viernes, 30 de noviembre de 2012

Los abuelos paternos de Bob Dylan

1905 fue un año revolucionario en Rusia y Odesa, la cuarta ciudad del imperio de Nicolás II, tenía todas las papeletas para convertirse en un polvorín. Odesa, fundada a finales del XVIII por Catalina la Grande, había sido poblada desde sus orígenes por gentes de múltiples etnias: rusos, polacos, griegos, turcos, judíos, pero también abundantes europeos occidentales. Pushkin, que la adoraba, la calificó como la ciudad más europea de Rusia y durante el XIX se convirtió en polo de atracción de aristócratas y artistas e intelectuales, al amparo de la riqueza que generaba su activo puerto en el Mar Negro. ¿Y en 1905? Pues ese año había comenzado con la caída de Port Arthur y la tremenda humillación de los rusos ante los despreciables japoneses. Pocos días después, los cosacos zaristas cargaron contra una multitud de obreros congregada ante el Palacio de Invierno de San Petersburgo para presentar unas peticiones al soberano; resultado: casi cien muertos y el despertar de la ira revolucionaria que tan bien sabrían aprovechar los bolcheviques. En junio, los marineros del acorazado Potemkin se rebelan y ondeando la bandera roja entran en el puerto de Odesa. En fin, que las cosas estaban caldeaditas y, para animarlas más, en octubre estalló el más famoso pogromo de la ciudad (que ya registraba otros anteriores).

Es sobradamente sabido que el antisemitismo ruso era de los más virulentos de Europa, mucho más que el alemán, desde luego, aunque los nazis, años después, consiguieran con sus atrocidades arrogarse el título de campeones mundiales en el extendido deporte de odiar a los judíos. La excusa era la de siempre: que los malditos asesinos de Nuestro Señor y perseverantes conspiradores contra la cristiandad eran los culpables de todos los males que aquejaban a los honestos ciudadanos. Y en una ciudad como Odesa, en la que un tercio de sus cuatrocientos mil habitantes eran deicidas, había yesca de sobra. Se les acusaba, por supuesto, de controlar el comercio portuario, enriqueciéndose a costa de los cristianos (aunque la gran mayoría de los judíos fueran pobres diablos de escasos recursos), de haber conspirado con los rojos contra los intereses nacionales, contribuyendo a la debacle bélica (y verdad era que no pocos Rabinovichs se habían unido al partido socialdemócrata y participado en las revueltas de junio con motivo de la sublevación del Potemkin) y, cómo no, de llevar a cabo asesinatos rituales de niños cristianos. Este mito, por cierto, tiene larga historia en toda Europa (entre nosotros, uno de los varios ejemplos es el del Santo Niño de La Guardia, al que ya me referí hace cuatro años) y fue la base del proceso seguido contra Mendel Beilis en Kiev en 1911, inspiración de El reparador, magnífica novela de Malamud muy recomendable para entender el clima de antisemitismo que debía respirarse a principios del siglo pasado en Ucrania. En el libro se nos presentan las Centurias Negras, movimiento autocrático y antisemita de extrema derecha que se adelanta en un cuarto de siglo a sus herederos ideológicos de Italia, Alemania y otros países occidentales.

Pero volvamos a los hechos de ese otoño de 1905 en Odesa. La conflictividad social distaba mucho de haberse apaciguado. El 15 de octubre, los alumnos de secundaria boicotearon las clases en solidaridad con los huelguistas ferroviarios. Trabajadores y estudiantes ocuparon las calles en multitudinarias manifestaciones que degeneraron en batallas campales contra la policía y el ejército. En un ambiente tenso, con la mayoría de los comercios cerrados, llegó la noticia de que el Zar había promulgado el Manifiesto de Octubre, por el que concedía ciertas libertades civiles que, por supuesto, no satisficieron a los revolucionarios. Así que, aunque al principio hubo reacciones de alegre entusiasmo, enseguida la población se polarizó en bandos opuestos y se agravaron los enfrentamientos. Cuando parecían apaciguarse, los que apoyaban al Zar, cabreados por incidentes tras los que veían la acción conspiradora judía, decidieron vengarse. En la tarde y noche del 18 de octubre se desató un motín en el barrio de Moldavanka, parece que a consecuencia de que un grupo de judíos jóvenes enarbolaba banderas rojas: destrozos indiscriminados de viviendas y tiendas. Al día siguiente se organizó una procesión patriótica de apoyo al Zar, en la que corrió abundantemente el vodka; el personal iba muy exaltado, azuzado por policías de paisano y miembros de la Centurias. En algún momento se oyeron disparos y un muchacho apareció muerto en el pavimento abrazado a un icono. Brotaron gritos de muerte a los judíos y la multitud, enjambre enfurecido, se abalanzó hacia el barrio hebreo, ansiosa por destruir y matar. El progromo fue aterrador y las atrocidades cometidas indescriptibles. Durante tres días se cometieron crímenes inhumanos. Al final, se estimó el número de víctimas en unas dos mil quinientas, con aproximadamente 800 muertos.

Es fácil imaginar el estado de ánimo de los judíos de Odesa después de estas barbaridades. Para muchos significó el empujón definitivo para decidirse a escapar de esa Rusia antisemita y América era uno de los destinos preferidos desde hacía varias décadas. Uno de los que se decidió a escapar fue un zapatero de treinta años llamado Zigman (o Zigmond), casado con Anna y padre de tres niños pequeños. Según varias fuentes, este Zigman viajó solo a Estados Unidos en 1906 o 1907 (aunque no he podido encontrar su nombre en el magnífico archivo que la Ellis Island ofrece en internet) y cruzó medio país para acabar instalándose en Dultuh, al borde del Lago Superior. ¿Por qué fue a esa ciudad de Minnesota? No lo sé y no he encontrado ninguna explicación, aunque supongo que ya lo tendría decidido de antemano, probablemente porque algún familiar o paisano le hubiera precedido en la aventura. Duluth era por esas fechas una población próspera, desarrollada gracias a las minas de hierro de la zona (The Iron Range) y al tráfico portuario a través de los Grandes Lagos. Aunque bastante más pequeña (unos 70.000 habitantes) guardaba ciertas similitudes con Odesa, lo que también pudo influir. La cosa es que el joven inmigrante comenzó a ganarse la vida como zapatero ambulante aprendiendo a chapurrear el inglés y cuando vio que allí había futuro mandó llamar a su mujer e hijos.


La mujer de Zigman, Anna, era dos años menor. Su apellido era Kirghiz y parece que la familia provenía de Trebisonda, en la vecina Turquía, lo cual no es anómalo pues en Odesa se comerciaba abundantemente con el imperio otomano y contaba con una amplia colonia turca. Trebisonda es una de esas ciudades míticas de la Edad Media, capital de uno de los imperios desgajados del bizantino, que alcanzó gran esplendor al ser una de las etapas obligadas de la famosa ruta de la seda. He leído que parte de los ancestros de Anna provendrían de Kirguistán, esa antigua república soviética entre las montañas del Asia Central; puede ser, pero se me antoja una conjetura a partir del apellido sin demasiadas probabilidades: muy lejos lo veo y además pocos judíos vivían allí, pero vaya usted a saber. El nieto de Anna, en el primer volumen de su autobiografía, nos informa de que la familia de su abuela era originaria de Kagizman, una pequeña ciudad de la Anatolia Oriental, muy cerca de la frontera armenia. Añade luego que también tenía ancestros de Constantinopla. En fin, que lo que parece claro es que siempre anduvieron en torno al viejo Ponto Euxino de los griegos.

Reunido el matrimonio en Duluth, poco tardaron en concebir tres hijos más; al segundo nacido en América le llamaron Abraham (Abe), quien treinta años después, en 1941, sería a su vez padre de un tal Robert Allen Zimmerman (inscrito en la sinagoga como Shabtai Zisel ben Avraham), más conocido como Bob Dylan. Los abuelos paternos de Dylan debieron vivir en Duluth hasta la muerte de Zigman, de la cual no tengo constancia pero que casi seguro que ocurrió antes del nacimiento de Bobby. Los últimos años de su vida, Anna viviría en Hibbing, a unos cien kilómetros al noroeste de Duluth, con su hijo mayor Maurice; murió en 1955, sin llegar a octogenaria. Dylan la evoca de sus visitas infantiles, cuando todavía residía en Duluth y sus padres lo llevaban a visitarla desde Hibbing: "Mi abuela sólo tenía una pierna y había sido costurera. Era una dama morena que fumaba en pipa. Su voz poseía una cualidad hipnótica y su rostro siempre estaba crispado en una expresión doliente".

En fin, que si no hubiera sido por el antisemitismo ruso tal vez los Zimmerman no habrían abandonado Odesa y, consecuentemente, Bob Dylan no habría nacido. La historia está hecha de carambolas fortuitas.

PS: Los abuelos maternos de Dylan, Ben Stone (originariamente Benjamin David Solemovitz) y Florence Edelstein, provenían ambos de familias judías lituanas, asentadas en Superior, Wisconsin, en los primeros años del siglo XX.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Responsabilidad (1)

Responsable es quien responde de las consecuencias de sus actos (o de sus omisiones). Que el grado de responsabilidad de nuestra sociedad está bajo mínimos se constata con demasiada facilidad. Incluso, diría yo, la responsabilidad no goza en la actualidad de la valoración social que merece; tan sólo se invoca ante "consecuencias" de notable repercusión mediática, especialmente si acaban en tragedias. Intuyo que en no poca parte ello es debido a la continua erosión de esta "virtud cívica" por el comportamiento de tantos personajes conocidos. No sólo los políticos, claro, aunque en su caso el daño es especialmente gravoso por la sencilla razón de que al ostentar un cargo público en representación de los ciudadanos han de ser –y son de hecho– referencia y ejemplo, bueno o malo, de la escala de valores sociales.

¿Cómo puede haber responsabilidad cuando en incontables situaciones el autor de los actos niega su autoría o, al menos, que las "consecuencias" lo sean del acto? Tal es la primera y más escandalosa manifestación de la impunidad, el contravalor correspondiente, que parece campar por sus respetos con la mayor de las desfachateces. Por supuesto, esta negación apriorística de la responsabilidad incluye la tan practicada conducta de ni siquiera tomar en consideración esos posibles y probables vínculos causales entre lo que uno a hecho y sus consecuencias. Meto en este saco las habituales mentiras y promesas de los políticos, materia en la cual el actual gobierno pepero está pulverizando todos los records, y mira que estaban ya altos. Para mostrar un botón entre los centenares disponibles, recordemos que, ya en el propio debate de investidura Rajoy dijo que no estaba a favor de crear un banco malo (respuesta a Cayo Lara, recogida en la página 60 del Diario de Sesiones del 19 de diciembre de 2011) y esta intención la expresó tajantemente en la entrevista concedida a Alex Grijelmo el 11 de enero de 2012: "No habrá un banco malo en España, y estableceremos un procedimiento que no sea gravoso para el contribuyente". Sin embargo, en servil cumplimiento de una de las condiciones impuestas el pasado julio por la UE para el rescate financiero de "nuestro" sistema bancario, el Consejo de Ministros de 31 de agosto aprobó el Real Decreto-ley 24/2012 de reestructuración y resolución de entidades de crédito, se crea el Banco malo ("Sociedad de gestión de activos").


Yo dije que en España no iba a haber banco malo y ahora Europa me exige que lo cree. Por tanto, como estoy obligado por mis palabras y no puedo hacerlo, sólo tengo dos opciones: dimitir o preguntar a la ciudadanía si me exime del compromiso asumido y me autorice a cumplir la condición que exige la UE para aportar capital a nuestro maltrecho sistema financiero. Qué ingenuidad, ¿verdad? Algo parecido intentó el pobre Papandreu y toda la clase política europea le acusó –tamaña hipocresía– de irresponsabilidad. En el maquiavélico lenguaje oficial que se nos impone (estrechamente emparentado con la neolengua orwelliana cuya inspiración proviene del lenguaje nazi, tan brillantemente diseccionado por Victor Klemperer) ahora resulta que lo responsable es no ser consecuente con los compromisos asumidos previamente. Pero entonces, si las promesas de los políticos no les comprometen pese a que se supone que son su oferta a la ciudadanía a cambio de la cual obtienen su representación en las elecciones, ¿es que nuestra democracia es una farsa? Sí, desde luego, pero no pasa nada: repitamos hasta la saciedad que somos un país democrático mientras el funcionamiento real lo es cada vez menos. Al menos, Papandreu dimitió.

Yo dije que en España no iba a haber banco malo y acabo de firmar un Real Decreto (¿para qué tramitarlo como Ley ante el Congreso? Tardaríamos más y total íbamos a aprobarlo igualmente que para eso tenemos la mayoría absoluta) mediante el que lo creo. Sí, os he mentido (panda de pardillos), pero la política y la suprema razón de Estado así lo exige. No estaría a la altura de la responsabilidad de un presidente de un gobierno democrático si hiciera otra cosa, si hubiera respondido de mi compromiso ante la ciudadanía cumpliéndolo o dándole la opción de ejercer la decisión democrática. Ser responsable no es lo que demagógicamente afirma el diccionario, sino justamente lo contrario. Ser un gobernante demócrata no significa cumplir las promesas electorales ni las del discurso de investidura ni las que se van desgranando a lo largo de los meses, sino prescindir de ellas por el bien de la ciudadanía (todo por el pueblo pero sin el pueblo que, con el pertinente aggiornamento, ahora sí es con el pueblo, pero de comparsa inútil, de excusa prescindible).

Entrevista de Alex Grijelmo en enero. El "banco malo" en 16:22

Las anteriores eran las palabras que pensaba Rajoy tras el Consejo de Ministros del 31 de agosto pasado, pero no tuvo huevos para pronunciarlas (prefirió dejar el marrón a la pánfila de Soraya y al impresentable del Guindos). Habría sido muy de agradecer que nos las hubiera dicho porque habría sido una importante contribución de pedagogía sociopolítica para mostrar a los ingenuos que todavía quedarán en este país cómo son las cosas. Además, quién mejor que el PP para desvelar sin ambages lo que realmente es la democracia, cómo hay que entenderla y aceptarla; al fin y al cabo, son lentejas, y a ellos les gustan. No creo, de otra parte, que haya demasiados que no sepan cuáles son las verdaderas reglas del juego así que, en teoría, no pasaría nada por llamar a las cosas por su nombre. Sin embargo, renunciar al neolenguaje está rigurosamente prohibido y cualquier amago en esa línea desencadena el fariseico escándalo de los serviles guardianes del sistema que enseguida elevan sus airadas voces condenatorias. Hay que seguir manteniendo que nuestra sociedad se basa en unos loables principios (entre ellos el de responsabilidad) que justifican y legitiman la actuación pública, aunque sepamos de sobra que tales principios son papel mojado.

Recurriendo pues al primer y más descarado mecanismo para eludir cualquier responsabilidad, se evita toda vinculación causal entre los actos y los compromisos previos. Esta táctica funciona estupendamente cuando se logra que no se hagan preguntas directas sobre dicha vinculación, algo que, sorprendentemente en un país con libertad de prensa, suele ocurrir en España. Claro que siempre hay algún irresponsable que mete el dedo en el ojo y, en tales casos, la solución es simplemente no contestar. Por seguir con el ejemplo del banco malo, en la rueda de prensa tras el Consejo de Ministros nadie le preguntó a Soraya o a Guindos si aprobar ese Real Decreto no significaba un incumplimiento del compromiso al respecto del PP; quizá se deba a que hay algún pacto, explícito o implícito, sobre lo que se puede preguntar en Moncloa. En el Congreso sí lo ha hecho en alguna ocasión Alberto Garzón sin naturalmente obtener ninguna respuesta.

Ser responsable significa, de entrada, responder. Si no se responde, por tanto, se es un irresponsable, lo que no quiere decir que valga cualquier respuesta para que pueda calificarse a alguien de responsable (pero de eso hablaré en otro momento). Lo mejor, por tanto, para eludir la responsabilidad, para mantenerse impune, es no responder, lo que a uno le permite seguir presumiendo de responsabilidad, ya que ésta ni se cuestiona. Pero para poder no responder, además de estar dotado de unas cualidades personales de las que Rajoy dispone en abundancia, es necesario que no pregunten o que, al menos, no agobien al "responsable" con demasiadas preguntas, que no insistan, que no le acorralen, que no sean demasiado incisivos los preguntones. Ahí está nuestra parte de culpa o de complicidad en la impunidad irresponsable de los políticos: en no insistir en las preguntas, en no obligarles a confesar que han incumplido lo que prometieron. Porque si se lograra ese primer paso, si se obligara por la evidencia de los hechos a que un político reconociera que ha faltado a un compromiso, se empezaría a poder limpiar la podredumbre moral en la que hozan con la más impune desfachatez. Pero, claro, un escenario así es inimaginable.

Señor Rajoy, usted afirmó que no habría un banco malo en España y, sin embargo, ha aprobado la creación del mismo, ¿ha faltado a su palabra? / Mire usted, es verdad que yo no era partidario del banco malo pero la evolución de los acontecimientos y la gravedad de la situación exigían esa medida que es la única posible para el saneamiento del sistema financiero, imprescindible para superar la crisis económica que, como usted sabe, es el objetivo fundamental de mi gobierno. / No cuestiono los motivos de la decisión adoptada, lo que le pregunto es si con ella ha faltado usted a su palabra. / Creo, si me lo permite (irritado), que no es ésa una cuestión pertinente, sino justamente si el Real Decreto va a contribuir, como estoy convencido, a mejorar nuestra situación económica. / Disculpe, presidente, pero es a mí a quien corresponde valorar la pertinencia de mis preguntas, así que voy a insistir. Usted afirmó en enero que en España no habría un banco malo, ¿es cierto? / (Visiblemente molesto) Sí, pero ha de entender usted ... / Perdone que le interrumpa, ¿está de acuerdo en que la Sociedad de Gestión de Activos que se crea con este Real Decreto es un banco malo? / Ciertamente responde a las características de lo que se entiende como banco malo, pero ha de tener en cuenta ... / Es decir, que si usted ha aprobado la creación de un banco malo en España, lo que dijo en enero ha resultado ser falso; luego ¿ha faltado a su palabra? / Yo no lo llamaría así porque ... / ¿No lo llamaría así? Usted ha hecho algo que dijo que no iba a hacer, ¿cómo llama a eso? / Sí, pero para calificar mi comportamiento como usted lo hace han de juzgarse las razones de interés público que lo justifican. / No, señor presidente, si uno hace algo que dijo que no iba a hacer, eso se llama faltar a su palabra, y fíjese que evito calificarlo de mentir. Usted ha faltado a su palabra y, una vez sentado este hecho, puede empezar a explicar a los españoles las razones por las que ha actuado así. Pero, por muy poderosas que sean, no cambiarán un ápice que lo que ha hecho se llama, en nuestro idioma, faltar a su palabra; lo que podrá, en todo caso, será convencernos de que ha hecho bien faltando a su palabra. Pues bien, ¿quiere usted intentar convencer a la ciudadanía de que ha hecho bien faltando a su palabra?