La torre giratoria (2)
Toqué esa superficie. Era lisa, extremadamente lisa, más incluso que el pavimento del puente. El tacto era muy suave, acogedor, como si invitara a ser tocado, acariciado. Desde luego, esa pared tenía que estar hecha de algún material metálico, pero no se me ocurría cuál podría ser pues no se asemejaba a ninguno de los que yo conocía. Probé su dureza intentando rayarla con una piedra puntiaguda que llevaba en el bolsillo, pero pese a que la apreté intensamente no quedó ninguna seña (tampoco oí el más leve chirrido) y la pequeña roca, en cambio, se desmochó completamente. Sin embargo, cuando apoyaba las palmas de la mano percibía la impresión de que éstas se amoldaban levemente, como si presionaran una materia mullida. Empujé con el índice derecho y el tacto me decía que lo estaba hundiendo en una sustancia casi gelatinosa mientras la vista me mostraba que no se producía la más mínima distorsión en la forma de la superficie metálica. Un espejismo sensorial, sin duda, pero no sabía de cuál de los sentidos. Luego estaba el problema de la temperatura, pues me era difícil decidir si esa pared estaba caliente o fría, que tan pronto me parecía una cosa como la otra, y no eran pequeñas variaciones sino de ardores quemantes a fríos gélidos, pero con tanta rapidez en sus cambios que uno no llegaba a estar seguro de si sentía lo que sentía, que además las oscilaciones térmicas parecían corretear velocísimas por toda la superficie haciéndome sentir una cosa en una mano y otra en la otra. Al poco de mantener las manos sobre el cilindro empecé a pensar que esos movimientos y oscilaciones térmicas eran la muestra de una energía que animaba la torre. Me vino a la cabeza la extraña idea de que estaba tocando la piel de un ser vivo, por la que corrían millones de partículas frenéticas; a lo mejor, lo que notaba equivaldría a células transportadas por algo similar a un flujo sanguíneo o a los impulsos eléctricos de un inmenso sistema nervioso. Fuera lo que fuera, como ya dije, uno se sentía muy a gusto apoyando las palmas sobre la superficie de la torre; a través de ellas me llegaba una especie de vibración de bajísima frecuencia que imaginaba (así lo sentía, al menos) que me subía por los brazos y desde ambos hombros se repartía por todo el interior de mi cuerpo, relajando las vísceras, suavizando los huesos, tonificando los músculos y, sobre todo, dejándome una sensación de paz, de abandono feliz, de somnolencia. No he mencionado todavía la cualidad más llamativa de esa pared curva: que, como habíamos alcanzado a ver desde la isla, se movía, muy despacio pero se movía. Como tenía las palmas de la mano apoyadas, se me iban desplazando siguiendo la rotación de la torre, pero tan lentamente que casi ni me percataba. De hecho, inconscientemente, iba moviendo mis pies hacia la izquierda para mantener la perpendicularidad de los brazos y no despegar las manos, hasta que, al cabo de un rato, los gritos de mis compañeros me sacaron del peligroso ensimismamiento que me embargaba y me di cuenta de que ya un pie rozaba el borde lateral de la pasarela; un poco más y me habría precipitado al abismo marino.
No era tan benévola la sensación de paz que transmitía esa extraña torre, me dije mientras retiraba las manos de su superficie y rectificaba mi posición hasta el centro del puente. Me tomé unos momentos para obligarme a despertar todos mis sentidos, a espabilar mi inteligencia. Pensé que, como primera medida, habría de tomar algunas medidas, tratar de averiguar las dimensiones de la torre, la velocidad a la que rotaba. Ya sabía que era enorme, pues apenas se apreciaba la curvatura de la pared; también había comprobado que el giro era muy lento, pues se habían necesitado cinco o seis minutos para que mi cuerpo se desplazase la mitad del ancho de la pasarela, de unos cinco pies. Pero se me ocurrió que no bastaban burdas aproximaciones, que precisábamos estimar con mayor exactitud las dimensiones físicas de la torre para encontrar en ellas algunas explicaciones. Además, me consideraba suficientemente buen científico como para confiar en resolver, si no todos, sí unos cuantos de los enigmas que derivaban de la existencia de esta construcción cilíndrica. Mientras todas estas ideas me rondaban la cabeza (y algunas otras que es preferible omitir de momento) me había sentado en el centro del puente, algo separado de la torre, y la miraba fijamente a la espera de que su presencia, su movimiento, me sugirieran posibles hipótesis de trabajo. Pasé así un buen rato, entre media y una hora, calmando más de una vez la impaciencia de mis compañeros asegurándoles que no pasaba nada y pidiéndoles que me dejaran en mi observación algún tiempo más. Por fin, cuando estaba a punto de levantarme para regresar, con la intención de discutir con el grupo los métodos e instrumentos necesarios para proceder a las mediciones (que habríamos de posponer hasta el día siguiente pues ya comenzaba el ocaso), vi aparecer por la derecha una hendidura en la pared curva. Era como si en la superficie cilíndrica, hasta ahora absolutamente lisa y homogénea, se hubiera recortado un rectángulo. ¿Se trataría de una abertura, de un vano de acceso al interior de la torre? Todavía no se podía distinguir bien, lo que me parecía un hueco estaba a unas tres yardas del puente y a la exasperante lentitud de la rotación pasaría un buen rato hasta que llegara hasta mí, hasta que pudiera examinarla de cerca, mirar a su través. Presa de gran excitación, consideré que era muy importante que uno o dos de mis compañeros estuvieran a mi lado cuando la presunta puerta, la abertura al interior de la torre, llegara frente a la pasarela. Estimando que contaba todavía con más de media hora, crucé casi corriendo el puente y expliqué breve y acaloradamente al resto de mi grupo lo que había vivido. Pese al escepticismo que identifiqué en sus ojos, los dos que eran más de mi confianza, equipados con algunos instrumentos, se prestaron a volver conmigo hasta la torre. Sólo habrían pasado unos veinte minutos y la abertura todavía no era accesible desde el extremo del puente. No obstante se distinguía mucho mejor que antes y ahora, sin ningún género de dudas, podía asegurarse que, efectivamente, el metal había sido recortado. Lo que aún no se alcanzaba a ver era nada del interior. Esperamos un buen rato y por fin (todo llega) la "puerta" entró en el espacio del puente. La teníamos delante de nuestros ojos, podíamos verla, tocarla incluso …
Sea of Tranquility - Gordon Lightfoot (Songbook, 1999)