miércoles, 7 de octubre de 2015

El poder de derribar aviones con la mente

En su sexagésimo cumpleaños Nicolás Sánchez Barcáiztegui adoptó la decisión más difícil de su vida: daría gusto a Teresa, su mujer, y harían juntos ese viaje que ella tanto deseaba a una isla paradisíaca del Caribe. Naturalmente, tanto la ida como la vuelta serían en avión y ahí radicaba la dificultad, el casi insuperable esfuerzo que le costó decidirse. Y es que Barcáiztegui tenía un miedo atroz a volar porque, contra toda racionalidad, estaba convencido de que había personas capaces de provocar accidentes aéreos sólo con su voluntad. ¿Cómo lo sabía? Porque había descubierto desde niño que él mismo tenía ese poder.

Cuando Nicolás, entonces sólo Nico, era muy pequeño, allá en 1961, Iñigo, su padre, solía llevarlo en excursiones dominicales al viejo aeropuerto de Sondica, a ver despegar y aterrizar las escasas aeronaves que allí operaban. Al crío, desde la primera vez, le impresionaron sobremanera esas enormes máquinas tubulares capaces de volar. Pero, al mismo tiempo, sintió una opresión dolorosa en el pecho, una angustia física, un temor irreprimible ante la convicción de la fragilidad de ese volátil equilibrio. Algo en su interior le aseguraba que bastaba con muy poco, con que apenas lo deseara, para que cualquiera de esos tremendos aparatos se precipitara al suelo. Sabedor el niño de cuánto le gustaban los aviones a su padre, reprimía su malestar y aguantaba con la mirada fija, congestionado el rostro del esfuerzo para evitar cualquier descuido de su pensamiento que causara una catástrofe. El extraño comportamiento de su hijo, por más que intentara disimularlo, terminó por ser advertido por el padre quien al final se convenció, con no poco cabreo, que mejor sería suspender esas excursiones.

Ese incidente no hizo sino confirmar a Iñigo que le había salido un primogénito sensiblero con el que difícilmente haría carrera. Trabajador en los Astilleros Euskalduna desde su adolescencia, había llegado a ocupar un puesto de cierta responsabilidad, cargo de confianza de la dirección, tras demostrar su carácter aguerrido y antiobrerista en la que fue la primera huelga de la España franquista en 1947. Por eso consideraba que era necesario forjar una personalidad similar en su hijo y, siguiendo las pautas de la época, se aplicaba en endurecerlo mediante continuadas reprimendas y frecuentes palizas con el temido cinturón de cuero. No es de extrañar pues que la figura paterna fuera para Nico una atroz pesadilla de la que ansiaba despertar, pero cuanto más pretendía eludir sus castigos, intentando sin éxito asemejarse al hijo que su padre deseaba, más parecía despertar su encono. Hasta que un día, a finales de mayo del 62, pocos días antes de su séptimo cumpleaños, Iñigo anunció en la cena que había de viajar a Nueva York por cuenta de la empresa y que estaba pensando llevar con él a Nico, a ver si de una vez por todas se le quita ese terror absurdo a los aviones.

Los días siguientes los pasó Nico en un estado de pánico tal que quedó prácticamente paralizado. Luego, de mayor, concluiría que su padre nunca había pensado en llevarlo con él (¿qué iba a hacer con el crío en su estancia de negocios en Manhattan?) y que ese anuncio no fue más que otro de sus castigos, aunque singularmente perverso. Cuando finalmente supo que se libraba de subir a un avión, más fuerte que el alivio fue la inmensa concentración de rencor que se le agolpó en el pecho. Mientras le daba el beso ritual de despedida en el deteriorado piso familiar de la calle Tendería (su padre viajaría con dos directivos en coche de la empresa hasta Hendaya y allí tomarían el tren a Paris desde donde embarcarían en el vuelo a Nueva York) deseó con ferocidad que ese avión trasatlántico se estrellara. Tres días después, el domingo 3 de junio, conocieron todos la terrible noticia: el Boeing 707 de Air France había sufrido un accidente en el despegue; habían muerto todos los pasajeros, Iñigo Sánchez Goenaga entre ellos. Naturalmente, pese al inevitable estupor, a Nico no le cupo ninguna duda de que había sido el causante de la tragedia. Por más que ni siquiera su muerte extinguió el odio que sentía hacia su padre, los remordimientos el embargaron por completo y le convirtieron, desde tan pequeño pero ya para siempre, en una persona cargada con el peso de una culpa eterna, imposible de redimir.

Nico fue creciendo; siempre apocado y temeroso, pero aún así poco a poco hubo de ir enfrentándose a las circunstancias y avatares que la vida nos pone a todos y aprender a ir hacia adelante. Con el tiempo, claro, fue comprendiendo que sus creencias infantiles eran incompatibles con lo que dictaba la razón, e intentó, si no olvidarlas completamente, sí enterrarlas en lo más profundo de su cerebro de modo que los inquietantes pensamientos no afloraran a su consciencia, aunque algunas noches se empeñaran en entrometerse en sus sueños. Acabados los estudios de magisterio, a los veintiséis años, se casó con Marichu, una compañera de la universidad, y se fueron a vivir a Erandio, a una pequeña casita muy cerca del colegio público en el que Nicolás obtuvo plaza pero también muy cerca –casi una broma macabra– del aeropuerto de Sondica. Quizá fuera la frecuencia de los aviones sobrevolándole la causa de que Nicolás, durante los cuatro años que duró su primer matrimonio, emprendió un proceso de progresivo desánimo, volviéndose cada vez más sombrío. Como es normal, la relación de pareja sufrió este empeoramiento del carácter e inevitablemente los cónyuges fueron distanciándose. Marichu, mujer extremadamente vital, no era capaz de entender el comportamiento de su marido y reaccionó organizándose su propia vida, dejándolo a él al margen y agravando con la soledad y el abandono su desánimo. Así, Nicolás fue alimentando un rencor sordo hacia su mujer que, impotente, volcaba en el pequeño Iñaki –había sido Marichu en complicidad con su suegra quien se empeñó en bautizarlo con el nombre del abuelo fallecido– a quien negaba toda muestra de afecto, regodeándose morbosamente en el sentimiento de culpabilidad que esa forma de tratarle le causaba.

La nochevieja de 1984, Nicolás descubrió que su mujer le engañaba con un compañero de trabajo. Había empezado a sospechar cuando notó el repentino interés de Marichu por la política y, especialmente, sus declaraciones nacionalistas, ella que siempre había pasado de todo eso y que incluso en la universidad miraba con desagrado a los movimientos vasquistas pues, como decía con orgullo pero en voz no demasiado alta, su familia era maketa, de Zamora. Asociar la nueva actitud de Marichu a la influencia de Gorka, un activo militante del PNV, fue inmediato y tampoco tardó demasiado en acumular indicios de que entre esos dos había algo más que compañerismo laboral y entusiasmo político, hasta la evidencia que estalló aquel 31 de diciembre. Hacia final de enero la situación se había vuelto insostenible y Marichu, comprendiendo que Nicolás lo sabía aunque se negaba obstinadamente a enfrentarse al hecho, dejó de molestarse en disimular. A principios de febrero fue ella la que le anunció que habían de divorciarse y que, en efecto, estaba enamorada de Gorka y quería irse a vivir con él. Por primera vez en su vida, Nicolás sintió una rabia inmensa que le impelía a golpear sin cesar a su mujer, se vio a sí mismo haciéndolo y la intensidad del sentimiento fue tanta que lo paralizó. Aunque no llegó a pasar nada, Marichu se dio cuenta de la feroz pasión que invadió a su marido y se asustó; se asustó tanto que se marchó de la casa esa misma tarde: te dejo unos días para que te tranquilices, le dijo. Una semana después, el día de San Valentín –otra ironía cruel– quedaron los dos en un café del centro de Bilbao para hablar "como personas civilizadas". Nicolás estaba aparentemente calmado pero con todo su rencor intacto. Marichu le informó que al día siguiente volaba a Madrid con Gorka a pasar un fin de semana largo. A su vuelta iniciarían los trámites del divorcio.

Esos días de mediados de febrero los pasó Nicolás encerrado en su casa, casi sin salir de su habitación, lo imprescindible para atender desganado las necesidades de su pequeño hijo. Conscientemente se esforzaba en serenar su ánimo, en despejar las emociones negativas y planificar un futuro que quería que fuera distinto, lejos de Bilbao, una ruptura con sus primeras tres décadas de vida. Esa especie de auto-terapia iba dando sus frutos hasta que a primera hora del martes recibió la llamada de Marichu para anunciarle que estaba a punto de coger el avión de vuelta y que quería que se fuera de casa antes del mediodía. De pronto, al colgar, se sorprendió a sí mismo hablándole a su mujer: no, no me voy de esta casa porque te vas a matar en el avión. Y sintió de golpe la misma certidumbre de aquella lejana mañana remota cuando besó por última vez a su padre. Pocas horas después, hacia las diez de la mañana, la radio informaba del accidente: el vuelo 610 de Iberia se había estrellado en el monte Oiz. Todos los pasajeros murieron, reducidos a restos diminutos esparcidos por la ladera. También Marichu, claro, pero Gorka se salvó, porque en un cambio de última hora se había tenido que quedar en Madrid con el diputado del PNV Marcos Vizcaya. Con casi treinta años Nicolás volvió a confirmar sus convicciones infantiles, la realidad de sus poderes mentales, una condena de la que no podía librarse.

Nicolás escapó de Bilbao, rompió con todo los que hasta entonces había sido su entorno vital. Se instaló en Cádiz, conoció a Teresa, dulce y desvalida, y se casó con ella proponiéndose hacerla feliz. Juntos criaron a Iñaki –no tuvieron otros hijos– y, aunque nunca logró que el niño sintiera hacia él el menor atisbo de afecto, lo aceptó como una penitencia justa por sus crímenes. Durante los casi treinta años de convivencia hicieron varios viajes pero siempre por tierra. Ahora que cumplía sesenta iba por primera vez a tomar un avión para cruzar el charco. Con resignado fatalismo comprendía que no podía negarse a su destino. Sin duda no era el único que había de tener ese espantoso poder. La tarde que fueron a despedirse de Iñaki, su nuera y los dos nietos supo que su hijo, su heredero, sería quien, cerrando el círculo, acabaría con su vida.

12 comentarios:

  1. Confieso que he buscado accidentes aéreos producidos a finales de mayo o principios de junio de 2015, en vuelos España-Caribe o viceversa, para ver si Nico se estrelló al fin, como estaba seguro de que iba a pasar. No he encontrado ninguno, por lo que confío en que su viaje de cumpleaños se realizó sin novedad, Nico se libró de su obsesión y pudo por fin reconciliarse con su hijo, con la memoria de su padre y, lo que es más importante, consigo mismo. Aunque un tipo tan sombrío, con dos accidentes de avión sobre su conciencia, es probable que haya encontrado algún otro pretexto para estropearse la vida.

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    1. Diciendo que "confiesas" pareciera que has pecado, Vanbrugh, y todo lo contrario. Este relato lo he construido (como algunos otros míos) sobre un armazón de hechos reales. De otra parte, a mi juicio, el argumento pide que, en efecto, el protagonista se estrelle, que los hechos confirmen sus convicciones. Por tanto, la historia falla y he de corregirla para que las fechas cuadren. Haré que Nicolás viva en Barcelona en vez de en Cádiz, que el viaje no sea a Barcelona sino a Alemania (buscando un motivo para que no fuera en coche) y que su cumpleaños sea en marzo y no en junio.

      En otro orden de cosas, si lograra sobrevivir al viaje aéreo es probable que, siendo tan sombrío, como dices, encontrara algún otro pretexto para estropearse la vida. Pero también has de admitir que eso podría convertirse en una especie de redención a partir de la cual cambiara radicalmente.

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    2. Deja la historia como está, permite que Nico sobreviva y, como dices, se redima de sus anteriores hazañas y se libre de sus remordimientos. No vamos a complicar el accidente de Germanwings con un nuevo posible culpable, que ya anda sobrado de ellos.

      Quizás le alivie saber, además, que el funeral de una de las víctimas del accidente del monte Oiz fue la ocasión de que una íntima amiga mía conociera a una íntima amiga de la que es ahora mi mujer, y fue así como llegué a conocerla yo y, unos cuantos años después, se celebró uno de los matrimonios más sólidos y felices de los que tengo noticia: el mío. Mira tú por dónde.

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    3. Algo bueno tuvo pues esa tragedia (la vida es poliédrica). De todas maneras, como ambos estabais destinados el uno al otro, si no hubiera habido accidente (y consiguientemente tampoco funeral) habría habido otro encuentro.

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  2. Excelente Miroslav! Supongo que Nico decide realizar el viaje porque sabe de antemano que no va a ocurrir nada ( a priori , él mismo no desea que ocurra un trágico accidente ) , pero dejas intuir al lector que existe un factor exógeno que no puede controlar y es su propio heredero ( quién disfruta de ese mismo poder o facultad innata que le va a llevar a la muerte , pues sus lazos familiares son de dudoso afecto o tal vez limitado ,como sufrió el propio Nico en su niñez .)De nuevo el destino no otorga treguas....
    No sé si habré acertado en algo o tal vez me halla ido demasiado por los Cerros de Úbeda.

    Un Saludo.

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    1. Yo creo que no, que Nico decide realizar el viaje sabiendo que se va a matar. No lo desea, claro, pero se resigna a aceptar lo que considera su destino inevitable. En el resto coincido con tu comentario.

      Me alegro de verte de nuevo por aquí.

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    2. ¿Sabe Nico que realmente su destino esta en tus manos ?Tal vez esa angustia que tiene a volar le sería más llevadera ;)

      Muchas gracias. Yo también.

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    3. Me temo que Nico por no saber ni sabe que existe.

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  3. Concuerdo con Vanbrugh. Seguro que ya se ha amargado la vida con una nueva excusa.

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  4. Me remito a lo que le acabo de comentar a Vanbrugh.

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  5. No es el único en tener ese poder, el bueno de Nico. Trillo subcontratando ruinas volantes para trasladar tropas a bajo coste también

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