1905 fue un año revolucionario en Rusia y Odesa, la cuarta ciudad del imperio de Nicolás II, tenía todas las papeletas para convertirse en un polvorín. Odesa, fundada a finales del XVIII por Catalina la Grande, había sido poblada desde sus orígenes por gentes de múltiples etnias: rusos, polacos, griegos, turcos, judíos, pero también abundantes europeos occidentales. Pushkin, que la adoraba, la calificó como la ciudad más europea de Rusia y durante el XIX se convirtió en polo de atracción de aristócratas y artistas e intelectuales, al amparo de la riqueza que generaba su activo puerto en el Mar Negro. ¿Y en 1905? Pues ese año había comenzado con la caída de Port Arthur y la tremenda humillación de los rusos ante los despreciables japoneses. Pocos días después, los cosacos zaristas cargaron contra una multitud de obreros congregada ante el Palacio de Invierno de San Petersburgo para presentar unas peticiones al soberano; resultado: casi cien muertos y el despertar de la ira revolucionaria que tan bien sabrían aprovechar los bolcheviques. En junio, los marineros del acorazado Potemkin se rebelan y ondeando la bandera roja entran en el puerto de Odesa. En fin, que las cosas estaban caldeaditas y, para animarlas más, en octubre estalló el más famoso pogromo de la ciudad (que ya registraba otros anteriores).
Es sobradamente sabido que el antisemitismo ruso era de los más virulentos de Europa, mucho más que el alemán, desde luego, aunque los nazis, años después, consiguieran con sus atrocidades arrogarse el título de campeones mundiales en el extendido deporte de odiar a los judíos. La excusa era la de siempre: que los malditos asesinos de Nuestro Señor y perseverantes conspiradores contra la cristiandad eran los culpables de todos los males que aquejaban a los honestos ciudadanos. Y en una ciudad como Odesa, en la que un tercio de sus cuatrocientos mil habitantes eran deicidas, había yesca de sobra. Se les acusaba, por supuesto, de controlar el comercio portuario, enriqueciéndose a costa de los cristianos (aunque la gran mayoría de los judíos fueran pobres diablos de escasos recursos), de haber conspirado con los rojos contra los intereses nacionales, contribuyendo a la debacle bélica (y verdad era que no pocos Rabinovichs se habían unido al partido socialdemócrata y participado en las revueltas de junio con motivo de la sublevación del Potemkin) y, cómo no, de llevar a cabo asesinatos rituales de niños cristianos. Este mito, por cierto, tiene larga historia en toda Europa (entre nosotros, uno de los varios ejemplos es el del Santo Niño de La Guardia, al que ya me referí hace cuatro años) y fue la base del proceso seguido contra Mendel Beilis en Kiev en 1911, inspiración de El reparador, magnífica novela de Malamud muy recomendable para entender el clima de antisemitismo que debía respirarse a principios del siglo pasado en Ucrania. En el libro se nos presentan las Centurias Negras, movimiento autocrático y antisemita de extrema derecha que se adelanta en un cuarto de siglo a sus herederos ideológicos de Italia, Alemania y otros países occidentales.
Pero volvamos a los hechos de ese otoño de 1905 en Odesa. La conflictividad social distaba mucho de haberse apaciguado. El 15 de octubre, los alumnos de secundaria boicotearon las clases en solidaridad con los huelguistas ferroviarios. Trabajadores y estudiantes ocuparon las calles en multitudinarias manifestaciones que degeneraron en batallas campales contra la policía y el ejército. En un ambiente tenso, con la mayoría de los comercios cerrados, llegó la noticia de que el Zar había promulgado el Manifiesto de Octubre, por el que concedía ciertas libertades civiles que, por supuesto, no satisficieron a los revolucionarios. Así que, aunque al principio hubo reacciones de alegre entusiasmo, enseguida la población se polarizó en bandos opuestos y se agravaron los enfrentamientos. Cuando parecían apaciguarse, los que apoyaban al Zar, cabreados por incidentes tras los que veían la acción conspiradora judía, decidieron vengarse. En la tarde y noche del 18 de octubre se desató un motín en el barrio de Moldavanka, parece que a consecuencia de que un grupo de judíos jóvenes enarbolaba banderas rojas: destrozos indiscriminados de viviendas y tiendas. Al día siguiente se organizó una procesión patriótica de apoyo al Zar, en la que corrió abundantemente el vodka; el personal iba muy exaltado, azuzado por policías de paisano y miembros de la Centurias. En algún momento se oyeron disparos y un muchacho apareció muerto en el pavimento abrazado a un icono. Brotaron gritos de muerte a los judíos y la multitud, enjambre enfurecido, se abalanzó hacia el barrio hebreo, ansiosa por destruir y matar. El progromo fue aterrador y las atrocidades cometidas indescriptibles. Durante tres días se cometieron crímenes inhumanos. Al final, se estimó el número de víctimas en unas dos mil quinientas, con aproximadamente 800 muertos.
Es fácil imaginar el estado de ánimo de los judíos de Odesa después de estas barbaridades. Para muchos significó el empujón definitivo para decidirse a escapar de esa Rusia antisemita y América era uno de los destinos preferidos desde hacía varias décadas. Uno de los que se decidió a escapar fue un zapatero de treinta años llamado Zigman (o Zigmond), casado con Anna y padre de tres niños pequeños. Según varias fuentes, este Zigman viajó solo a Estados Unidos en 1906 o 1907 (aunque no he podido encontrar su nombre en el magnífico archivo que la Ellis Island ofrece en internet) y cruzó medio país para acabar instalándose en Dultuh, al borde del Lago Superior. ¿Por qué fue a esa ciudad de Minnesota? No lo sé y no he encontrado ninguna explicación, aunque supongo que ya lo tendría decidido de antemano, probablemente porque algún familiar o paisano le hubiera precedido en la aventura. Duluth era por esas fechas una población próspera, desarrollada gracias a las minas de hierro de la zona (The Iron Range) y al tráfico portuario a través de los Grandes Lagos. Aunque bastante más pequeña (unos 70.000 habitantes) guardaba ciertas similitudes con Odesa, lo que también pudo influir. La cosa es que el joven inmigrante comenzó a ganarse la vida como zapatero ambulante aprendiendo a chapurrear el inglés y cuando vio que allí había futuro mandó llamar a su mujer e hijos.
La mujer de Zigman, Anna, era dos años menor. Su apellido era Kirghiz y parece que la familia provenía de Trebisonda, en la vecina Turquía, lo cual no es anómalo pues en Odesa se comerciaba abundantemente con el imperio otomano y contaba con una amplia colonia turca. Trebisonda es una de esas ciudades míticas de la Edad Media, capital de uno de los imperios desgajados del bizantino, que alcanzó gran esplendor al ser una de las etapas obligadas de la famosa ruta de la seda. He leído que parte de los ancestros de Anna provendrían de Kirguistán, esa antigua república soviética entre las montañas del Asia Central; puede ser, pero se me antoja una conjetura a partir del apellido sin demasiadas probabilidades: muy lejos lo veo y además pocos judíos vivían allí, pero vaya usted a saber. El nieto de Anna, en el primer volumen de su autobiografía, nos informa de que la familia de su abuela era originaria de Kagizman, una pequeña ciudad de la Anatolia Oriental, muy cerca de la frontera armenia. Añade luego que también tenía ancestros de Constantinopla. En fin, que lo que parece claro es que siempre anduvieron en torno al viejo Ponto Euxino de los griegos.
Reunido el matrimonio en Duluth, poco tardaron en concebir tres hijos más; al segundo nacido en América le llamaron Abraham (Abe), quien treinta años después, en 1941, sería a su vez padre de un tal Robert Allen Zimmerman (inscrito en la sinagoga como Shabtai Zisel ben Avraham), más conocido como Bob Dylan. Los abuelos paternos de Dylan debieron vivir en Duluth hasta la muerte de Zigman, de la cual no tengo constancia pero que casi seguro que ocurrió antes del nacimiento de Bobby. Los últimos años de su vida, Anna viviría en Hibbing, a unos cien kilómetros al noroeste de Duluth, con su hijo mayor Maurice; murió en 1955, sin llegar a octogenaria. Dylan la evoca de sus visitas infantiles, cuando todavía residía en Duluth y sus padres lo llevaban a visitarla desde Hibbing: "Mi abuela sólo tenía una pierna y había sido costurera. Era una dama morena que fumaba en pipa. Su voz poseía una cualidad hipnótica y su rostro siempre estaba crispado en una expresión doliente".
En fin, que si no hubiera sido por el antisemitismo ruso tal vez los Zimmerman no habrían abandonado Odesa y, consecuentemente, Bob Dylan no habría nacido. La historia está hecha de carambolas fortuitas.
PS: Los abuelos maternos de Dylan, Ben Stone (originariamente Benjamin David Solemovitz) y Florence Edelstein, provenían ambos de familias judías lituanas, asentadas en Superior, Wisconsin, en los primeros años del siglo XX.