Pilar estuvo un tiempo en la clínica de reposo conquense y luego, aparentemente recuperada, regresó a Tenerife. En el verano de ese 1980, mi amiga Eva pasó bastante tiempo a solas con su madre. Fíjate, me dijo rememorando aquellos días, entonces mi madre tenía poco más o menos mi edad y yo la de mi hija. ¡Cuánto han cambiado los tiempos en estos treinta años! Nada que ver la relación de entonces con mi madre con la de hoy con mi hija, aunque, claro está, mi madre era muy rara, mucho más de lo que puedo ser yo, incluso para la quisquillosa de mi hija; y además, algo se le había cambiado por dentro. Para quien no la conociera bien podría dar el pego, pero había gestos y comportamientos que chirriaban con su personalidad de siempre. Por de pronto, su carácter se había dulcificado, pero no era tanto porque quisiera expresar más vivamente el cariño hacia sus próximos, sino más como si quisiera evitar a toda costa cualquier amago de conflicto. También, cada vez con mayor frecuencia, se le iba el santo al cielo, se quedaba, en mitad de cualquier actividad, incluso en una conversación, con la mirada perdida de quien ya no está ahí, en el lugar que ocupa su cuerpo. Sin embargo, éstos y algunos otros extraños síntomas, no llamaban demasiado la atención a casi nadie, ni siquiera a los hermanos de Eva, los tres ya fuera de la casa familiar. No, al menos, hasta que hará unos cinco años comenzó la senilidad cerebral.
Así que Pilar siguió con casi los mismo hábitos de siempre mientras iba envejeciendo. Eva acabó su carrera madrileña y volvió a Tenerife con ella; a los pocos meses se ennovió con Ricardo y en el 85 se casaron. A sugerencia de Pilar, el joven matrimonio se instaló en la planta baja de la casa del barrio de los Hoteles, que convenientemente había sido dividida en dos más que espaciosas viviendas. La verdad, me contaba mi amiga, era un lujo tener tan a mano a tu madre, lo bastante discreta para no molestar pero siempre disponible para echar una mano, en especial cuando nacieron los nietos. Incluso, pese a su antigua rigidez emocional, Eva descubrió en ella un valioso refugio cuando, hacia mediados de los noventa, Ricardo se enamoró de una compañera del bufete y decidió romper la relación. Durante esos largos años de cercanía entre madre e hija, Pilar nunca quiso explicar lo que había pasado en la cada día más remota entrevista con Mercedes y cortaba de raíz todo intento de Eva de sacar el tema. De otra parte, nunca quiso volver a La Palma y prohibió a todos sus hijos que nadie entrara en el caserón de la calle Real; para asegurarse de que su orden no fuese violada encargó a un antiguo empleado de su abuelo que cambiara las cerraduras y le entregara a ella el único juego de llaves. Sólo cuando Pilar llevaba ya un par de años internada en la residencia de El Sauzal y su enfermedad estaba en una fase bastante avanzada, se atrevió Eva, a escondidas de sus hermanos, como si fuera una ladrona, a viajar a La Palma y, con las llaves de su madre, abrir la vieja casona decidida a desvelar el misterio que tantos años se le estaba ocultando.
Para no hacerla muy larga, diré que mi amiga descubrió, en una de las gavetas del escritorio de la biblioteca, el diario de la abuela, de aquella joven enfermiza que se casó hacia mediados de los veinte con un vasco recién llegado a la Isla y que moriría antes de cumplir los cuarenta. El diario, que Eva una tarde me dejó ojear en su casa chicharrera, es un volumen grueso de folios rayados encuadernados con tapas de cuero que se cierran con un broche dorado, roto desde hacía muchos años. Habría unas doscientas páginas, casi todas escritas con caligrafía apretada de trazos picudos, nerviosos; cada entrada, normalmente de no demasiadas líneas, estaba encabezada con la fecha y redactada en un estilo casi telegráfico, como si fuera una lista de hechos, ideas o sentimientos de los que aquella mujer quisiera dejar constancia. Pese al peculiar estilo, era posible reconstruir la vida del matrimonio desde 1924 (un año antes de la boda) hasta 1941 (dos antes de la muerte de ella). Eludo la tentación de recrear la forma original de redacción y paso a relacionar los sorprendentes hechos acaecidos tantísimos años antes de cuando fueron leídos por mi amiga.
La joven que se casó con el padre de Pilar –Aura se llamaba, que no lo he dicho hasta ahora– era una chica fantasiosa y romántica, que combinaba delirios de grandeza con alucinaciones místicas. Mercedes, la que luego sería la segunda mujer del vasco, era desde la pubertad su mejor amiga y la confidente de sus alucinados proyectos. Entre éstos, el más constante era que había de ser madre virginal de una especie de nuevo mesías, un futuro líder mundial que lograría, en primer lugar, la regeneración y grandeza de España y, desde nuestro país, la moralización y pacificación del mundo. Téngase en cuenta que estos proyectos maduraban hacia principios de los veinte en el cerebro de una chica que apenas acababa de dejar la adolescencia y que se angustiaba ante unos recuerdos infantiles de la Primera Guerra mezclados con las dramáticas quejas de las monjas que la educaron por la galopante descristianización de Europa. Este cuadro de desvarío mental, se completaba con una constitución enfermiza, a cuya mejora no contribuía para nada el desagrado de Aura por la comida, lo que le hizo pensar a Eva que lo probable es que padeciera algún tipo de anorexia. De otra parte, aunque no lo llega a declarar claramente en ninguna de las entradas, Eva también intuye que su abuela sentía una clara atracción homosexual hacia la amiga íntima y piensa que probablemente llegaron a mantener relaciones eróticas antes del matrimonio.
Aura conoció al padre de Pilar a través de Mercedes. Al poco de llegar a La Palma, el vasco se presentó en casa de ésta, con la esperanza de que su padre, para quien traía unas cartas de presentación, le consiguiera algún puesto en su empresa de exportación. Como ya he contado, siempre se sospechó que el curriculum académico y laboral del que el vasco alardeaba podía ser impostado, pero lo cierto es que le sirvió para entrar en el cerrado círculo social de la capital palmera. Eva cree que Mercedes se enamoró de su abuelo nada más conocerlo y piensa que probablemente también él de ella. No tiene del todo claro por qué esa relación no llevó hasta la previsible boda o, lo que es lo mismo, cómo pudo la aparición de Aura torcer el que parecía el camino natural. Por algunos comentarios indirectos del diario, tiene la impresión de que alguna catástrofe tuvo que abatirse sobre Mercedes (la muerte del padre, la ruina familiar, algo así) y que la chica pasó de una situación desahogada al extremo opuesto; esto podría explicar que el vasco (quizá de común acuerdo con Mercedes) calculara que su bienestar futuro pasaba por cambiar de novia. En todo caso, lo que sí consta en las entradas desde unos meses antes a la boda es el progresivo convencimiento de Aura de que la traída al mundo del mesías del que había de ser la madre pasaba por su matrimonio con ese señor, aun cuando (así lo declara repetidas veces por esas fechas) le producía "una casi invencible repulsión física". Con estos sentimientos (y muchos otros que Eva sólo puede imaginar) se celebró en 1925 una boda tras la cual, seguramente desde el principio, existía un extraño trío. De hecho, en una fecha muy próxima al gran día, Aura escribe que su padre ya ha firmado el contrato por el que alquilaba a su "hermana del alma" el pequeño apartamento que estaba anexo a la casona de la calle Real que iba a ser el domicilio conyugal; pista bastante obvia de que las cosas estaban amañadas y, también de que algo grave había tenido que ocurrir en la familia de Mercedes.
Pese a la abundancia de eufemismos y medias palabras, las páginas de los tres primeros años del matrimonio dejan suficientemente claras las siguientes sorprendentes conclusiones. Primera, que Aura no llegó a ser desvirgada. La noche de bodas, cuando su marido se metió en la cama donde ella esperaba embutida en su barroquísimo camisón y empezó con las normales caricias erógenas, el rechazo físico que ya había confesado al diario se manifestó con un ataque de histeria que en un principio llevó a que todos pensaran (erróneamente) que se trataba de epilepsia. Durante el primer mes, el vasco intentó con la mayor delicadeza nuevos acercamientos hasta que su esposa le dejó claro, primero con los hechos y luego con palabras, que no podía ser. La segunda conclusión es que relativamente pronto la morbosa sexualidad de Aura llevó a convertir el menage a trois en la actividad habitual del matrimonio. Obviamente, la tercera parte era Mercedes, que operaba como el puente entre el vasco y su esposa, aunque, a medida que pasaba el tiempo, en la confusión de los placeres, Aura llegó a aceptar intercambios de caricias y besos con su marido pero nunca, eso sí que no, admitió que la penetrara. Por último, la lectura de esos años va desvelando el nacimiento y desarrollo en el cerebro de Aura de la idea más lunática: que su maternidad virginal debía realizarse a través de la fecundación de su amiga Mercedes por el vasco en su presencia. Según se puede comprobar en el diario, la joven tardó varios meses en atreverse a plantear la propuesta a sus compañeros de cama y durante ese tiempo se puede leer su progresivo autoconvencimiento, de modo que, cuando lo cuenta, ya habla como una iluminada poseída por la trascendencia de su misión y a Eva no le cabe ninguna duda de que tanto su abuelo como Mercedes para entonces tenían que estar convencidos de que estaba ya totalmente majara.