaciones; comamos y bebamos y luego descansemos, con los preceptivos turnos de guardia. Mañana, día nuevo, organizaremos las tareas que hemos de rematar para que cuanto antes reanudemos la navegación de vuelta a Inglaterra.


Where am I now - Shelby Lynne (Suit Yourself, 2005)

Post Scriptum: Hoy, impactado por la matanza de Noruega y ansioso por conocer más detalles sobre lo sucedido (faltan por aclarar muchos detalles y hay demasiadas cosas que no alcanzo todavía a entender) he buscado en el GoogleMaps la isla de Utoya. Me ha sorprendido lo mucho que se asemeja su contorno al que dibujé hace una semana para mi isla imaginaria (que, en todo caso, es casi diez veces más grande); incluso tiene la misma orientación. La verdad, me ha dado un poquito de yuyu. En fin.

lunes, 18 de julio de 2011

Lou Reed embistiendo vacas

Un grupo de country neoyorkino conduce a través de las infinitas carreteras de Tejas. Atardece y en los pastizales abundan rebaños de vacas adormiladas. De pronto, entre los rumiantes descubren una figura vestida en riguroso cuero negro, inconfundible, es Lou Reed. ¿Qué hace este flaco sesentón en los prados tejanos, tan lejos de Brooklyn? Los chavales no lo pueden creer: el colega se dedica a embestir vacas. Sí, algo habían oído de eso, un juego o ejercicio de bravuconería entre los rudos ganaderos sureños; tomar distancia y correr hasta impactar por sorpresa contra una vaca dormida y conseguir llevarla al suelo. Una chorrada, otra leyenda urbana más, para entretenerse en la Gran Manzana, para que los palurdos sureños se cachondeen de la ingenuidad ignorante de los yankies. Pero, coño, ahí estaba Lou Reed, echando el bofe, joder tío que te va a dar algo, que ya no tienes edad. Y Lou Reed se para y los mira en silencio. –¿Eres Lou Reed, verdad? Fue Norah la de la pregunta. –Idos a follar, suelta el tío, menudo borde, y se larga a tomar carrera para de nuevo empujar a una vaca, pero la bestia se da cuenta, se aparta con su trotecillo, y el viejo rockero se da la vuelta, va hacia otra, ahora sí la pilla desprevenida, ¿estaría dormida? Por supuesto, la vaca no cae, lo más que hace si acaso es despertar y amagar una cornada. –Venga, Lou, escapa, joder, es alucinante, los chicos tienen la boca abierta ante el surrealista espectáculo, es como si estuvieran en una peli de Fellini dice la chica, a mí me recuerda más a Jim Jarmusch, opina el guitarrista. –Nadie nos lo va a creer cuando lo contemos en Nueva York, grita Norah entusiasmada, dirán que estábamos pedos, aunque juremos por lo más sagrado que es verdad, que hemos visto a Lou Reed en un pastizal del interior de Tejas queriendo voltear vacas. –Y además, añade el bajo, Lou Reed es vegetariano. –Y qué importa eso, no se las está comiendo, sólo pretende voltearlas. –Pues que un vegetariano no hace daño a los animales, capullo! –Tíos, tíos, exclama Norah, hay que hacer algo que si no este pirado puede acabar mal. Y entonces coge el móvil y llama a la policía, le atiende el sheriff del pueblo remoto más cercano. –Oiga, no me va a creer, pero es que aquí está Lou Reed intentando voltear vacas. –Mierda, contesta el madero, otra vez, no parará hasta que lo consiga. Tres o cuatro embestidas después el sheriff y su ayudante aparecen y alzan por los hombros a un derrengado Lou Reed, lo meten en el coche patrulla y se lo llevan. Los chavales siguen conduciendo por Tejas; esa noche escribirán una canción para su primer album.


Lou Reed - The Little Willies (The Little Willies, 2006)

Algo muy parecido al párrafo anterior (de nuevo la traducción libérrima) vienen a contar estos muchachos que a sí mismos se llaman los pequeños Willies, un grupo formado en 2003. Lo descubro este fin de semana ordenando mi discografía de Norah Jones, a la que vi en el Palacio de Congresos de la Castellana madrileña a principios del verano de 2004, cuando ya era bastante famosilla gracias a su primer discazo oficial (Come away with me) y a los grammys consiguientes. Entonces no lo sabía, pero ya existían The Little Willies, con ella como atracción principal, y su novio al bajo (Lee Alexander, pero creo que ya no siguen juntos), y un tal Richard Julian, cantante también de Brooklyn, de quien he oído algunos temas que no suenan nada mal, y un guitarrista talludito (de mi edad, vamos) californiano llamado Jim Campilongo, y a la batería Dan Rieser de quien no tengo ninguna referencia. He estado escuchando su único album hasta la fecha y me gusta: agradable de oír, un country melódico con ligeros guiños jazzísticos. Como no podía ser de otra manera, me llamó la atención que dedicaran una canción a otro ilustre de Brooklyn, el antaño protegido de Andy Warhol, el compositor de algunos temas icónicos del rock sucio neoyorkino y de mi propia banda sonora. Así que me conseguí la letra, la leí y me hizo bastante gracia ese humor absurdo.

Por supuesto, hasta entonces no tenía ni idea de lo que significaba cow tipping. En traducción literal significaba algo así como volcar vacas, lo que se me antojaba imposible hasta que descubro que la wikipedia tiene un artículo sobre el término. Y es que se trata de una leyenda urbana muy difundida en los USA, elaborada sobre la falsa premisa de que las vacas duermen de pie y, cuando están dormidas, es fácil acercarse a ellas sin que se den cuenta y de un fuerte empujón hacerlas caer de costado ya que, pese a su enorme peso, tienen el centro de gravedad muy alto. Naturalmente es una completa chorrada, pero ello no obsta para que haya alcanzado popularidad en la "cultura popular", incluyendo juegos de ordenador y comedias de TV. En todo caso me pregunto cuál es el sentido, si lo hay, de esta divertida y absurda historieta, ¿tendrá algún significado oculto imaginar a Lou Reed empujando vacas en una pradera tejana?

Nota: Para los que les gusten los jueguecitos de ordenador, pueden probar a volcar vacas aquí, aquí y aquí.

sábado, 16 de julio de 2011

La torre giratoria (6)

Finalizada la crónica de su expedición (tras el descubrimiento de los conos en hexágono y fracasar toda tentativa de extraer alguno de sus materiales o explicarse su sentido, el grupo llegó sin incidencias relevantes a la bahía), insistí en que fueran los que habían partido hacia el norte quienes contaran sus descubrimientos. Una sonrisa de suficiencia se dibujó en el rostro del que los había comandado, dando a entender que lo oído se quedaba corto frente a su propia aventura. A poco más de una hora de empezar la caminata, dijo, justo donde se cierra la rada, hay un lago oval de unas tres millas de ancho, casi tocando la costa, desembocadura de un río poco profundo que fluye desde el oeste. Entraron los hombres en esa inesperada balsa, hondonada poco profunda (apenas llegaba a cubrir en el centro) de aguas dulces, potables y frescas. Revitalizados con el baño, se dividieron en dos grupos de cuatro hombres cada uno: el primero habría de remontar el curso del río mientras que el otro seguiría bordeando el litoral en dirección al promontorio rocoso que, como en el otro extremo de la isla, la remataba por el norte. Continuó el relato uno de los costeadores, informándonos de que a unas nueve millas pasado el lago se toparon con una extraña zanja. Tendría unas cinco yardas de ancho, lo bastante para que ninguno de los hombres se atreviese a intentar saltarla, máxime cuando la profundidad parecía mucha, tanta que no se llegaba a ver el fondo. Sorprendentemente, más si cabe, las paredes no eran la propia tierra sino hechas de un metal desconocido, de color gris mate y superficie extremadamente pulida. No me molesté en decir nada (me era evidente, a todos nos lo era, que se trataba del mismo material de los conos y de la propia torre), pero el que hablaba, recordando mi anterior pregunta, se apresuró a aclarar que, al tocar esas superficies, tampoco apreciaron ningún fenómeno anómalo. Descolgaron un cabo con una piedra con la intención de medir la hondura de la grieta, pero se quedaron sin cuerda antes de tocar fondo. Entonces tiraron piedras atentos al sonido sin que llegaran tampoco a oír nada. Se acercaron hasta el encuentro de la zanja con el mar que, como todavía estaban en la cara oriental de la isla, presentaba la absoluta inmovilidad que ya conocíamos. Dos hombres bucearon frente al hueco submarino y asistieron a un nuevo misterio: las aguas no entraban al interior de la zanja como si lo impidiera una tapa vertical transparente. Pero no había tal cierre; de hecho, sacaron las manos y hasta la cabeza del agua y las metieron en el espacio de la zanja, mientras mantenían la flotación con el resto del tronco y las piernas. Uno de lo buceadores aseguró que lentamente empezó a introducir el cuerpo por el hueco, donde además podía respirarse, pero cuando iba por la cintura notó que perdía sujeción y pataleando asustado hacia atrás recuperó el equilibrio dentro del agua. Pasaron un rato largo ensayando distintas pruebas, desde el mar y desde tierra, pero nada más descubrieron que ayudase a esclarecer cualquiera de los tantos interrogantes que esa inédita zanja planteaba. Entonces, aún anonadados, los cuatros hombres decidieron volver a dividirse: dos caminarían a lo largo de la trinchera cuyo rectilíneo trazado se prolongaba hacia el suroeste, mientras que la otra pareja la cruzaría por su desembocadura y seguirían la costa hasta el promontorio norte, a fin de ver de cerca los violentos remolinos marinos de esa parte de la isla.

Abreviaré los cuentos de los tres trayectos separados, narrados de modo atropellado por sus protagonistas. Los cuatro que primero se habían apartado para remontar el río nos lo describieron similar a muchos de los torrentes de montaña europeos, de aguas límpidas y frías. Su curso, aún con no pocos quiebros en una sucesión iterativa de pequeñas cascadas y remansos, se orientaba predominantemente hacia el noroeste, hasta que, al cabo de unas tres horas de caminata, dibujaba una marcada curva que torcía su dirección casi en ángulo recto. Se detuvieron los hombres a descansar aprovechando que junto al meandro el bosque clareaba. Uno de ellos, apremiado por urgencias que requieren privacidad, se internó entre los árboles y no había avanzado mucho cuando divisó un cono idéntico a los que ya nos había descrito el narrador del grupo sur. Alertados los demás, no tardaron en descubrir que era un conjunto de seis, dispuestos hexagonalmente y con las mismas características ya contadas. Prácticamente acometieron iguales acciones que las de la otra cuadrilla e idénticos fueron los frustrantes resultados. Entretenidos en estas tareas pasaron no poco tiempo y era muy avanzada la tarde cuando aparecieron en el centro del hexágono los dos hombres que venían siguiendo la zanja y que, pocas yardas antes llegar al primero de los conos, dejaba de ser a cielo abierto para enterrarse. Tal era la razón de que los integrantes del primer grupo no se hubieran percatado de la que aparentemente era la única pero fundamental diferencia de este conjunto de conos respecto al otro, y es que bajo el hexágono discurría una enigmática galería. Advertidos, caminaron un corto trecho fuera del polígono en dirección suroeste y enseguida vieron aparecer de nuevo la zanja abierta en su perfectamente rectilíneo trazado. Mientras compartían a voces sus desconciertos aparecieron junto a ellos los dos hombres que faltaban para completar la formación originaria. Acababan de descender el peñasco, después de observar la singular vorágine marina y verificar, como igualmente habían hecho los del grupo sur, que era causada por la veloz corriente circular de las aguas marinas. Tampoco ellos alcanzaban a ver el origen y final de este inverosímil flujo que se perdía al poniente escondido por la masa de la montaña a la que nosotros habíamos ascendido. Para entonces la luz ya declinaba y los ocho hombres, temerosos de permanecer junto a los conos (y más en el interior de su perímetro) durante la noche, se llegaron hasta el meandro para preparar allí el campamento.

Los ocho despertaron al día siguiente con el sol ya bastante alto; no entendían cómo habían podido dormir tanto tiempo (en torno a catorce horas). Además todos guardaban el vago recuerdo de profundas experiencias oníricas, aunque eran incapaces de precisarlas, y sentían los músculos extrañamente laxos junto a una leve resaca parecida, dijo uno de ellos, a la que queda después de varios días fumando opio en algún antro portuario del Mar de la China. Convencidos de que habían sufrido los efectos de fuerzas desconocidas provenientes de los conos, los hombres ansiaban regresar a la playa pero, con buen sentido, el responsable del grupo insistió en que debían terminar de recorrer la zanja no fuera a ser que en el tramo aún incógnito descubrieran claves para tantos misterios. Debido a la tajante negativa de nuevas separaciones, los ocho hombres bien unidos siguieron la grieta metálica en ligera pendiente ascendente a través del bosque durante unas cinco millas; al llegar a la falda de la montaña, la galería metálica volvía a enterrarse y hacerse invisible, lo que, de otra parte, permitía franquear lo que hasta entonces (con la excepción del hexágono de los conos) había equivalido a una insalvable frontera. Cruzada la línea los hombres comprobaron que estaban muy cerca de la costa, justo en un punto en el que la franja de playa arenosa acababa contra el acantilado rocoso de la cara occidental de la montaña. Desde allí observaron, ahora todos juntos, la veloz corriente marina y, también como había hecho el grupo sur, tomaron algunas medidas que arrojaban similares resultados a los ya conocidos. Ya poco más había que hacer y el nerviosismo de los hombres era cada vez más acuciante, así que quien los comandaba ordenó el regreso. Siempre juntos volvieron a traspasar la zanja por la falda de la montaña y siguiendo su borde hacia el sur llegaron en poco rato al nacimiento del río; acompañaron su curso por la otra margen hasta que, oteando ya la bahía, se desviaron del mismo antes del lago y giraron hasta alcanzar la playa, respirando por fin tranquilos al divisarnos reunidos en el campamento principal.

Me tocaba ya a mí relatar al resto de la tripulación lo que habíamos visto y muy especialmente revelar la existencia de la torre giratoria que, sin ninguna duda, era el vértice de todos los inexplicables artefactos y fenómenos que en la isla había. Así lo hice y no voy a repetir ahora lo que ya ha quedado escrito en estas notas ni tampoco quiero recrearme (no sería propio de un hombre de ciencia) en la descripción de los asombros que, sumados a los ya acumulados, provoqué entre los hombres. Sí he de dar fe, no obstante, de que entre la mayoría prevalecía el miedo (justificado) sobre el interés por averiguar la naturaleza y finalidad de lo que habíamos descubierto. Ciertamente, si hubiéramos seguido los dictados de una nefasta votación democrática, habríamos vuelto al barco y navegado en cualquier rumbo que nos alejara de la isla. Pero afortunadamente quienes ostentaban cargos de mando entendieron, en gran medida gracias a mi insistencia, que teníamos la obligación de continuar las indagaciones, lo suficiente al menos como para que el informe que habríamos de presentar al gobierno de Su Majestad tuviera un grado aceptable de consistencia científica, de la que por el momento estábamos muy distantes. En este empeño, como primer paso, me planteé dibujar, ayudado por todos los hombres que habían participado en los grupos exploratorios, un mapa de la isla, con el resultado que aquí puede verse.



Sinkin' soon - Norah Jones (Not too late, 2007)

miércoles, 13 de julio de 2011

La torre giratoria (5)

Tremenda fue la conmoción que nos causó la muerte de Gordon. Desatamos el cadáver y con él a cuestas cruzamos el puente hasta depositarlo en el centro del que había sido nuestro campamento improvisado. Justo entonces, los seis hombres alrededor del envejecido cuerpo sin vida, sentimos como si una nube densa y oscura, hecha de una pavorosa sustancia, nos calara hasta los huesos. Pánico, un pánico helador, nos invadió anulando cualquier otra sensación. Alguno gritó, otro se dejó caer sobre la hierba como si un rayo lo hubiese fulminado, hasta Morris, siempre tan impasible, tenía los ojos desencajados, la mirada extraviada. Pasaron los breves minutos de estupor paralizante y, empujados por un ansia unánime que no requirió palabras, los seis echamos a correr alejándonos del precipicio, de esa torre maligna. Corrimos a largas zancadas trastabilladas hasta llegar, en el borde de la meseta, al sendero que habíamos abierto a golpes de machete en la ladera boscosa. Para entonces, probablemente gracias al esfuerzo físico, noté que ya parte de ese miedo viscoso y agobiante se había disuelto, que mis sentidos comenzaban a despertar y, sobre todo, que mi cerebro recuperaba la capacidad pensante. Ordené a mis hombres que se detuvieran. Les dije que no podíamos abandonar así a Gordon (a quien había sido Gordon aunque costase reconocerlo), que debíamos oficiar alguna ceremonia por su eterno descanso. Mientras les hablaba, buscando ganar tiempo para calmar sus ánimos, comprobé que en esos momentos por nada del mundo aceptarían volver. En intento febril de justificar con apariencia de racionalidad sus terrores, argumentaron que no contábamos con nada para fabricar una parihuela sobre la que transportar al muerto hasta el barco y ninguno estaba dispuesto a sostener con sus manos el cuerpo durante tan largo trayecto; tampoco disponíamos de picos o palas para cavar una fosa en la misma meseta y clavar una cruz con la preceptiva lápida. Di por buenas esas razones, consintiendo en regresar a la nave, pero que una vez allí, tras discutir con el resto de la tripulación lo sucedido, habríamos de regresar adecuadamente pertrechados. A esas alturas, ya prevalecía en mí, por encima del miedo, la voluntad de seguir investigando hasta descubrir el secreto que encerraba la inmensa torre giratoria. Para ello, me decía, era necesario volver al bergantín y acopiar no sólo los útiles para la inhumación de Gordon, sino cuantos otros pudieran servirnos para desvelar el misterio. Esa pausa me bastaría para conseguir convencer a algunos marineros y organizar otra expedición.

Hacia el inicio de la tarde arribamos al campamento de la playa. Allí, bajo las órdenes del segundo, una docena de hombres se afanaba serrando troncos talados de la inmediata ceja de monte, recolectando grandes frutas esféricas de vago parecido con los cocos y desollando una especie de jabalí que, nos contaron, habían logrado abatir con facilidad pues se notaba que la bestia carecía de depredadores. Se aprovechaba la escala en esta isla ignota para aprovisionar el buque tanto de víveres como de materiales para eventuales reparaciones futuras. Llevaban algo más de un día trabajando y a la vista estaba que su esfuerzo había sido altamente fructífero. Al vernos llegar, cesaron en su ajetreo y se acercaron curiosos por conocer lo que habíamos visto, ya que éramos el primer grupo que regresaba. Enseguida reprimí con voces secas las ganas de mis compañeros por contar lo que nos había sucedido; no quería que el desorden narrativo de sus relatos unido al dramatismo con el que los colorearían sus emociones exageradas, jugara en contra de mis fines. Me limité pues a anunciar que habíamos descubierto algo asombroso, único en el mundo, y que requería ser descrito detalladamente y de una sola vez ante la tripulación completa, por lo que les pedía paciencia hasta que, regresados los otros dos contingentes expedicionarios, pudiéramos reunirnos todos y, una vez enterados de los hechos, discutir serenamente lo que habríamos de hacer. Como es natural mi exigencia de silencio no hizo ninguna gracia ni a los de la playa ni a los de mi grupo, pero cumplieron mi orden aunque fuera a regañadientes. Un par de horas después de nuestra llegada aparecieron los integrantes del grupo que había costeado hacia el sur y, cuando comenzaba a anochecer, fueron los que habían marchado hacia el norte quienes se presentaron en el campamento. Un poco antes, atendiendo mi sugerencia, el segundo se llegó al barco a buscar al capitán, y éste había venido con los hombres que allí estaban, a excepción de dos marineros que dejó de guardia. Así que ahí estábamos casi todos, cuarenta hombres preparados para oír lo que habíamos descubierto, para discutir conjuntamente sobre los misterios de esta isla ignota.

Aprovechando la autoridad que me confería mi prestigio, impuse que fueran los otros dos grupos quienes contaran sus experiencias antes que la nuestra; prefería disponer de la máxima información antes de aportar la mía, previendo incluso que algún dato que nos facilitaran influyera en lo que iba yo a narrar o en la forma en que me convenía hacerlo. Empezó a hablar el jefe del grupo que marchó hacia el sur. Durante unas horas, nos dijo, caminaron por una estrecha franja arenosa al borde del frondoso bosque que (lo iba teniendo claro) ocupaba todo el espacio central de la isla. La costa, límite de un mar que parecía inmóvil, iba orientándose gradualmente hacia el oeste hasta chocar bruscamente contra un promontorio pétreo, el primer cabo con habíamos topado unos días antes en nuestro intento frustrado de circunnavegación. Ante el obstáculo, el grupo se dividió: los dos más ágiles se atrevieron a escalar la roca mientras que los otro cinco la bordearon por su base, adentrándose en la espesura del bosque. Con no poco esfuerzo y algunos traspiés que les obligaron a extremar las cautelas ante el riesgo de despeñarse, los primeros alcanzaron la cumbre de la roca desnuda y pudieron ver desde lo alto el extraño espectáculo del movimiento marino. En el lado occidental de la isla, la parte opuesta a la playa en la que estábamos, el mar se aparecía como un singular meandro fluvial: una ancha banda de aguas se movía desde el norte hasta la altura del cabo y allí daba la vuelta acercándose a la costa. El origen y final de ese flujo acuático no se alcanzaba a divisar pues se escondía tras la montaña que, más alta que el promontorio rocoso, remataba la isla por el norte. Escuchando la descripción de este curioso fenómeno no dudé (y con una rápida mirada comprobé que lo mismo pensaban mis compañeros) de que era la torre la que lo generaba. Añadieron estos hombres que era justamente el cambio de rumbo de esa corriente lo que causaba en su cerrada curva las violentas turbulencias marinas que habían impedido a nuestro barco doblar el cabo. El resto del grupo, mientras tanto, había ido abriéndose paso entre la maleza hasta llegar de nuevo a un tramo de playa arenosa, muy similar al de la bahía en que estábamos, con la notable diferencia de que a ras del mar se apreciaba la notable velocidad de las aguas en dirección noroeste; velocidad, aseguraron, que superaba los veinte nudos, desmesuradamente mayor que la de cualquier corriente que conociéramos y también que la que podía mantener nuestra nave. Siguieron costeando hasta llegar a las faldas de la montaña y, sabedores de que nosotros la habríamos subido, optaron por dar la vuelta. Cuando ya estaba atardeciendo, se reunieron con los dos escaladores del promontorio e hicieron noche acampados en la playa, al borde del bosque, temerosos de dormir demasiado cerca de ese inquietante flujo marino. Al día siguiente decidieron, para no repetir la misma ruta, atravesar el bosque trazando un recorrido recto hasta la bahía, con la intención de ampliar el territorio explorado y aportar más datos para precisar la cartografía insular. Sólo se habían adentrado una media milla entre la feraz vegetación cuando encontraron el primero de los artefactos. Se trataba de un cono invertido, la punta hendida en la tierra, cuyo eje vertical presentaba una ligera inclinación. Quedaron, como es natural, absolutamente sorprendidos ante ese objeto tan rotundamente ajeno a la naturaleza virgen que les rodeaba. Pero con ser inusitada la forma geométrica, más todavía les desconcertó el material con el que estaba fabricada, un metal desconocido, de pulidísima superficie y extrema dureza. No hace falta decir que tampoco ahora nos cupo ninguna duda de que ese material era el mismo que el de la torre y antes de que mis compañeros profirieran alguna exclamación prematura pregunté al narrador si habían percibido, tocándolo, que el metal vibrara, cambiara de temperatura o mostrara cualquier otro comportamiento anómalo. Nada de ello, sin embargo, habían notado; al tacto las paredes del cono eran frías, pese al clima templado, pero sin ningún indicio de actividad. Siguió contando que, curiosos, habían aupado a hombros a uno de ellos para que observara la base circular superior. Tenía un diámetro aproximado de seis pies y la superficie ligeramente cóncava y recubierta completamente de minúsculas piezas cuadradas que parecían hechas de algún cristal oscuro. Apoyándose en el borde, el hombre alzado quiso arrancar uno de esos cuadraditos pero nada más tocarlo recibió una fuerte sacudida eléctrica que le hizo apartar inmediatamente la mano. No se rindieron no obstante y repitieron el intento armados de un palo puntiagudo con intención de usarlo como palanca, pero los cristales estaban fuertemente adheridos entre sí sin junturas visibles. Se les ocurrió entonces que tal vez hubieran otros artefactos similares en las cercanías y dedicaron varias horas a batir lo más ordenadamente que pudieron el entorno boscoso. La suposición fue acertada porque encontraron otros cinco, todos idénticos al primero. El asombro de estos hombres se acrecentó aún más cuando, tras medir las distancias entre ellos (siempre de 60 pies entre cada dos sucesivos), comprobaron que formaban un hexágono regular: resultaba claro que los seis conos tenían una finalidad que se cumplía mediante esa disposición conjunta, pero esa evidencia sólo aumentaba la incógnita sin darnos en principio ninguna pista sobre su solución. (He de reconocer que tardé hasta aquella noche, mientras peleaba por encajar en mi cerebro las sorprendentes noticias de los otros grupos, en darme cuenta de que el diámetro de la circunferencia que circunscribiría ese hexágono de conos era aproximadamente el mismo que el de la torre giratoria; otro datos más que confirmaba la indudable relación entre esos artefactos y la imponente construcción que había matado a Gordon).


I can't get you out of my head - Carmen Consoli (Per niente stanca, 2010)

lunes, 11 de julio de 2011

Facundo Cabral

El sábado me llegó un correo informándome de que habían matado a Facundo Cabral en Guatemala. En la madrugada, mientras iba para el aeropuerto, dos furgonetas se pusieron paralelas a su coche y unos sicarios armados con rifles de asalto comenzaron a tirotearlo salvajemente. El conductor, un empresario nicaragüense que podría haber sido el objetivo del atentado, según sospecha la policía, aceleró el coche intentando escapar de la balacera y se empotró contra un edificio de bomberos. Cabral, con múltiples impactos de bala, estaba muerto.

Sabía que Guatemala ha sido, y por lo visto sigue siendo, uno de los países más violentos del mundo, pero ello no basta para evitar el doloroso asombro de un asesinato tan brutal, tan inmerecido para nadie pero, si cabe, menos para este hombre. No me importa tu fusil ni el cañón de tu enemigo: dos males no significan un bien en ningún sentido. Estas palabras son de una de sus más populares canciones, pero seguro que sus asesinos no las escuchaban, seguro que desconocían esa otra frase suya: si los malos supieran qué buen negocio es ser bueno, serían buenos aunque sólo fuera por negocio. En todo caso no es ni mucho menos la primera persona que predicando el amor, la bondad, es víctima de la violencia más cruel, de la propia negación de aquello en lo que ansiaba convertirse: pareciera que la bondad irrita sobremanera a tantas alimañas que forman parte de nuestra especie.

Las canciones de Cabral ocupan importantes nichos de mi biografía emocional. Lo descubrí hacia mediados de los setenta, junto con muchos otros cantautores latinoamericanos y durante casi cuarenta años he venido escuchándolo, que aunque haya habido largos periodos de silencio siempre, en algún momento, recuperaba sus viejas canciones y volvía a revivir las emociones que traían consigo. Así, con frecuencia, sus temas se me cuelan sigilosas en la memoria y me sorprendo (desafinando lamentablemente) tarareando las melodías o cantando los estribillos más famosos (pobrecito mi patrón, no soy de aquí ni soy de allá, yo no vendo yo no compro). Por eso, la noticia del crimen me ha dolido casi como si se tratara de un amigo, pues para mí era alguien, en efecto, a quien sin conocerlo le tenía cariño. Hoy, mientras ordenaba los temas pendientes para una reunión de trabajo, he estado oyendo las tan conocidas piezas de un álbum de grandes éxitos (aunque no creo que nunca alcanzara lo que en el negocio de la música se califica de gran éxito) y, como siempre, las letras y las melodías convocaban viejos recuerdos, revivían a quien yo fui y que no estoy muy seguro de seguir siendo. Descansa en paz, Facundo, aunque te hayan robado la vida de tan mala manera.


No soy de aquí, ni soy de allá - Facundo Cabral (20 Grandes Éxitos, 2003)

miércoles, 6 de julio de 2011

La torre giratoria (4)

Releo las páginas que llevo escritas y me desalienta advertir las carencias del relato. Aprecio mi pobreza estilística, pero no soy literato sino hombre de ciencia y, aunque no renuncie (disculpable vanidad) a atrapar el interés de algún improbable lector futuro, más me importa que mi narración sea veraz y detallada pues sólo así podrá quizá rendir los frutos que pretendo al fijarla en estos papeles. De ahí que haya dejado constancia de los resultados de mis medidas, aunque sepa que habrá quienes las tilden de irrelevantes y de aburridos los métodos de cálculo de los que me serví para obtenerlas. No obstante, yerran los que así juzgaran pues, como amante de los números que soy, sé que la materia (y todo es materia) revela sus más recónditos secretos a quienes indagan sus dimensiones y, en todo caso, incluso los lectores que sólo busquen en esta historia su ocioso entretenimiento han ser capaces de representarse la imagen de esta torre de majestuoso misterio y no se me ocurre mejor manera que aportarles los datos mínimos sobre sus magnitudes físicas. Pero, como digo, no he de justificarme a este respecto sino reparar otro defecto, éste sí grave en un científico, que es el desorden expositivo y la omisión de hechos que a estas alturas del relato tendrían que haber sido presentados para poder entender cabalmente los sucesos que siguieron. Debería tal vez, antes de continuar con la historia, hacer un amplio paréntesis en el que cupieran todos los antecedentes: quiénes éramos, cuál el propósito de nuestro viaje, el rumbo y las peripecias que habíamos vivido desde que abandonamos los muelles al sureste de Londres … Sin embargo, me resisto a desviarme demasiado de la anotación directa de lo acaecido en la isla y, en especial, de lo referente a la torre, y no tanto porque tema que mi narrativa se vuelva tediosa (o aún más tediosa, como opinarán los más críticos de mis lectores) sino porque yo mismo ansío ver escritos los prodigios sobre los que ahora testifico, como si ello me sirviera de particular exorcismo de mis asombros y también de mis miedos. Por consiguiente, acuerdo conmigo mismo un pacto equilibrado en cuya virtud prometo abrir nada más que los paréntesis estrictamente imprescindibles para la buena comprensión del relato de los hechos y hacerlo sólo cuando ésta así lo exija. Será por tanto el propio fluir de la crónica lo que decidirá el cuándo y el qué de las necesarias digresiones. Sentado el criterio, paso a ponerlo por primera vez en práctica en la confianza de que no haya de recurrir mucho a excursos como el que sigue.

Acabo de decir que soy hombre de ciencias y casi ninguna otra precisión sobre mi persona es necesaria por el momento, salvo que me embarqué en este viaje requerido en razón de mi oficio (y de mi prestigio, oso añadir aún a costa de violar las elementales reglas de la modestia) y que ostentaba uno de los más altos rangos en la tripulación del buque. Cualquier lector avisado habrá advertido que me correspondía la jefatura del pequeño grupo expedicionario que, tras cruzar transversalmente la isla y ascender hasta la cima de la meseta herbosa, se había topado con la imponente presencia de la torre giratoria. Si bien he evitado hasta ahora describir llos comportamientos personales u otras consideraciones que caen en la esfera de lo que se da en llamar psicología (pretendida pseudociencia que cobija multitud de charlatanes aprovechados), podía leerse entre líneas que fui yo quien decidió las acciones para investigar la misteriosa torre y organizó las tareas y a los hombres para llevarlas a cabo. Mi mandato había sido aceptado hasta entonces con naturalidad por los seis marinos a mi cargo y lo había podido ejercer sin necesidad de ningún acto disciplinario. Verdad es que nuestra aventura en la isla apenas duraba dos días y tampoco se habían presentado motivos externos para la desobediencia pero no descarto que, vanidosa y erróneamente, me atribuyera capacidad de liderazgo, si es que medité sobre ello en algún momento antes del amanecer del día después de los hechos narrados. Digo lo anterior porque, tras mi primera experiencia táctil con la torre y comprobar cuan tentadora y peligrosa era, me esmeré en impedir que Gordon y Morris la tocaran más de lo imprescindible y además dejé claro que nadie debía cruzar el puente sin mi consentimiento. Luego, mientras preparamos el campamento, mientras nos recogíamos para descansar, mientras discutía en voz baja con Morris las posibles hipótesis explicativas, no se me ocurrió valorar un nimio gesto de descontento hacia mis órdenes, el primero que ocurría. Recuérdese que a Gordon, en su calidad de poseedor del único cronómetro que portábamos, le había encargado medir con la máxima atención el tiempo que duraba el desplazamiento del vano ciego, con la prohibición expresa y tajante de tocar la superficie giratoria. Pero ya antes Gordon había palpado el extraño metal y sentido la embriagadora vibración de sus partículas constitutivas. Con la rudeza propia de su condición (marinero de mediana edad hijo de un minero galés que escapó de su villorrio para enrolarse en un mercante no siendo más que un crío), cuando le despegué sus manazas no acertó sino a exclamar que lo que había sentido le recordaba, pero más hondo, el estado en que quedaba después de un coito (no usó esta palabra, claro) con Sally Velvet, la cual (me aclaró) era la mejor prostituta de los muelles de Londres y sus servicios se comparaban con visitas al paraíso. Luego, cuando finalizó su tarea, me pidió tocar un rato la torre y mi negativa la recibió con gesto hosco y protestas entre dientes sobre la injusticia que se le infligía, mayor todavía porque Morris y yo bien a gusto que nos habíamos refocilado en el sobeteo. Pero no fue a más la cosa y tampoco yo le di importancia, absorto en mis frenéticos pensamientos.

Recordé este incidente al despertarnos al amanecer y comprobar que Gordon no estaba entre nosotros. Con la angustiosa aprensión de que había desobedecido mi mandato me acerqué hasta el borde del acantilado y desde allí, en efecto, divisé el bulto de su cuerpo derrengado en el extremo final de la pasarela. Sobra decir que estaba muerto, certeza que se había instalado en mi cabeza incluso antes de verlo. El hombre, demostrando una prudencia que pocos le hubiéramos atribuido, había ceñido firmemente una soga en varias vueltas al puente y amarrado a esa especie de cinturón un arnés hecho con otra soga que le rodeaba el tronco. De esta forma pretendió evitar que, si caía en el sopor que la torre producía, la rotación lo arrastrara hasta el borde y lo hiciera precipitarse al vacío. Estaba claro que había tomado buena nota de los riesgos y creído saber cómo eludirlos. La añagaza había funcionado pues ahí estaba su cadáver. Lo imaginé viviendo ese prolongado y edénico post-orgasmo, sus enormes manos adheridas al metal que las arrastraba pero sin llegar a superar el límite de la longitud de los brazos gracias a la sujeción de las cuerdas. No podía saber cuanto tiempo habría durado su experiencia pero barruntaba que habría sido un largo rato, el suficiente para que perdiera completamente la consciencia, sumido en la profundidad de ese mar de sensaciones letárgicas. Porque me imaginé que no habría percibido el proceso de su muerte, no se habría dado cuenta de cómo esa energía extraña le iba empapando el cuerpo, recorriéndole las venas, los nervios, transformando todo su organismo. Nosotros ahora, con aterrado estupor, descubríamos sus efectos en ese cadáver que no era el de un hombre en la cuarentena. Los rasgos del fornido y saludable marinero apenas se distinguían en la piel arrugada de un anciano de provectísima edad. Sólo se me ocurrió pensar, a modo de descabellada explicación de tan insólito fenómeno, que lo que se recibía al tocar la pared giratoria, esa rara energía que tan placenteras sensaciones generaba cargaba partículas concentradas de tiempo; tiempo que a vertiginosa velocidad sumaba edad a las células hasta que el ser vivo, como le había ocurrido al desdichado de Gordon, moría de viejo, de muy viejo.



Come le onde del mare - Gianmaria Testa (Montgolfières, 1995)

domingo, 3 de julio de 2011

La torre giratoria (3)

Ahí estábamos los tres, de pie , ocupando todo el ancho de la pasarela, mirando en silencio casi religioso cómo, muy lentamente, el vano horadado en la superficie curva de la torre venía girando hacia nosotros. Yo era el que estaba situado más hacia la derecha y por tanto el primero que alcancé a ver, algo antes de que la presunta puerta llegara hasta nosotros, que no se trataba de un hueco, que otro muro posterior cerraba el paso al interno de la planta circular. La decepción, claro está, fue grande: pareciera que la torre se empeñaba en vedarnos el acceso a los misterios que pudiera encerrar. Pese al desánimo inicial que me embargó, mantuve los reflejos suficientes para recordar que uno de mis objetivos era medir la velocidad de rotación y, abierta o no, la puerta nos ofrecía una excelente referencia, la única hasta el momento en la pulida e indiferenciada superficie curva, para contar el tiempo que transcurría en su desplazamiento. Por eso, requerí a Gordon que preparase su preciado cronómetro, una réplica del H5 construido por Harrison hacía medio siglo y que mi amigo afirmaba haberlo adquirido en Londres de uno de los marineros leales del Bounty (nunca me creí del todo esa historia, pero si quien la ponía en duda en su presencia solía recibir en pleno rostro uno de los violentos cabezazos de Gordon; mi amigo era testarudo en los dos sentidos de la palabra). Así que, en cuanto la arista izquierda del vano coincidió con el borde derecho del puente, ordené a Gordon que comenzara la medición y que bajo ninguna excusa perdiera la cuenta de las vueltas de la finísima aguja segundera. Mientras, Morris y yo acercamos nuestras caras al hueco ciego y nos esforzamos en descubrir alguna pista que informara de sus claves, pero poca cosa fuimos capaces de entender. Lo primero era, obviamente, conocer el grosor de la pared circular, que resultó tener apenas una pulgada. La cara del canto aparecía igual de pulida que la superficie exterior y las aristas estaban cortadas con una finura y exactitud tan extremas que no podíamos concebir las herramientas con las que habría sido efectuada la talla. Lo mismo ocurría con la pared interior, una superficie curva (presumí que sería un cilindro inscrito y perfectamente concéntrico, con una mínima holgura entre ambos) aparentemente del mismo extraño material metálico, con idénticas propiedades de color, textura y vibración térmica. Pasados un poco más de diecinueve minutos desde el inicio del cronometraje, el vano se colocó ocupando justamente toda la pasarela; que su borde horizontal inferior, muy ligeramente por encima del pavimento del puente, tuviera la exacta medida del ancho de éste, sentaba sin ninguna duda que se había diseñado como una puerta. En ese momento, subí al ligero Morris sobre mis hombros, a fin de que midiera la longitud de la arista horizontal superior y también, dejando caer la cinta desde el centro del dintel, la altura total del vano. La puerta tenía siete pies y medio de altura y, aunque nos parecía perfectamente rectangular, la arista superior medía seis pulgadas menos (cuatro pies y medio) que el ancho de la pasarela, así que era un trapecio, cuyos bordes verticales convergían hacia el cielo en un ángulo muy pequeño, de dos grados aproximadamente. Lo más probable, pensé entonces, es que la torre no fuera cilíndrica sino troncocónica, de modo tal que a medida que ganaba en altura iba disminuyendo el diámetro de su circunferencia; pero aparqué esa cuestión para posteriores comprobaciones. En cuanto descabalgué a Morris nos pusimos a palpar cuidadosamente la amplia superficie que se nos ofrecía de la pared interior con la esperanza de encontrar algún mecanismo que acertadamente manipulado abriera de algún modo ese cerramiento. Pero todos nuestros tanteos fueron inútiles y no sólo no descubrimos nada sino que hubimos de exigirnos los máximos esfuerzos para evitar dejarnos embriagar por las hipnóticas sensaciones que ese mágico material producía en quienes lo tocaban. Y aunque muy despacio, la cara exterior seguía girando y reduciendo cada vez más la superficie interior y con ello agotando nuestras posibilidades de encontrar el secreto de su apertura. Finalmente, para nuestra desesperación, la arista derecha de la puerta tapó completamente ese otro cilindro inscrito. Habían transcurrido 38 minutos y 24 segundos.

Volvimos a la isla. Quería cuanto antes resolver los cálculos necesarios y que, a la vista de sus resultados, decidiéramos los pasos a dar. Lo primero, medir con aproximación suficiente las dimensiones de la torre y para ello, ya que no habíamos traído ningún sextante, recurrimos a fabricarnos un rudimentario teodolito. Cortamos tres gruesos palos, todos de cinco pies y medio de largo (la altura aproximada de mis ojos), y sobre ellos afianzamos una tabla de madera que usábamos para apoyar los papeles y escribir. Este trípode lo colocamos al inicio de la pasarela, donde se anclaba a la roca del acantilado, y mediante ligeros ajustes de la inclinación de sus patas nos aseguramos de su correcta horizontalidad (cuando logramos que pequeñas balas de plomo permanecieran inmóviles). Dispusimos entonces sobre la tabla dos estrechos tubos de bambú que valían como catalejos y, con un ojo pegado primero a uno y luego al otro, los fui cuidadosamente orientando hasta convencerme de que cada una de sus prolongaciones imaginarias era línea tangente de la circunferencia de la torre a la altura en que estábamos midiendo. Como parecía bastante claro que el eje del puente era perpendicular al círculo y, por tanto, prolongación asimismo del diámetro cuya dimensión quería averiguar, los dos tubos de bambú habían de formar un ángulo cuya bisectriz fuera dicho eje, y efectivamente así era, lo que me probaba que las posiciones de los tubos de bambú eran las correctas. Dibujamos sobre la tabla del trípode el triángulo rectángulo que formaba cada bambú con el eje y recurriendo a las tablas trigonométricas determinamos el valor del ángulo (48º). Al cruzar la pasarela de regreso habíamos medido con exactitud la longitud de la pasarela (76 pies), así que bastaron unas elementales ecuaciones para establecer el diámetro de la circunferencia de la torre, que era de casi 120 pies. Con dificultades algo mayores (y menor seguridad en cuanto a la precisión) enfocamos nuestro tosco instrumento para hallar los ángulos verticales de nuestras visuales hacia la cúspide y la base de la torre. Desde su encuentro con el mar hasta la pasarela había unos 2.885 pies y desde la pasarela hasta el límite superior unos 515; o sea, que la dimensión vertical de la torre, sólo en la parte que emergía de las aguas, alcanzaba unos 3.400 pies. Era, desde luego, asombrosamente enorme, imposible de construir con nuestros medios técnicos. La gran Pirámide de Egipto, el edificio más alto del mundo con sus 460 pies, era más de siete veces inferior a esta misteriosa torre. Nunca el ser humano había podido erigir construcciones tan elevadas y mucho menos en el mar y dotadas de movimiento. De otra parte, si como estaba convencido, la torre era de alguna manera accesible y contaba con plantas habitables (al menos la que a la altura de la pasarela había de tener su entrada a través de esa puerta ciega, una vez se descubriese el secreto de su apertura), teníamos ante nosotros una edificación con enorme superficie útil que, sin duda, muchas cosas tendría que albergar. La planta del círculo al nivel del puente sería, más o menos, de once mil pies cuadrados. Siendo muy conservador, asumí que como mínimo, a una altura media entre plantas de 20 pies, no era nada difícil que la torre contase con un mínimo de ciento setenta pisos, lo que arrojaba aproximadamente la abrumadora cifra de 1.870.000 pies cuadrados de superficie total: ¡Casi dos veces y media el tamaño del Palacio de Buckingham! Para que se entienda mejor la inmensidad de esa superficie, piénsese que la misma podría albergar casi veinte mil personas a la media actual de las viviendas de las clases populares londinenses (que, ciertamente, es bastante miserable). Por supuesto, no pensábamos ninguno que dentro de esa estructura habitaran personas o cualquier otro ser vivo; pero algo tenía que haber y descubrirlo me obsesionaba.

Faltaba todavía determinar la velocidad de rotación, cálculo ya muy fácil. La arista izquierda del vano había tardado mil ciento cincuenta segundos en recorrer el arco circular coincidente con el borde final de la pasarela. En ese momento el ancho del puente (5 pies) coincidió con la longitud de la cuerda del arco, así que el ángulo del mismo era aquél cuyo seno resultaba del cociente del semiancho entre el radio de la planta de la torre. Las tablas trigonométricas nos lo facilitaron (4,8º) e inmediatamente establecimos que el movimiento de rotación era muy poco superior a un cuarto de grado por minuto. A esa velocidad, la torre daría una vuelta completa sobre su eje en veintitrés horas y media, un valor demasiado cercano a la duración de un día como para considerarlo una coincidencia. Supuse que nuestros datos tenían pequeños errores propios de la acumulación sucesiva de redondeos y establecí la velocidad en el valor exacto de 0,25º al minuto, convencido de que cada veinticuatro horas exactas ese extraño vano ciego volvía a coincidir con la pasarela de acceso (también corregimos en escasos ajustes el diámetro de la circunferencia, pero esa mayor precisión es irrelevante a los fines de estas notas). Para entonces ya se había hecho la noche, por lo que nos ocupamos de encender una hoguera y prepararnos para acampar. En cuanto amaneciera continuaríamos con la observación de la torre pues pensamos que era posible que podría aparecer algún otro recorte en la cara exterior del cilindro, éste sí abierto hacia el interior. Si no ocurría así, siempre nos quedaba esperar a la misma hora de la tarde, momento en el que, estábamos seguros, llegaría el vano ciego y quizá para entonces se nos hubiera ocurrido cómo forzar su apertura o un golpe de suerte nos lo descubriera. Morris y yo, acostados juntos, pasamos mucho tiempo barajando en voz baja las más peregrinas hipótesis respecto a las muchas incógnitas que la torre suscitaba. Ya el sueño nos vencía cuando mi amigo comentó algo que explicaría el aparente absurdo de un ingreso inaccesible. Dijo Morris que, tocando la superficie metálica del cilindro interior (sigo llamándolo así aún pecando de ligera imprecisión), creyó percibir que, además de las vibraciones de las partículas de la pared, ésta también se desplazaba en movimiento rotatorio, en sentido inverso al de la superficie exterior. Pero se trataba de una sensación tan tenue que, de ser cierta, la velocidad del círculo inscrito había de ser mucho menor que la ya muy lenta del exterior. Si esa impresión era acertada, parecía sensato suponer que el cilindro interior contaría también con un vano recortado en su superficie y que ambos vanos habrían de coincidir en sus contrarias rotaciones. Obviamente, en cada vuelta del cilindro exterior (o sea una vez al día) el hueco de fuera coincidiría una vez con el de dentro, pero, como la velocidad del interior había de ser bajísima, ese encuentro sucedería en la pasarela cada muchas vueltas. Sin conocer la velocidad interior no cabía calcular cada cuántos días se abriría la entrada a la torre desde la pasarela, pero tras hacer algunos supuestos me quedó claro que era probable que ese tiempo fuera de varios meses (posteriormente fui capaz de calcularlo con exactitud, pero avanzar ahora cómo lo hice sería adelantar acontecimientos). Claro que no sabíamos cuantas vueltas habían pasado desde la última coincidencia en el puente y pudiera ser que restaran pocos días para que se iniciara un nuevo ciclo. Mas sin descartar que la fortuna nos brindase ese regalo, asumiendo la hipótesis de dos rotaciones opuestas, me dormí elucubrando el modo de anticipar la revelación del acceso al interior de la torre.


Majik of Majiks - Cat Stevens (Numbers, 1975)