Hace tres cuartos de siglo nació en Duluth, Minnesota, Shabtai Zisl ben Avraham, inscrito en el Registro como Robert Allen Zimmerman y conocido en todo el mundo como Bob Dylan. Protagonista de una de las más dilatadas e intensas carreras de la música popular, todavía sigue dando guerra: acaba de publicar un nuevo disco (Fallen Angels), el trigésimo séptimo de estudio, y sigue dando conciertos. Leo en un periódico que su figura cubre los últimos cincuenta y cinco años, ya que el articulista data el origen en los primeros días de 1961, cuando un chaval de 19 años llega a Nueva York. Pero lo cierto es que la carrera de Dylan ronda ya las seis décadas pues de 1956, cuando era un crío de sólo 15, datan sus primeras sesiones documentadas. En realidad, Dylan era músico desde siempre, desde antes incluso de saberlo. Quizá, leyendo lo que cuenta Howard Sounes, haya que hablar de siete décadas, remitiéndonos a su debut en 1946 en una fiesta familiar en la que cantó a su abuela dos canciones populares de la época y que llenó de orgullo a Beatty, su madre.
Man on the street - Bob Dylan (Bob Dylan 1962 remastered 2016)
En estos últimos meses llevo dedicados bastantes ratos sueltos a ordenar grabaciones de Dylan, lo que supone escucharlas, tratar de completar algunos vacíos, buscar datos, leer en los varios libros que tengo y en la red ... Lo hago, claro está, porque me divierte, porque si me lo planteara como una obligación y marcándome plazos me condenaría a la frustración. Es increíble el material que existe, la información disponible, imposible de abarcar. De hecho, llevo varias semanas atascado en lo que podríamos llamar la prehistoria de Dylan, antes del contrato con Columbia y la publicación en 1962 de su primer álbum. Son los años de formación adolescente: Hibbing, Minneapolis, el Greenwich Village neoyorkino. Cuanto más leo y oigo de esa época más me sorprende la determinación de ese crío, lo claro que lo tenía y el morro que le echaba. Demostró sin duda una extraordinaria habilidad instintiva para autopromocionarse, que no habría dado mejores resultados si hubiese estado asesorado por los más expertos publicistas. Para mí (y no soy el único que lo piensa, claro), Bob Dylan es un genio pero ciertamente aquel chaval todavía no lo había demostrado, ni siquiera daba pistas claras de su calidad. Entonces necesitaba encontrar su hueco, crearse sus oportunidades, y lo consiguió con su seguridad en sí mismo, con su desparpajo, haciéndose simpático a quienes podían ayudarlo. Que Bobby Zimmerman se convirtiera en Bob Dylan se debe fundamentalmente a su propia voluntad.
When the night comes down from the sky - Bob Dylan (The Bootleg Series volume 3)
Supongo que, con todas las variantes que se quiera, esta determinación, seguridad en la propia valía, convencimiento vocacional, es común en los inicios de cualquiera de los que consideramos genios. Lo que equivale a decir que muchos otros que podrían tener las mismas o mayores capacidades artísticas o intelectuales no han pasado a engrosar el elenco de los genios por carecer de estas notas en su carácter. Notas, dicho sea de paso, que no suelen dar personalidades amables (a los genios se les admira pero no se les ama). Al fin y al cabo, los que llamamos genios pueden corresponderse con los héroes de la cultura clásica; es decir, no son del todo humanos, viven entre nosotros pero no son del todo parte de nosotros. Hay una separación, un apartamiento, que opera en ambos sentidos: la insoportable (o quizá no tanto) soledad del genio. Dylan probablemente no sea muy simpático (la imagen pública que transmite es, desde luego, la de un tipo bastante huraño). Pero, al fin y al cabo, nunca he pretendido ser su amigo (imposible, además, con mi desastroso inglés), así que no me importa si es o no amable. Pero, eso sí, le estoy enormemente agradecido por haber sido capaz de hacerse su hueco; gracias a las estrategias descaradas de aquel crío pudieron nacer canciones que son fundamentales en la banda sonora de mi vida. Por eso hoy, veinticuatro de mayo de 2016, me sumo a los tantos que desean felicitar al músico estadounidense. Feliz cumpleaños, Bob (esto es lo que tiene ser famoso y admirado, que te felicitan desconocidos).
Melancholy mood - Bob Dylan (Fallen Angels, 2016)
PS: Fotos de Dylan en tres etapas de su vida: adolescente en Hibbing con 16 añitos, superada su etapa cristiana a mediados de los ochenta y cuarentón, y más o menos en la actualidad. Subo una canción correpsondiente más o menos a cada una de esas edades. Una de las primeras que compuso, cuando acababa de llegar a Nueva York y bajo la clarísima influencia de Woody Guthrie: folk ortodoxo y un pelín aburrido. Una versión de la noche que cae desde el cielo (no la que aparece en el Empire Burlesque de 1985), grabada con el acompañamiento de músicos de la E Street Band de Springsteen: sonido potente para letras apocalípticas. Y el tema que ha elegido para promocionar su recentísimo último disco, reptiendo en la senda del anterior; de nuevo versiones de los estándares norteamericanos de los cuarenta y de los cincuenta: no me mola demasiado, pero a estas alturas se le puede permitir cualquier cosa.
No se sabe con certeza cuándo pintó Mantegna el Cristo muerto, sin duda su obra maestra. La hipótesis más aceptada lo data entre 1475 y 1478, es decir, entre los 44 y 47 años, ya plenamente asentado como pintor de corte en Mantua (bajo la protección de Isabel D’Este) y reconocido como uno de los artistas más importantes de la Italia de su tiempo. Es un cuadro pequeño de proporciones casi cuadradas (68x81 centímetros) que probablemente Andrea pintara para su devoción personal, representando un tema habitual desde el Trecento –la lamentación sobre la muerte del redentor– pero desde una perspectiva nueva, impactante. Desde luego, se atreve con un escorzo brutal que da a la escena del cadáver tendido sobre una losa de mármol un dramatismo sobrecogedor. Pero, sobre todo, lo que más llama la atención es la profunda humanización de Cristo, casi rayana en la blasfemia (supongo que Mantegna sería consciente de que era una obra que no le convenía que se conociera demasiado). Estamos ante el cuerpo de un hombre muerto, joven y atlético, las manos y los pies agujereados sin disimulo, la sábana ajustándose y confundiéndose con las extremidades, el tórax deformado por el ángulo, el rostro tranquilo y ausente, con una expresión que parece decir que ya nada le importa, ahí os quedéis vosotros. A la izquierda, tres retratos muy parciales de tres personajes que se lamentan ante el cadáver (sólo la Virgen, en el centro, es claramente identificable); hay quienes dicen que son añadidos posteriores y quizá sea así porque, a mi juicio, estropean la composición del cuadro. Descubro sin sorpresa que este lienzo ha sido inspiración de varios fotógrafos homoeróticos, uno de ellos Anthony Gayton (Devon, 1968). Hoy al arte se le permite expresar el erotismo con mucha mayor libertad que hace quinientos cuarenta años; aún así, llama la atención que Mantegna resaltara como lo hizo el bulto de los genitales, situándolo justo en el centro geométrico del cuadro.
Mantegna era todavía un niño cuando hacia 1438 (tampoco la fecha es segura) un rico ciudadano de Florencia encarga a Paolo Uccello que pinte un tríptico en el que represente la batalla de San Romano que enfrentó cerca de Lucca a sieneses y florentinos, con triunfo de estos últimos. Son tres tablas de grandes dimensiones (aproximadamente 180 cm de alto por 320 de largo cada una) pintadas con temple al huevo, que representan tres distintos momentos de la batalla. La que reproduzco es la tercera escena, la que supone el desenlace heroico de la batalla: Niccolò Mauruzi da Tolentino, general de los florentino, desmonta de una lanzada a Bernardino della Ciarda, el jefe de los de Siena. Estamos en el quattrocento pero tanto la temática como en gran parte el estilo de esta obra se debe al gótico medieval. Sin embargo, es ya una pintura renacentista, sobre todo por el esfuerzo, aún no plenamente logrado, de dominar la perspectiva, la obsesión de Uccello. Por ejemplo, en la tabla de la primera escena, un cadáver yace en primer plano en un escorzo muy similar al de Cristo de Mantegna, pero boca abajo (y, claro, con inferior maestría técnica). Es una pena que, pese a su concepción unitaria, en la actualidad cada tabla se conserva en un museo distinto: la National Gallery londinense, el Louvre parisino y la galería florentina de los Uffizi. He visitado las tres pinacotecas y con toda seguridad he visto las tres pinturas, pero no logro ahora recordarme disfrutándolas, por más que miro cada una en el ordenador (me evocan, en cambio, imágenes de Velázquez: las lanzas, los caballos).
1931, Taos, Nuevo México. Desde 1929 Georgia O’Keeffe pasa gran parte del año en este pueblo de artistas bohemios, fascinada por el paisaje del desierto que explora incansable, recolectando piedras, huesos … Georgia O’Keeffe es una mujer extraordinaria, carácter independiente, que ha sabido ser ella en un mundo hostil. Se retira a Nuevo México huyendo del sofisticado e hipócrita mundo del arte neoyorkino, quizá también reclamando autonomía frente a su influyente marido, Alfred Stieglitz, veintitrés años mayor que ella, quien la lanzó al estrellato y de quien se enamoró apasionadamente. Pero ahora, a sus cuarenta y pico, Georgia está cansada de la ciudad, tal vez incluso esté cansada de sus flores casi abstractas, tan sexuales (la consideran la creadora de la iconografía femenina), y necesite la aridez extrema del desierto. Posiblemente, en alguno de sus paseos por los alrededores de Taos, la pintora encontraría el cráneo de una vaca, decolorado por el implacable sol de esas latitudes. Más tarde diría que por esos años, en Nueva York, todo el mundo hablaba de la necesidad de establecer el “arte americano”: había que pintar el gran cuadro americano, escribir la gran novela americana, etc. Y ella pensó que esa calavera desgastada simbolizaba a la perfección el espíritu americano; bastaba, se dijo, con pintar los tres colores de la bandera y he aquí la muestra del gran arte americano. La pureza de los colores primarios, la mandíbula rota, la composición que remite a la imagen del Crucificado … Ciertamente, O’Keeffe desde la esquina suroeste de ese inmenso país logró expresar la fortaleza, la perdurabilidad de ese espíritu. La obra forma parte de la colección del Museo de Arte Metropolitano de Nueva York.
La primavera de 1808 fue movidita, especialmente en Madrid. El 2 de mayo, tras abdicaciones y cambios de reyes, Murat se dispone a evacuar de la capital a los miembros que aún quedaban de la familia real, pero desde primera hora ante el Palacio Real se congrega una muchedumbre inquieta. Cuando se dan cuenta de que quieren llevárselos, la multitud asalta el palacio, los franceses disparan, el tumulto se extiende a toda la ciudad, los madrileños quieren venganza y corre sangre gabacha, Murat ordena la carga de sus treinta mil hombres contra la población y finalmente logra hacerse con el control militar de la capital. La represión fue extremadamente cruel, casi unas quinientas personas fueron ejecutadas sin juicio previo, la gran mayoría civiles de clases populares. Uno de los emplazamientos de estos fusilamientos sumarios fue la montaña de Príncipe Pío, de la cual ya no queda ni el nombre; se trata de la colina, hoy mochada, en la que se dispone el Templo de Debod que inauguró Carlos Arias Navarro en 1972. En 1808 ese paraje estaba al exterior de la cerca que delimitaba el perímetro urbano, pero convenientemente cerca (probablemente los sacarían al amanecer por el portillo de San Bernardino, en la actual calle de la Princesa pasado el palacio del Duque de Liria). Sólo seis años después, antes de que volviera a España a ocupar el trono el que entonces fue llamado Deseado y enseguida mostraría su miserable naturaleza, Goya inmortaliza los crueles sucesos de la madrugada de aquel 3 de mayo y, de paso, provoca una revolución en la historia del arte.
Oslo 1892. Un joven pintor –aún no ha cumplido treinta– pasea al atardecer por un sendero litoral con dos amigos: “de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio - sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad - mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza”. Impactado por la experiencia pintará un óleo que titula Desesperación. Aunque el resultado no termina de convencerlo, es consciente de que ha encontrado su propio camino; quiere pintar las almas de los seres humanos. Trabaja obsesivamente en nuevas versiones de la Deseperación hasta que, un años después, llega a la última que, a su vez, es la primera de El Grito, su obra maestra. El hombre melancólico con sombrero que se asoma en la barandilla ha sido sustituido por una persona calva, de sexo incierto, que vuelve su rostro hacia el espectador en un grito que proviene tanto de su boca abierta como de sus ojos desorbitados, las manos tapándose las orejas, esquematismo pictórico que logra la máxima expresión de la angustia. En este cuadro figura y fondo se someten conjuntamente a una intencionada deformación dinámica, un flujo de colores que tiende a fundirlos como si, efectivamente, lo que se estuviera representando fuera el alma no sólo del personaje central sino de universo que lo rodea y tiende a absorber. Munch era un hombre atormentado –¿habría podido pintar El Grito si no– pero esta obra no es sólo producto de las emociones sino, sobre todo, fruto de una búsqueda consciente. Entre 1893 y 1910 pinta cuatro versiones (la primera y más famosa, la que reproduzco, está en la Galería Nacional de Oslo) y también realiza una litografía. La primera y más famosa de las versiones, óleo y pastel sobre cartón, se conserva en la Galería Nacional; el Museo Munch también en Oslo exhibe otras dos. La cuarta versión fue comprada a Munch por el armador noruego Fredik Olsen y vendida por Sotheby’s en 2012 por el alucinante precio de 120 millones de dólares. Estos Olsen, dicho sea de paso, son sobradamente conocidos en Canarias por ser los dueños de la una de las más importantes compañías interinsulares de ferris; no estaría mal que se dignaran ceder a algún museo del archipiélago algunos de los cuadros de Munch que todavía poseen.
Pues hasta aquí estas breves reseñas de las diez obras pictóricas que aparecen en el fantástico video promocional de la canción Jokerman, dirigido en 1984 por George Lois, uno de los más atrevidos publicistas desde la década de los sesenta. Dylan no estaba muy convencido de que debiera hacer un video, pero lo cierto es que los tiempos habían cambiado en los dos años que, por distintos problemas personales, llevaba semiretirado; habían aparecido los discos compactos exigiendo mejoras tecnológicas en los procesos de grabación y además nació la MTV con un inesperado y tremendo éxito limitándose a pasar videos musicales. Infidels, el álbum que contiene Jokerman, es una ruptura, tanto musical como temática, con la llamada trilogía cristiana. Mark Knopfler, que ya había colaborado con Bob años antes, contribuye decisivamente al nuevo sonido del disco. También había que pasar por el aro en el aspecto audio visual y Dylan finalmente aceptó, de lo cual no podemos sino alegrarnos. La idea de mezclar imágenes de la historia del arte con el intérprete cantando fue de Lois, quien quedó muy contento con el resultado, aunque no consiguiera evitar que casi todo el tiempo Dylan se empeñara en cantar con los ojos cerrados.
La última vez que estuve en Benidorm fue en 2002 o 2003. Pasábamos unos días en Denia, visitando a mi hermana, y nos dimos un salto con las sobrinas a Terra Mítica. Tras el agotador via crucis del parque de atracciones, nos acercamos a cenar a un restaurante en el Paseo que, limitando el casco viejo, se abre a la inmensa playa de Poniente. La verdad es que apenas tuve tiempo de patear esa megalópolis turística y confrontar su aspecto de principios del XXI con el que había conocido con cierto detalle a principios de los ochenta, tras la lectura del pionero libro de Mario Gaviria (en esos días yo era alumno suyo en un curso de doctorado de la Escuela de Arquitectura de la Politécnica madrileña). Años antes, de niño, pasé una quincena veraniega en la todavía embrionaria ciudad vacacional. La cosa es que desde hace tiempo, viviendo en una isla turística y dedicándome a la reflexión y planificación urbana en espacios turísticos, me repito con cierta frecuencia que debería darme un salto a la ciudad alicantina “por motivos profesionales”. Y lo haré; el día menos pensado, sin necesidad de pensarlo mucho, me doy un salto.
Pero si se me ha ocurrido escribir sobre Benidorm es por culpa de una foto que aparece en último post de Julian Bluff a propósito de los Diarios de Iñaki Uriarte. Se trata de una imagen en la pantalla del ordenador de Bluff que muestra desde arriba el famoso “Balcón del Mediterráneo”, nombre con el cual se conoce al mirador construido en la Punta o Cerro de Canfali, sobre los restos del Castillo de Benidorm del cual solo quedan en pie los arcos que dan entrada a la Plaza del Castillo. Lo cierto es que al ver esa foto mi sensibilidad estética ha recibido un mazazo, un fortísimo impacto que sin duda no fue señalado en la Declaración de ídem que a lo peor requirió esa actuación. El caso es que casi puedo asegurar que en ninguna de mis visitas a Benidorm he estado allí porque, si hubiera estado, no lo habría olvidado. Supongo pues que se trata de una intervención pública (municipal probablemente) para acondicionar un punto extraordinario de la topografía costera a fin de que los residentes y visitantes puedan disfrutar de las sin duda maravillosas vistas. Y teniendo en cuenta dónde estamos, no tengo nada que objetar a las intenciones de quienes impulsaran esta actuación. Pero, por todos los santos, habría sido prácticamente imposible hacer algo más feo.
Me asaltan desgarradoras tentaciones de ensañarme con esta cursilería vomitiva, este engendro que atenta contra las más elementales reglas del buen gusto, este pecado mortal de horterada en grado sumo. Podría cebarme en la descripción prolija del catálogo de desafueros estéticos, con los que los promotores han mancillado hasta la más banal vulgaridad un enclave maravilloso de la costa. Pero me resisto y obligo a la contención, que es virtud que todos debemos practicar. Me limito pues a ilustrar este post con imágenes obtenidas de la red de este popular balcón, a la espera de que yo mismo, en un día no lejano, pueda obtener fotografías propias, para mi personal catálogo de fealdades. Entre tanto, procuraré enterarme de las circunstancias de esta intervención urbanística, que seguro que son sabrosas.
En 1500, Durero tiene veintinueve años y está en la mitad de su vida (aunque no lo supiera, claro). Ha acabado ya su etapa de aprendizaje, es un grabador reconocido, de los mejores de Núremberg y allí, en la cuna de la imprenta, estaban los mejores en esos tiempos de grandes cambios. El aspecto del artista lo conocemos bien, porque él mismo se dejar constancia del pasar de sus años. El primer autorretrato que nos ha llegado es un dibujo sobre papel con trece años. En 1493, con veintidós, pinta el primero en óleo, y cinco años después el que se conserva en El Prado. No es mucho el tiempo que separa estos dos lienzos y sin embargo el cambio de imagen es notable: el chico joven ha dejado paso a un hombre. Ese aspecto físico se mantiene en el siguiente autorretrato, el que ahora nos interesa (Alte Pinakothek de Múnich): barba recortada, melena rubia rizada, ropa de calidad que denota la prosperidad social de que disfruta. Pero lo más destacado de este óleo es la mirada hierática, perdida hacia el infinito; el pintor se representa a sí mismo al modo en que la tradición flamenca mostraba a Cristo.
Saltemos ahora casi tres siglos y medio, hasta 1840. Joseph Mallord William Turner tenía entonces sesenta y cinco años, un viejo excéntrico, sin casi amigos y cada vez más obsesionado por la luz (dicen que sus últimas palabras fueron “el sol es Dios”), sus cuadros cada vez más impresionistas, más abstractos casi. La esclavitud había sido prohibida en el imperio británico en 1833 pero todavía continuaban cruzando el Atlántico barcos con seres humanos encadenados, a quienes no había reparo en arrojar por la borda si así convenía. Turner era un activo militante contra la trata; muy impresionado por la lectura de un libro de Thomas Clarkson, el conocido abolicionista, pinta The Slave Ship, una maravillosa marina en la que un barco navega al atardecer ante un tifón que se aproxima. El óleo es una espectacular explosión de color, una fantástica muestra del poder creador de la luz. El cuadro lo presentó en una conferencia antiesclavista a la que asistió el príncipe Alberto, consorte de la reina Victoria. Fue adquirido nada menos que por John Ruskin quien aseguró que si tuviera que quedarse con una sola de las obras de arte que produjo Turner, escogería ésta.
Picasso en 1937, cincuenta y seis años, artista consagrado, el pintor más admirado en todo el mundo. España está en guerra, Azaña lo ha nombrado director honorario del Prado; realiza en enero el Sueño y mentira de Franco, dieciocho escenas pensadas para reproducirse como postales en las que denunciaba el golpe de estado fascista; en la Exposición Internacional de París de ese año se presenta el Guernica. La madre con hijo muerto de ese inmenso lienzo es un motivo sobre el que trabaja obsesivamente durante ese otoño, produciendo diversas variaciones de una mujer que llora (con las lágrimas y el pañuelo que no aparecen en el Guernica) y que representa el dolor y sufrimiento asociado a la Guerra Civil. La versión final y la más conocida de esta serie –la que reproduzco– se conserva en la Tate Modern londinense; otra previa, en tonos verdosos, fue adquirida por la National Gallery of Victoria de la ciudad australiana de Melbourne en 1985 por 1.600.000 dólares. Apenas un año después, el sábado 2 de agosto de 1986, el cuadro fue robado de modo muy similar a como se robó en 1911 la Mona Lisa del Louvre (asunto al que dediqué unos posts hace años). Un grupo que se denominaba “Terroristas Culturales Australianos” reivindicó el robo y amenazó con destruirlo si el gobierno no aumentaba en un 10% el presupuesto de cultura y no instituía un concurso para jóvenes artistas que llevara por nombre Rescate Picasso. Diecisiete días después, gracias a una llamada anónima, se recuperó el lienzo en la consigna de una estación de ferrocarril de Melbourne. Nunca se descubrió a los culpables.
Richard Lindner fue un pintor tardío. Formado como ilustrador en Baviera, escapó de Alemania con la llegada de los nazis y terminó instalándose en Nueva York y nacionalizándose estadounidense en 1948. En el 54, ya cincuentón, tiene su primera muestra individual y a partir de entonces se dedica plenamente a la pintura. Se le encuadra en el pop-art y, en efecto, a ese estilo remiten sus colores planos y chillones con reminiscencias de la estética de los comics. Pero también dicen que no encaja ahí del todo, que se percibe en sus obras huellas del expresionismo alemán que probablemente integrara de sus vivencias juveniles. Lo cierto es que sus cuadros resultan algo inquietantes, amenazadores a veces. Éste que reproduzco se llama Woman and Man, pintado en 1970, es buena muestra de su estilo, reflejando una sexualidad ambigua, casi peligrosa. Más representativo me parece su Luna sobre Alabama que puede verse en el Thyssen madrileño.
Y ya que pasamos por Madrid, vayamos a la pinacoteca por excelencia y extasiémonos ante los cuadros de Jeroen van Aeken, conocido como El Bosco, y de cuya muerte se cumplen 500 años este agosto (motivo por el cual tengo entendido que El Prado prepara una gran exposición). Por supuesto, plantémonos ante el tríptico de El Jardín de las Delicias, que Jerónimo pintó ya en su cincuentena, y fijémonos en concreto en el panel derecho, el Infierno o también llamado El Infierno Musical por la abundancia de instrumentos que aparecen. ¿Por qué El Bosco vincula la música a los pecados? En el detalle que reproduzco se ven unos gigantescos laúd, arpa, órgano de manivela, oboe y tambor como instrumentos de infernal tortura; en su derredor condenados sufren o cantan, leyendo la partitura impresa en las nalgas de otro desgraciado; un monstruo azul con cabeza de ave peluda, sentado en un trono-letrina, devora a los condenados y los defeca a una burbuja transparente. Uno se puede pasar horas escudriñando este cuadro, preguntándose por el simbolismo de cada escena, alucinando ante la imaginación de ese flamenco que apasionaba a Felipe II (por eso están tantas de sus obras en España). Pocos pintores han influido tanto como El Bosco en la imaginación y la creatividad de los humanos; y aún sigue asombrando.
Durero, Turner, Picasso, Lindner, El Bosco … ¿Por qué agrupar estos cinco pintores? En realidad, no hago más que copiar a quien ya previamente lo hizo. Y faltan otros más, lo que me da excusa para un segundo post. La pista la doy en el título, pero en todo caso la respuesta estará en la próxima entrada.
El pasado 6 de abril, justo en la fecha de su septuagésimo noveno cumpleaños, murió Merle Haggard en su rancho de California. Me enteré de la noticia el mismo día y pensé en escribir un post. No es que yo sea un buen conocedor de la música de este compositor e intérprete country, qué va. De hecho, confieso que lo he escuchado por primera vez este otoño y fue porque era uno de esos nombres que se me cruzaba recurrentemente cada vez que incursionaba en el proceloso universo del country (el que ocasionalmente transito es el que suele calificarse de country-rock) ya que con cierta frecuencia sonaban en la voz de otros canciones con su firma. Digamos que se había convertido a lo largo de los años en un nombre que tenía apuntado en ese rincón del cerebro con la etiqueta de pendientes (allí hay sobre todo bastantes autores literarios), una lista mental que en vez de disminuir está siempre creciendo. Y este otoño, como ya he dicho, me conseguí una box set de 6 CDs que cubre todas las grabaciones en estudio entre 1969 y 1976, se supone que su época más potente y creativa; una típica recopilación con la friolera de 165 canciones y casi ocho horas de duración. De modo que en los últimos meses he estado escuchando el cancionero de Haggard y comprobando que, efectivamente, el hombre merecía la sólida reputación que se había ganado en el mundo del country.
Pero con esta entrada no voy a aportar nada al análisis crítico de la obra de este músico, lo que sería estúpidamente pretencioso dada mi ignorancia. No, escribo este post para comentar mi asombro ante el título de uno de los temas que componen el recopilatorio y que me sonó anteayer mientras caminaba con los auriculares; me refiero al I die ten thousand times a day. La canción, en primera persona, es la queja llorosa de alguien que ha perdido a quien ama. Llego a casa y me siento junto a la puerta, imaginando que mi vida no fuera tan solitaria como lo es desde que te marchaste, cojo y sobeteo cada cosa que tú usaste, me repito tiernamente cada palabra que dijiste. Y sigue: estás en todos mis pensamientos, dejé de vivir la noche en que te fuiste y si entraras por esa puerta empezaría a vivir de nuevo. Patético, desde luego. Más todavía porque sospechamos que el amado/a se largó por culpa de los malos tratos de quien ahora lloriquea ( If I've hurt you it's just because I love you much too much). Nunca me han gustado las canciones con este tipo de letras, que abundan hasta el hartazgo en cualquier género. De hecho, si hiciéramos una clasificación de los temas de amor/desamor por sus textos, esta categoría –la de los lamentos patéticos por el amor perdido– sería con casi toda seguridad la que tendría más muestras. Es explicable: cuando a uno han dejado de amarle se le dispara la autocompasión y se siente muy a gusto escuchando lloriqueos como los suyos.
Pero lo que me llamó la atención de la cancioncilla fue la cuantificación numérica de la hipérbole de su título (y el verso final de cada una de sus tres estrofas). También es habitual que en este tipo de canciones se exagere sin recato para dejar claro lo muy desgraciado que es uno y lo muchísimo que está sufriendo. A mí, la verdad, me desagradan mucho estas (y cualesquiera) exageraciones. Cuando las escucho, pienso que esos sufrimientos tan enfática y dolorosamente expuestos no son tales, que como mucho deben calificarse de molestias. Quienes de verdad sufren no suelen declamar hipérboles quejosas. Así, lo de que sin tu amor no puedo vivir, moriré de pena, etcétera, etcétera, son gilipolleces que deberíamos tener la pudorosa prudencia de callar en esos momentos (casi todos hemos vivido alguno) en que nos ataca la tentación del patetismo. Salvo, claro está, que seamos compositores de canciones románticas y el éxito comercial nos haya abotargado el más mínimo sentido autocrítico. En tal caso adelante, exageremos sin medida o, como en el tema que canta Haggard y que motiva este post, midamos la exageración y digamos con todo el descaro que “muero diez mil veces al día”.
Diez mil, eh, no cien o mil que serían palabras más rotundas en un poema; ni siquiera un millón de veces. No, diez mil veces (ten thousand times), como si las hubiera contado el capullo. Admitamos que es el número medio: un día se murió nueve mil novecientas cincuenta y cuatro veces, otro diez mil cuarenta y tres y así sucesivamente. O sea, que se muere cada 8,64 segundos de media. Pero hay que suponer que, por mucho que sufra esta víctima del desamor, algo dormirá y mientras duermes no vas a morirte y luego resucitar para volver a morirte, de modo que si suponemos que duerme unas seis horitas diarias, el proceso de muerte-resurrección-muerte que le acontece durante la vigilia tiene una duración media de seis segundos y medio. Es decir, que está continuamente muriendo y resucitando para volver a morir y, además, de forma bastante acelerada. Trato de imaginarme al pobre enamorado sin amor. Se despierta y según se levanta de la cama le da un espasmo y cae muerto, se alza enseguida, da cuatro pasos y nuevo espasmo fulminante, vuelta a recuperarse y camina hacia la cocina para prepararse el desayuno pero antes de llegar vuelve a morirse … Y a este ritmo todo el puñetero día. Como en todos sus pensamientos se le aparece ella (o él), hay que deducir que es el hecho de pensar lo que inmediatamente le genera la muerte. Estoy de acuerdo porque hay cada uno que mejor haría en no pensar.
Y es que, si vas a exagerar mejor no cuantifiques, pues siempre quedarás en evidencia. ¿Por qué en esta canción se escribió ten thousand en lugar de thousand o hundred? Puede que fuera por problemas métricos (de rima no), pero como éstos habrían sido fácilmente resolubles, pienso que simplemente al autor le parecería más original decir diez mil que mil o cien; y menos mal que no se lanzó a soltar “un millón” y entonces el proceso de morir-resucitar habría durado menos de una décima de segundo. Dejo constancia de que el autor de esta joya del country no es Merle Haggard sino Leon Payne (aunque obviamente a Haggard debía de gustarle pues en caso contrario no la habría interpretado). Payne fue un músico ciego texano (1917-1969) que escribió cientos de canciones country (no diez mil), la mayoría de las cuales fueron popularizadas por otros artistas, muchísimos empezando por Hank Williams. La ceguera no parece excusa para no hacer unos calculitos previos, pero en fin. Aquí dejo la canción de marras en la voz de Merle Haggard; aunque quieran no podrán escucharla diez mil veces al día (como mucho 472).
I die ten thousand times a day - Merle Haggard (A Portrait of Merle Haggard, 1969)
Hace ya casi cinco años publiqué un post sobre el Comodoro Rolín, capitán alemán de trasatlánticos que cuando pasaba cerca de Tenerife tocaba la sirena y disparaba fuegos artificiales. Si me enteré de la existencia de este buen señor (1863-1944) fue porque el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife decidió a mediados de lo setenta dedicarle una calle de la capital en la cual, veinte años después, se construyó el edificio en el cual adquirí la vivienda que todavía habito. Decía entonces (en el post citado) que es curioso lo poco curiosos que solemos ser, ya que una gran mayoría ignora incluso quién era el personaje que da nombre a su propia calle en la que puede llevar residiendo muchos años. Como cada ciudad, por otra parte, tiene sus próceres locales, mejor o peor representados en el callejero municipal, el pasear por la propia debería ser acicate suficiente para interesarnos por la historia local. Lamentablemente no es el caso. Por ejemplo, en Santa Cruz existe una calle denominada de Enrique Wolfson, paralela a la Rambla por arriba, basta plana y de unos ochocientos metros de longitud. Se trata de una calle muy agradable, eje importante de un barrio de ricos (Las Mimosas) que empezó a ser ocupado por las residencias aisladas de los chicharreros pudientes a principios del pasado siglo y que se convirtió en una de las áreas preferidas de la expansión residencial de la burguesía ya en la posguerra. Pero no me voy a enrollar con la historia urbana, sino con el personaje que se honra; estoy convencido de que pese a tratarse de una vía que conocen casi todos los santacruceros, poquísimos saben quién fue el señor Enrique Wolfson, cuya importancia en la historia de Santa Cruz es bastante mayor que la del Comodoro Rolín.
Prácticamente la única fuente primaria de la que obtener información de Wolfson es el libro de Austin Baillon titulado "Misters: británicos en Tenerife", publicado en 1995 por Ediciones IDEA. El autor, muerto en 2012 a los noventa y dos años, era miembro de segunda generación de la pionera colonia británica del Puerto de la Cruz. Su padre, Alexander, había llegado a la Isla en 1907 para ocuparse de los intereses exportadores de la empresa Fyffes (hablaré de esta compañía) de la que ya por entonces era socio Enrique Wolfson. Si bien Wolfson falleció antes del nacimiento de Austin, hay que suponer que éste recabaría noticias de aquél a través de su padre pero también, como cuenta en el libro, de lo que le contó su nieto. A propósito de los descendientes de Enrique Wolfson (y de su único hijo, André), he encontrado una página en inglés que reseña la visita a Tenerife en el invierno de 1888 de un médico británico (el doctor Jasper Creagh) y que tiene un comentario de Bob Wolfson, de Gloucestershire, quien dice ser bisnieto de Wolfson. Buscando sobre él, descubro que puede ser Robert Wilson Wolfson, nacido en 1951, fecha que cuadra con ser el bisnieto ya que André nació en 1890. Así que, si es verdad lo que dice (y no veo por qué no habría de serlo), parece que la descendencia de nuestro personaje dejó la Isla. Pero vayamos a lo que nos cuenta Baillon en su libro que (aclaro) es una colección de breves semblanzas de británicos de fin de siglo (XIX) que se asentaron en esta isla, ilustradas con interesantísimas fotos de época. Las páginas dedicadas a Henry Wolfson Osipoff no son sino siete; pero pese al poco texto, es lo más que hay.
Baillon no cuenta casi nada de la vida de Wolfson antes de que se instalara en Tenerife. Nos dice que nació en Rusia (el bisnieto concreta que en Moscú) en 1857, hijo mayor de una familia judía, que tuvo un hermano llamado León y por lo menos dos hermanas. Que a los veinticuatro, al vivir las violentas agitaciones y atrocidades en contra de los judíos, escapó a Inglaterra con su hermano y que allí, al cumplir cuatro años de residencia, obtuvo la nacionalidad británica. Siendo ya ciudadano británico se embarcó hacia Sudáfrica, con la intención de hacer fortuna, pero en la escala que hizo su buque en Santa Cruz quedó muy impresionado con la ciudad y la isla y decidió asentarse aquí. Pocos datos, ciertamente, y además carentes de referencias. Con tan escasas pistas, conocer con algo de consistencia sus orígenes equivale a buscar una aguja en un pajar; pareciera que sólo podemos especular.
Vladimir Osipoff, arquitecto
Empecemos por el apellido original, Osipoff, no precisamente raro; es el derivado del nombre propio Osip (José), cuya grafía cirílica imagino que sería Осипов y que se transcribiría como Osipov. Que el de nuestro protagonista en vez de la uve final tuviera dos efes puede explicarse por motivos fonéticos; en todo caso, como ya he dicho, hoy existen muchos Osipoff por el mundo, dos de los cuales ya conocía antes de ponerme a escribir este post. Vladimir fue un arquitecto nacido en 1907 en Vladivostok, que creció en Tokio donde su padre era agregado militar de la embajada rusa y que en 1923 emigró a los USA (probablemente a San Francisco, uno de las ciudades que acogió mayores contingentes de la llamada emigración blanca); estudio arquitectura en Berkeley y se trasladó a Honolulu, donde adquirió un gran prestigio profesional, considerándosele el padre de la arquitectura moderna hawaiana. El otro Osipoff que me sonaba se llama Oleg es mucho más joven y aún está vivo (creo que reside en Moscú); se trata de un pintor con un estilo muy personal –una especie de surrealismo simbolista con toques kitsch y unos colores y temáticas que me recuerdan al renacimiento flamenco– sobre cuya obra no termino de decidirme si me gusta o no, aunque he de reconocer que es sugerente y no me sorprende que tenga numerosos seguidores y un buen éxito comercial. Por cierto, en una web rusa sobre este hombre compruebo que, en efecto, el apellido aparece escrito Осипов aunque en su Facebook (para consumo en Occidente, imagino) lo transcribe con las dos efes finales.
Detalle de caza mayor (óleo sobre lienso; 110x140) - Oleg Osipoff, 2000
Esta breve exploración del apellido no aporta ninguna luz al personaje que me interesa. Ni nos acota sus orígenes geográficos (el Imperio ruso a mediados del XIX era todavía mayor de lo que hoy es Rusia, una inmensidad) ni nos da alguna otra pista. Desde luego, no se trata de un apellido judío, aunque sí he descubierto en la web algunos judíos norteamericanos de origen ruso que lo llevan y en Israel hay numerosos Osipov y Osipoff. Pero la mayoría de quienes llevan este apellido en cualquiera de sus grafías latinas es gentil; de hecho, uno de los más famosos Osipov, también Vladimir, fue uno de los impulsores del nacionalismo ruso desde el cristianismo ortodoxo durante le época soviética y posteriormente al derrumbe comunista. En resumen, que el que fuera conocido años después en Tenerife como Enrique Wolfson hubiese nacido en Rusia con el apellido Osipoff no nos ayuda mucho a localizarlo en aquel tiempo y en aquel extensísimo país; un callejón sin salida. Paso pues a otra de las pocas pistas disponibles: que escapó de Rusia a causa de las persecuciones contra los judíos.
Alejandro II
Baillon nos dice que escapó de Rusia en 1881, lo que nos lleva a concluir que tuvo que ser como consecuencia de la famosa oleada de violencia que entre 1881 y 1884 siguió al asesinato del zar Alejandro II; de hecho, esos acontecimientos acuñaron el término progrom (devastación) que se aplica desde entonces a los linchamientos multitudinarios contra un grupo étnico, en especial contra los judíos. Ahora bien, estos salvajes ataques contra los judíos (con la pasividad complaciente de las autoridades) ocurrieron en el Sur de Rusia, la mayoría en Ucrania. Es decir, demasiado lejos de Moscú que es donde se supone que había nacido nuestro protagonista según su presunto bisnieto. Si creemos lo que nos cuenta Baillon, “Henry, a la edad de 24 años, fue testigo de violentas agitaciones, atrocidades y desmanes en contra de personas de su raza” y ello lo motivó a escapar llevando consigo a su hermano León. ¿Resultará entonces que no residía en Moscú sino a más de mil kilómetros hacia el suroeste? ¿Y qué paso con sus padres y sus hermanas? Baillon dice que se desconoce la suerte que corrieron y uno tiende a pensar que lo más probable es que hubieran muerto en los ataques, que formaran parte de las miles de víctimas; porque, de seguir vivos, cuesta entender que Wolfson se olvidara de ellos durante el resto de su vida. No es más que elucubración por mi parte, por supuesto, pero me imagino a este joven y su hermano aterrorizados, sin nada, huyendo desesperadamente para salvar sus vidas después de haber asistido a la tragedia de su propia familia.
David Wolffsohn
Cuanto más indago sobre este hombre más de invade la sensación de habérmelas con una figura demasiado misteriosa. Me enfada un tanto que Baillon no aclare las fuentes de lo poco que nos cuenta y llego a plantearme que a lo peor lo que dice no sea cierto. Habré de ir recopilando noticias indirectas sobre Wolfson –todas, claro, de los años que residió en Tenerife porque dudo mucho que haya otras fuentes– para ver si descubro pistas sobre sus orígenes. Una primera cosa que no entiendo, por ejemplo, es por qué pasa de apellidarse Osipoff a Wolfson. Wolfson sí es un apellido netamente judío (ashkenazi, derivado de la palabra “lobo” en yiddish) que se repite en varios personajes bajo distintas grafías (otra muy frecuente es Wolffsohn, que era como lo escribía quien fue el segundo presidente de la Organización Sionista Mundial). El caso es que parece que en Inglaterra ya entró como Henry Wolfson, aunque siguió manteniendo referencia a su apellido ruso. Y ya puestos, ¿cuál era su nombre propio antes de emigrar? Porque Enrique (Ге́нрих) es de origen germano y poco habitual tanto entre los rusos como entre los judíos (no es bíblico). Tal vez no se llamaba Osipoff, sino Isaac (u otro nombre similar) Wolfson, y era un judío de Kiev (no de Moscú) que tras el pogromo huye de la ciudad y en el traslado por las tierras cristianas adopta un patronímico ruso para ocultar que era judío. Y con esa falsa identidad logra salir hacia Gran Bretaña (¿con qué medios contaba?) y al llegar allí se encuentra con que ser judío no es ningún inconveniente. No es que Inglaterra estuviera libre de antisemitismo, desde luego, pero durante toda la era victoriana los hebreos ingleses habían ido conquistando derechos que estaban muy lejos de ostentar en el continente (lo cual fue uno de los motivos que la población judía de la isla se quintuplicara en la segunda mitad del XIX pasando de 35.000 a 180.000 en 1900). Adviértase que en 1857 David Salomons es elegido alcalde de Londres, al año siguiente Lionel Rothschild ocupa un escaño en el Parlamento y en 1868 la guinda, Disraeli, un judío converso, se convierte en Primer Ministro.
R. Gascoyne-Cecil (G.F. Watts, 1882)
Aunque ya digo, no tengo datos, no puedo hacer sino fantasear sobre los orígenes de Enrique Wolfson, incluso hasta cabe poner en duda que fuera judío, suponer que se inventó sus trágicos antecedentes para obtener algún trato de favor en Inglaterra. Sí, ya lo sé; en principio lo más razonable parece ser creerse lo que nos cuentan, aunque todo sean preguntas. Nos cuenta Baillon que con veinticuatro años y un hermano menor aparece en Inglaterra y permanece cuatro años hasta obtener la nacionalidad británica, “según la copia de un documento en mi poder firmado por el secretario de Asuntos Extranjeros, lord Salisbury, el 11 de diciembre de 1885”. En esa fecha Robert Gascoyne-Cecil, 3º Marqués de Salisbury, llevaba un mes como primer ministro de un gobierno minoritario y, efectivamente, se había reservado la cartera de exteriores. Sería muy interesante poder ver ese documento de nacionalización porque a lo mejor en él constan datos sobre los orígenes de Wolfson (claro que habría que saber la fiabilidad de los mismos: ¿la mera declaración del solicitante o alguna prueba documental?). Y durante esos largos cuatro años en suelo inglés, ¿a qué se dedicó nuestro hombre? No debía ser nada fácil a un joven extranjero lograr sobrevivir en la metrópoli inglesa, aunque desconozco de qué habilidades disponía: ¿tenía alguna formación profesional, hablaba inglés? A lo mejor tenía contactos en Inglaterra, quizá fue acogido por judíos acomodados; no lo sabemos, pero no parece que en ese periodo lograra asentarse en el Reino de Victoria porque, si así hubiera sido, no se entiende que se decidiera a emigrar a la lejana Sudáfrica (en ese tiempo la provincia del Cabo), área además bastante conflictiva por los enfrentamientos entre ingleses y boers. También es bastante mosqueante la rapidez con que se suceden los acontecimientos según Baillon: la nacionalización el 11 de diciembre de 1885 y el 24 de febrero de 1886 parte desde Santa Cruz a Inglaterra con la intención de volver a Tenerife. Pareciera que Wolfson estaba simplemente esperando a obtener la nacionalidad para largarse a toda prisa de Inglaterra (probablemente la necesitaría para ser admitido en El Cabo), lo que confirma mi suposición de que no debía haber tenido demasiado éxito en la metrópoli.
Henry Wolfson
Y, por supuesto, me queda mencionar la duda más grande: ¿Por qué quedó tan inmediata y fuertemente impresionado con Tenerife? Piénsese que descendería del buque con la idea de pasar unas horas en una pequeña ciudad de una pequeña isla del Atlántico, sin especiales riquezas ni atractivos económicos, y en ese breve lapso decidió que se quedaba, que renunciaba a sus planes de futuro en la próspera colonia sudáfricana. Es realmente extraño, hasta sospechoso. ¿De verdad no sabía nada de Tenerife, de verdad fue un enamoramiento súbito? Ante la ausencia de datos en contra, habrá que asumir que sí, que así fue, por raro que nos parezca. A lo mejor, decidió quedarse unos días para tantear las opciones que le ofrecía la isla, con derecho a embarcar en el siguiente barco sin perder el dinero del pasaje. Y puede que durante esas primeras semanas de su estancia tinerfeña, entre finales de enero y el 24 de febrero de 1886, viera posibilidades de negocio y por eso viajara de vuelta a Inglaterra para pactar con la Burrell Company una representación para Canarias. Y puede que así empezara su andadura tinerfeña, que tanta relevancia tuvo para el desarrollo económico de esta isla. Pero de eso ya hablaré en un próximo post.