Apuntes de un maltrato (desenlace)
En marzo de 1960, Adele consiguió que Norman accediera a que la familia se mudara a Provincetown hasta pasado el verano. Dice que Norman estaba al borde de un colapso y yo trataba desesperadamente de evitar que nos hundiéramos, aferrándome a los momentos en que éramos casi una pareja normal. Sin embargo, volví a engañarme al creer que un cambio geográfico nos calmaría (285). En efecto, las cosas no se arreglaron. Mailer trabajaba con irritada impaciencia y pasaba las noches en vela con mirada de loco, se rodeaba de gente conflictiva, iba a cuantas fiestas había –llevando a Adele– y buscando siempre el protagonismo, para lo cual con frecuencia buscaba humillarla (forzándola a pelearse con otra mujer, confesándole que tenía una amante) y otras veces era él quien provocaba broncas violentas (por ejemplo, contra unos policías, lo que le costó ser arrestado). Aún así, Adele se esforzaba contra todo su sentido común en intentar recomponer el matrimonio, la idea del divorcio era para ella el reconocimiento de un gravísimo fracaso vital. Pero cada vez me sentía menos atraída hacia mi marido. ¿Cómo podía desearlo cuando estaba llena de una ira que lentamente se iba convirtiendo en puro odio? Comenzaba a disgustarme su aspecto, con esa prominente barriga causada por el exceso de bebida, tan distante de aquel cuerpo esbelto y bien torneado que con tanta pasión había deseado yo en una época. Cuando hacíamos el amor, era como si sólo yo estuviera presente. Cuando estaba a punto de alcanzar el orgasmo, veía en su cara la expresión de un extraño que controlaba los sonidos que yo emitía y los movimientos que hacía; me producía la impresión de ser analizada bajo el microscopio de un científico loco. Era una sensación horrible que anulaba en mí todo deseo sexual y que me hacia sentir absolutamente sola. Una vez que me negué a hacer lo que él quería, creí que me pegaría, así que me encerré en el baño. –¡Maldita sea! Lo que quiero es una dama por fuera pero una puta en la cama, y no al contrario (308).
El 19 de noviembre, Norman decidió celebrar una fiesta para promocionar su candidatura. Invitó a personajes conocidos pero también a vagabundos que recogía de la calle. En la casa había más de doscientas personas, muchas de ellas gorrones que iban y venían a sus anchas, echándose al garguero litros y litros de bebida, en un ambiente impregnado del aroma dulce y enfermizo de la marihuana y del hedor que despedían los cuerpos sucios. La alfombra lucía incrustaciones de canapés y colillas, pero a nadie le importaba pues la borrachera era general. La fiesta se asemejaba a un monstruo de veinte cabezas que, arrastrándose por las habitaciones, lo corrompía todo y sembraba la destrucción. Mi marido, a quien a duras penas había visto entre el gentío, se había marchado de la fiesta con la cabeza llena de alcohol y drogas. Sobre las cuatro de la mañana sólo quedábamos Lester Blackistone, un hombre negro que tal vez fuera uno de los gorrones y yo. Repentinamente apareció Norman. Estaba sucio, tenía la camisa tan desgarrada y manchada de sangre como la cara y, además, un ojo hinchado. Su rostro era casi irreconocible y estaba tan borracho que no creo que supiera dónde se encontraba. Entró en el salón como un toro embravecido, buscando en qué o en quién descargar el dolor y la ira que llevaba en el alma. Me quedé mirándolo desde un extremo del salón y, en un momento de locura, empecé a mover la capa roja de un lado a otro, a provocarlo, a odiarlo, con una angustia y una furia semejantes a las suyas. –Aja, toro, aja. Venga, mariquita … ¿dónde están tus cojones? ¿O es que la mala puta de tu querida te los ha cortado, cabronazo? Y entonces nos lanzamos a bailar el último tango, nuestra danza de la muerte al amparo de aquella capa de color rojo sangre. Me clavó cerca del corazón y en la espalda una sucia navaja de siete centímetros que había encontrado por ahí. Me quedé un instante quieta, muy quieta, sin sentir nada, pero cuando puse la mano sobre mi lado izquierdo noté que estaba mojada; miré la palma de mi mano y vi que la tenía cubierta de sangre. Caí redonda al suelo y allí quedé, con el vestido empapado en sangre, sin poder moverme, registrando conscientemente los lúgubres detalles de aquella escena dantesca. Norman permanecía inmóvil mientras el negro desconocido intentaba ayudarme. –Tenemos que llevarla al hospital, dijo el negro. De pronto sentí que Norman me daba un puntapié. –Apártate de ella. Deja que la cabrona se muera. El hombre intentó levantarme pero mi marido lo apartó y yo volví a caer al suelo; luego se puso a perseguirlo por la casa dándole puñetazos. Finalmente mi nuevo amigo derribó a Norman de una trompada, me tomó en brazos, corrió hacia el ascensor y bajamos al vestíbulo, donde aun quedaba un manojo de invitados medio borrachos. Alguien llamó a un médico y a una ambulancia. Mientras esperábamos, uno de lo amigos de Mailer me tomaba de la mano en un intentó por consolarme, mientras me insistía en que protegiera a mi marido diciendo a la policía que me había caído sobre los vidrios de una botella rota. Accedí, demasiado dolorida y conmocionada para protestar (322-324).
Adele fue operada de urgencias durante seis horas; se salvó de milagro. Estuvo tres semanas en la unidad de cuidados intensivos porque el postoperatorio se complicó con una pleuresía. Poco después de la operación, Norman se las ingenió para presentarse en el hospital. … Me dió pánico verlo. –¡Dios! ¿Qué haces aquí? Le dije a la enfermera que no quería verte. –Nena, no llames. He venido a ver cómo estás. –Ya lo ves, ¡ahora lárgate! Se acercó para besarme pero yo me aparté. –Sólo quiero hablar contigo –dijo sentándose sobre la cama y tratando de cogerme la mano. –No me toques, déjame en paz. Tenía la cara pálida, macilenta, y unas enormes ojeras. Me miró detenidamente, con el ceño fruncido. –No le has dicho nada a la policía, ¿no? Seguirás con la historia de la botella rota, ¿no es cierto? –Sí, sí. Ahora vete. –¿Por qué estás tan asustado? Es algo que no tolero. ¿Sabes que te vi cuando te llevaban a la sala de operaciones, y que nunca te encontré tan hermosa? ¿Es que no entiendes por qué lo hice? Porque te quiero y tenía que salvarte del cáncer? Lo miré pensando que estaba rematadamente loco. ¿Quién era ese extraño? Una vez nos habíamos amado con pasión, pero en ese momento detestaba a ese frío hijo de puta con toda mi alma ((329-330).
A Norman lo ingresaron en el Bellevue Psychiatric Hospital (una estrategia para evitar el arresto) y allí le diagnosticaron esquizofrenia paranoica. El psiquiatra que lo atendía fue a visitar a Adele para recomendarle que autorizara un tratamiento de electroskock. Sin embargo, a pesar de las tentaciones (firma y deja que le frían los sesos a ese cabrón), se negó. Después de más de un mes en el hospital, Adele volvió a su casa. Poco tiempo después, también llegó Norman, como si no hubiera pasado nada. Se celebró el juicio y Adele testificó que no sabía quién la había apuñalado. Mailer pactó el cargo de asalto en tercer grado y lo condenaron a cinco años de libertad condicional. La pareja siguió junta todavía varios meses. Norman retomó su activa vida social, aceptando multitud de invitaciones: volvía al seno de sus compasivos amigos literarios. Por fin, una noche, a propósito de la repetición de una escena como las de antes del apuñalamiento, Adele explotó. Le hizo una maleta con su ropa y cuando llegó: –Vete a la mierda, hijo de puta. ¡Sal de mi vida! Y al día siguiente llamé a mi abogado (344-345). Diez años después, Dick Cavett lo entrevistó en su programa sobre la psicología del asesinato. Norman dijo que creía que la violencia prevenía el cáncer y que él había querido experimentar el acto de asesinar. Tampoco hubo entonces ningún atisbo de arrepentimiento, sólo su gélida prescindencia y, como siempre, su preocupación absoluta por sí mismo (347). Fueron necesarios veintiocho años y dos bourbons para que Norman balbuceara una frase: «Adele, lamento haberte arruinado la vida.» Sucedió en la fiesta que se celebró en su piso de Brooklyn Heights en 1988, con motivo de la boda de nuestra hija (331).