La paternidad y él habían estado siempre coqueteando, como esas parejas de amigos de comedieta que se pasan toda la vida entre encuentros y desencuentros, sin que la relación llegue nunca a cuajar. Al menos ésa era la conclusión a la que Julio había llegado y que, de pronto, a sus años, explotaba estruendosamente amenazando con volatilizar en añicos todas sus rutinas y casi hasta sus convicciones.
Ahora, bocarriba en su cama, como si de una película se tratara, repasaba esas citas de tan diversa naturaleza, sorpresivas o buscadas, ilusionantes o amenazadoras, pero todas finalmente frustradas. Se acordaba de la sórdida encerrona que le montaron con apenas diecisiete años; evidente que pretendían cazar al ingenuo hijo de diplomático, presa fácil. Nunca supo a ciencia cierta si hubo de verdad embarazo ni si, de haberlo, era suyo; en esos días alguien se ocupó de arreglar el problema y cuarenta años después Julio ya no recuerda ni el nombre de aquella muchacha, sólo el olor, un olor acre y penetrante, de repugnancia mezclada con lujuria.
Luego, con veintitrés, la historia con Esther, el embarazo que no fue, que él sabía que no podía ser y que, sin embargo, durante una angustiosa semana se impuso con la rotundidad de lo inevitable para obligarles a decir lo que deberían haber callado, para que la que él creía que era su primer gran amor, esa preciosa chica de grandes ojos tristes, trocara su dulzura en rabia, para que el frío metal casi rasgara cualquier futuro. Volvería a ver a Esther siete años después, a preguntarse con asombro cómo pudo quererla tanto, cómo esa mujer desequilibrada le hizo sufrir tanto; pero, claro, para entonces toda la vieja magia se había extinguido.
Tenía veintisiete años esa tarde que Laura estaba segura de que no podía ser, pero sí podía y pudo. Y los dos se miraron asustados, con ganas de llorar, y al final ella decidió. Julio la apoyó, sí, pero ¿de qué vale ese apoyo? Eran todavía los tiempos de la prohibición, de los silencios sobreentendidos, de la amiga mayor que sabía. Resuelto el problema, un par de semanas después acabó la relación, sin peleas, sin rencores, sólo una tristeza común, una especie de vergüenza dolorosa que compartiéndola los separaba. Siguieron viéndose, siendo amigos ... Incluso hoy, pese a tantas vueltas posteriores, todavía hay ocasionales encuentros.
Hacia mitad de su treintena Julio vivía con Pilar y querían tener un hijo. Meses, años de tratamientos cada vez más agresivos, viajes a Barcelona, entusiasmos iniciales que las decepciones fueron desgastando. Tras varios intentos (ya no se acuerda cuántos) hubo anidación, dos embriones que empezaron a crecer hasta que, al tercer meses, no siguieron haciéndolo y Julio, en la consulta del ginecólogo, sintió un dolor cálido en las entrañas y lloró por dentro sin lágrimas. Pilar y él siguieron juntos quince años más, confortándose resignadamente, hasta que ella dijo que quería vivir y ese deseo lo excluía.
Ya en la cincuentena había conocido a Marta: amor hecho de mágicos descubrimientos, paz gozosa, dos que no son uno. Cinco años llevan juntos pero no revueltos, sin que ya haya fantasmas de hijos, ni siquiera nostalgias. Y entonces apareció Alicia, unas vacaciones compartidas, ternuras dulces y peligrosas. Tiene treinta y cinco años y él casi sesenta. Quiere tener el hijo, va a tenerlo, y da igual lo que Julio opine, lo que decida. Él medita, echado bocarriba en la cama, pensando en Marta, en las opciones que le abre la vida, en la puñetera paternidad que, después de tantos amagos, llega a la cita.
Ahora, bocarriba en su cama, como si de una película se tratara, repasaba esas citas de tan diversa naturaleza, sorpresivas o buscadas, ilusionantes o amenazadoras, pero todas finalmente frustradas. Se acordaba de la sórdida encerrona que le montaron con apenas diecisiete años; evidente que pretendían cazar al ingenuo hijo de diplomático, presa fácil. Nunca supo a ciencia cierta si hubo de verdad embarazo ni si, de haberlo, era suyo; en esos días alguien se ocupó de arreglar el problema y cuarenta años después Julio ya no recuerda ni el nombre de aquella muchacha, sólo el olor, un olor acre y penetrante, de repugnancia mezclada con lujuria.
Luego, con veintitrés, la historia con Esther, el embarazo que no fue, que él sabía que no podía ser y que, sin embargo, durante una angustiosa semana se impuso con la rotundidad de lo inevitable para obligarles a decir lo que deberían haber callado, para que la que él creía que era su primer gran amor, esa preciosa chica de grandes ojos tristes, trocara su dulzura en rabia, para que el frío metal casi rasgara cualquier futuro. Volvería a ver a Esther siete años después, a preguntarse con asombro cómo pudo quererla tanto, cómo esa mujer desequilibrada le hizo sufrir tanto; pero, claro, para entonces toda la vieja magia se había extinguido.
Tenía veintisiete años esa tarde que Laura estaba segura de que no podía ser, pero sí podía y pudo. Y los dos se miraron asustados, con ganas de llorar, y al final ella decidió. Julio la apoyó, sí, pero ¿de qué vale ese apoyo? Eran todavía los tiempos de la prohibición, de los silencios sobreentendidos, de la amiga mayor que sabía. Resuelto el problema, un par de semanas después acabó la relación, sin peleas, sin rencores, sólo una tristeza común, una especie de vergüenza dolorosa que compartiéndola los separaba. Siguieron viéndose, siendo amigos ... Incluso hoy, pese a tantas vueltas posteriores, todavía hay ocasionales encuentros.
Hacia mitad de su treintena Julio vivía con Pilar y querían tener un hijo. Meses, años de tratamientos cada vez más agresivos, viajes a Barcelona, entusiasmos iniciales que las decepciones fueron desgastando. Tras varios intentos (ya no se acuerda cuántos) hubo anidación, dos embriones que empezaron a crecer hasta que, al tercer meses, no siguieron haciéndolo y Julio, en la consulta del ginecólogo, sintió un dolor cálido en las entrañas y lloró por dentro sin lágrimas. Pilar y él siguieron juntos quince años más, confortándose resignadamente, hasta que ella dijo que quería vivir y ese deseo lo excluía.
Ya en la cincuentena había conocido a Marta: amor hecho de mágicos descubrimientos, paz gozosa, dos que no son uno. Cinco años llevan juntos pero no revueltos, sin que ya haya fantasmas de hijos, ni siquiera nostalgias. Y entonces apareció Alicia, unas vacaciones compartidas, ternuras dulces y peligrosas. Tiene treinta y cinco años y él casi sesenta. Quiere tener el hijo, va a tenerlo, y da igual lo que Julio opine, lo que decida. Él medita, echado bocarriba en la cama, pensando en Marta, en las opciones que le abre la vida, en la puñetera paternidad que, después de tantos amagos, llega a la cita.
Sophie Zelmani - Precious Burden (Precious Burden, 1998)