Los Beatles en Madrid (capítulo 1)
Por más que quieras no puedes ni concebir cómo me sentía. Para ti, ese tipo de conciertos es algo normal, pero no lo era entonces. Tampoco puedes entender lo que significaban para mí esos cuatro chavales ingleses, nada que ver con lo que has podido sentir por tus grupos favoritos, era otra cosa, algo capaz de trastocarme la vida, como así ocurrió. Aquel viernes fui solo a Las Ventas. No era lo habitual, desde luego, pero ya era bastante rarillo entonces; además, yo no iba a gritar y a contagiar y contagiarme de entusiasmos ajenos, para mí era algo trascendente, íntimo, casi hasta que me molestaba ese ambiente festivo y frívolo de las multitudes pánfilas. Pensaba que la plaza se iba a llenar, pero qué va, poco más de la mitad del aforo, no tan pocos como insinuaron en el No-Do, pero ni mucho menos el lleno que yo esperaba. Uno de los culpables de que los Beatles pasaran por España me dijo años después que se habían vendido todas las entradas (casi veinte mil) pero que la policía impidió acceder a los que tenían "mala pinta"; según él, casi a las tres cuartas partes de quienes habían comprado les dejaron fuera. No sé, me cuesta creerlo, son demasiados; aunque algo de verdad habrá, sigo pensando que los precios eran demasiado caros, que no se vendieron todas; además para qué vamos a engañarnos, los Beatles en la España de entonces ... Piensa que del último disco en este país se llevaban vendidas por entonces unas 3.500 copias mientras que en Inglaterra rozaban el millón.
Bueno, en todo caso, yo no tuve problemas para llegar hasta mi sitio, a media altura en el graderío (iba modosito, eso sí, el pelo bien cortado, una camisa blanca y hasta una ridícula corbata de empleaducho de entonces, lo que era, al fin y al cabo). Me tragué impaciente a los teloneros (sólo me acuerdo de los Pekenikes, pero hubo más) y las boberías de Torrebruno, ¿te acuerdas? Presentaría luego un programa infantil que a ti, de crío, te gustaba, Dabadabadaba, creo que se llamaba. En el 65 todavía no era demasiado conocido, un italiano bajito que llevaba poco tiempo en España, ese fue el maestro de ceremonias de aquella noche, el que algo después de las diez gritó con ese acento que parecía de guasa, ahora sí ha llegado el momento, queridas amigas y amigos, aquí están por primera vez en España los fantásticos, los únicos, los Bíteeeeels. Y entonces salieron al escenario los cuatro, vestidos de negro, y sin decir palabra empezaron con Twist and Shout –no es y no lo era entonces de mis favoritas– y la gente a gritar, o a gritar más, mejor dicho. Pero cuidado, no vayas a pensar que el público se comportaba como en otros lugares, como en los conciertos que los Beatles daban en Inglaterra, en Alemania, en Estados Unidos. Esto todavía era la reserva espiritual de occidente y excesos los justos; fíjate que en el ruedo habían dispuesto sillas y la gente escuchaba el espectáculo sentadita, el culo bien pegadito y moviendo con muy poca gracia los hombros y la cabeza. Bailaban, gritaban, aplaudían, sí, pero sin dejarse llevar del todo; Fraga –era ministro de información y turismo– dijo que el público español era más sereno, se tomaba las cosas con mayor filosofía que en otras latitudes, seguro que ya ni se acuerda de ese día, de lo mucho que les tuvo que preocupar la visita de los cuatro melenudos de Liverpool, como los llamaban.
Pero me estoy enrollando mucho y, a este paso, nunca voy a contarte cómo conocí a Dylan, cómo acabé en Nueva York. Todo lo que nos ocurre se va enlazando, una cosa con otra, así que cómo saber cuál es la causa y cuál el efecto, ni siquiera la cronología te lo garantiza. Porque ese concierto, siendo tan importante para mí, no habría sido definitivo si no hubiesen tocado She's a Woman. Seguro que no la conoces, tú de los Beatles poco más que los grandes éxitos, lógico, si al fin y al cabo naciste en el año en que mataron a Lennon. Había salido como cara B del single con I Feel Fine, hacia finales de noviembre del año anterior, pero en Inglaterra porque en España era poco conocida o, al menos, yo no la había oído y eso que, como luego me enteré, Odeón ya la había publicado en un EP de cuatro canciones, hacia finales del 64. La cosa es que después de Lennon de solista en Twist and Shout (y los coritos respondones de Paul y George), McCartney se acercó solito al micrófono y con una voz que no parecía del todo la suya (imitaba a Little Richard, pero entonces yo no lo sabía) empezó a cantar sobre una mujer que no le hacía regalos pero que le daba siempre amor. La melodía es simplona, nada del otro mundo, pero resultaba nueva, sugerente; el machaqueo del bajo de Paul me pareció hipnótico, las gitarras de John y George, fantásticas. Con los años he ido aprendiendo a paladear melodías más elaboradas, a refinar mi gusto musical; de este mismo tema, por ejemplo, hay que oír la fantástica versión instrumental de Jeff Beck. Pero esa noche madrileña de julio del 65, pese a que una chica con vestido a lunares gritaba a mi lado ensuciando aún más el ya de por sí mal sonido de aquel espectáculo, el She's a Woman me golpeó en alguna tecla profunda. El resto del concierto –fue cortito, poco más de treinta y cinco minutos– lo pasé casi en trance y así seguía cuando me encontré, a la salida, con Cati, mi amiga canaria, y decidimos ir hasta el Hotel Fénix, en Colón, para intentar acceder a los británicos.
Pero antes de seguir contándote, escucha el She´s a woman y díme qué te parece, qué te sugiere. Esta es una grabación de un concierto en Atlanta del 18 de agosto de ese año, apenas mes y medio después de cuando yo los escuché; es la más cercana que he podido conseguir, para así convocar lo más fielmente posible mis recuerdos. Venga, óyela.CATEGORÍA: Personas y personajes




















De hecho, esa tópica dicotomía entre pasión destructiva y serenidad creadora, parece que simboliza bien el dilema de Alma a principios de 1915, cuando, asustada por los excesos a que se está dejando llevar en la locura amorosa con el joven pintor, recuerda a Walter y decide recuperarlo, casi como si fuera un refugio al que acogerse huyendo de Kokoschka. La propia Alma escribe que de Walter quiere hijos, mientras que de Oskar obras. Y, en efecto, mientras Kokoschka parecía empeñarse en hacerse matar en multitud de ocasiones en multitud de escenarios de la Gran Guerra, Alma quedaba embarazada y daba a luz, en octubre de 1916 a Manon Gropius, la más bella y amada de sus hijos.


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