El Concordato de 1979 (asuntos económicos 1)
Nota previa: En este breve repaso que estoy haciendo del documento que establece el marco jurídico básico de las relaciones entre el Estado español y la Iglesia Católica, debería referirme, antes de tratar el objeto de este post, a la segunda parte del segundo Acuerdo (asuntos culturales) y al tercero (asistencia religiosa a las fuerzas armadas y servicio militar de clérigos y religiosos). En cuanto a los asuntos culturales, la regulación, reducida a los artículos 15 y 16 del segundo Acuerdo, apenas tiene chicha: se limita a declarar que "la Iglesia reitera su voluntad de continuar poniendo al servicio de la sociedad su patrimonio histórico, artístico y documental, y concertará con el Estado las bases para hacer efectivos el interés común y la colaboración de ambas partes con el fin de preservar, dar a conocer y catalogar este patrimonio cultural en posesión de la Iglesia, de facilitar su contemplación y estudio, de lograr su mejor conservación e impedir cualquier clase de pérdidas, en el marco del artículo 46 de la Constitución". Naturalmente, no pone en cuestión el origen de ese patrimonio ni los métodos que para esgrimir su propiedad ha venido poniendo en práctica la Iglesia desde entonces, cuestiones sobre las que habría mucho que discutir. Tampoco concreta cómo se articulan esos loables objetivos comunes que a veces me parece (perdóneseme la demagogia) que podrían simplificarse en que el Estado paga la conservación y la Iglesia se embolsa los beneficios de la explotación. De otra parte, el tercer Acuerdo se limita a regular la institución del Vicariato Castrense, asunto que he de confesar que no me interesa en absoluto. Además establece que clérigos y religiosos, salvo Obispos y asimilados, están obligados a hacer la mili, lo que a estas alturas ha quedado obsoleto. Así pues, pasemos a centrarnos en el cuarto Acuerdo, éste sí muy relevante.
El Acuerdo sobre asuntos económicos partía de que el Estado no podía prolongar indefinidamente obligaciones jurídicas contraídas en el pasado con la Iglesia (es decir, mantenerla económicamente) y, por lo tanto, ésta se comprometía a lograr por sí misma los recursos suficientes para atender sus necesidades. Hasta que lograra este objetivo, el Estado se comprometía a consignar en los Presupuestos Generales la “adecuada dotación con carácter global y único y que se actualizará anualmente”. También se acordaba que el Estado podría asignar a la Iglesia un porcentaje de la recaudación impositiva (IRPF) siempre que el contribuyente manifieste expresamente su conformidad (la famosa casilla). El dinero ingresado por este concepto sustituirá al aportado directamente vía Presupuestos Generales pero, eso sí, en caso de no alcanzar la cantidad actualizada anualmente se completaría. Durante una primera etapa (hasta 1987), el Estado Español fue aportando cantidades anualmente crecientes (pasaron en números redondos de 40 a 80 millones de euros, lo que supuso un incremento anual de casi el 9% que no está nada mal, aunque bien es verdad que aquellos eran tiempos inflacionistas). En 1988 se acordó destinar un 0,5239% de la recaudación del IRPF pero se mantuvo un aportación directa vía presupuestos para complementar la pérdida de subvención total. Así, durante los dieciocho siguientes años, siguió creciendo la cantidad dinero público que recibía la Iglesia –aunque a tasas de actualización bastante más moderadas, entre el 2 y el 4%– hasta situarse en 2005 en torno a los 150 millones de euros. Conviene también señalar que en este periodo el dinero aportado voluntariamente por los contribuyentes representó por término medio algo más de las tres cuartas partes del total; es decir, el Estado complementó la aportación a la Iglesia con un poco menos del 25%. Finalmente, a partir de la legislatura de Zapatero, se acordó la fórmula que se mantiene en la actualidad y es que toda la aportación directa vendría directamente del IRPF de los contribuyentes que marcaran la casilla (sin complemento), pero subiendo el porcentaje al 7%. Los de la Conferencia Episcopal debieron negociar bien porque el primer año consiguieron una buena subida y desde entonces ha seguido al alza moderadamente. En 2013 recibió (con cargo a las declaraciones de 2012) en torno a 250 millones de euros. Para acabar este rollo de cifras, señalar que el Estado adelanta a la Iglesia parte de la futura recaudación; por ejemplo, en la reciente Ley de Presupuestos para 2016 se prevé que durante ese ejercicio el Estado pague 13,2 millones mensuales a cuenta.
En estos momentos, la Iglesia no recibe ninguna otra aportación pública directa con carácter general (no cuento, claro, las subvenciones que muchas de las instituciones vinculadas a la Iglesia pueden recibir por sus actuaciones de cualquier administración pública, ya que estas ayudas no lo son en tanto Iglesia Católica y también hay muchas otras instituciones que las reciben). Por tanto, no es verdad esa cifra que se repite tanto en los medios de que los españoles pagamos 10.000 millones de euros para financiar la Iglesia (más o menos un 1% del PIB). Las fuentes anticlericales que la han propagado mezclan conceptos que no pueden sumarse como, por ejemplo, los sueldos de los profesores de religión de los colegios públicos (en nada distintos como tales de los de matemáticas) o las subvenciones a los colegios religiosos concertados (en nada distintas a las que van a los colegios laicos concertados); incluso cuentan como pago del Estado lo que deja de ingresar éste por las exenciones fiscales de que goza la Iglesia, asunto que, en efecto, es más que discutible, pero que no puede sumarse alegremente. En otro orden de cosas, los defensores de la financiación pública de la Iglesia (o, al menos, de mantener el sistema actual) exponen que ni siquiera los 250 millones los paga el Estado sino sólo los contribuyentes que así lo eligen libremente. A mí éste me parece un argumento engañoso. Lo que se paga a la Iglesia sale, por supuesto de las arcas públicas que, a su vez, se nutren de los impuestos de los ciudadanos. Que nos dejen elegir el destino de un ridículo 0,7% de nuestros impuestos no cambia nada; ya me gustaría a mí que pudiéramos decidir a qué debe dedicarse lo que pagamos en un porcentaje bastante más significativo. En todo caso, es verdad que todo ciudadano tiene la opción (al menos en teoría) de que nada de su dinero vaya a financiar a la Iglesia; de hecho, la gran mayoría de los contribuyentes españoles (en torno a los dos tercios) es la que deciden escoger.
En todo caso, lo que me parecer relevante es que estamos lejos de haber alcanzado el compromiso que adquirió la Iglesia hace casi treinta y seis años: todavía ésta no logra por sí misma los recursos suficientes para atender sus necesidades. Aún cuando goza de significativas ventajas fiscales (las trataré más adelante) sigue requiriendo financiación pública para cubrir, según fuentes diocesanas, en torno al 25% de sus gastos. Lamentablemente, al objetivo declarado en 1979 no se le ponía plazo, por lo que, salvo que se revise el Concordato habrá que seguir asumiendo la continuidad sine die de la aportación estatal. Porque parece evidente que la Iglesia no va a esforzarse en ser autosuficiente. Si a través de sus otras fuentes incrementa sus ingresos lo que hará será aumentar los gastos en consonancia (gastos de interés social, no me entiendan mal los católicos) contando con los milloncejos del Estado con tendencia al alza. Eso es lo que haría cualquier organización, tenga o no ánimo de lucro. Bien es verdad que 250 M€ tampoco es una cantidad que asuste: apenas 5 o 6 euros por español al año o unos 30 si sólo los dividimos entre los contribuyentes que marcan la X correspondiente en la Declaración. Visto así, no debería costarle mucho a la Conferencia Episcopal convencer a esos señores de que ingresen todos los años esa pequeña aportación, para que el Estado disponga del 100% de sus impuestos. Sería un gesto congruente con lo que declararon en 1979: que anuncien que renuncian a la aportación pública y pidan directamente el dinero a los fieles. Lo veo, sobre todo, como una cuestión estética, de buen gusto. Naturalmente, eso no va a ocurrir y entonces habría que reclamar, también por razones estéticas y de congruencia (ya saben, eso del Estado aconfesional) que nuestros dirigentes acometieran la revisión del Concordato. Y en este aspecto no pido demasiado, simplemente que se ponga fecha al compromiso vacío que adquirió la Iglesia en 1979. No sé, pongamos cuatro años, durante los cuales se le podría seguir pasando dinero público (en cuantías decrecientes, para que se vea que va en serio) de modo que nuestros prelados se pongan las pilas en ajustar la contabilidad y lograr, les guste o no, la deseada autosuficiencia. Por supuesto que en ese hipotético (porque dudo mucho que se lleve a cabo) nuevo Concordato también habría que revisar el asunto de las exenciones fiscales, pero eso lo dejo para un próximo post.
El Acuerdo sobre asuntos económicos partía de que el Estado no podía prolongar indefinidamente obligaciones jurídicas contraídas en el pasado con la Iglesia (es decir, mantenerla económicamente) y, por lo tanto, ésta se comprometía a lograr por sí misma los recursos suficientes para atender sus necesidades. Hasta que lograra este objetivo, el Estado se comprometía a consignar en los Presupuestos Generales la “adecuada dotación con carácter global y único y que se actualizará anualmente”. También se acordaba que el Estado podría asignar a la Iglesia un porcentaje de la recaudación impositiva (IRPF) siempre que el contribuyente manifieste expresamente su conformidad (la famosa casilla). El dinero ingresado por este concepto sustituirá al aportado directamente vía Presupuestos Generales pero, eso sí, en caso de no alcanzar la cantidad actualizada anualmente se completaría. Durante una primera etapa (hasta 1987), el Estado Español fue aportando cantidades anualmente crecientes (pasaron en números redondos de 40 a 80 millones de euros, lo que supuso un incremento anual de casi el 9% que no está nada mal, aunque bien es verdad que aquellos eran tiempos inflacionistas). En 1988 se acordó destinar un 0,5239% de la recaudación del IRPF pero se mantuvo un aportación directa vía presupuestos para complementar la pérdida de subvención total. Así, durante los dieciocho siguientes años, siguió creciendo la cantidad dinero público que recibía la Iglesia –aunque a tasas de actualización bastante más moderadas, entre el 2 y el 4%– hasta situarse en 2005 en torno a los 150 millones de euros. Conviene también señalar que en este periodo el dinero aportado voluntariamente por los contribuyentes representó por término medio algo más de las tres cuartas partes del total; es decir, el Estado complementó la aportación a la Iglesia con un poco menos del 25%. Finalmente, a partir de la legislatura de Zapatero, se acordó la fórmula que se mantiene en la actualidad y es que toda la aportación directa vendría directamente del IRPF de los contribuyentes que marcaran la casilla (sin complemento), pero subiendo el porcentaje al 7%. Los de la Conferencia Episcopal debieron negociar bien porque el primer año consiguieron una buena subida y desde entonces ha seguido al alza moderadamente. En 2013 recibió (con cargo a las declaraciones de 2012) en torno a 250 millones de euros. Para acabar este rollo de cifras, señalar que el Estado adelanta a la Iglesia parte de la futura recaudación; por ejemplo, en la reciente Ley de Presupuestos para 2016 se prevé que durante ese ejercicio el Estado pague 13,2 millones mensuales a cuenta.
En estos momentos, la Iglesia no recibe ninguna otra aportación pública directa con carácter general (no cuento, claro, las subvenciones que muchas de las instituciones vinculadas a la Iglesia pueden recibir por sus actuaciones de cualquier administración pública, ya que estas ayudas no lo son en tanto Iglesia Católica y también hay muchas otras instituciones que las reciben). Por tanto, no es verdad esa cifra que se repite tanto en los medios de que los españoles pagamos 10.000 millones de euros para financiar la Iglesia (más o menos un 1% del PIB). Las fuentes anticlericales que la han propagado mezclan conceptos que no pueden sumarse como, por ejemplo, los sueldos de los profesores de religión de los colegios públicos (en nada distintos como tales de los de matemáticas) o las subvenciones a los colegios religiosos concertados (en nada distintas a las que van a los colegios laicos concertados); incluso cuentan como pago del Estado lo que deja de ingresar éste por las exenciones fiscales de que goza la Iglesia, asunto que, en efecto, es más que discutible, pero que no puede sumarse alegremente. En otro orden de cosas, los defensores de la financiación pública de la Iglesia (o, al menos, de mantener el sistema actual) exponen que ni siquiera los 250 millones los paga el Estado sino sólo los contribuyentes que así lo eligen libremente. A mí éste me parece un argumento engañoso. Lo que se paga a la Iglesia sale, por supuesto de las arcas públicas que, a su vez, se nutren de los impuestos de los ciudadanos. Que nos dejen elegir el destino de un ridículo 0,7% de nuestros impuestos no cambia nada; ya me gustaría a mí que pudiéramos decidir a qué debe dedicarse lo que pagamos en un porcentaje bastante más significativo. En todo caso, es verdad que todo ciudadano tiene la opción (al menos en teoría) de que nada de su dinero vaya a financiar a la Iglesia; de hecho, la gran mayoría de los contribuyentes españoles (en torno a los dos tercios) es la que deciden escoger.
En todo caso, lo que me parecer relevante es que estamos lejos de haber alcanzado el compromiso que adquirió la Iglesia hace casi treinta y seis años: todavía ésta no logra por sí misma los recursos suficientes para atender sus necesidades. Aún cuando goza de significativas ventajas fiscales (las trataré más adelante) sigue requiriendo financiación pública para cubrir, según fuentes diocesanas, en torno al 25% de sus gastos. Lamentablemente, al objetivo declarado en 1979 no se le ponía plazo, por lo que, salvo que se revise el Concordato habrá que seguir asumiendo la continuidad sine die de la aportación estatal. Porque parece evidente que la Iglesia no va a esforzarse en ser autosuficiente. Si a través de sus otras fuentes incrementa sus ingresos lo que hará será aumentar los gastos en consonancia (gastos de interés social, no me entiendan mal los católicos) contando con los milloncejos del Estado con tendencia al alza. Eso es lo que haría cualquier organización, tenga o no ánimo de lucro. Bien es verdad que 250 M€ tampoco es una cantidad que asuste: apenas 5 o 6 euros por español al año o unos 30 si sólo los dividimos entre los contribuyentes que marcan la X correspondiente en la Declaración. Visto así, no debería costarle mucho a la Conferencia Episcopal convencer a esos señores de que ingresen todos los años esa pequeña aportación, para que el Estado disponga del 100% de sus impuestos. Sería un gesto congruente con lo que declararon en 1979: que anuncien que renuncian a la aportación pública y pidan directamente el dinero a los fieles. Lo veo, sobre todo, como una cuestión estética, de buen gusto. Naturalmente, eso no va a ocurrir y entonces habría que reclamar, también por razones estéticas y de congruencia (ya saben, eso del Estado aconfesional) que nuestros dirigentes acometieran la revisión del Concordato. Y en este aspecto no pido demasiado, simplemente que se ponga fecha al compromiso vacío que adquirió la Iglesia en 1979. No sé, pongamos cuatro años, durante los cuales se le podría seguir pasando dinero público (en cuantías decrecientes, para que se vea que va en serio) de modo que nuestros prelados se pongan las pilas en ajustar la contabilidad y lograr, les guste o no, la deseada autosuficiencia. Por supuesto que en ese hipotético (porque dudo mucho que se lleve a cabo) nuevo Concordato también habría que revisar el asunto de las exenciones fiscales, pero eso lo dejo para un próximo post.