Empleaba un tono cadencioso, como si recitara la letra de una canción; una sonrisa tranquilizadora, todo va bien, parecía decirle.
—¿Cómo te has enterado de todo eso? —preguntó Connie.
—Escucha: Betty Schultz, Tony Fitch, Jimmy Pettinger, Nancy Pettinger, Raymond Stanley, Bob Hutter …—encadenaba los nombres en una letanía. —Conozco a todos tus amigos.
—Pero … ¿cómo? Tú no eres de por aquí. No te hemos visto nunca.
—Claro que me has visto. Lo que pasa es que no te acuerdas.
Connie calló pensativa. Miró hacia el coche, tan lleno de frases sobre el dorado brillante, frases que leía con la sensación de que ocultaban algún significado vagamente familiar pero que no acertaba a comprender.
—¿Qué estás pensando? —le preguntó Arnold Friend. Supongo que no te preocupará despeinarte en el coche. ¿Piensas quizá que no conduzco bien? Ay, Connie, eres una chica difícil, ¿qué tengo que hacer para que te des cuenta de que soy tu amigo?
De pie al otro lado de la mosquitera cerrada, Connie se mantenía absolutamente quieta, oyendo la música que le llegaba a la vez desde la radio de Ellie y de la que estaba en su habitación, y mirando fijamente a Arnold Friend, apoyado contra la puerta del coche, rígido pero queriendo parecer relajado. Lo miraba y repasaba los detalles, los vaqueros apretados que marcaban sus muslos y nalgas, las grasientas botas de cuero, la camiseta ajustada; pero también esa sonrisita amigable, a la vez somnolienta y soñadora, que tantos chicos empleaban para sugerir lo que preferían no decir con palabras. Todos eran rasgos familiares pero, al mismo tiempo, algo no casaba. ¿Cuántos años tienes? —le preguntó de repente. Él esbozó una sonrisa desvaída y entonces ella se dio cuenta de que no era un muchacho sino mucho mayor, treinta, quizá más. El corazón se le aceleró.
—Qué pregunta más tonta. ¿No ves que tengo tu misma edad?
—De eso nada.
—Vale, un par de años más; tengo dieciocho.
—¿Dieciocho? —dudó Connie.
The Chocolate Watchband
Arnold asintió sonriente dejando ver unos dientes grades y muy blancos; sus ojos se hacían rendijas, bajo unas pestañas densas y muy negras, como si estuvieran teñidas con betún. De pronto se volvió hacia Ellie que seguía escuchando su música, ajeno a todo, las gafas de sol como una barrera que ocultara sus pensamientos. —Mira este tío —dijo —está loco, no te imaginas cuánto, monta unas broncas increíbles, es un tipo duro, todo un carácter. Aporreó el coche para llamar la atención de su amigo logrando que por primera vez levantara la vista hacia ellos. Tampoco era un muchacho. Tenía una cara limpia, sin pelos, las mejillas enrojecidas como si la piel fuera muy suave; era la cara de un bebé, pero de un bebé de cuarenta años. Un tipo raro, pensó Connie, y sintió una oleada de vértigo, como si ese rostro descolocara el orden de las cosas.
—Creo que es mejor que os vayáis ya -la voz le salió desmayada.
—¿Cómo dices? —gritó el chico. —Hemos venido para llevarte a dar una vuelta. Es domingo, todo el día es domingo, ¿acaso no lo sabes? Atiende preciosa, no me importa con quién estuvieses anoche; ahora estás con Arnold Friend, no lo olvides. Lo mejor será que salgas afuera, aquí, con nosotros. —Había suavizado la voz, ya no sonaba enojada sino halagüeña, mimosa.
—No. Tengo cosas que hacer. Marchaos.
—Connie, no te quedes conmigo, de verdad, no te quedes conmigo. —Movía la cabeza como si le costara creerlo, soltó unas cortas carcajadas, se quitó las gafas de sol y se las colocó muy cuidadosamente sobre la cabeza. Connie lo miraba anonadada, le volvió la sensación de vértigo, una oleada de vértigo y también de miedo empezó a crecer en su interior. Por un momento, la visión de Arnold se desenfocó, pasó a ser una figura borrosa contra el fondo dorado chillón del coche. De pronto nada parecía real, como si los chicos, incluso la música, proviniesen de la nada o de algún otro sitio desconocido.
—Como venga mi padre y os vea aquí …
—Tu padre no va a venir; está en una barbacoa.
—¿Cómo lo sabes?
—En casa de la tía Tillie. Ahora mismo están bebiendo, todos sentados en círculo —hablaba titubeante, como si estuviese esforzándose en ver el jardín de la casa de tía Tillie. De pronto, como si la visión se le aclarara, asintió enérgicamente, —Sí, están sentados todos juntos. Mira, ahí está tu hermana con un vestido azul y tacones; pobre y triste June, no se parece en nada a ti, preciosa. Y tu madre, mírala, ayudando a una mujer gorda a descascarillar el maiz.
—¿Qué mujer gorda? —Connie gritó, delatando su angustia.
—Cómo voy a saber quién es esa mujer gorda, no conozco a todas las malditas mujeres gordas —rió Arnold Friend. —Además, es demasiado gorda. No me gustan las gordas. Me gustan los cuerpos bien formados, como el tuyo, cariño.
Marianne Faithfull
Ambos se miraron fijamente por un rato a través de la rejilla de la puerta hasta que él, muy suavemente, rompió el silencio:
—Bien, ahora vas a hacer lo siguiente, vas a abrir esa puerta y a salir, te vas a sentar aquí delante conmigo y Ellie se va a ir a la parte de atrás, al diablo con Ellie, ésta no es la cita de Ellie, sino la mía. Porque yo soy tu amante, cariño.
—¿Qué? Estás loco.
—Sí, soy tu amante. No sabes lo que eso significa, pero lo vas a saber pronto. Hazme caso, lo sé todo sobre ti y también sé que vamos a ser amantes. Pero no te asustes, no podrías pedir que te tocara alguien mejor que yo, nadie más cuidadoso ni más encantador para tu primera vez. Te diré lo que va a ocurrir y puedes creerme porque yo siempre mantengo mi palabra. Te abrazaré muy fuerte, tan fuerte que ni se te pasará por la cabeza intentar soltarte, y entonces entraré dentro de ti, entraré en esa parte tuya que es secreta y tú me darás ese secreto y me amarás …
—¡Cállate! ¡Estás loco, eres un pervertido! —le interrumpió Connie, mientras retrocedía con las manos contra las orejas, como si hubiese oído algo terrible. —La gente no habla así, tú eres un loco —mascullaba asustada, sintiendo que el corazón, desbocado, no le cabía en el pecho, que sus latidos bombeaban chorros de sudor que se desparramaban por todo su cuerpo.
Arnold Friend dio un paso hacia el porche. Lo hizo tambaleante, como si estuviera borracho; casi se cayó pero, haciendo un extraño bamboleo de sus botas, se agarró a uno de los postes y recuperó el equilibrio.
—Cariño —dijo —¿Me sigues escuchando?
—¡Vete al infierno! ¡Largo de aquí! Voy a llamar a la policía.
Al oír estas palabras, Arnold masculló una maldición, pero enseguida volvió sonreír; una sonrisa, pensó Connie, desagradable, como si saliera de detrás de una máscara, como si su cara entera fuera una máscara.
—Cariño, atiéndeme y créeme, porque yo siempre digo la verdad, ¿vale? Te prometo que no entraré en esa casa a buscarte.
—Mejor que no lo hagas, porque si no llamaré a la policía.
—No, cariño, yo no voy a entrar, pero tú vas a venir aquí afuera.
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Connie jadeaba, sentía que le faltaba el aire. Miraba a su alrededor y no reconocía la cocina, la ventana sin cortina, los platos en el fregadero, la mesa pegajosa; le parecía que estaba en un lugar desconocido, en un lugar hostil.
—Voy a llamar a la policía—repitió, y ahora sonó menos convincente.
—Atiéndeme, preciosa, en cuanto toques el teléfono, dejaré de estar obligado a mantener mi promesa y entonces tendré que entrar a por ti. Seguro que no es eso lo que quieres, ¿verdad?
Connie se abalanzó hacia la puerta, para intentar bloquearla, pero sus dedos temblaban.
—No te molestes, cariño, ¿para qué? No es más que una puerta mosquitera, no es nada. Cualquiera puede romper una puerta mosquitera, o aunque sea de cristal o de madera o de hierro, cualquiera puede y mucho más Arnold Friend. Imagínate que tu casa empezara a arder, que hubiera un incendio; saldrías corriendo a refugiarte entre mis brazos, de una vez te darías cuenta de que soy tu amante, con quien te vas a sentir protegida más que en tu propio hogar, dejarías por fin de hacerte la tonta. No me molestan las chicas bonitas y tímidas, cariño, pero no me gustan cuando insisten en hacerse las tontas.
Hablaba con un ligero ritmillo que remedaba el eco de una canción del año anterior, una canción que trataba de una chica que se iba con su amante. Connie se sentía paralizada, ahí quieta, descalza sobre el suelo de linóleo de la cocina.
—¿Qué es lo que quieres?
—Te quiero a ti. Te vi la otra noche y pensé, esta es la chica, sí señor; si la consigo nunca necesitaría mirar a ninguna otra.
—Pero mi padre va a venir. Va a venir a buscarme. Seguro que ya está viniendo. Yo me quedé porque tenía que lavarme el pelo.
—No, tu papá no va a venir y sí, tenías que lavarte el pelo y te lo has lavado para mí. Me encanta tu pelo, precioso y brillante, y todo para mí. Te lo agradezco, corazón —e hizo una reverencia burlona, pero otra vez volvió a perder el equilibrio. Tuvo que enderezarse y ajustarse las botas. Algo le pasaba en los pies; las botas debían estar rellenas con algo que le hacía parecer más alto.
The Byrds
—Vete. Si llamo a la policía te arrestarán.
—Te he prometido que no entraré a por ti a menos que toques ese teléfono y mantendré mi promesa —impostaba la voz, como si fuera el héroe de una película y estuviera declarando algo importante. —No tengo ninguna intención de entrar en esa casa, a la que no pertenezco; eres tú la que has de salir aquí. ¿Acaso no sabes quién soy, no me reconoces?
—Estás loco —masculló ella; retrocedió un par de pasos, pero no se atrevía a alejarse de la puerta como si siguiendo ahí pudiera mantenerlo afuera. No sabía qué hacer, su mirada revoloteó desconcertada por la habitación, casi ni podía recordar dónde estaba.
—Mira, cariño, así es cómo están las cosas: tú sales y nos vamos en el coche a dar un bonito paseo. Pero si no sales, esperaremos aquí hasta que tu gente vuelva a casa y entonces … Yo soy tu chico, el que te está reservado; por eso tienes que salir aquí afuera, como toda una dama, y darme tu mano, y así todos estaremos contentos, a nadie le pasará nada malo, te lo aseguro, ni al simpático calvorota de tu padre ni a la gruñona de tu madre ni a tu hermana con sus zapatos de tacón. Mucho mejor, ¿verdad? ¿Para qué habríamos de meterlos a ellos en esto?
—¿Qué me vas a hacer?
—Sólo dos cosas, tres quizá. Pero te prometo que no durarán mucho y que te voy a gustar como te gusta la gente de la que te sientes cerca. Así será. Aquí ya no hay nada para ti, ha dejado de ser tu lugar, así que sal. ¿No quieres meter a tu gente en problemas, verdad?
Ella se dio la vuelta bruscamente y se golpeó contra una silla, haciéndose daño en la pierna; corrió asustada hacia la habitación de atrás y descolgó el teléfono. El tono de la línea le atronó en el oído y sintió que el pánico la invadía, tanto que no podía hacer otra cosa que escuchar ese ruido; el auricular lo notaba húmedo y muy pesado, sus dedos tantearon el disco pero parecían demasiado débiles para marcar. Empezó a gritar. Lloraba, lloraba por su madre, por su familia, y mientras, sentía las sacudidas de su respiración en los pulmones, hacia delante y hacia atrás, como si fueran puñaladas que le estuviera asestando Arnold Friend una y otra vez. Una inmensa aflicción crecía y la envolvía, la encerraba como si fuera una concha que la aislaba de todo. Pasado un rato, la voz de Arnold Friend la devolvió a la realidad; estaba sentada en el suelo, la espalda apoyada contra la pared.
Grateful Dead
—Eres una buena chica, no me decepciones y cuelga el teléfono. —Ella, como si fuera una autómata, lo colgó y volvió a colocar el aparato en su sitio— Muy bien, preciosa, así se porta una buena chica. Ahora vas a salir afuera.
Connie se sentía hueca, sentía que lo que antes era miedo ahora no era más que vacío, el llanto había sacado todo el miedo. Pero todavía quedaba una pequeña lucecita en lo profundo de su cerebro que mantenía unas mínimas señales de alerta. Pensó: no voy a ver nunca más a mi madre, no voy a dormir nunca más en mi cama. Su blusa verde estaba empapada. Oyó de nuevo la voz de Arnold Friend, una voz alta y educada, como si estuviera hablando en un escenario:
—El lugar del que procedes ya no existe para ti. Donde ahora estás, la casa de tus papás, no es más que una caja de cartón que ya no significa nada. Puedo arramblar con ella en cualquier momento; eso lo sabes y siempre lo has sabido. Te voy a llevar a un sitio maravilloso, un campo lleno de fragancias y siempre soleado. Te abrazaré tan fuerte que te sentirás en el mejor de los mundos y te enseñaré cómo es el amor. Pon la mano sobre tu corazón, cariño; siente cómo late. Venga, ahora sé buena conmigo, sé dulce como sé que sabes serlo. ¿Qué puede ser mejor para una chica como tú que ser dulce y buena conmigo, ceder para que podamos marcharnos antes de que tu gente vuelva?
Connie se dijo tengo que pensar, tengo que saber qué hacer. Pero no podía, sólo notaba los fortísimos latidos de su corazón, esa cosa que vivía en su interior y que ni siquiera parecía pertenecerle. Por primera vez en su vida pensó que no había nada que le perteneciera, nada que fuera suyo, ni su propio cuerpo.
—No quieres que ellos sufran daño, ¿a que no cariño? —Arnold Friend seguía hablando. —Así que, venga, levántate; levántate del todo por ti misma, tú solita.
Connie se enderezó.
—Muy bien, preciosa, ahora muévete. Así. Ven aquí, hacia mí.—Parecía una salmodia, las palabras de un hechizo amable. —Ahora cruza la cocina y ven hacia mí, cariño; déjame ver esa sonrisa tan preciosa, inténtalo, eres una chica valiente, dulce y encantadora. Ahora ellos están comiendo maíz y asando las salchichas en la parrilla del jardín. No saben nada de ti y nunca lo han sabido, cariño, porque no les importas. Tú eres mucho mejor que todos ellos, cariño; ninguno haría por ti lo que estás haciendo por ellos.
Bajo sus pies, Connie sintió el frío tacto del linóleo. Se apartó el pelo de la cara y miró hacia fuera. En una pose vacilante, algo teatral, Arnold Friend la esperaba con los brazos abiertos. Alargó la mano hacia la mosquitera. Se veía a si misma como en una película; una chica que empujaba la puerta, que la abría lentamente, que se movía hacia delante, su cuerpo y su cabeza de larga melena saliendo hacia la luz del sol, hacia los brazos de Arnold Friend.
—Mi dulce muchachita de ojos azules —dijo Arnold con un suspiro cantarín, y Connie pensó que sus ojos eran de color café, pero daba igual, y que él tenía muchas caras, tantas como paisajes todavía desconocidos y que, estaba convencida, iba a tener que conocer.
Manfred Mann
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