A mediados del otoño, cuando los ardores del estío ya declinaban, la numerosa embajada caldea decidió partir de regreso a Babilonia. Sellada la alianza entre sus pueblos, tanto Nabopolasar como Ciáxares supieron que la amenaza asiria estaba pronta a desaparecer (y desaparecer, en aquellos tiempos, significaba exactamente eso; o sea, no que desapareciera la amenaza sino los propios asirios) y cada uno de ellos empezó a maquinar las estrategias más convenientes para alcanzar la preponderancia, aunque fuera, por supuesto, a costa del socio fraternal, del que se despedían con efusivas lágrimas y promesas de amistad eterna. De momento, pensaba Nabopolasar, este Ciáxares se siente muy fuerte, pero yo me llevo a mi capital a la niñita de sus ojos y mientras la tenga conmigo no creo que se atreva a ningunearme ni mucho menos a colarme cualquier jugarreta; lo que no quita para que haya de ser yo quien mueva la próxima pieza, así que a ver si nos espabilamos y participamos en la próxima batalla. Y con esas ideas, nada más dejar atrás las ruinas de Assur, el rey caldeo urgió a Farnásupal a que preparara la campaña para la conquista de Nínive, que era donde estaba la corte asiria, dejándole claro que, aunque fuera un ataque combinado con los medos, habían de ser sus tropas las que llevaran la iniciativa y, sobre todo, las que recibieran la mayor gloria, pues tenían que recuperar el prestigio malogrado con la derrota última y, de paso, dejar claro que el monarca de la más que milenaria Babilonia estaba muy por delante del que, al fin y al cabo, no era sino el jefe de unas cuantas tribus de montañeses nómadas, por muy alto que se hubiera encumbrado. Pero mientras en el carruaje real el soberano con su fiel general y consejero se preocupaba por el poder y la gloria a cuyo fin trazaban estrategias bélicas y maniobras diplomáticas, en la misma caravana los pensamientos de tres jóvenes no tenían en absoluto la fría temperatura de los de sus mayores, sino que, por el contrario, bullían con los hervores cálidos de las emociones tempranas. El muchacho de dieciséis años, acostumbrado desde la cuna a imponer su tiránica voluntad y a reaccionar con violenta iracundia cuando se le contradecía, parecía haber transfigurado su carácter en una suerte de arrobamiento ensimismado; sus miradas estaban continuamente dirigidas, con un dulzor del que hasta entonces carecían, hacia la pequeña princesa meda y, como títere a control remoto, todos sus movimientos respondían solícitos al menor gesto de ella. Amyfcis viajaba reclinada entre almohadones en una litera con toldo y cortinas de finísima seda a cuyo través observaba el paisaje cambiante y el incesante movimiento de los numerosos babilonios que formaban la comitiva. Pese al ajetreo de personas y animales, dos jinetes se mantenían constantes a su lado, Nabucodonosor, el arrogante muchacho a quien había sido entregada, y Holofernes, su primo recién conocido y amado y casi en el acto prohibido a las ansias de su corazón. No era más que una niña que hasta hace unos meses sólo conocía Ecbatana y las agrestes montañas de su patria, pero le habían bastado pocas semanas preñadas de los más dramáticos acontecimientos (guerra, muerte, victoria) para entender las consecuencias de su destino. Por eso, en la árida tierra en que la tristeza había convertido su espíritu, su voluntad firme se empeñaba en sembrar ilusiones, y así se obligaba a desviar la vista de Holofernes y ladear la cabeza, ensayando sonrisas de coqueteo, hacia el futuro rey de Babilonia, hacia su futuro esposo. Por último, el niño de once años, cuyos cuerpo y mente superaban con largueza esa edad, cabalgaba cerca de ambos, remecido en un torbellino de emociones caóticas, en el desgarro entre dos amores tan grandes y tan distintos, entre el deber y el deseo. A veces, espoleaba el caballo y se alejaba en feroces y raudos galopes hacia el norte, como si desertara de su destino, hasta perder de vista y de sonido la caravana caldea y entonces brotaba de lo más hondo de sus entrañas un aullido cuyo significado ni él mismo era capaz de entender; luego se desnudaba y se bañaba en el Éufrates hasta que, remitida esa fiebre de locura, volvía a sumarse al cortejo, volvía a escoltar a sus dos amigos, a añadir el suyo al silencio denso de emociones de esos tres chiquillos.
Ese año, los meses de invierno transcurrieron plácidamente. Farnasúpal, advertido de la melancólica madurez que embargaba a su hijo, lo llevaba con él en sus atareadas jornadas de reorganización de las fuerzas caldeas. De este modo Holofernes acrecentó aceleradamente sus destrezas bélicas, tanto las físicas como las tácticas, a la vez que poco a poco iba serenando su espíritu. También los ardores juveniles de Nabucodonosor fueron calmándose y, aunque su amor por la preciosa niña incluso se ampliara con nuevos matices, entendió que la boda debía esperar hasta la venida de la primera sangre. Amyfcis, por su parte, iba cubriendo sus añoranzas con los nuevos hábitos y aprendía a gozar de los deliciosos refinamientos del palacio real. Pero no se trataba más que de un paréntesis que se rompió apenas llegó la primavera. En los primeros días de mayo los mensajeros anunciaron que los
shuki se habían rebelado contra Nabopolasar. Eran éstos un pequeño pueblo del valle que durante la dominación asiria habían sido sus aliados y cómplices; liberada Babilonia, fueron sometidos cruelmente por los caldeos y hasta entonces nunca completamente pacificados sus rencores vengativos. En pocos días, Farnasúpal preparó al ejército y con el rey al frente remontaron el Éufrates hasta alcanzar Rahi-ilu, un poblado shuki asentado en una pequeña isla en el centro del río. La batalla apenas duró unas horas; los atemorizados shuki se rindieron a Nabopolosar y, para salvar sus vidas, le ofrecieron sus servicios en la conquista de Anat, su capital. No demoró Nabopolasar en dirigirse hacia allí, deseoso de llegar antes que los refuerzos asirios que habría reclamado el rey de los shuki. En sólo dos jornadas, los caldeos acampaban frente a Anat y disponían sus nuevas máquinas de asalto frente a las murallas occidentales de la ciudad, mientras que
Sin-Shar-Ishkun, el monarca asirio que comandaba un poderoso contingente guerrero, se encontraba aún a tres jornadas de viaje. Los shuki intentaron resistir encerrándose tras sus murallas, pero las puertas de la ciudad cedieron en pocas horas a los embates de los arietes babilonios permitiendo a las tropas de Nabopolasar irrumpir sanguinarias en el recinto. El castigo había de ser ejemplar, de modo que quedara claro el dominio de los caldeos en Mesopotamia y se evitasen futuras tentaciones emancipadoras. El propio Nabopolasar azuzó a sus hombres en la cruel carnicería que duró hasta la caída del sol. Ya de noche los cadáveres fueron apilados en el centro de la plaza de Anat y recubiertos de paja y brea. Con todo el ejército formado en derredor, los generales en primera fila, Nabopolasar quiso que su hijo culminara su bautizo guerrero (si bien Farnasúpal, por orden expresa del rey, se había cuidado bien de que el muchacho no se expusiera en demasía durante la batalla) encendiendo la pira de la victoria, ofrenda a Ishtar. Nabucodonosor, orgulloso y excitado alzó la antorcha unos segundos frente a los soldados y éstos, ebrios de sangre, lo aclamaron, legitimando así la futura sucesión en el trono caldeo. Luego, de retirada, la ciudad fue incendiada. Las altas llamas, reflejándose en el Éufrates, tiñeron de rojo la noche haciendo ver a Sin-Shar-Ishkun, ya a poca distancia, que había llegado tarde. Las tropas asirias dieron la vuelta para regresar a Nínive.
Mientras duró la campaña, Babilonia se mantuvo encerrada tras sus murallas, poblada muy mayoritariamente por mujeres y niños y con escasísimos hombres para guardarla. Holofernes, pese a sus ruegos y rabietas, era uno de los que se había quedado pues, aunque ya era un magnífico jinete y experto con el arco y hasta con la lanza, a sus doce años no alcanzaba la edad mínima para integrarse en el ejército. Su amigo Nabucodonosor le había pedido que atendiera a su futura mujer, desconocedor de los sentimientos que hacia ella albergaba el chico. Holofernes, sin embargo, procuraba evitarla y prefería pasar casi todo el día recorriendo las calles de la ciudad, vigilando sus defensas, atento a posibles peligros. Incluso, para preocupación de Kyrias, pasaba muchas noches en las torres de los vigías, los ojos fijos en las llanuras, más allá de los palmerales del Éufrates. La inquietud de su madre no era sólo por su seguridad sino que obedecía también a sus propias intrigas. La ya larga residencia de Kyrias en Babilonia le había permitido entender el precario equilibrio del poder real caldeo. La legitimidad de Nabapolosar era discutida por algunas facciones de la más antigua nobleza, quienes, con más que fundadas razones, argumentaban que su posición se debía a su antiguo cargo de gobernador vicario de los asirios, del que se aprovechó cuando éstos empezaron a declinar. Los descontentos hacían sus movimientos con el máximo sigilo, sabedores de la crueldad vengativa del rey, quien no dudaría en aplastar cualquier asomo de disidencia. En esta situación, el mayor apoyo de Nabapolosar era Farnasúpal, de carácter mucho más agradable y tan amado como temido era el monarca. De hecho, Kyrias había sido testigo en la sombra de más de un acercamiento de los opositores hacia su esposo, intentando atraérselo a su partido, sabedores de que el general sería una baza decisiva para el derrocamiento del rey. Kyrias no lograba entender que Farnasúpal, con sabia diplomacia, no prestara oídos a tales propuestas y perseverara en el servicio al monarca babilonio. Más de una vez, en el lecho conyugal, se había irritado por la bonhomía de su esposo y le había reclamado que exigiera mayores honores pues, le decía, mucho más merecedor de ellos eres tú que tu amigo Nabopolosar, que a ti y a mi hermano le debe casi todo. Pero había comprendido que Farnasúpal no haría nada contra su rey a menos que ... A menos que se viera obligado a hacerlo y, a este respecto, la astuta princesa meda había concebido un arriesgado plan. Desde el primer momento se había percatado Kyrias de la fuerte atracción que había nacido entre su hijo y su sobrina. Desde la vuelta de Assur observaba los esfuerzos de Holofernes para apartar a Amyfcis de sus pensamientos. Es como su padre, se decía con amargura, prefiere resignarse por el deber hacia el amigo que pelear por lo que ambiciona; pero quizá, antes de que sea demasiado tarde, puedo aprovechar la pasión que anida en esos dos chiquillos. Y así, durante la campaña contra los shuki, libre de controles masculinos en el palacio, Kyrias se dedicó a arropar a la melancólica Amyfcis y a avivar sus deseos. Con la complicidad de las más expertas y bellas esclavas, se ocupó de iniciar a la niña en los secretos del placer, despertando poco a poco sus instintos. Al mismo tiempo, siempre de forma indirecta, le confrontaba las imágenes y caracteres de Nabucodonosor y Holofernes, con tanta sutil elocuencia que Amyfcis se desesperaba cada día más de su destino y lloraba por un amor cada vez más grande que creía imposible. La propia niña, hábilmente manipulada, fue quien le pidió ayuda a Kyrias y ésta, fingiéndose sorprendida y tras mentirosas protestas, accedió a prestársela. El plan que urdieron ambas féminas se limitaba a facilitar encuentros secretos entre la niña y Holofernes y que luego los amantes escapasen a Ecbatana requiriendo la protección de Ciáxares. Pero Kyrias, en realidad, pretendía que fueran descubiertos, dando tiempo, eso sí, a advertir a Farnasúpal del peligro de muerte que acechaba a su hijo. Calculaba la meda que para salvarlo, su marido se vería obligado por fin a oponerse a Nabopolasar; ella se habría ocupado entretanto de comprometer las necesarias alianzas y muy mal tendrían que ir las cosas para que no fuera la próxima soberana de Babilonia.
A la semana del inicio de la campaña, Holofernes apareció por primera vez a pasar la noche en palacio. Durante la cena se mostró cariñoso pero distante, aunque no pudo evitar que la vista se le escapara en varias ocasiones hacia su prima. Amyfcis, en muy poco tiempo, parecía ser otra; su excepcional belleza de niña estaba transfigurándose en la de una mujer. Esa noche, además, se había vestido, peinado, enjoyado y perfumado con la sabiduría de la más lujuriosa de las cortesanas, no en vano muchas habían sido convocadas por Kyrias a tal fin. El chico, bajo su pose fría y ligeramente arrogante, se sentía profundamente turbado, tanto que, alegando cansancio, se retiró antes de tiempo a su cámara. Dos horas más tarde se despertó en la más cerrada oscuridad al notar un cuerpo menudo y caliente que se introducía en su lecho. No se sorprendió demasiado pues no era la primera vez que alguna de las jóvenes esclavas del palacio, enamoradas de su apostura, se deslizaban entre sus sábanas y le prodigaban caricias deliciosas. Así que ni se movió, procurando incluso no desvelarse del todo para llevar esos placeres al sueño, no disipado aún, en el que yacía amorosamente junto a su prima. La joven a su lado se restregaba dulcemente contra su cuerpo, su piel, de dulcísimos aromas, se iba adhiriendo a la del chico como si cada poro besara al gemelo del otro cuerpo, los labios se pegaron como ventosas, las lenguas se enroscaron, el deseo que emanaba de ambos adquirió una consistencia vaporosa y húmeda que los embriagaba. En una de tantas volteretas de ese cuerpo doble entrelazado, Holofernes quedó arriba y arqueó la cadera, presto a clavarse en la mujer desconocida. Despegó los labios de los suyos y puso las manos en las mejillas de la chica, queriendo ver a través de ellas sus rasgos. Justo entonces, en el momento de penetrarla, musitó el nombre de aquélla a quien hacía el amor; Amyfcis, dijo, y la voz de ella, inconfundible para el muchacho, contesto: sí, soy yo, amor mío. Fue como si un rayo atravesara el cerebro de Holofernes; en un instante todos sus músculos se tensaron y los dos se quedaron inmóviles, en rígida unión. Sin salir de ella, Holofernes se dejó caer sobre la chica y la abrazó, estrechándola más aún. Empezó a llorar en silencio –las lágrimas resbalaban por el rostro de Amyfcis, por su cuello, por sus escasos senos– y a repetir te amo, te amo, te amo, con una cadencia tristísima. La muchacha, contagiada, comenzó a su vez a llorar, volvió a ser la niña que era, abrazándose a su primo, sabiendo que siempre le protegería pero comprendiendo también lo que exigía su amor. Poco a poco se fueron despegando, rodaron de lado y quedaron ambos boca arriba, cogidos de la mano, las cabezas ladeadas para mirarse a los ojos y decirse, en la oscuridad y sin palabras, las promesas que cumplirían hasta sus muertes. Esa noche la pasaron juntos por primera y última vez. Una semana después volvería Nabucodonosor con los caldeos victoriosos. El plan de Kyrias no superó esa primera prueba.