Nada más irse sus padres, Jessica me tomó la mano y su apretón lo traduje como confirmación de mis calenturientas expectativas. Estábamos de pie en la sala, como dos estatuas indecisas, cuando apareció la empleada para anunciarnos que nos esperaba una merienda. La muchacha entró y salió, en una sensación de irrealidad teatral. Entonces, sin que me lo esperase en absoluto, Jessica se giró hacia mí y me besó; juntó su boca a la mía y disparó su lengua hacia adelante que, como un animal dotado de vida propia, se dedicó a explorar ansiosamente mis cavidades mientras yo apenas me desprendía de mi pasmada pasividad. También este incidente (aunque no exactamente en el mismo momento de la secuencia de los acontecimientos) aparece en la descripción de la cita entre Leslie y Stingo; cito de la página 293:
De pronto, su lengua se coló en mi boca. A decir verdad, yo no había dirigido ninguna invitación a aquel prodigio de lengua: sólo me había vuelto hacia Leslie para observarla, esperando que la expresión de deleite estético que pudiera descubrir en su rostro correspondiera a la que yo sentía en el mío. Pero no pude ni vislumbrar su cara, tal fue la increíble rapidez con que aquella lengua se me adelantó. Sumergida en mi boca abierta de sorpresa y retorciéndose en ella como un raro animal marino, casi me dejó sin resuello mientras parecía buscar un punto inalcanzable cerca de mi campanilla; se meneaba, pulsaba y se contorsionaba para barrer una y otra vez mi bóveda bucal; creo que, por lo menos una vez, dio la vuelta completa sobre sí misma. Resbaladiza como un delfín, menos húmeda que deliciosamente mucilaginosa y con sabor amontillado, tuvo por sí sola la fuerza suficiente para echarme hacia atrás, contra la jamba de una puerta, donde me mantuve apoyado, indefenso y con los ojos fuertemente cerrados, en espera de que terminara aquel éxtasis lingual. No sé lo que aquello duró, pero cuando por fin se me ocurrió corresponder, o intentar hacerlo, y comencé a desenvainar mi lengua con un sonido gutural sentí que la suya se encogía como una vejiga deshinchada y que su boca se separaba de la mía; apretó, sin embargo, su cara contra mi mejilla y me dijo en un tono agitado: –No podemos ahora.Y Jessica, efectivamente, se separó de mí para, tirándome de la mano, llevarme hasta la amplia cocina donde nos esperaba una bandeja con refrescos y sandwiches. Yo estaba aturdido, tratando con dificultad de poner orden en la confusa y atropellada amalgama de mis pensamientos y sensaciones. Mi estado mental debía reflejárseme en una cara de pasmarote, porque Jessica me miraba con una media sonrisa, mientras hablaba despreocupadamente de sus futuros planes universitarios (quería hacer arquitectura) y luego me apuraba a que me diese prisa porque íbamos a llegar tarde a la película; ¿habíamos quedado para ir al cine? Y fuimos al cine, a ver
Saturday Night Fever, que, en esa etapa de mi vida, simbolizaba la negación de todos mis principios estéticos y musicales. Puede que aquella fuera la primera ocasión en que comprobé (en mi propia persona) cómo los principios no tienen nada que hacer ante la lujuria. El caso es que me dispuse a sufrir los cánticos y contoneos del odioso Travolta, compensados por los dedos de Jessica entrelazados con los míos e intermitentes acercamientos de nuestras cabezas culminados en breves piquitos. Como cualquiera puede fácilmente imaginar, la situación suponía un progresivo enardecimiento de mis sentidos que se aproximaban peligrosamente a las temperaturas de ignición. Intenté, desde luego, otros acercamientos táctiles, tocamientos de partes inexploradas del cuerpo de Jessica que me tenían magnetizado. Llegué a palpar sus mullidos y abultados pechos, aunque apenas unos instantes, porque enseguida la mano de ella retiró suave pero firmemente la mía. El gesto denegatorio, sin embargo, lo acompañaba de un apretón cariñoso en mi otra mano y de una sonrisa dulce, signos, en fin, que yo traducía como confirmación de una promesa para cuyo inminente cumplimiento sólo me pedía un poco de paciencia. Por eso, como Stingo en el restaurante con Leslie, no me sentí desanimado sino que mi excitación se redobló y el deseo por esa preciosa chica terminó de invadir los pocos recovecos de mi ser que aún estuviesen indemnes a su hechizo.
El regreso del cine a la casa de Jessica fue en taxi, otra coincidencia con la aventura de Stingo. Al igual que en la novela, ese viaje fue un prolongado escarceo erótico. Ella, acurrucándose junto a mí volvió a asumir la iniciativa, besándome con desesperación ansiosa. De nuevo, más que buscar palabras propias, prefiero recurrir a las de Styron que, salvo en pequeñísimos detalles, reflejan fielmente lo que viví:
Nunca hubiera creído que esa manera de besar fuera tan descomunal, tan expansiva. Pero es obvio que ha llegado el momento de que yo ejecute mi papel, y así lo hago. Mientras bajamos por la calle Fulton le correspondo "dándole la lengua", cosa que visiblemente no le desagrada, pues responde con pequeños gemidos y estremecimientos. Al llegar a este punto, estoy tan caliente que hago algo que siempre quise hacer al besar a una chica, pero nunca me atreví por sus escandalosas connotaciones: mover lenta y rítmicamente la lengua hacia dentro y hacia fuera de su boca con largos y copulatorios movimientos. Esto hace gemir de nuevo a Leslie ... Es imposible describir mi estado en ese momento. Poseído de una especie de frenesí controlado, decido que ha llegado el instante de empezar a avanzar de veras. Así pues, con gran delicadez deslizo la mano hacia arriba de modo que me permita recoger en su oquedad la parte inferior de su delicioso pecho. Y en este instante, con una incredulidad casi total por mi parte, con una firmeza y una decisión por la de ella que vencen mi delicada cautela, coloca su brazo en una posición protectora que significa claramente: "No te propases". Su actitud es desconcertante, tanto que pienso que uno de nosotros ha cometido un error, que ha fallado nuestro sistema de señales, que ella ha querido gastarme una broma pesada, o algo por el estilo. Por lo tanto, poco después, con mi lengua todavía hurgando en su gaznate y sin que ella haya dejado de gemir, avanzo la mano hacia su otra teta. ¡Wham! Lo mismo de la otra vez: el súbito movimiento de protección, el brazo que baja, lanzado, como una de esas barreras de los pasos a nivel ferroviarios. "Prohibido el paso". Es realmente increíble.La sucesión de nuestros forcejeos en el taxi no interrumpió un beso prolongado durante todo el viaje, tanto que parecía que cada uno quisiera beberse al otro. Mis sentimientos eran, como los de Stingo, de desconcierto ante la actitud recatada de Jessica pero no por ello disminuía un ápice mi convencimiento de que esa misma tarde iba a consumar con Jessica la pérdida de mi virginidad. Así, sus firmes rechazos a mis tocamientos los explicaba por la incomodidad del asiento del taxi o la presencia del chofer, inconvenientes que no existirían en el dormitorio de Jessica al que habíamos de llegar en poco tiempo. De otra parte, también hay que decir que el trayecto entre los distritos limeños de Miraflores y San Isidro probablemente fue más breve que el que hicieron Leslie y Stingo en Nueva York; insuficiente, en todo caso, para enturbiar en nada ni mi lujuria ni mis esperanzas.
Sin embargo, al llegar a casa de mi chica, recibí el primer aviso inequívoco de que el majestuoso palacio de mis deseos podía ser un mero castillo en el aire. En la puerta de entrada, antes de introducir la llave en la cerradura, Jessica se volvió hacia mí, me apretó ambas manos, me besó suavemente los labios y con voz tierna me dijo que lo había pasado muy bien, que muchas gracias y que buenas noches. ¿Cómo que buenas noches? De nuevo tuve un momento de desconcierto, el suficiente para que mi amiga abriese la puerta y se metiese dentro de su casa, dejándome afuera en estado de shock. Por suerte, reaccioné justo antes de que se cerrase totalmente el portón; espera, Jessi, grité, y debí poner tal tono de angustia en mi voz que la cara de ella, al volver a aparecer ante mi mirada, mostraba una expresión mezcla de preocupación, dolor y pena. De pronto, empecé a entender que esa noche no iban a consumarse mis expectativas; es más, como un relámpago devastador, por mi mente cruzó la intuición de que ni esa noche ni nunca me tocaría en suerte disfrutar de ese cuerpo tan voluptuoso que tenía delante. Ahí, en el umbral, los dos nos miramos con ojos tristes y, sin palabras, nos abrazamos. Ella se apretó contra mí y cuando sintió que le correspondía con un abrazo tan o más fuerte, pareció aflojarse y comenzó un llanto espasmódico. Ya no era la muchacha desvergonzadamente liberal, sino una chiquilla que temblaba entre mis brazos. Mi confusión se incrementaba; me venían las más diversas emociones a una velocidad demasiado vertiginosa para que mi cerebro pudiese procesarlas. ¿Qué estaba pasando?
La llevé abrazada hasta la sala y me senté con ella en un sofá. No dejaba de llorar, y a medida que transcurría el tiempo mi preocupación aumentaba. Por fin, entre hipidos y miradas de dolor, me contó que era virgen, que nunca había pasado de los besos y que, además, tenía pavor a ir más lejos. Se daba cuenta, me dijo, de que yo esperaba más de ella y eso no podía dármelo. Necesitaba, me explicó, cubrir antes unas etapas en su sexualidad, algo que yo debería entender. A medida que hablaba, mi lujuria iba transformándose en una mezcla, a partes iguales, de culpabilidad y sensación de haber sido estafado. Pensándolo tiempo después, me di cuenta de que hacerme sentir culpable (¿de qué?) era la estrategia que Jessica usaba para evitar que se volviese en su contra la indignación natural de un chaval a quien frustraba las expectativas que ella misma había alimentado. Y ese arma, desde luego, la usaba con maestría porque me encontré consolándola con palabras tiernas y haciéndole caricias absolutamente asexuadas. Al cabo de un rato me despedí con un casto beso, prometiéndole que la llamaría al día siguiente.
A Stingo vino a ocurrirle algo muy similar que no transcribo porque es demasiado largo y tiene varios detalles (la mayoría de ellos relacionados con referencias psicoanalíticas) que no se produjeron en mi historia. Digamos que mi desenlace fue más sencillo, carente de los matices intelectualoides de la novela, como, por otra parte, corresponde a las diferencias de edad entre las dos parejas (la de la novela y la mía). Pero esos matices diferenciales no anulan las coincidencias fundamentales y, para mí, sorprendentes. Como Stingo, yo tampoco volví a quedar con Jessica (a quien sin embargo sí volví a verla porque, meses después, ingresó en mi misma universidad para estudiar arquitectura). Fiel a mi palabra, la llamé al día siguiente, pero con alguna excusa eludió el que nos citáramos. Creo recordar que insistí alguna vez más, pero por diversos motivos no hubo más encuentros. Enseguida conocí a otra chica y con ella sí mantuve una relación bastante más "sana" y fructífera; un clavo saca otro clavo y, además, el clavo de Jessica ni siquiera había tenido tiempo de hundirse mucho. De hecho, seguro que esta historia habría permanecido en el recoveco olvidado de mi cerebro en el que estaba si su recuerdo no me hubiera sido devuelto gracias a la lectura de
La decisión de Sophie.