martes, 30 de noviembre de 2010

Julio y la paternidad

La paternidad y él habían estado siempre coqueteando, como esas parejas de amigos de comedieta que se pasan toda la vida entre encuentros y desencuentros, sin que la relación llegue nunca a cuajar. Al menos ésa era la conclusión a la que Julio había llegado y que, de pronto, a sus años, explotaba estruendosamente amenazando con volatilizar en añicos todas sus rutinas y casi hasta sus convicciones.

Ahora, bocarriba en su cama, como si de una película se tratara, repasaba esas citas de tan diversa naturaleza, sorpresivas o buscadas, ilusionantes o amenazadoras, pero todas finalmente frustradas. Se acordaba de la sórdida encerrona que le montaron con apenas diecisiete años; evidente que pretendían cazar al ingenuo hijo de diplomático, presa fácil. Nunca supo a ciencia cierta si hubo de verdad embarazo ni si, de haberlo, era suyo; en esos días alguien se ocupó de arreglar el problema y cuarenta años después Julio ya no recuerda ni el nombre de aquella muchacha, sólo el olor, un olor acre y penetrante, de repugnancia mezclada con lujuria.

Luego, con veintitrés, la historia con Esther, el embarazo que no fue, que él sabía que no podía ser y que, sin embargo, durante una angustiosa semana se impuso con la rotundidad de lo inevitable para obligarles a decir lo que deberían haber callado, para que la que él creía que era su primer gran amor, esa preciosa chica de grandes ojos tristes, trocara su dulzura en rabia, para que el frío metal casi rasgara cualquier futuro. Volvería a ver a Esther siete años después, a preguntarse con asombro cómo pudo quererla tanto, cómo esa mujer desequilibrada le hizo sufrir tanto; pero, claro, para entonces toda la vieja magia se había extinguido.

Tenía veintisiete años esa tarde que Laura estaba segura de que no podía ser, pero sí podía y pudo. Y los dos se miraron asustados, con ganas de llorar, y al final ella decidió. Julio la apoyó, sí, pero ¿de qué vale ese apoyo? Eran todavía los tiempos de la prohibición, de los silencios sobreentendidos, de la amiga mayor que sabía. Resuelto el problema, un par de semanas después acabó la relación, sin peleas, sin rencores, sólo una tristeza común, una especie de vergüenza dolorosa que compartiéndola los separaba. Siguieron viéndose, siendo amigos ... Incluso hoy, pese a tantas vueltas posteriores, todavía hay ocasionales encuentros.

Hacia mitad de su treintena Julio vivía con Pilar y querían tener un hijo. Meses, años de tratamientos cada vez más agresivos, viajes a Barcelona, entusiasmos iniciales que las decepciones fueron desgastando. Tras varios intentos (ya no se acuerda cuántos) hubo anidación, dos embriones que empezaron a crecer hasta que, al tercer meses, no siguieron haciéndolo y Julio, en la consulta del ginecólogo, sintió un dolor cálido en las entrañas y lloró por dentro sin lágrimas. Pilar y él siguieron juntos quince años más, confortándose resignadamente, hasta que ella dijo que quería vivir y ese deseo lo excluía.

Ya en la cincuentena había conocido a Marta: amor hecho de mágicos descubrimientos, paz gozosa, dos que no son uno. Cinco años llevan juntos pero no revueltos, sin que ya haya fantasmas de hijos, ni siquiera nostalgias. Y entonces apareció Alicia, unas vacaciones compartidas, ternuras dulces y peligrosas. Tiene treinta y cinco años y él casi sesenta. Quiere tener el hijo, va a tenerlo, y da igual lo que Julio opine, lo que decida. Él medita, echado bocarriba en la cama, pensando en Marta, en las opciones que le abre la vida, en la puñetera paternidad que, después de tantos amagos, llega a la cita.


Sophie Zelmani - Precious Burden (Precious Burden, 1998)

domingo, 28 de noviembre de 2010

Optimizar el flujo de cálculo de vórtices nodales

Hace un par de semanas tuvimos un interesante debate en la oficina sobre la optimización del flujo de cálculo de vórtices nodales. Lo cierto es que durante los dos últimos años habíamos aplicado los algoritmos de muestreo básicos (los que trae por defecto el programa estándar de análisis topológico) y, aunque con frecuencia nos desesperábamos ante el excesivo tiempo de proceso que empleaba el ordenador, no se nos había ocurrido cuestionarlos. Sin embargo, durante la participación de Dita, nuestra encargada en sistematización sinérgica, en un importante foro profesional, el reconocido experto Julien Boncrag vino a sugerirnos que optáramos por el método de cálculo de John Difool que, según él, mejoraba mucho el rendimiento de las máquinas.

Otros dos miembros del equipo se mostraron en desacuerdo con la propuesta pero, quizá para que no se les acusara de inmovilistas, aportaron cada uno sus correspondientes métodos alternativos. La responsable de actuaciones reparcelatorias, Consti Vidal, enfocó su planteamiento desde una visión descaradamente dinamicista, aplicando la teoría ortodoxa de los vectores de fuerzas nodales como base del cálculo. La reducción del número de incógnitas se lograría, según esta compañera, a través de la simulación interactiva sobre los enlaces exteriores, aunque ella misma reconocía que habríamos de complementar estas aproximaciones con unas breves iteraciones del algoritmo tradicional. En cambio, JotaK, el director del área de tecnologías geográficas virtuales, trajo a colación el viejo problema de Leonhard Euler sobre los puentes de Königsberg, proponiendo una metodología de cálculo muy arraigada en las más puristas aplicaciones topológicas, si bien recurriendo a las estructuras matriciales de incidencia y adyacencia desarrolladas a partir del conocido ciclo hamiltoniano.

Ante la virulencia que adquirió el debate, y dado mi cargo de coordinador neurálgico, no me quedó más remedio que entrar al trapo y preparar una ponencia de la cual, si bien no es éste el foro para reproducirla, no me resisto a resumir sucintamente los principales argumentos. En primer lugar, quise hacer notar a JotaK que las estructuras matriciales de adyacencia e incidencia son infructuosas para la optimización del flujo de cálculo de vórtices nodales por la sencillísima razón de que las aguas del Pregolya (el río cuyos puentes inspiraron la teoría topológica de Euler) fluyen en vórtices anodales. En defensa de este excelente tecnogeógrafo he de señalar que su error es bastante usual, pese a que ya en 1937 Buster Keaton, en su interesante aunque hoy descatalogada guía turística de Königsberg, estableció sin ningún margen de duda el carácter anodal del Pregolya, así como de todos los ríos que fluyen hacia el norte. Aún así, es conocido que las matrices de adyacencia e incidencia se han aplicado en algunos algoritmos para el cálculo de los flujos nodales con resultados aparentemente satisfactorios. Pero, en mi opinión, lo que hasta hace unos años podía bastarnos como aproximación suficiente hoy ya no es admisible y, de hecho (y aquí lanzaba mi segundo argumento) para superar con garantías de efectividad los métodos estándar seria necesario introducir presupuestos derivados de la lógica difusa.

Pero siempre he pensado que, pese al drástico progreso que suponen estos planteamientos difusos en los métodos de cálculo, es necesario complementarlos considerando la influencia de los meridianos que estructuran el sistema armónico de los chakras, según las descripciones de Curry y Hartmann en su tratado clásico sobre los flujos nodales de energía. La incorporación de las desviaciones anómalas de los meridianos en el nuevo algoritmo (probablemente hacia la parte central del mismo) ha de simplificar notablemente el muestreo topológico y eso no sólo se traduce en ahorro en tiempo de proceso de máquina sino, además, en una muy sensible reducción del riesgo de desconexión de las IP, evitando así las desastrosas consecuencias que alguna que otra vez hemos sufrido en nuestros trabajos (y que todos los que comparten labores similares tienen que conocer sobradamente). En mi opinión, pese a lo interesante de sus aportaciones, ni Julien Boncrag ni nuestra compañera Consti Vidal habían reparado en la conveniencia de incluir los meridianos en cualquier nuevo algoritmo de cálculo.

A esa ponencia mía respondió Boncrag con una tajante descalificación de los flujos anodales, debido a los desarreglos orgánicos que éstos suelen producir en los operadores incálicos. No obstante, como le hice notar luego, tales reticencias resultaban improcedentes salvo para confirmar el error de JotaK que ya yo había señalado. Aún así, quise advertirle que los flujos anodales, si bien no tenían aplicación en los algoritmos sobre los que debatíamos, no dejaban de tener su interés en otras situaciones. A ese respecto me llamó la atención que el reconocido experto citara la famosa anécdota del maestro zen que suele referir Jodorowsky y que, a mi juicio, más que sustentar su tesis viene a reflejar la estrecha relación entre los flujos anodales y la liberación metafórica de los deseos reprimidos.

Y es que, en el fondo, como Julien Boncrag señaló certeramente, la clave del flujo de cálculo de vórtices (y me atrevo a afirmar que esta premisa vale tanto para los nodales como para los anodales), no es otra que la aceleración focalizada de la rabia obsesiva, entendida como un deseo multiplicado en una espiral dinámica, tal como parece que sostiene Kiko Amat en su opera prima (que, desafortunadamente, no he podido leer). Que, efectivamente, es esa febril aceleración la esencia del flujo es algo que hemos de tener siempre presente (y reflexionar sobre las ineludibles consecuencias que supone para nuestra vida cotidiana) pero, sin embargo, poco o nada aporta a los algoritmos de cálculo. Dicho de otra forma, es importante saber que el incremento de la aceleración de los flujos nodales (y anodales) redunda en una menor regularidad de las descargas con la consiguiente inestabilidad de la IP, pero lo práctico a efectos del cálculo es determinar el origen de esa fuente primigenia que, multiplicando en progresión geométrica la velocidad de todas las partículas, desenfoca irremediablemente los vórtices nodales y retroalimenta el proceso de la espiral energética archiconocida.

Lamentablemente esta cuestión no fue abordada por ninguno de los participantes en el debate y es, a mi juicio, la gran asignatura pendiente para los especialistas en el cálculo de vórtices. Mis hipótesis relativas a los meridianos no han sido discutidas pero, de otra parte, tampoco se han puesto todavía a prueba. Desde luego me gustaría que corrigiésemos ligeramente el algoritmo de los flujos de cálculo para introducir algunas de las ideas debatidas en el foro profesional, aunque procurando no introducir cambios demasiado drásticos pues, en estos momentos de fuertes presiones políticas, no podemos permitirnos poner en mayores riesgos la estabilidad de la IP. Pero Dita, nuestra encargada de sistematización sinérgica, la que inició todo este debate, marchó en un proyecto de cooperación didáctica a Senegal y hasta su vuelta no podremos implementar las probables mejoras.


Joe Cocker - Watching the river flow (Songs of Bob Dylan)

martes, 23 de noviembre de 2010

Malpensados

Hace unas semanas recibo vía correo electrónico una convocatoria para una reunión con los propietarios de unos terrenos en una de las piezas "estratégicas" de la propuesta del Plan. La verdad es que del texto de la convocatoria no se deducía nada de todo esto: tan sólo la secretaria del alcalde me citaba para el día siguiente con los nombres de los asistentes y sin detallar el tema a tratar. Es ésta la tónica habitual de "mi" ayuntamiento: bastante desagradable porque me obliga a asistir a las reuniones sin más armas que el recurso a la improvisación y más de una vez me he encontrado en situaciones relativamente embarazosas. Pero, cuando uno es la "puta contrata" ya se sabe: ajo y agua ...

El caso es que, como era obvio, los dos únicos nombres desconocidos tenían que ser los interlocutores a los que íbamos a recibir para hablar, se suponía, de sus intereses en relación con la propuesta urbanística que estamos trabajando. Así que, para orientarme previamente sobre lo que me esperaba, llamé a un compañero de la oficina técnica municipal a ver si él me ponía en antecedentes sobre quiénes eran y qué querían esas personas. –Pero, ¿no sabes quienes son esos? –se sorprendió mi amigo– "Marujita y Dinio", hombre, los venezolanos del ámbito XYZ que tienen un proyecto de centro comercial pendiente de licencia.

Al principio no caí (confieso que no soy precisamente un lince descifrando guiños crípticos) pero, con algunas aclaraciones más, me acordé de la pareja. Los había conocido hace unos meses en una reunión colectiva con el resto de propietarios de dicho ámbito XYZ. De los dos, era la mujer, ya mayor, frisando la setentena, quien llevaba la voz cantante: muy operada y de aliño indumentario en el extremo opuesto del machadiano (tenía que exhibir los resultados de sus varios maqueados). El hombre no llegará a los cuarenta y se le notaba en clara situación de dependencia hacia ella, por más que procuraba hacerse notar expresándose con cierta vehemencia (aunque casi ninguno le hacíamos demasiado caso: estaba muy claro quién llevaba las riendas).

–Pero, ¿tú no sabías que estos dos están liados? Parece que la doña vino con su marido de Venezuela, ambos con bastante dinero y la intención de invertirlo aquí. Pero al poco de llegar, él se lió con una muchachita y parece que ella no ha querido ser menos y se ha buscado su propio maromo jovencito, además de quedarse con la guita. Pues no, la verdad que no lo sabía y ni siquiera se me había ocurrido al verlos aquella primera vez. Pero ahora ya estaba sobre aviso y reconozco que tal conocimiento hacía que la inminente reunión se me presentara más interesante de lo que preveía hasta entonces. Habrá que reconocer que el virus del chismorreo malsano (que tan buenos negocios televisivos alimenta) también habita en mi interior.

En fin, que sí, que durante la reunión, además de atender la monótona letanía de sus peticiones, excesivamente untadas con la melosa cortesía caribeña, no pude evitar mirarlos desde la óptica morbosa a la que me habían predispuesto las noticias de mi compañero. Oía lo que decían y me decía que ese tipo le hacía el amor a la vieja y, enseguida, me imaginaba lo preocupado que debía estar viendo que el negocio de ella podía irse a pique si no accedíamos a lo que nos solicitaban. También él podía perder una inversión importante; de ahí esa vehemencia que no acertaba a controlar. Aunque no venga demasiado al caso, diré que, con matices, esa reunión sirvió para que lograran un pre-acuerdo que puede llegar a ser suficientemente satisfactorio para ambas partes.

Unos días después tuve otra reunión, esta vez en mi oficina, con uno de los ingenieros que colabora en el Plan. De casualidad salió a relucir la ordenación del ámbito XYZ y le comenté lo que se había acordado en el Ayuntamiento con los propietarios de una de las mayores parcelas. –Ah, sí –me dijo– la de los venezolanos; la madre y el hijo. ¡¡¡¿Cómo?!!! ¿Son madre e hijo? Y, riéndose de mí tras asegurarme que los conocía bien pues habían sido clientes suyos en un par de proyectos, me contó que la única parte cierta del chisme era que, en efecto el matrimonio (con el hijo) habían llegado de Venezuela hacía unos años y que el marido se había enrollado con otra (tampoco tan jovencita).

Y yo me quedé pensando cómo me creí a pies juntillas la historieta morbosa (y conste que, por lo visto, todos los que estaban en aquella reunión, salvo los aludidos, la creían). Hay que reconocer que somos muy malpensados.


Amparanoia - Little think (La vida te da, 2006)

domingo, 21 de noviembre de 2010

La verdad de las mentiras

Dice Sabina en una de sus canciones que "hay mujeres que ni cuando mienten dicen la verdad" (*). Puede ser; puede ser que haya mujeres así, pero yo no me he encontrado con ninguna (o a lo peor sí: que me hayan engañado tan bien que ni me he dado cuenta). Lo normal, sin embargo, es que las mujeres (supongo que igual los hombres, pero no viene al caso, a mi caso) cuando mienten digan la verdad, más verdad que la que te dirían si no mintieran, si callaran, por ejemplo.

La clave, como siempre, está en saber cuáles son los mensajes que implican las mentiras; la "verdad de las mentiras", para parafrasear al reciente Nobel (aunque él se refería a otras cosas). Primero habrá que saber que te han mentido, me dirá alguien. Sí, claro, lo doy por supuesto; pero conocido es que la mentira tiene las patas cortas o que antes se coge a un mentiroso que a un cojo. Y eso incluso admitiendo que las mujeres mienten mucho mejor que nosotros o quizá que nosotros (o yo, para no generalizar a todo mi sexo) somos bastante menos observadores que ellas.

Naturalmente, sobra advertir que quien te ha mentido no te va a decir cuál es la verdad de la mentira, ni cabe la pregunta directa. De hecho, la mentira es la prueba más evidente de que no existe la confianza necesaria para que haya comunicación franca. Es muy probable, en bastantes casos, que justamente ésa sea una parte significativa del mensaje: no hay tal confianza entre nosotros; no hay ni debe haber la que tú puede que estés creyendo que hay o puede haber.

En cierto sentido, es de agradecer que, aunque sea mediante una mentira, te hagan llegar el mensaje. Quizá uno preferiría, normalmente, que le digan las cosas de frente, con sinceridad, porque una mentira, por tonta que sea, siempre duele algo, te deja una sensación de daño inmerecido. Pero a veces la persona que te miente no tiene otra opción que la mentira para hacerte llegar el mensaje y a uno, en el fondo, sólo le queda asumir la lección y aceptar los condicionantes de la realidad que le toca (y que nunca había vivido hasta estos últimos años).


(*) Esta canción la escuché en directo en el Teatro Salamanca de Madrid en el año 86, cantada por Ricardo Solfa (uno de los alteregos del catalán Jaume Sisa). Durante muchos años pensé que no era de Sabina hasta que, hace relativamente poco, me enteré de que la letra (que es lo que viene a cuento en este post) sí es suya. Por cierto, ese concierto fue esplendoroso y más cuando lo recuerdas pasados tantos años; de hecho fue a partir de ahí que Sabina empezó a hacerse famoso (y que conste que yo ya lo había oído una vez en directo, con Javier Krahe y Alberto Pérez, en La Mandrágora, otro de los míticos locales del Madrid ochentero).

viernes, 19 de noviembre de 2010

El tiempo pasa lentamente aquí arriba


Bob Dylan - Winterlude (New Morning, 1970)

El tiempo pasa lentamente aquí arriba. Hay pocas cosas que hacer: sentarse en el porche de cara al puente que nunca nadie cruza, remontar el arroyo hasta el manantial de la cascada, atrapar los peces que se empeñan en nadar contra corriente. El tiempo pasa muy lentamente si te has enredado en un sueño.

Pienso en ella (a veces, con frecuencia, siempre). Fue hace tanto o quizá no. Era mi novia: tierna, tan hermosa como sólo pueden serlo las primeras novias con dieciséis años. Nos sentábamos muy juntos, en las viejas sillas de anea de la cocina de su casa, mientras su madre preparaba eternos potajes. Mirábamos con una sola mirada hacia el cielo estrellado, hacia lo más alto, lo más lejano ... El tiempo también pasa lentamente cuando estás enamorado.

Ahora, aquí arriba, no escucho el fragor del infierno. Hablo con ella (a veces, con frecuencia, siempre); le consulto si convendría bajar, acercarse hasta la ciudad, visitar los viejos lugares, sentir la velocidad del tiempo. No me contesta, claro, ¿por qué habría de hacerlo? No hay ninguna razón para moverse, ni para ir hacia un lado o hacia el otro. Somos piedras, depósitos del tiempo.

El sueño, aquí arriba, es dulce, de colores pastel, con gusto a melancolía acaramelada. No queda ya casi nada de los dolorosos zarpazos de aquellas pesadillas, la hoja del cuchillo ensangrentada, lluvia de langostas, el odio que todo lo devora, el abrazo que se quiebra. Anhelo (a veces, con frecuencia, siempre) los besos que no pudimos a darnos, pero no me quedan lágrimas para llorarlos.

Huí aterrado a esconderme en las montañas. Fue hace tanto o quizá no. Era mía y me la arrebataron pero es que todo ocurrió tan deprisa. No es así aquí arriba, donde cada día florece una rosa roja, borbollón de sangre, y donde las noches son del color negro que es el de la muerte, pero también el del odio. Donde el tiempo pasa lentamente para que en él se desvanezcan los recuerdos.


Bob Dylan - Time passes slowly (New Morning, 1970)

PS: Por supuesto, un plagio casi literal de esta segunda canción de Dylan.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Una historia folletinesca (y 4)

¿Por qué su abuelo y Mercedes aceptaron la locura de Aura? Mi amiga Eva piensa que por la misma razón por la que el vasco se casó con la rica señorita palmera e incluso, para entonces, es probable que con más motivo. Ya llevaban un par de años de matrimonio a tres y seguramente había menos posibilidades de dar marcha atrás; además, hay que pensar que la enajenación de Aura no había sino reforzado el amor entre los otros dos: cada uno se aferraría al otro buscando el asidero de la cordura, el descanso de una comedia disparatada que cabe suponer que más de una vez les pondría de los nervios. Así que el vasco fecundó a Mercedes para que naciera el hijo místico de Aura y durante nueve meses ocultaron un embarazo y fingieron otro hasta el secreto alumbramiento, con la complicidad y el silencio bien remunerado del médico de la familia quien una madrugada de la primavera de 1928 trajo al mundo a una niña regordeta. Aura reaccionó con una mezcla explosiva de incredulidad y desesperación pues era un niño quien había de nacer, así se lo habían profetizado sus visiones. Cayó casi inmediatamente en una crisis nerviosa que la dejó postrada en cama, sin hablar, comer ni hacer apenas nada, durante casi medio año. Los abuelos de la recién nacida asumieron la organización de los asuntos prácticos y enseguida se ocuparon de registrar y bautizar a su nieta con el nombre de Pilar. ¿Sabrían ellos a través del médico, amigo íntimo de la familia, la verdad de esa criatura? Si así fue (y mi amiga Eva tiende a creer que sí) nunca lo dijeron y siempre trataron a mi madre, me dijo, como nieta queridísima, la que, al cabo, habría de heredar el cuantioso patrimonio familiar.

La enfermedad de Aura permitió, de otra parte, que Mercedes asumiera con naturalidad las funciones maternales. Seguramente, me contó mi amiga, esos primeros meses de los que mi madre no guardó (no pudo guardar) ningún recuerdo fueron los más felices para la que, sin yo saberlo, era mi verdadera abuela: podía manifestar sin disimulos amor y ternura hacia su hija, acompañada además del hombre que amaba. Pero esa alegría cesó bruscamente cuando Aura se recuperó. Antes de abandonar la reclusión de su dormitorio, escribe en su diario algunas entradas en las que consta su decisión. Piensa que Mercedes la ha traicionado; incluso hasta sospecha que su marido ha sido cómplice con ella de algún maligno plan para impedir que se consumara su destino de madre virginal del nuevo Mesías. Por eso ha de apartarla de la casa, han de cesar todas las prácticas sexuales porque, ahora lo comprende, no es a través de esos pecados cómo había de concebirse el salvador del mundo. Sin embargo, Aura está desconcertada sobre la forma en que ha de ocurrir el milagro en el cual no quiere dejar de esperar y también respecto al papel que juega en su destino esta niña. Ante las dudas sobre cómo tratar a Pilar opta por jugar el papel de madre cariñosa, protectora; ocurra lo que ocurra, se dice, siempre será mejor que esa criatura esté de mi lado.

Piensa Eva, mi amiga, que Aura, en efecto, desempeñó maravillosamente el papel de madre, como lo prueba la adoración que desde muy pequeña le tuvo Pilar. También es más que probable que instilara en la niña certeras dosis de inquina hacia el padre y hacia la vieja amiga, quien, pese a todo, alguna vez accedía a la casona de la calle Real y pudo comprobar cómo crecía su hija y cuánto se alejaba de ella. Cuando murió Aura, víctima, piensa Eva, de la decepción a que la arrastró su insania, Pilar hizo del odio hacia su padre y luego a su verdadera madre, uno de los elementos fundamentales de su estructura psicológica. Hubo algunos intentos de acercamiento de ambos, que siempre fueron cortados por lo sano, de muy malos modos, por la hija resentida. Al final, se produjo el fatídico encuentro de Mercedes y Pilar, propiciado por la primera que, ya muy mayor, querría aclarar la verdad con su hija. Esa tarde, sin duda, Mercedes le revelaría la verdad y, como prueba, le entregaría el diario de Aura. ¿Cómo reaccionó Pilar, qué barbaridades haría, para que la anciana sufriera el derrame cerebral que la llevó hasta la muerte? Quizá, barrunta mi amiga, Mercedes se dio cuenta, demasiado tarde, ante la crisis histérica de Pilar, que se había equivocado, que había dañado nuevamente y de la forma más irreparable a la hija que tanto quería.

La lectura del diario así como de algunos otros papeles posteriores (cartas, recibos ...) permitió a mi amiga hacerse una idea bastante cabal de la historia folletinesca que vivieron sus abuelos y que condicionó terrible y dolorosamente la vida de su madre. Imagina, y hasta cree sentirlas en parte, las emociones dolorosas que embargaron a Pilar al descubrir que todo lo que creía, aquello a través de lo cual se había definido, no era verdad, se desmoronaba como una castillo de naipes. Siente mi amiga ese dolor y también la rabia por una vida amargada por el odio. Piensa también en esa abuela biológica que se le acercó sólo una vez, cuando ella era una adolescente; se pregunta si esa empatía que fluyó entre ambas tendrá algo que ver con la "llamada de la sangre", pero descarta lo que, está segura, no es más que una tontería. En todo caso, también percibe en su interior, como si fuera propia, la tristeza de esa mujer que miraba a su nieta que no sabía que lo era. Otra vida, se dice, marcada por un dolor innecesario pero que, a la postre, fue inevitable.

Cuando mi amiga descubrió la historia de sus abuelos, el origen de su madre, pasó varios días casi paralizada, sin saber qué pensar ni qué hacer. Al final, decidió ir a hablar con Pilar, internada en la residencia de El Sauzal. La mujer, ese día, parecía alegre, como si el incesante deterioro cerebral hubiese milagrosamente remitido. Eva, entre bromas y carantoñas cariñosas, le preguntó por su infancia en la casona de La Palma, le pidió que le hablara de aquellos días, de sus padres. Pilar, de pronto, cambió la expresión y unos lagrimones rodaron desde sus ojos. Yo quería mucho a mi madre, dijo, mucho, mucho; pero no lo sabía, me engañaron. Eva la abrazó, calmando los convulsos sollozos. Al cabo de un rato se atrevió a preguntar por Mercedes, que si la recordaba de entonces, de su infancia. Su madre se apretó más fuertemente a su cuerpo, tanto que sintió que la asfixiaba. Luego, muy despacio, se fue separando de ella mientras la miraba con ojos desconfiados. ¿Quién eres? ¿A qué has venido? A partir de ese día su madre no volvió, salvo fugacísimos destellos, a recobrar una mínima lucidez. Uno de esos momentos sucedió pocos instantes antes de su muerte. Estaban Eva y sus hermanos en el hospital, adonde Pilar había sido ingresada de urgencia esa misma tarde. Era evidente que la anciana se moría y lo hacía sin conocer a nadie, con la mirada perdida, absorta en una conversación privada y silenciosa. De pronto, apretó la mano de su hija y le clavó la antigua mirada de la madre severa: –Nadie debe saberlo. Que acabe conmigo. Sé feliz. Tres frases imperativas, como en los viejos tiempos, pensó Eva.

Mis hermanos lo ignoran todo y también lo ignorarán mis hijos; sólo tú lo sabes, porque a alguien necesitaba contárselo. Y con el permiso de mi amiga (a quien nadie podrá reconocer a través de estos textos) ahora yo lo he contado.


The Beatles - Do you want to know a secret (Please, please me, 1963)

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Una historia folletinesca (3)

Pilar estuvo un tiempo en la clínica de reposo conquense y luego, aparentemente recuperada, regresó a Tenerife. En el verano de ese 1980, mi amiga Eva pasó bastante tiempo a solas con su madre. Fíjate, me dijo rememorando aquellos días, entonces mi madre tenía poco más o menos mi edad y yo la de mi hija. ¡Cuánto han cambiado los tiempos en estos treinta años! Nada que ver la relación de entonces con mi madre con la de hoy con mi hija, aunque, claro está, mi madre era muy rara, mucho más de lo que puedo ser yo, incluso para la quisquillosa de mi hija; y además, algo se le había cambiado por dentro. Para quien no la conociera bien podría dar el pego, pero había gestos y comportamientos que chirriaban con su personalidad de siempre. Por de pronto, su carácter se había dulcificado, pero no era tanto porque quisiera expresar más vivamente el cariño hacia sus próximos, sino más como si quisiera evitar a toda costa cualquier amago de conflicto. También, cada vez con mayor frecuencia, se le iba el santo al cielo, se quedaba, en mitad de cualquier actividad, incluso en una conversación, con la mirada perdida de quien ya no está ahí, en el lugar que ocupa su cuerpo. Sin embargo, éstos y algunos otros extraños síntomas, no llamaban demasiado la atención a casi nadie, ni siquiera a los hermanos de Eva, los tres ya fuera de la casa familiar. No, al menos, hasta que hará unos cinco años comenzó la senilidad cerebral.

Así que Pilar siguió con casi los mismo hábitos de siempre mientras iba envejeciendo. Eva acabó su carrera madrileña y volvió a Tenerife con ella; a los pocos meses se ennovió con Ricardo y en el 85 se casaron. A sugerencia de Pilar, el joven matrimonio se instaló en la planta baja de la casa del barrio de los Hoteles, que convenientemente había sido dividida en dos más que espaciosas viviendas. La verdad, me contaba mi amiga, era un lujo tener tan a mano a tu madre, lo bastante discreta para no molestar pero siempre disponible para echar una mano, en especial cuando nacieron los nietos. Incluso, pese a su antigua rigidez emocional, Eva descubrió en ella un valioso refugio cuando, hacia mediados de los noventa, Ricardo se enamoró de una compañera del bufete y decidió romper la relación. Durante esos largos años de cercanía entre madre e hija, Pilar nunca quiso explicar lo que había pasado en la cada día más remota entrevista con Mercedes y cortaba de raíz todo intento de Eva de sacar el tema. De otra parte, nunca quiso volver a La Palma y prohibió a todos sus hijos que nadie entrara en el caserón de la calle Real; para asegurarse de que su orden no fuese violada encargó a un antiguo empleado de su abuelo que cambiara las cerraduras y le entregara a ella el único juego de llaves. Sólo cuando Pilar llevaba ya un par de años internada en la residencia de El Sauzal y su enfermedad estaba en una fase bastante avanzada, se atrevió Eva, a escondidas de sus hermanos, como si fuera una ladrona, a viajar a La Palma y, con las llaves de su madre, abrir la vieja casona decidida a desvelar el misterio que tantos años se le estaba ocultando.

Para no hacerla muy larga, diré que mi amiga descubrió, en una de las gavetas del escritorio de la biblioteca, el diario de la abuela, de aquella joven enfermiza que se casó hacia mediados de los veinte con un vasco recién llegado a la Isla y que moriría antes de cumplir los cuarenta. El diario, que Eva una tarde me dejó ojear en su casa chicharrera, es un volumen grueso de folios rayados encuadernados con tapas de cuero que se cierran con un broche dorado, roto desde hacía muchos años. Habría unas doscientas páginas, casi todas escritas con caligrafía apretada de trazos picudos, nerviosos; cada entrada, normalmente de no demasiadas líneas, estaba encabezada con la fecha y redactada en un estilo casi telegráfico, como si fuera una lista de hechos, ideas o sentimientos de los que aquella mujer quisiera dejar constancia. Pese al peculiar estilo, era posible reconstruir la vida del matrimonio desde 1924 (un año antes de la boda) hasta 1941 (dos antes de la muerte de ella). Eludo la tentación de recrear la forma original de redacción y paso a relacionar los sorprendentes hechos acaecidos tantísimos años antes de cuando fueron leídos por mi amiga.

La joven que se casó con el padre de Pilar –Aura se llamaba, que no lo he dicho hasta ahora– era una chica fantasiosa y romántica, que combinaba delirios de grandeza con alucinaciones místicas. Mercedes, la que luego sería la segunda mujer del vasco, era desde la pubertad su mejor amiga y la confidente de sus alucinados proyectos. Entre éstos, el más constante era que había de ser madre virginal de una especie de nuevo mesías, un futuro líder mundial que lograría, en primer lugar, la regeneración y grandeza de España y, desde nuestro país, la moralización y pacificación del mundo. Téngase en cuenta que estos proyectos maduraban hacia principios de los veinte en el cerebro de una chica que apenas acababa de dejar la adolescencia y que se angustiaba ante unos recuerdos infantiles de la Primera Guerra mezclados con las dramáticas quejas de las monjas que la educaron por la galopante descristianización de Europa. Este cuadro de desvarío mental, se completaba con una constitución enfermiza, a cuya mejora no contribuía para nada el desagrado de Aura por la comida, lo que le hizo pensar a Eva que lo probable es que padeciera algún tipo de anorexia. De otra parte, aunque no lo llega a declarar claramente en ninguna de las entradas, Eva también intuye que su abuela sentía una clara atracción homosexual hacia la amiga íntima y piensa que probablemente llegaron a mantener relaciones eróticas antes del matrimonio.

Aura conoció al padre de Pilar a través de Mercedes. Al poco de llegar a La Palma, el vasco se presentó en casa de ésta, con la esperanza de que su padre, para quien traía unas cartas de presentación, le consiguiera algún puesto en su empresa de exportación. Como ya he contado, siempre se sospechó que el curriculum académico y laboral del que el vasco alardeaba podía ser impostado, pero lo cierto es que le sirvió para entrar en el cerrado círculo social de la capital palmera. Eva cree que Mercedes se enamoró de su abuelo nada más conocerlo y piensa que probablemente también él de ella. No tiene del todo claro por qué esa relación no llevó hasta la previsible boda o, lo que es lo mismo, cómo pudo la aparición de Aura torcer el que parecía el camino natural. Por algunos comentarios indirectos del diario, tiene la impresión de que alguna catástrofe tuvo que abatirse sobre Mercedes (la muerte del padre, la ruina familiar, algo así) y que la chica pasó de una situación desahogada al extremo opuesto; esto podría explicar que el vasco (quizá de común acuerdo con Mercedes) calculara que su bienestar futuro pasaba por cambiar de novia. En todo caso, lo que sí consta en las entradas desde unos meses antes a la boda es el progresivo convencimiento de Aura de que la traída al mundo del mesías del que había de ser la madre pasaba por su matrimonio con ese señor, aun cuando (así lo declara repetidas veces por esas fechas) le producía "una casi invencible repulsión física". Con estos sentimientos (y muchos otros que Eva sólo puede imaginar) se celebró en 1925 una boda tras la cual, seguramente desde el principio, existía un extraño trío. De hecho, en una fecha muy próxima al gran día, Aura escribe que su padre ya ha firmado el contrato por el que alquilaba a su "hermana del alma" el pequeño apartamento que estaba anexo a la casona de la calle Real que iba a ser el domicilio conyugal; pista bastante obvia de que las cosas estaban amañadas y, también de que algo grave había tenido que ocurrir en la familia de Mercedes.

Pese a la abundancia de eufemismos y medias palabras, las páginas de los tres primeros años del matrimonio dejan suficientemente claras las siguientes sorprendentes conclusiones. Primera, que Aura no llegó a ser desvirgada. La noche de bodas, cuando su marido se metió en la cama donde ella esperaba embutida en su barroquísimo camisón y empezó con las normales caricias erógenas, el rechazo físico que ya había confesado al diario se manifestó con un ataque de histeria que en un principio llevó a que todos pensaran (erróneamente) que se trataba de epilepsia. Durante el primer mes, el vasco intentó con la mayor delicadeza nuevos acercamientos hasta que su esposa le dejó claro, primero con los hechos y luego con palabras, que no podía ser. La segunda conclusión es que relativamente pronto la morbosa sexualidad de Aura llevó a convertir el menage a trois en la actividad habitual del matrimonio. Obviamente, la tercera parte era Mercedes, que operaba como el puente entre el vasco y su esposa, aunque, a medida que pasaba el tiempo, en la confusión de los placeres, Aura llegó a aceptar intercambios de caricias y besos con su marido pero nunca, eso sí que no, admitió que la penetrara. Por último, la lectura de esos años va desvelando el nacimiento y desarrollo en el cerebro de Aura de la idea más lunática: que su maternidad virginal debía realizarse a través de la fecundación de su amiga Mercedes por el vasco en su presencia. Según se puede comprobar en el diario, la joven tardó varios meses en atreverse a plantear la propuesta a sus compañeros de cama y durante ese tiempo se puede leer su progresivo autoconvencimiento, de modo que, cuando lo cuenta, ya habla como una iluminada poseída por la trascendencia de su misión y a Eva no le cabe ninguna duda de que tanto su abuelo como Mercedes para entonces tenían que estar convencidos de que estaba ya totalmente majara.


Bonnie Raitt - I can't make you love me (Luck of the Draw, 1991)

martes, 9 de noviembre de 2010

Canciones para correrse

Existe una web llamada I feel myself (viene a significar algo así como que me siento a mí mismo o, para ser más precisos, a mí misma) que, según sus organizadores, tiene por objeto mostrar representaciones reales, naturales y "éticas" (?) de la masturbación femenina. El proyecto cuenta hasta la fecha con 1768 videos, agrupados en seis categorías, y en todos ellos (supongo) se puede ver a mujeres reales teniendo orgasmos reales. Dicen que todas las mujeres que aparecen filmadas han querido participar en este "inventario audiovisual". Debe ser curioso e imagino que muy instructivo estudiar unos cuantos de esos videos a fin de convertirnos (los hombres) en expertos identificadores del placer femenino (si es que hay síntomas invariantes en todos los orgasmos) de modo que nunca se nos quede la cara de tonto de Harry en la antológica escena de Meg Ryan. Lo malo es que para ver estas grabaciones parece que hay que suscribirse y la gracia sale a 24 dólares mensuales, así que va a ser que no. Además, lo cierto es que aunque seguro que tengo mucho que aprender, no necesito que me convenzan de la espectacular belleza de las mujeres en el orgasmo, esa belleza que parece iluminarlas de dentro hacia afuera y te deja anonadado ante tan infinita maravilla, ante ese mar de cálida luz en el que te gustaría disolverte.


Además de los videos, la web tiene un foro en cual las participantes (¿también hombres?) plantean los más diversos asuntos. Me ha llamado la atención la cantidad de cuestiones que se traen a colación y, sobre todo, que se traten con todo detalle y sin pelos en la lengua. Con motivo de algunos comentarios a mi reciente post sobre el clítoris me quedé pensando sobre lo difícil que sigue siendo hablar con naturalidad y franqueza sobre sexo; pareciera que, por mucha desinhibición aparente de que presumamos, sigue resultándonos perturbador hablar "del tema" de forma directa y explícita, resulta (por usar un término de Atman) profanador. Pese a mi probable disenso de fondo, creo que Atman acierta con el adjetivo porque, en efecto, hablar de sexo implica profanarlo en el sentido literal del término, es decir, despojarle del carácter sagrado. Y eso, pienso yo, es muy conveniente, no sólo para desmontar tantas mistificaciones sexuales que sólo han aportado sufrimiento a los humanos, sino para que todos follemos mejor o (para no decirlo tan bastamente) para que aprendamos a disfrutar más y mejor de nuestros placeres sensoriales. Apunto en todo caso que esa profanación puede llevar, una vez que nos volquemos en el conocimiento del placer erótico, en una nueva sacralización del sexo, pero desde luego desde bases y criterios totalmente distintos (hasta opuestos) a los que nos han vendido durante los últimos milenios.

Pero dejemos el rollo, que no iban por ahí mis intenciones al decidirme a escribir este post; quería tan sólo comentar uno de esos asuntos que se tocan en el foro de la web citada. Se trata, como digo en el título, de las canciones con las que correrse (songs to come to): quien inicia el hilo propone a los participantes que digan sus músicas preferidas para llegar al orgasmo. Nunca me había puesto a pensar si tengo determinadas preferencias musicales para mis prácticas eróticas y he de adelantar que todavía no tengo ninguna conclusión al respecto. Sí es verdad que me gusta que haya música (aunque no siempre) y me parece lógico pues por qué vamos a privarnos de integrar en la experiencia los placeres auditivos (si bien, la música no debe impedir oír sonidos más íntimos). Por ejemplo, entre una de mis mejores sesiones de sexo tocó la discografía de Nora Jones, cuya preciosa voz se entrelazaba (y realzaba) con magnífica armonía entre nuestros placeres. De ahí que intuya que, por lo general (no me atrevo a ser categórico), prefiera músicas suaves, melódicas.

En este hilo de la web sólo han participado, contando al iniciador, cuatro personas y las músicas que para ellas son erógenas, de una heterogeneidad absoluta, me han resultado de los más curiosas. De entrada, salvo una (y muy poco), no conocía las canciones y ni siquiera a los cantantes. Me he tomado la molestia de conseguirlas y escucharlas durante el fin de semana, además de documentarme mínimamente sobre ellas. Aquí van mis impresiones.

La primera persona dice que el tema que le pone es Música para 18 Músicos, de Steve Reich. Reich (no confundir con el famoso sexólogo) es un compositor neoyorkino considerado uno de los grandes genios del siglo. La obra en cuestión la compuso entre 1974 y 1976 (mientras yo oía rock continuamente) y, según la wiki, "se organiza alrededor de un ciclo de once acordes introducidos al principio, seguidos por un pequeños trozos basados en cada acorde, y por una vuelta final al ciclo original". Seguramente mi amigo Vanbrugh encontrará ideas interesantes en la composición y me atrevo a decir que hasta yo, pese a mi deficiente educación musical, intuyo aspectos sugerentes (Reich hablaba de "efectos psicoacústicos"). Ahora bien, hay que tener mucha vocación musicóloga para pasar un largo rato colgado de esta composición y, desde luego, que a alguien le alimente la libido me resulta un enigma de dimensiones cósmicas. Baste decir que, al menos en mí, con su terrible machaconeo sónico, los efectos son todo lo contrario a relajantes. Aquí tienen los primeros diez minutos la obra; imagínense las sensaciones que se pueden lograr durante algo más de los 67 que dura (conste que las he experimentado y he podido aguantar sin masturbarme).


El segundo participante en el tema afirma que las mejores sesiones de sexo que ha tenido han sido oyendo a todo volumen el disco Mutter del grupo alemán Rammstein mientras follaba en el sofá (cómicamente curioso dice; imagino que porque la portada del disco muestra la cara de un feto muerto). Hasta el sábado desconocía completamente la existencia de estos alemanes originarios del antiguo Este y cuya música, de nuevo según la wiki, se basa en el metal industrial (?) aunque también incorpora elementos de otros estilos. Me conseguí el disco Mutter y la verdad es que, aunque para nada es mi estilo (yo lo calificaría sencillamente de heavy con tintes progresivos, pero es que no suelo transitar por esos paisajes) he de reconocer que me ha resultado interesante. Además, el video de la canción Mutter (la que da título al album) tiene una estética bastante sugerente y unas letras atractivas, siempre que seamos condescendientes con la inevitable pedantería pretenciosa tan frecuente en muchos rockeros. Pero, alegrándome de haber descubierto a estos tipos (bastante polémicos, por cierto), para nada los pondría como fondo musical de un polvo salvaje en el sofá (tampoco echaría un polvo salvaje en mi sofá: es demasiado mullido). Sin embargo, a un/a tal hyperballad, aún reconociendo que es algo insensato, la canción le pone muchísimo.


La tercera persona afirma que una de sus canciones preferidas en esos menesteres es She's lost control (ella se ha descontrolado) de Joy Division. A esta banda inglesa sí la conocía, aunque no demasiado, y también la canción. Lo que no sabía es que el nombre del grupo (División de la Alegría) alude al grupo de mujeres usadas como esclavas sexuales en los campos de concentración nazis y que su elección les valió ser acusados de neonazis, algo que también les pasó a los alemanes de Rammstein (ambos grupos lo negaron). La canción que tanto excita a una tal ngaio es seguramente de las más famosas de estos chicos de Manchester (después, en todo caso, de Love will tear us apart) y, en este caso, he de admitir que puedo entender que la letra y la cadencia rítmica del tema puedan poner caliente a alguien, pero sigue sin ser mi caso. (demasiado machaconeo). Por cierto, esta tercera persona, después de decantarse por She's lost control añade que hay varias otras canciones que le ponen pero que prefiere no decirlas porque "tiene una relación muy personal con la música y no le gusta compartirla"; menuda chorrada que, además, es absurdamente improcedente en un foro como ése.


El cuarto y último participante nos informa de que le gusta enchufarse con Ali Farka Touré, un cantante y guitarrista de Mali ya fallecido. Tampoco lo conocía y, de los cuatro que he descubierto este fin de semana mediante este asunto es, sin ninguna duda, el que me ha resultado más atractivo. Hace blues en idiomas locales integrándolo con influencias africanas, con una calidad muy alta. No me atrevería a calificarlo de erótico aunque, como el blues me encanta, no descarto que disfrute de algún polvo futuro con su guitarra de fondo. Sexo al margen, realmente un músico muy recomendable.

CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras

domingo, 7 de noviembre de 2010

Una historia folletinesca (2)

Pilar, la madre de mi amiga Eva, vivió sus últimos años en una residencia de ancianos en el pueblo tinerfeño de El Sauzal. Sus hijos la ingresaron allí cuando los síntomas del progresivo debilitamiento mental desaconsejaron que siguiera viviendo en su casa chicharrera, demasiado grande para una mujer mayor y sola. También influyó, me reconoció Eva, el interés de los hermanos por vender esa casona cuyas dimensiones y pomposa arquitectura de principios del XX la habían hecho atractiva para un banco holandés que andaba buscando una sede social para implantarse en la Isla. Era esa la casa de su tía Marisa, en la que Pilar había vivido su juventud desde que se mudó a Tenerife inmediatamente después de aquella conversación con su padre, en la que él, con una tristeza y resignación desconocidas, cedió ante el chantaje de su única hija. Allí, en esa casa, hizo el amor por primera vez y fue con Pablo, el rubito a quien no llegó a besar en la que no llegó a ser su fiesta de dieciséis años, pero con el que empezó a salir al poco de empezar la carrera de Letras en la Universidad de La Laguna, tres años después. Nunca podría olvidar esa tarde de la primavera del 48, sus tíos y sus primas de viaje en la Península y la llamada telefónica, quebrando el letargo laxo del amor, para escupir la brutal noticia: accidente en una carretera de montaña, los cuatro muertos en el acto.

El entierro fue en La Palma y Pilar se refugió en sus abuelos, ya muy mayores pero siempre con los brazos abiertos, sin preguntarle por qué no se alojaba con su padre, como si intuyeran la magnitud del odio doloroso que embargaba a la chica. Apenas hubo unas mínimas conversaciones entre padre e hija para arreglar los asuntos prácticos. Pilar era menor de edad y, además, mujer soltera; doblemente incapaz en la España de la posguerra para ser dueña de su vida y menos aun de ningún patrimonio. Sin embargo, aunque su padre fue designado el tutor legal, quedó claro en la familia que la casona santacrucera era propiedad de la joven. Al fin y al cabo había sido adquirida por los abuelos palmeros como regalo de bodas de su hija mayor, de la misma forma que pocos años después le habían regalado a la pequeña la de la calle Real en la que viviría y moriría con ese hombre que Pilar tenía que aceptar como padre. Justo era pues que, ya que no sería decoroso expulsar al vasco y su segunda mujer (como a veces fantaseaba la imaginación vengativa de Pilar), ella obtuviera la propiedad de la vivienda tinerfeña. Y para acallar murmuraciones inconvenientes, pidió a sus abuelos que fueran a vivir con ella los meses que faltaban para la boda con Pablo, un chico de una excelente familia chicharrera (su padre había sido uno de los primeros en apoyar el Alzamiento y gozaba en esos años de varios cargos oficiales que no le quitaban casi tiempo para llevar sus diversos y florecientes negocios) que estaba a punto de licenciarse de abogado.

–Tu padre se casó conmigo porque así lo decidí yo y porque no tenía carácter para enfrentárseme; mi amiga Eva recuerda esas palabras que le dijo su madre a sus diecisiete años, cuando sufría el abandono de quien fue su primer novio. Eva, la verdad, recuerda poco a su padre, que murió cuando ella era muy niña; pero sus tres hermanos mayores le confirman que era Pilar quien mandaba en la casa, la que se ocupaba de poner las reglas y sancionar inflexiblemente sus incumplimientos. Pablo, el primogénito, el que además del nombre heredó el bufete, le contó que el padre se metía con los tres niños en el cuarto grande del semisótano a jugar como uno más, a construir la gran maqueta de un país de fantasía que nunca llegaron a acabar por la que discurría un tren eléctrico que sólo pudo realizar unos contados viajes. En esa casa crecieron los cuatro hermanos, tres chicos muy seguidos y luego una niña desparejada, obligada a inventarse su propio mundo y a defenderse de la protección asfixiante de esa madre tan fuerte, tan severa y tan segura de todo. En fechas cercanas murieron su padre y sus bisabuelos, los palmeros, y fue entonces, a mediados de los sesenta cuando Eva fue por primera vez a La Palma y fue besada casi a escondidas por una pareja de señores mayores. Mi amiga no recuerda mucho el incidente, pero se lo han contado sus hermanos: –Mamá prácticamente echó de la casa de sus abuelos a su padre y a su madrastra. Luego nos juntó a todos y nos dijo que nos dirían que esas personas eran nuestros abuelos pero no deberíamos creerlo, pues eran malos.

Eva estaba en el último año del bachillerato, preparando los exámenes finales (así que era hacia mayo de 1976) cuando una tarde apareció una señora mayor a la puerta de La Pureza y le dijo que era su abuela de La Palma y que si podía hablar con ella. Eva, pese al silencio de su madre, sabía quién era y que no debía hablar con ella, pero la prohibición nunca explícita era un motivo más para aceptar tomar un café con esa desconocida, si es que no hubiera bastado con la natural curiosidad de la adolescente. Mercedes le contó que su abuelo, el vasco que se había asentado en La Palma, acababa de morir, que tenía que saber que siempre había querido muchísimo a su hija y que había sufrido muchísimo por el odio de Pilar, por su empeño en apartarlo de su vida, en no dejarle ver a sus nietos. –Nosotros ya no pudimos tener hijos, dijo Mercedes esa tarde, sus ojos llorosos; así que imagínate cuánto nos dolió el odio y el apartamiento de tu madre, sí, a mí también, ya lo entenderás algún día, pequeña ... Y esa señora alargó sus manos huesudas y apretó las de Eva, mientras gruesos lagrimones le corrían el maquillaje. Al final las dos mujeres, la setentona y la dieciseisañera, se abrazaron y se besaron. Eva le prometió que iría a verla a la Palma, dijera su madre lo que dijera, que además ella procuraría mitigar ese odio que duraba ya tantas décadas. Mercedes le dijo que le escribiría su nueva dirección (había de dejar la casa que era propiedad de Pilar y sólo en usufructo la había habitado el matrimonio) y que confiaba en que pudieran tratarse con cierta frecuencia.

No pudo ser, sin embargo. Eva fue a estudiar a Madrid y los veranos apenas encontró tiempo para saltar a La Palma. Curiosamente, durante esos últimos años de la década de los setenta, fue su madre, Pilar, la que pasaba más tiempo en su isla natal con la excusa de reformar y arreglar la vieja casona de la calle Real. Un día, en los primeros meses de 1980, Eva se enteró de que Mercedes había muerto. Fue su hermano Pablo, el mayor, quien se lo contó en Madrid. Parece que Pilar, por fin, había accedido a encontrarse con Mercedes; ambas tenían que hablar de viejos papeles familiares que había guardado el padre y que ahora conservaba su viuda. Cosas muy graves debieron decirse las dos mujeres en esa charla en la vieja casona porque la anciana sufrió un derrame cerebral y Pilar una especie de ataque histérico. Dos días en coma duró Mercedes, y bastantes más, casi tres meses, hubo de estar internada Pilar en una mezcla de hospital y residencia de reposo para trastornos nerviosos, de la provincia de Cuenca. De allí justamente venía Pablo que era el que se había tenido que ocupar de todo: viajar apresuradamente a La Palma a ocuparse de su madre, amparar entre sus brazos a esa mujer siempre tan fuerte que parecía de pronto un pajarillo asustado, alojarla en un hotel porque se negaba a gritos a volver a la casona de la calle Real (que hubo de cerrar a cal y canto, sin poder indagar lo que había ocurrido entre sus paredes) y, en cuanto fue posible y de acuerdo al consejo generalizado de los médicos, llevarla a la Península a que se curase.


Carole Alston - Nobody Knows When You're Down and Out (For my Sisters, 2007)

viernes, 5 de noviembre de 2010

Una historia folletinesca (1)

Hace unas semanas, con algo más de ochenta años, murió la madre de una amiga. En este relato, ligeramente distorsionado, vamos a llamar Eva a mi amiga y Pilar a su madre.

Pilar nació en La Palma, hacia finales de los veinte. Su padre era un vasco de algún pueblo de la ría bilbaína que había caído por la isla por motivos de negocios proveniente del Marruecos español. En la pequeña Santa Cruz palmera se presentó como un licenciado en derecho por Deusto, emparentado con las más oligárquicas familias vizcaínas. Según Pilar le contó a su hija, nada de eso era cierto: su padre no era sino un vividor de buena facha y labia seductora que andaba de tumbo en tumbo a ver si pescaba un buen nido. Vino a encontrarlo en una chiquita de buena familia palmera, con holgado patrimonio agrario y un palacete en la calle Real de Santa Cruz. La madre de Pilar, Nieves, era muy joven y muy frágil, una orquídea de invernadero que se nos antoja tan bella quizá porque la vemos también tan efímera.

A los quince años Pilar era una adolescente pletórica de energía, mucho más parecida a su padre que a su madre, tanto en lo físico como en el carácter. Sin embargo, los amores de la niña se volcaban hacia la dulce y enfermiza Nieves. Desde muy pequeñita tenía la oscura intuición de que su madre, tan buena, sufría mucho, tanto que algún día no muy lejano la abandonaría. Y esa percepción de niña, carente de datos (y de entendimiento suficiente para comprenderlos de haberlos tenido), ya imputaba a su padre el grueso de las culpas. Entonces, hacia principios de la década de los cuarenta, Nieves murió. Parece que la causa fue una infección que se generalizó con asombrosa celeridad; ciertamente la mujer, pese a sus poco más de treinta años, era de una naturaleza débil, pero también es verdad que ni el lugar ni la época eran los mejores para haber sobrevivido. Pilar quedó destrozada pero, por encima del dolor, sintió el desgarrador escozor de una tremenda rabia hacia su padre, para ella el verdadero matador de la madre que adoraba.

Pasados algunos meses, por la casa del viudo y su hija adolescente empezó a menudear las visitas una vecina, antigua compañera del instituto de la fallecida. No se le escapó a la niña que Mercedes, así se llamaba, mostraba para con ella atenciones y confianzas que insinuaban pretensiones maternales y, como no deja de ser explicable, ese cariño inoportuno recibió gestos hoscos y el anidamiento de un rencor terco hacia "esa mujer". Completamente distinta era la actitud del padre quien, para rabiosa desesperación de Pilar, parecía dejarse conquistar por los halagos de la intrusa. Las peores premoniciones de la chica se materializaron el día de su decimosexto cumpleaños. Llevaba una semana en Tenerife, de vacaciones veraniegas en casa de la hermana mayor de su madre, no queriendo pensar en La Palma e intentando, en cambio, volcarse en el mundo que sus dos primas mellizas, algo mayores que ella, le estaban abriendo: paseos por el barrio de los hoteles que, muchas tardes, acababan en fiestas en cualquiera de esas villas con pretensiones de palacetes, donde algunos chicos cruzaban miraditas con esa palmerita tan linda. De hecho, la tía había organizado una pequeña reunión festiva para celebrar su cumpleaños y Pilar esperaba ansiosa la fecha, inquieta por averiguar si Pablo, el rubito amigo de sus primas, le diría las palabras que creía leer en sus ojos. Pero el día antes apareció en la casa de Santa Cruz su padre, con una sonrisa demasiado amplia para ser franca, una inmensa caja con un lazo rosado (¿puedes creer que no logro acordarme de qué era lo que me regaló?, le había dicho siempre Pilar a mi amiga) y muchas ganas, según aseguraba, de invitarla a cenar en el club náutico. Así que, con ciertas reticencias pues algo se escamaba, Pilar fue con su padre a cenar esa noche y a los postres recibió la noticia de que el viudo planeaba dejar de serlo y que Mercedes, que la quería como a una hija, iba a ser su nueva madre.

La noticia fue un bofetón brutal en el alma de Pilar aunque luego se sorprendió de la intensidad del dolor porque, en el fondo, ya lo sabía. Quizá, se dijo a sí misma, era que su padre la dejaba sin excusas para seguir engañándose, para seguir prohibiéndose pensar en su vida palmera, para apartar a su madre muerta del pensamiento ... Esa noche, sentada frente al océano, quiso gritar, apalear a su padre, insultarle, a él y también a ella, proclamar que los odiaba a ambos, jurar que se suicidaría si esa mujer entraba en la casa familiar. Pero no pudo hacer nada de todo eso, sólo quedarse quieta, paralizada como una estatua, la mirada ida y un llanto mudo de infinitas lágrimas. Años después, Pilar le explicó a su hija, a mi amiga, que mientras su padre, asustado ante lo que parecía un ataque catatónico, la abrazaba y acariciaba, le repetía palabras amorosas y torpes explicaciones sobre su soledad, sobre que la vida seguía y otros tópicos irrelevantes, ella sentía que en su corazón se erigía una coraza y en su cerebro se iba imponiendo una determinación acerada, que una especie de funda fría la envolvía y metamorfoseaba, convirtiéndola en alguien distinto de quien creía ser hasta entonces. Pero luego entendí, añadía, que esa noche simplemente recibí el empujón final para iniciar el camino que el destino me había impuesto con la muerte de mi madre.

Dos semanas después Pilar hubo de volver a La Palma. El mes que quedaba de vacaciones fue un tenso ejercicio de elusiones, un continuo esquivar a la que, ya era oficial, habría de ser en unos meses su madrastra, postergar sine die esa "charla entre mujeres" que Mercedes solicitaba con las más peregrinas excusas pero renunciando siempre al enfrentamiento violento, como si una secreta y reciente sabiduría le revelara que no era ése el camino que había de llevarle a su victoria. Llegó ésta a principios de septiembre del año 44. Pilar, con intuición canina y aprovechando la ausencia del padre, había rebuscado en su despacho, abriendo gavetas del fondo de un armario y olisqueando papeles que ya amarilleaban. Se trataba de un fajo de cartas de fechas ya antiguas; cartas de amor dirigidas a su padre con letra femenina y una M inicial como única firma. La chica comprendió que la relación con Mercedes venía desde bastante antes de la muerte de su madre y, sobre todo, que esas cartas, por mucho dolor y repugnancia que sintiera, eran el arma definitiva para obligar a su padre a darle su libertad, a financiarle una vida apartada de él. Esa misma noche, con una pasmosa frialdad, Pilar expuso a su padre el chantaje: o la enviaba a vivir a Tenerife, con su tía, o enseñaba a los abuelos las pruebas de cómo y cuánto había engañado a su madre. Estoy convencida, añadió, de que mamá se enteró de tus traiciones y el sufrimiento que le causaste contribuyó a su muerte; has de saber que nunca te lo perdonaré.


Lhasa de Sela - Desdeñosa (La Llorona, 1998)

martes, 2 de noviembre de 2010

El descubrimiento del clítoris

La semana pasada me enteré de que en 1559, el mismo año en que moriría, Realdo Colombo, profesor de anatomía de la universidad de Padua, descubrió y describió el clítoris en su De Re Anatomica, la única obra que escribió. Dos años después, Gabrielle Falloppio publica sus Observationes anatomicae, obra en la que no sólo describe las trompas uterinas (que por eso se bautizaron en su honor) sino que también reclama ser el primigenio descubridor del botoncito femenino y que Colombo se aprovechó de una confidencia para adelántarsele (para entonces ya éste había muerto). La cuestión es que la disputa por el honorífico título de descubridor del clitoris tuvo su encono, aunque obviamente hemos de inclinarnos, aunque sólo sea por el apellido, a favor de Colombo.

En cualquier caso, en primera instancia, sorprende que este órgano no aparezca en la literatura médica hasta tan bien entrado el XVI. La wiki dice que los griegos ya lo tenían bien controlado (un tal Rufo de Efeso lo menciona en su Artis Medicae Principes) y que incluso disponían de un verbo que venía a significar "acariciarse el clítoris para darse placer" (no sé para qué otra cosa se lo podrían acariciar las griegas), lo cual da pistas de que las prácticas masturbatorias entre las paisanas de Helena eran, primero, bastante frecuentas y, segundo, cabe imaginar que se hablaba del tema con cierta naturalidad (–Venga, Agamenón, hazme un dedito, no seas vago).

Pero luego vino el cristianismo y se acabó el cachondeo, especialmente el femenino. Además, es sabido que las obras de los griegos se perdieron para occidente, aunque no así para los árabes, que habrá que suponer que leyeron los tratados anatómicos de los sucesores de Hipócrates y así supieron que sus huríes tenían una cosita encapuchada donde sentían mucho gustirrinín. Eso explicaría, en parte, la fama que desde el XIX adquirieron las mujeres orientales en lo relativo a su mayor sabiduría sexual; pues claro, si llevaban conociendo el clítoris sin los quince siglos de interrupción europea.

Se me dirá que las mujeres del viejo continente, antes incluso de Colombo y sus colegas italianos, ya tenían que saber lo que tenían ahí hacia el sur. Pues sí, pero a lo mejor no muchas, o no todas, o las que lo sabían, fueran cuantas fueran, se lo callaban porque algo malo se barruntarían que podía ocurrirles si comentaban lo que sentían por esos bajos. La cosa es que parece que Colombo se entusiasmó con su descubrimiento, y se deshizo en elogios sobre tan diminuto y sensacional órgano, proclamando como algo inaudito que allí radicaba el placer de las mujeres. Así que, una de dos, o el tal Realdo era gilipollas o, por el contrario, habrá que suponer que la inmensa mayoría de los humanos machos de aquellas épocas ni se enteraban en sus acoplamientos que sus hembras tenían un elemento muy pero que muy sensible justo encima de donde metían su cosa; y he de decir que esta segunda hipótesis no me parece absolutamente descabellada.

Porque lo que está claro es que el "descubrimiento científico" de Colombo se hizo en actividades extralaborales, pues por mucho que observara un cadáver dudo que llegara a concluir para qué valía ese "grano". Así que hay que pensar que o le sonó la flauta por casualidad o le tocó en suerte una "desvergonzada" que quiso que el professore hiciera prácticas anatómicas novedosas. Y así, gozosamente (es un suponer), el clítoris fue descubierto para la ciencia occidental, porque hasta entonces no existía de la misma manera que antes del desembarco de su pariente unos cuantos años antes, tampoco existía América. Por cierto, no deja de ser curioso y hasta sintomático (no sé muy bien de qué, pero seguro que es sintomático de algo) que nosotros, los hombres blancos, hayamos descubierto un continente 67 años antes que el clítoris. Y no se me diga que es porque América es más grande, pues al otro sitio (o muy cerquita) íbamos con mucha más frecuencia y en mucho mayor número. Es que no nos fijamos.

Pero lo importante, para qué darle más vueltas, es que gracias a Realdo Colombo, hoy ya todos sabemos qué es el clítoris, dónde está, para qué vale e incluso algunos, los más avispados, hasta cómo se sintoniza. Por eso no termino de entender a cuento de qué se hacen documentales como este francés, nada menos que de 2003 (hace nada, oye) que se titula "El clítoris, ese gran desconocido". Y todavía dicen que es para mayores de dieciocho: ¡Por favor! Si quienes han de verlo son los chavalillos en su primer curso de educación sexual, que los adultos ya lo sabemos todo al respecto.

CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras