jueves, 30 de marzo de 2017

Apuntes de un maltrato (desenlace)

El capítulo 43 de su libro, Adele Morales describe el momento en que ella consideró que ya no existía nada del hombre encantador del que se había enamorado. Aunque no fecha la escena, deduzco que debió suceder en los primeros meses del fatídico 1960. Ella se había quedado en casa y Norman fue a una fiesta. Regresó a las cuatro de la madrugada, borracho, de mal humor, negándose a dar explicaciones ante el ataque de celos y ansiedad de su mujer. Tras un intercambio de insultos, Lo miré y me pregunté cómo era posible que alguna vez lo hubiera amado. Lo único que sentía en ese momento era odio y un deseo casi incontenible de destrozarle aquella boquita de listillo y dejarle los labios como harapos ensangrentados … Habia visto a Norman muy borracho en otras ocasiones, peor esta vez había en él algo malvado y demoníaco que era nuevo. Presentí que estaba al borde, aunque no sabía de qué, pero sabía que podía pegarme. Lo había hecho antes, no muy a menudo, pero lo bastante como para que yo temiera que volviera a hacerlo. Vi que volvía a llenarse el vaso de bourbon y comenzaba su febril paseo. Aunque en la habitación no hacía calor, tenía la cara empapada en sudor. Cuando evoco sus aceleradas series de crisis emocionales, que le ocuparon la mayor parte de su matrimonio, veo su cara con la frente perlada de gotas de sudor. De pronto empezó a maldecir; no contra mí, sino contra unos enemigos invisibles cuya lista encabezaban críticos literarios y editores. Eso me produjo más miedo aún (282). Siguió un rato largo durante el cual Adele, asustadísima, no hacía sino desear que Norman cesara en ese comportamiento, que se fuera para poder dormir en paz. Al final dijo. –Voy a convertirme en el hijo de puta más grande que existe. De ahora en adelante sólo existo yo, y a la mierda los demás. Haré sólo lo que me venga en gana, cuando me venga en gana. Y si es necesario mentiré y engañaré, sin importarme cuáles puedan ser las consecuencias. Con esas palabras desapareció para siempre el buen chico judío (284).

En marzo de 1960, Adele consiguió que Norman accediera a que la familia se mudara a Provincetown hasta pasado el verano. Dice que Norman estaba al borde de un colapso y yo trataba desesperadamente de evitar que nos hundiéramos, aferrándome a los momentos en que éramos casi una pareja normal. Sin embargo, volví a engañarme al creer que un cambio geográfico nos calmaría (285). En efecto, las cosas no se arreglaron. Mailer trabajaba con irritada impaciencia y pasaba las noches en vela con mirada de loco, se rodeaba de gente conflictiva, iba a cuantas fiestas había –llevando a Adele– y buscando siempre el protagonismo, para lo cual con frecuencia buscaba humillarla (forzándola a pelearse con otra mujer, confesándole que tenía una amante) y otras veces era él quien provocaba broncas violentas (por ejemplo, contra unos policías, lo que le costó ser arrestado). Aún así, Adele se esforzaba contra todo su sentido común en intentar recomponer el matrimonio, la idea del divorcio era para ella el reconocimiento de un gravísimo fracaso vital. Pero cada vez me sentía menos atraída hacia mi marido. ¿Cómo podía desearlo cuando estaba llena de una ira que lentamente se iba convirtiendo en puro odio? Comenzaba a disgustarme su aspecto, con esa prominente barriga causada por el exceso de bebida, tan distante de aquel cuerpo esbelto y bien torneado que con tanta pasión había deseado yo en una época. Cuando hacíamos el amor, era como si sólo yo estuviera presente. Cuando estaba a punto de alcanzar el orgasmo, veía en su cara la expresión de un extraño que controlaba los sonidos que yo emitía y los movimientos que hacía; me producía la impresión de ser analizada bajo el microscopio de un científico loco. Era una sensación horrible que anulaba en mí todo deseo sexual y que me hacia sentir absolutamente sola. Una vez que me negué a hacer lo que él quería, creí que me pegaría, así que me encerré en el baño. –¡Maldita sea! Lo que quiero es una dama por fuera pero una puta en la cama, y no al contrario (308).

El 19 de noviembre, Norman decidió celebrar una fiesta para promocionar su candidatura. Invitó a personajes conocidos pero también a vagabundos que recogía de la calle. En la casa había más de doscientas personas, muchas de ellas gorrones que iban y venían a sus anchas, echándose al garguero litros y litros de bebida, en un ambiente impregnado del aroma dulce y enfermizo de la marihuana y del hedor que despedían los cuerpos sucios. La alfombra lucía incrustaciones de canapés y colillas, pero a nadie le importaba pues la borrachera era general. La fiesta se asemejaba a un monstruo de veinte cabezas que, arrastrándose por las habitaciones, lo corrompía todo y sembraba la destrucción. Mi marido, a quien a duras penas había visto entre el gentío, se había marchado de la fiesta con la cabeza llena de alcohol y drogas. Sobre las cuatro de la mañana sólo quedábamos Lester Blackistone, un hombre negro que tal vez fuera uno de los gorrones y yo. Repentinamente apareció Norman. Estaba sucio, tenía la camisa tan desgarrada y manchada de sangre como la cara y, además, un ojo hinchado. Su rostro era casi irreconocible y estaba tan borracho que no creo que supiera dónde se encontraba. Entró en el salón como un toro embravecido, buscando en qué o en quién descargar el dolor y la ira que llevaba en el alma. Me quedé mirándolo desde un extremo del salón y, en un momento de locura, empecé a mover la capa roja de un lado a otro, a provocarlo, a odiarlo, con una angustia y una furia semejantes a las suyas. –Aja, toro, aja. Venga, mariquita … ¿dónde están tus cojones? ¿O es que la mala puta de tu querida te los ha cortado, cabronazo? Y entonces nos lanzamos a bailar el último tango, nuestra danza de la muerte al amparo de aquella capa de color rojo sangre. Me clavó cerca del corazón y en la espalda una sucia navaja de siete centímetros que había encontrado por ahí. Me quedé un instante quieta, muy quieta, sin sentir nada, pero cuando puse la mano sobre mi lado izquierdo noté que estaba mojada; miré la palma de mi mano y vi que la tenía cubierta de sangre. Caí redonda al suelo y allí quedé, con el vestido empapado en sangre, sin poder moverme, registrando conscientemente los lúgubres detalles de aquella escena dantesca. Norman permanecía inmóvil mientras el negro desconocido intentaba ayudarme. –Tenemos que llevarla al hospital, dijo el negro. De pronto sentí que Norman me daba un puntapié. –Apártate de ella. Deja que la cabrona se muera. El hombre intentó levantarme pero mi marido lo apartó y yo volví a caer al suelo; luego se puso a perseguirlo por la casa dándole puñetazos. Finalmente mi nuevo amigo derribó a Norman de una trompada, me tomó en brazos, corrió hacia el ascensor y bajamos al vestíbulo, donde aun quedaba un manojo de invitados medio borrachos. Alguien llamó a un médico y a una ambulancia. Mientras esperábamos, uno de lo amigos de Mailer me tomaba de la mano en un intentó por consolarme, mientras me insistía en que protegiera a mi marido diciendo a la policía que me había caído sobre los vidrios de una botella rota. Accedí, demasiado dolorida y conmocionada para protestar (322-324).

Adele fue operada de urgencias durante seis horas; se salvó de milagro. Estuvo tres semanas en la unidad de cuidados intensivos porque el postoperatorio se complicó con una pleuresía. Poco después de la operación, Norman se las ingenió para presentarse en el hospital. … Me dió pánico verlo. –¡Dios! ¿Qué haces aquí? Le dije a la enfermera que no quería verte. –Nena, no llames. He venido a ver cómo estás. –Ya lo ves, ¡ahora lárgate! Se acercó para besarme pero yo me aparté. –Sólo quiero hablar contigo –dijo sentándose sobre la cama y tratando de cogerme la mano. –No me toques, déjame en paz. Tenía la cara pálida, macilenta, y unas enormes ojeras. Me miró detenidamente, con el ceño fruncido. –No le has dicho nada a la policía, ¿no? Seguirás con la historia de la botella rota, ¿no es cierto? –Sí, sí. Ahora vete. –¿Por qué estás tan asustado? Es algo que no tolero. ¿Sabes que te vi cuando te llevaban a la sala de operaciones, y que nunca te encontré tan hermosa? ¿Es que no entiendes por qué lo hice? Porque te quiero y tenía que salvarte del cáncer? Lo miré pensando que estaba rematadamente loco. ¿Quién era ese extraño? Una vez nos habíamos amado con pasión, pero en ese momento detestaba a ese frío hijo de puta con toda mi alma ((329-330).

A Norman lo ingresaron en el Bellevue Psychiatric Hospital (una estrategia para evitar el arresto) y allí le diagnosticaron esquizofrenia paranoica. El psiquiatra que lo atendía fue a visitar a Adele para recomendarle que autorizara un tratamiento de electroskock. Sin embargo, a pesar de las tentaciones (firma y deja que le frían los sesos a ese cabrón), se negó. Después de más de un mes en el hospital, Adele volvió a su casa. Poco tiempo después, también llegó Norman, como si no hubiera pasado nada. Se celebró el juicio y Adele testificó que no sabía quién la había apuñalado. Mailer pactó el cargo de asalto en tercer grado y lo condenaron a cinco años de libertad condicional. La pareja siguió junta todavía varios meses. Norman retomó su activa vida social, aceptando multitud de invitaciones: volvía al seno de sus compasivos amigos literarios. Por fin, una noche, a propósito de la repetición de una escena como las de antes del apuñalamiento, Adele explotó. Le hizo una maleta con su ropa y cuando llegó: –Vete a la mierda, hijo de puta. ¡Sal de mi vida! Y al día siguiente llamé a mi abogado (344-345). Diez años después, Dick Cavett lo entrevistó en su programa sobre la psicología del asesinato. Norman dijo que creía que la violencia prevenía el cáncer y que él había querido experimentar el acto de asesinar. Tampoco hubo entonces ningún atisbo de arrepentimiento, sólo su gélida prescindencia y, como siempre, su preocupación absoluta por sí mismo (347). Fueron necesarios veintiocho años y dos bourbons para que Norman balbuceara una frase: «Adele, lamento haberte arruinado la vida.» Sucedió en la fiesta que se celebró en su piso de Brooklyn Heights en 1988, con motivo de la boda de nuestra hija (331).

martes, 28 de marzo de 2017

Apuntes de un maltrato

En la actualidad, pareciera que la sociedad en general, al menos en estas latitudes, ha adquirido la necesaria sensibilidad ante la violencia machista de la que carecía no hace mucho. Porque no hace mucho maltratar a tu mujer era algo normal (o al menos casi normal), algo que pertenecía a la esfera íntima del matrimonio y en lo que desde fuera mejor no inmiscuirse, a ser posible intentar no enterarse. Hay quienes piensan, dada la frecuencia en que asistimos a escenas de violencia, que ahora se maltrata más que antes pero no es así, estoy convencido de que, por mucho que nos parezca cuantitativamente inadmisible, esta lacra era mayor en el pasado. De hecho, como se ha repetido muchas veces, el maltratador ha venido apareciendo en las más diversas categorías, al margen de clases sociales y niveles culturales. Un ejemplo muy relevante fue Norman Mailer, en particular con su segunda mujer Adele Mailer. Hay muchos factores que “explican” que una relación que empezó con un enamoramiento fulminante y apasionado fuera deteriorándose a lo largo de diez años, dejando entrar el maltrato hasta llegar a un funesto final. Esa historia sucedió en la década de los cincuenta, hace dos generaciones, no demasiado por tanto (eran más o menos de la edad de mis padres). Como es lógico, Mailer poco habló de su comportamiento, sólo del criminal acto final y diciendo absolutas estupideces al respecto, sin en ningún caso mostrar arrepentimiento. Adele, en cambio, se sintió obligada a escribir un libro (La última fiesta) que no es sino la descripción del proceso que llevó al trágico final –escrita casi cuarenta años después, cuando ambos eran setentones–, lo que permite contextualizarlo. Naturalmente es la versión de ella (“su verdad”, como cursi e hipócritamente se dice ahora), pero rezuma credibilidad. Después de leer el libro, a uno le queda la desazón de comprobar el lado diabólico de un personaje afamado, respetado, miembro incuestionable de la elite cultural del país más poderoso. Pero sobre todo, cómo por ser justamente eso, la sociedad (quienes la caracterizan, quienes son alguien) cierra filas para protegerlo y prácticamente no le pasa nada. He querido extractar algunos textos del libro de Adele (las citas van en cursiva) porque me parece una lectura muy instructiva. Las escenas finales del proceso de maltrato vendrán en un siguiente post (éste ya me quedaba muy largo).
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Se habían conocido y enamorado en la primavera de 1951 y casi inmediatamente a vivir juntos. Desde muy pronto, ella se dio cuenta de la personalidad narcisista de él, de su escasísima empatía, de su necesidad compulsiva de ser siempre el centro de atención. Yo trataba de complacerlo en todo lo posible, pero cuanto más tiempo pasábamos juntos, cuanto más íntimos éramos, más difícil me resultaba lograrlo. Me hallaba frente a un perfeccionista, a un crítico incansable, especialmente con los seres más allegados, provisto de un ego que lo devoraba todo. Con el paso del tiempo las discusiones entre nosotros se fueron haciendo cada vez más frecuentes (125). Llevaban dos años juntos, asistiendo a muchísimas fiestas, bebiendo alcohol en cantidades excesivas, habiéndose convertido en la pareja de moda, la más original, transgresora y deseada de Nueva York. Ya para entonces, Norman oscilaba del trato cariñoso al insulto y al desprecio, en especial cuando estaba bebido pues el whisky exacerbaba su ira: estúpida de mierda, no aprendes nada. Estás anclada en el pasado. Eres un trozo de carne (125). La verdad era que no podíamos con todo el alcohol que ingeríamos. Él sufría un cambio como el del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, pues el hombre encantador y razonable se convertía en un ser prepotente y sádico. Sus ojos azules se tornaban malévolos, su boca adquiría un rictus desagradable y hablaba con un falso acento de machito texano. Cuando bebía, la alegría y la espontaneidad estaban ausentes en cuanto hacía, todo parecía teñido de una lúgubre desesperación (130).

En el verano de 1954 viajaron por segunda vez a México (allí vivía Bea, la primera mujer, con su hija Susie). Conocieron a una pareja estadounidense, los Lattimore, con quienes él quiso organizar una sesión de sexo. Se colocaron con alcohol y marihuana y comenzaron los escarceos, las parejas intercambiadas. De pronto, Norman desapareció, dejándome librada al placer de bocas extrañas, suaves caricias y tiernas lamidas, con las campanas al vuelo para celebrar el goce de la reina de las putas. Fuimos entonces tres los cuerpos que, entrelazados, nos entregamos al paroxismo de la más pura y genuina lascivia (161). Cuando acabó la sesión y los Lattimer se fueron (los echó ella), subió a ver a su marido que, en la cama matrimonial, simulaba dormir. Arrimé mi cuerpo tembloroso a la espalda de Norman y le pedí que me hablara. Se giró y pude verle la cara pálida y demacrada, con la boca cerrada en un gesto airado. –Aléjate de mí, puerca –y me dio tal sacudón que casi me tira de la cama. –Lo he oído todo desde aquí. Me repeles (162).

El 19 de abril de 1955, Adele y Norman se casaron en el Ayuntamiento neoyorkino. Al poco tiempo se mudaron a un inmenso loft en la calle Monroe, en la parte baja del East River, un barrio peligroso. Hacia finales de ese año hicieron una fiesta que acabó con un enfrentamiento con gamberros del barrio y a Norman le abrieron la cabeza. Aguantaron un tiempo más pero finalmente se mudaron a un piso en la calle 55. Esas navidades, Dan Wolf (el amigo de ambos que los había presentado) fue a hacerles una visita. Adele tenía ganas de salir a cenar y poder pasar un rato largo con el viejo amigo, pero Norman, que había venido de la calle cabreado, le dijo que debía quedarse en casa cuidando a Susie. Poco a poco, delante de Dan, fue subiendo el tono. Perdí la paciencia y le dije que no quería discutir más, pero que había pasado todo el día con Susie y que me apetecía salir esa noche. Lo dije como un hecho, no como una queja. Sin previo aviso, me dio un revés en plena cara. Dan se quedó helado y yo muda por la sorpresa y el dolor. Quise devolverle el golpe, pero desistí cuando vi que tenía esa expresión malvada que tan bien le conocía; me eché a llorar, tanto a causa del dolor como de la humillación que sentía delante de nuestro amigo (191).

En 1956 el matrimonio se trasladó a Bridgewater, en Connecticut, con la intención de llevar una vida más tranquila, frecuentando la comunidad de escritores que residían en los alrededores (William Styron, entre otros, con quien Norman había hecho buena amistad). Adele estaba contenta porque ese entorno le parecía más adecuado para criar a la niña que había nacido pocos meses antes, y también porque confiaba en que el ambiente rural tranquilizara los ánimos de su marido. Pero pronto los dos sintieron que se aburrían y echaban de menos el ajetreo de las fiestas neoyorkinas, de modo que no tardaron demasiado en volver a saraos nocturnos, aunque tuvieran que conducir tres horas, la vuelta a altas horas de la madrugada y bastante borrachos. Un fin de semana estival, (sería en 1957) mi madre fue a Bridgewater sola porque le había pedio que hiciera de canguro, pues yo tenía que asistir a una fiesta el sábado por la noche. La fiesta, que era en Nueva York, acabó a las tres de la mañana, hora en que Norman y yo emprendimos el regreso a casa, borrachos y enfadados como de costumbre. Él se había portado muy mal conmigo toda la noche, ya que había flirteado abiertamente con otra mujer en mis propias narices y yo, movida por el alcohol, había reaccionado de forma descontrolada. Cuando llegamos a casa, nos peleamos a grito pelado, sin siquiera recordar que mi madre dormía en una habitación de la primera planta. La pelea subió de tono y nos fuimos a las manos, hasta que Norman me dio en plena cara, dejándome un ojo morado y la boca hinchada (250). Al día siguiente, su madre quedó impresionada al ver lo que le había hecho, no podía creer que el famoso escritor pudiera ser tan salvajemente cruel en la intimidad. –Y no te engañes, ya que no sabes casi nada de lo que ocurre. Además de abofetearme, tiene otras maneras de herirme. Me hiere con palabras y con críticas constantes, y me humilla en público. Hay mujeres que pueden cerrar los ojos ante esas cosas, pero yo no puedo. Me duele demasiado y me da la sensación de que no valgo nada (252). Ese mismo día, más tarde, madre e hija hablan desoladas; Adele no sabe qué hacer, dice que no puede dejarlo, que todavía lo quiere. Miré a mi madre y de pronto me pareció más diminuta, más vulnerable, no como el dragón que exhalaba fuego cuando yo era pequeña. Parecía alelada frente al lado oscuro de Norman. Después de todo, no nos había visto a menudo y él siempre había sido muy amable con ella y con mi padre. Y allí estaba su hija, con su precioso retoño en brazos, la gran dama en su lujosa casa que parecía un refugio beatniks. Sin embargo, pese a que estaba verdaderamente enojada con Norman, mi madre no podía dejar de decir la misma frase una y otra vez: –¡Oh Dios mío …, un divorcio! ¡Nunca ha habido un divorcio en la familia! –No mamá, no creo que lleguemos a eso. Aunque te cueste creerlo, Norman y yo nos queremos, y él también quiere a la niña. No te preocupes, ya lo solucionaremos (254).

La segunda hija de Adele, Betsy, nació en 1959, cuando ya la pareja estaba de regreso en el Village, después de tres años en Connecticut. Adele usaba un diafragma que, en los meses previos a que decidiera volver a quedarse embarazada, era algo que Norman odiaba. De repente, en medio del acto sexual, me metía los dedos con brutalidad, me arrancaba el diafragma y lo tiraba al otro extremo de la habitación, con tal furia que temía que fuera a pegarme. –Odio esas malditas cosas. Me darán cáncer … En esos momentos, sus ojos azules tenían una mirada helada y extraña que me hacían pensar que tal vez estuviera tomando alguna droga a mis espaldas (264). Pese a que lógicamente Adele sentía cada vez más rechazo sexual y hasta miedo, decidió quedarse embarazada porque pensaba que un hermanito sería bueno para su hija y contribuiría a mejorar la vida en común. Aunque Norman iba al estudio todos los días, creo que tenía muchas dificultades para escribir y, pese a estar yo embarazada de seis meses, descargaba en mí su frustración. Una vez, durante una discusión por algo sin importancia, me dio un repentino golpe en la barriga. Aún recuerdo el daño físico y el horror que sentí. Temerosa de que pudiera haberle hecho daño al bebé, rompí a llorar, pero gracias a Dios no le pasó nada. Él, como de costumbre, no se disculpó (265).

lunes, 27 de marzo de 2017

Argentinos ... (según Bayly)

La última novela de la trilogía Morirás mañana (Escupirán sobre mi tumba, 2012) sucede en Buenos Aires, adonde el escritor protagonista (¿trasunto del autor, el peruano Jaime Bayly?) se desplaza para seguir matando, vicio compulsivo al que ha quedado enganchado. Los tres volúmenes se leen con facilidad, un divertimento literario menor a mi juicio, pero entretenido. El texto que transcribo a continuación viene al principio de la tercera novela, antes de que empiecen propiamente a sucederse los acontecimientos. Poco tiene que ver con éstos y tengo para mí que Bayly quería introducirlo a toda costa; es más, se me ocurre que llevó la trama hasta Buenos Aires como excusa para hacerlo. Al margen de la veracidad de la descripción que hace de los argentinos (de los porteños, especialmente) –no deja de ser una enésima versión de los habituales tópicos tantas veces escuchados–, lo cierto es que está muy bien escrito y me he divertido mucho leyéndolo; no necesito más argumentos para compartirlo en este blog.

Me llevo bien con los argentinos a pesar de que en Sudamérica tienen fama de pedantes, de presumidos, de mirarnos a los demás por encima del hombro, de no sentirse sudamericanos sino europeos. Y Buenos Aires, aunque les duela a muchos sudamericanos acomplejados con fobia a todo lo argentino (o sea fobia a mí también, porque yo soy argentino por elección), es sin duda la ciudad más europea de Sudamérica y, como a las grandes ciudades europeas, le ha pasado últimamente algo que no le ha hecho perder su esplendor pero que la ha dotado de cierto riesgo y la ha convertido en una ciudad no por afrancesada menos sudamericana y tercermundista, mezcla de todas las sangres mestizas, como las demás grandes ciudades de la región. Del mismo modo que en Santiago hay miles de peruanos y bolivianos con fama de ladrones (y peruanas con fama de buenas nanas y cocineras), en Buenos Aires hay un fascinante batiburrillo de europeos y bolivianos, de australianos y paraguayos, de canadienses y ecuatorianos, de gays adinerados y gays sin un céntimo pero igualmente refinados que han escapado de algún país centroamericano como Honduras o Nicaragua o Panamá para afincarse allí y sentirse libres, en una gran ciudad. Porque Buenos Aires, con sus días revueltos de protestas cotidianas y marchas incendiarias y energúmenos que se conjuran para interrumpir una calle sin que la policía haga nada y solo los mire con abúlica complicidad, sigue siendo la ciudad más cojonuda y fascinante de Sudamérica, y también la más primer y tercermundista, porque allí persisten las tradiciones nobles de los que tienen dineros centenarios, pero ahora deben cohabitar con las costumbres vocingleras y folklóricas de los inmigrantes bolivianos, peruanos, paraguayos y centroamericanos, muchos de los cuales viven hacinados en cuartos diminutos, pero no les importa porque en realidad no permanecen en esos habitáculos, allí apenas duermen cuatro o seis horas diarias, apiñados como animales, ellos sienten (y por eso eligen quedarse) que viven en Buenos Aires y que Buenos Aires es sin duda alguna una gran ciudad, una ciudad infinitamente más estimulante y melancólica y hermosa que cualquiera de las ciudades de las que han escapado. A mí no me hablen mal de los argentinos ni de la Argentina ni de los porteños siquiera, como si los salteños o los rosarinos o los cordobeses o los mendocinos fuesen genéticamente mejores que los porteños: no me jodan con ese verso pueblerino, que los argentinos, en lo que a mí respecta, son, ante todo, divertidos, raros, bizarros, pintorescos, y todos me caen bien, incluso los que me caen mal me caen bien porque me parecen personajes literarios, no sé si me explico. Les reprochan hablar mucho y darse aires de sabiondos. Pues es eso precisamente lo que me hechiza de ellos: escuchar sus chácharas, sus versos, sus embustes, sus trampas pendencieras, porque los argentinos más divertidos son siempre los más mentirosos y los más tramposos y los más canallas, esos son los que mejor me caen y de los que más fácilmente me hago amigo. Todo argentino es un entrenador de la selección de fútbol de su país (y si lo dejan, de la de España también). Todo argentino es presidente de su país (y si lo dejan, dictador de Cuba también). Todo argentino tiene el plan perfecto para que Estados Unidos salga de la crisis (y si lo dejan, para que el mundo entero salga de la crisis, o al menos Occidente, pero quizá si le hablas de África no la tiene tan clara). Todo argentino es un profeta, un visionario, un iluminado. Todo argentino sabe. Sabe todo, sabe más que nadie, sabe más que vos y que cualquier boludo del orto. Todo argentino está de vuelta. Todo argentino tiene respuesta para cualquier pregunta, incluso si no entiende la pregunta y si al responder ni él mismo entiende lo que está diciendo. Pero responde, opina, se la juega, arma el equipo, ordena el país, gobierna el mundo, gana las guerras, divide a los buenos de los malos, a los decentes de los chantas. Y habla y habla y habla y no para de hablar. Y no importa ya si lo que dice tiene sentido alguno (porque bien pronto uno advierte que todo carece de sentido y que el embrujo de la Argentina es que nada tiene sentido racionalmente y, sin embargo, todo es fascinante y hechicero y es allí donde quieres quedarte), lo que importa es que el argentino habla y no para de hablar, y tiene opiniones de todo y sobre todo, y además opiniones enfáticas, terminantes, opiniones en las que en dos minutos pone al mundo en orden, aunque luego llega a su casa y es el caos, y la mujer lo manda al carajo y solo entonces se calla el argentino deslenguado. Pero en la calle no se calla: en los taxis, en los cafés, en las barras de los bares, en los colectivos, en ciertas esquinas del centro, el argentino habla y habla y está siempre dispuesto a hablar, a tomar partido, a encenderse, a ponerse bilioso, agresivo, pasional, italiano, exasperado, a gritar y a discutir con nadie, porque muchos hablan sin que nadie siquiera los escuche, pero es eso lo que me fascina del argentino: que no para de hablar y tiene una opinión concluyente y arbitraria sobre todo lo divino y lo humano y nada lo hace más feliz, sea rico o pobre, macho o puto, vago o más vago, que sentarse en un lugar cualquiera de la ciudad, pedir empanadas, pizzas, vino, sangría, cerveza, pero sobre todo masas y pastas, y ponerse a hablar sobre cualquier cosa y pasarse horas hablando y hablando y sentenciando y resolviendo y deshaciendo entuertos y dándole un sentido al caos del mundo con el caos verbal que lo envuelve, a él y a todos los argentinos, en una suerte de gran torre de Babel donde todos hablan el mismo idioma y, sin embargo, nadie se entiende, nadie puede entenderse, porque cada uno se siente dueño absoluto de la razón, y entonces el argentino es por definición un hablador, un predicador, un charlatán, un mitómano, un embustero y, ante todo, un enemigo del silencio y la conciliación, porque si bien todo argentino está dispuesto a hablar aunque nadie lo escuche, siempre prefiere discutir con otro y, si es posible, a los gritos, para luego irse a los golpes, y enseguida cada uno consigue a una pandilla de vándalos ambulantes y entre todos cortan una calle y se enzarzan en una feroz riña callejera por algún asunto (generalmente una pasión que tiene que ver con el fútbol, con la política o con el orgullo), y entonces el argentino, ya liado a golpes contra otro argentino sin recordar bien por qué, revela que posee algo que no tenemos los demás sudamericanos: una fe ciega en sus opiniones (aun si no sabe lo que va a decir y debe improvisar en el camino) y el coraje para morir defendiendo tales opiniones en una batahola callejera o pisoteado por un caballo de la policía que luego defecará sobre su cadáver.

sábado, 25 de marzo de 2017

Karen Dalton

Recordar a Karen Dalton, escuchar cantar a Karen Dalton, nada convoca con más dolor a la tristeza. Quizá por eso, a Karen Dalton nos la han olvidado. A mí (supongo que también a muchos otros) me la presentó Bob Dylan en el primer y único volumen (¿escribirá alguna vez la continuación?) de su autobiografía. Cuenta Bob su llegada a Nueva York en enero de 1961, en lo más crudo del invierno. Fue al Café Wha?, en la calle MacDougal, alguien le había hablado de Fred Neil. Allí empezó a cantar, a tocar la guitarra, la armónica; allí coincidió con Karen: “Mi artista favorita del lugar era Karen Dalton, que cantaba temas de blues acompañándose con la guitarra. Era alta, desgarbada, intensa, cálida y sensual … Su voz me recordaba la de Billie Holiday y tocaba la guitarra como Jimmy Reed, con todo lo que eso implicaba. Canté con ella un par de veces”. Vale Bob, pero pronto perderías el contacto, me da la impresión; conseguiste un contrato con Columbia en el 61, tu carrera se disparó, al fin y al cabo desde muy pipiolo sabías que querías ser famoso. Karen quizá no lo deseaba o no supo cómo hacerlo. Solo grabó dos álbumes, y mucho después de esos días inaugurales, en el 69 y en el 71, ya treinteañera.

  
In the evening - Karen Dalton (It's so hard to tell who's going to love you the best, 1969)

Karen nació en 1937 en Enid, una ciudad pequeña de Oklahoma, en el medio de las grandes llanuras, tierra de cereal (a Enid la llaman la capital del trigo). Su apellido de nacimiento era Cariker y se dice que tenía sangre cherokee, aunque este dato, como la mayoría de los escasos con los que se esbozan sus biografías, dispersos e inconexos, es discutible. La leyenda de esos años oscuros habla de una familia proletaria, de una afición temprana por la música, por el blues sobre todo, de dos hombres antes de los veintiuno, de dos hijos (el primero, Johnny, lo tuvo a los quince; la segunda, Abraly, con 17). Sabemos que en 1961 ya llevaba algún tiempo en la Gran Manzana, pero no cuándo emigró hacia el Este, huyendo de la aridez de Oklahoma, para llevar el folk profundo a los cafés del Village: digamos que muy a finales de los cincuenta (en el momento de transición entre el beat y el folk). Era una mujer en un mundo de hombres (debemos citar a Judy Collins y a Joan Baez, pero son de orígenes tan distintos que no cabe asociarlas, resultan muy ajenas), que cantaba demasiado blues para los folkies, pero era demasiado folk para los bluesmen.

  
It hurts me too - Karen Dalton (It's so hard to tell who's going to love you the best, 1969)

En esos tiempos apoteósicos del folk la acompañaba Richard Tucker, un tipo que la admiraba desde que la vio cantar en un local de la calle Bleecker. Tucker, hace unos años, la evocaba como una mujer insegura, frágil. Juntos hicieron varios viajes desde Nueva York a California, con paradas intermedias en Indiana y Colorado. Además de Dylan, muchos otros quedaron prendados de esa mujer que lloraba el folk como si fuera blues: Ramblin’ Jack Elliott, un David Crosby anterior a los Byrds, y sobre todo Tim Hardin, otra de las figuras trágicas de aquel folk sesentero. A Karen la querían y la respetaban, la veían como una mujer protectora de sus amigos, “Dulce madre K.D.”, la llamaban. Sin embargo, no llegaba a encajar en el negocio; tal vez tampoco ella lo quería. Lo cierto es que los dos únicos discos que publicó en vida fueron tardíos: el primero , It's So Hard to Tell Who's Going to Love You the Best, en 1969; el segundo, In my Own Time, en 1971. Su hija, en una entrevista de hace pocos años, comenta que Karen no soportaba las reglas de las discográficas, que prefería ir a su aire. Escuchando ahora esos discos uno pensaría que fueron anteriores, que no corresponden a esos años en los que el folk había derivado hacia la psicodelia. Pero no KD, anclada en la tristeza rural que, aún en Nueva York o en California, la anclaba a las infinitas llanuras de Oklahoma, a la tradición de la América profunda. Esos dos álbumes son un repertorio de canciones de otros (Jelly Roll Morton, Booker T. Jones, Paul Butterfield, el propio Tim Hardin) en cuya voz, tan peculiar, sonaban como absolutamente propios (en 2015 se editó un libro en el que cantantes actuales interpretaban poemas de Karen que ella nunca cantó).

  
Something on your mind - Karen Dalton (In my Own Time, 1971)

Naturalmente habría que referirse a las drogas, parece que peaje inexcusable de aquellos tiempos y aquellos ambientes. Alcohol y caballo (los wild horses en los que cabalgarían tantos, casi todos, durante la que ahora se recuerda como década feliz aunque no lo fuera en absoluto), desde los primeros años neoyorkinos. La droga que fue acogiéndola cada vez más a fondo, ocultándola y aislándola. De hecho, poco se sabe de su vida a partir de los setenta, de las más de dos décadas que pasaron hasta su muerte, el 19 de marzo de 1993, con cincuenta y cinco años. Se dice que se arrastraba por las calles de Manhattan, una más de los homeless neoyorkinos, que tenía sida, que murió de sobredosis. Lo que sabemos es que hasta sus últimos días contó con el apoyo (al menos ocasional) de un amigo de los primeros años del Greenwich, Peter Walker, un guitarrista de folk. En 2014, Walker publicó un libro de poemas de su amiga difunta; once de ellos han sido convertidos en canciones que interpretan once magníficas mujeres en un disco publicado en 2015 (Remembering Mountains-Unheard Songs By Karen Dalton). Más de un decenio después de su muerte, muy discretamente comenzó a recordarse a Karen. Probablemente, el primero en hacerlo fue Dylan, como ya he mencionado. Pero poco después, en 2006, Nick Cave afirmó que en los Bad Seeds todos eran apasionados admiradores de la Dalton. Por esas fechas se reeditaron los dos únicos discos que publicó en vida y a continuación algunos más: un concierto de 1962, grabaciones caseras, descartes … Pero pese a su redescubrimiento, a los encendidos elogios (demasiado tardíos) de especialistas musicales, a las inevitables comparaciones con Billie Holiday, creo que Karen Dalton sigue siendo muy desconocida. Y es que, escucharla (pero escucharla con la atención y dedicación con que debe hacerse) es una prueba dura, dolorosa casi.

  
Katie cruel - Karen Dalton (In my Own Time, 1971)

miércoles, 22 de marzo de 2017

El carácter de Norman Mailer

Hasta hace un mes sabía muy poco de Norman Mailer. Que era un escritor norteamericano, claro, porque había leído tres o cuatro libros suyos; me gustaba cómo escribía. También lo encuadraba vagamente en los movimientos izquierdosos y/o contraculturales de los cincuenta y de los sesenta, gracias fundamentalmente a la lectura de la selección de sus artículos que publicó en 1998 para celebrar su medio siglo de vida literaria (la leí en la edición de Anagrama: América, 2005). Pero muy poco sabía de su vida personal (quizá solo que era judío), casi nada de su carácter y desde luego no que había estado casado seis veces ni que su segunda mujer fue Adele Morales. Esto último lo descubrí hace un mes, gracias a la carta abierta a JFK que publicó el 27 de abril de 1961 en The Village Voice. Esa carta –suficientemente conocida ya que en realidad es el prólogo a otra a Fidel Castro que publicó en el mismo periódico– fue motivada por el vergonzoso intento de invasión norteamericana de Bahía de Cochinos o de Playa Girón cuya más relevante consecuencia fue empujar definitivamente a Castro hacia la Unión Soviética. En ella recrimina a Kennedy la “enormidad de su error” y le echa en cara que no tenga a nadie que comprenda la realidad de Cuba. Pero fue uno de los párrafos el que me llamó la atención, el que más o menos reza como sigue: “Pero permite que te ofrezca un consejo. Hace seis meses competía por la alcaldía de Nueva York. Tenía previsto publicar una carta abierta a Fidel Castro como mi primer cohete de campaña. Durante octubre y principios de noviembre trabajé en esa carta, puliendo por aquí, quitando por allá. Peor entonces el cohete se disparó en una dirección que no había previsto y destrocé en miles de pedacitos todo lo que me rodeaba. La carta fue una de esas piezas rotas; dejó de tener sentido publicarla ya que yo había perdido el derecho a usar mi nombre”. Yo desconocía que Mailer había intentado ser alcalde de NY pero, sobre todo, no tenía ni idea de a qué se refería con ese “cohete” (rocket) que le explotó imprevistamente con tan catastróficas consecuencias. Picada mi curiosidad, no tardé demasiado en averiguar que aludía al apuñalamiento de su mujer, Adele, que cometió en un ataque de ira la noche del sábado 19 de noviembre de 1960.

Como suele ocurrirme, cuando algo me interesa me dedico compulsivamente a investigarlo, por más que con frecuencia las ganas se me pasen antes de acabar o, para ser más exactos, se me desvíe la atención hacia otro asunto que aparece en la búsqueda y que poco tiene que ver (es decir, suelo irme por las ramas). Así que me propuse curiosear lo más detalladamente posible en la vida de Mailer durante su relación con Adele (1951-1961) y tratar de conocer hasta donde pudiera los caracteres de ambos personajes. Como primera medida me puse a leer trabajosamente (en inglés) la biografía que en 1999 publicó Mary V. Dearborn y que está parcialmente disponible en Google books. Por más que esta mujer procura mantener un tono equilibrado, de la lectura de sus páginas se desvela un personaje que parece tener al menos dos caras, una educada y agradable pero otra que corresponde a la personalidad oscura: narcisista, violento y machista. También me percaté de que Mailer era un obseso de la literatura, que la literatura era su vida o más bien que su obsesión vital era ser reconocido como el más grande literato de su generación. Suele comentarse la estrecha relación que hay en los escritores entre su vida personal y su obra, incluso hay quien sostiene que toda novela, por mucho que sea ficción, es siempre autobiográfica. En el caso de Mailer esta vinculación parecía especialmente estrecha, así que me propuse leer “El Parque de los Ciervos” (The Deer Park) la única novela que escribió durante su matrimonio con Adele, pero también los cuentos de esa época que resultaron mucho más reveladores de las inquietudes de su alma. Por último, en la biblioteca que hay a escasa distancia de mi casa me facilitaron el libro publicado por Adele en 1997 (The Last Party: Scenes from my life with Norman Mailer), de modo que pude conocer la versión de ella. A medida que iba leyendo, se me ocurrían asuntos de los que escribir. Primero fue la descripción del encuentro entre ambos que publiqué el 21 de febrero; no dejó de parecerme significativo que tanto el nacimiento como la muerte de esa relación fueran dos actos de fortísimas cargas pasionales. Luego leí un par de relatos cortos de esos años y traduje uno de ellos, El cuaderno, el pasado 9 de marzo. El último ejercicio del que aquí deje constancia fue un paseo de reconocimiento por Provincetown, en Massachusetts, una localidad importante en la vida de Mailer (por cierto, el 14 de marzo, cuando escribí ese post, aún no sabía que Norman había descubierto el pueblo años antes con Bea, su primera mujer).

Así que llevo casi un mes –tampoco a tiempo completo, aclaro– ahondando en el carácter de Mailer y comprobando que no me gusta demasiado cómo era, aunque intuyo que sabía ser encantador cuando le interesaba. Me llama la atención que con veintiocho años, la edad que tenía cuando conoce a Adele, fuera ya tan insoportablemente ególatra, vanidoso, pagado de sí mismo. Por entonces, lo cierto es que Norman solo había publicado una novela, los desnudos y los muertos; por más que hubiera sido un debut por todo lo alto, uno diría que es demasiado poco para sentirse tan envanecido, tan consciente de estar llamado al Olimpo literario. Ciertamente, ya desde su infancia pudo apreciarse un carácter egoísta, fue un niño caprichoso, dado a los berrinches y al dramatismo, mimado por su madre, su abuela, sus tías y sus tres primas mayores. Fue pasando por la niñez recibiendo halagados, el pequeño principito. Luego, en Harvard (1939-1943), continuaron las lisonjas hacia sus habilidades literarias y él fue afianzando su convencimiento de que estaba destinado a ser un gran escritor (pese a que estudiaba ingeniería aeronáutica). El primer e impactante espaldarazo ocurrió en 1941 (tenía dieciocho años) cuando ganó el premio de relato de la revista Story con “The Greatest Thing in the World”; no sólo alcanzó celebridad local sino que más de un editor lo llamó desde Nueva York para ofrecerle entrar en el glamuroso mundo de la literatura. De pronto, el joven estudiante se había convertido en una de la spromesas de la narrativa estadounidense y, consecuentemente, se puso a escribir una novela que le otorgara definitivamente la gloria. De hecho, creo que escribió hasta dos, que no llegaron a publicarse. Tras graduarse, en junio del 43, con veinte añitos, lo enrolaron a la fuerza en la Marina (pidió una prórroga sin éxito) y lo enviaron a Filipinas. Se pasó casi todo el tiempo en el barco, currando de cocinero, y sin participar en acciones de guerra, pero la experiencia en el ejército le sirvió para escribir Los desnudos y los muertos. Piénsese que para entonces los Estados Unidos llevaban año y medio en guerra, desde el día siguiente al ataque japonés que tanto conmocionó a los norteamericanos. Pues bien, Mailer escribió posteriormente: “Debo confesar que en los días inmediatos a Peral Harbour, mientras los jóvenes honestos se preguntaban dónde podrían ayudar más al esfuerzo bélico, y mientras los más práctico decidían qué servicio les daba más garantías para volver sanos a casa, yo estaba preocupado sobre si una gran novela sobre la guerra debería ser escrita en Europa o en el Pacífico”.

Esa confesión personal me parece un rasgo muy significativo de la personalidad de un Mailer todavía demasiado joven. No sólo tiene claro, demasiado claro que quiere ser escritor, sino que concibe la vida no para ser vivida sino para ser contada. La vida, lo que le ha de ocurrir, pasa a ser antes que nada, fundamentalmente, material para escribir. El escritor ha de experimentar, pero en la medida en que experimenta para luego contarlo, deja de vivir realmente esa experiencia, pasa a ser un voyeur de su propia vida, se “desapega” de sus propias emociones e incluso deja de sentirlas, las imposta. Lo que ya caracterizaba al chaval de dieciocho años corresponde al personaje de El cuaderno, el relato corto que escribió en 1951. Sagazmente, en los comentarios al post en el que publiqué mi traducción del cuento, Ozanu daba por supuesto que el personaje era un trasunto del propio autor. Aunque yo barruntaba lo mismo, ahora, después de leer las Memorias de Adele Morales, puedo confirmarlo. La anécdota sucede en los primeros tiempos de su relación, volvían a su casa caminando por las calles del Village después de cenar, Mailer enfurruñado porque se habían topado con un antiguo amigo de Adele que, según él, la había mirado lujuriosamente, tienen una discusión y luego: “Anduvimos dos manzanas en silencio y de pronto Norman sacó del bolsillo la libreta que siempre llevaba consigo. Yo sabía lo que eso significaba y me ponía furiosa. Apoyó la libreta sobre un coche y se puso a escribir. –¡Tú y tu jodida libreta! No estabas enfadado de verdad por Bill. Sólo observabas cómo te enfadabas, tomabas nota mental sobre tu condición emocional. Al menos podrías haber esperado a estar a solas. –Te equivocas, cariño. Sentí tantos celos que estuve a punto de borrarle para siempre la mirada lasciva de la cara –dijo, sin dejar de escribir. –Entonces deja de escribir. –En un minuto. –¡Ahora mismo, maldita sea! –exclamé y, quitándole la libreta de las manos, la arrojé sobre la acera–. Tú no me quieres de verdad –grité, y eché a andar.

domingo, 19 de marzo de 2017

Susan George y El Chojin

Los que vivimos en lugares remotos nos quejamos con frecuencia de que no disponemos de tanta oferta de actos culturales o espectáculos como la que hay en ciudades más centrales. De hecho, hace unas semanas viajamos a Madrid y planificamos los breves cinco días que allí pasábamos para ocuparlos con varias visitas y asistencia por las noches a varias representaciones teatrales. Por cierto, en casi todos los sitios los aforos estaban a rebosar: somos demasiados y, además, parece que la gente va disponiendo de algo más de recursos y tiene ganas de ver y escuchar, de asistir a espectáculos. También he de decir que me sorprendió el enorme número de turistas que todos los días ocupan la capital, probablemente porque en este viaje yo era uno de ellos (me he criado en Madrid, creo conocer bien la ciudad y voy todos los años al menos un par de veces, pero esta vez iba de otra forma). Me pregunto cuántos de los que llenaban los teatros, las exposiciones u otros espacios en los que estuve eran residentes. Porque a lo mejor, la gran mayoría de los madrileños está embebida en su cotidianeidad monótona y, pese a tener al alcance de la mano una abundante oferta cultural, no la aprovecha. Y es que, algo así aunque sea a escala mucho menor, nos ocurre en esta isla. Desde luego no traen todas las obras de teatro, el número de exposiciones que se organizan es muchísimo menor, pocos son los personajes relevantes que vienen a pronunciar conferencias … Pero, a lo largo de una temporada, si uno está atento a la programación de los distintos centros que hay, sobre todo en Santa Cruz y en La Laguna, tiene la oportunidad de asistir a varios actos de notable interés. Sin embargo, lo normal es que los dejemos pasar, embebidos también en nuestras propias rutinas. Así sucede que poco a poco nos vamos desconectando de lo que ocurre a nuestro alrededor, desperdiciando múltiples oportunidades de enriquecer nuestras vidas; y seguramente a muchos nos pasa esto independientemente de la ciudad en la que vivamos.

Esta semana que hoy acaba, sin embargo, he tenido la suerte de enterarme a tiempo de que algo interesante iba a suceder en Santa Cruz. Fue una absoluta casualidad: me telefoneó una persona a quien quería ver (le había dejado recado hacía unos días y ya pensaba que no me llamaría) y quedamos en vernos la tarde del jueves en los alrededores del edificio central de Cajacanarias (ahora de Caixabank), porque en su auditorio se iba a celebrar el primer debate de un ciclo denominado “Enciende la Tierra” que se celebra anualmente desde 2011 (y yo no tenía ni idea). En esta primera sesión intervenían El Chojín y Susan George. Del primero carecía de toda noticia, pero no así de la segunda, a quien conozco desde principios de este siglo, cuando quedé epatado con la lectura del fantástico Informe Lugano. A partir de ahí rastreé otras obras suyas anteriores y procuré mantenerme al día con las que fue posteriormente publicando (entre ellas la segunda parte del Informe, con el expresivo subtítulo: “Esta vez vamos a liquidar la democracia”). Sin duda, esta mujer, nacida en Ohio en 1934 y que desde los 22 años reside en Francia, contribuyó muy significativamente a mejorar mi comprensión del tramposo y cruel sistema económico del que somos víctimas. También a través de ella conocí la existencia de ATTAC (Asociación por la Tasación de las Transacciones financieras y por la Acción Ciudadana), surgida en Francia para impulsar la famosa tasa Tobin pero cuya labor enseguida trascendió ese objetivo concreto, convirtiéndose en una de las organizaciones más activas (y más pedagógicas) en contra del capitalismo global. Era pues evidente que no podía dejar de asistir a ese acto para verla y escucharla en persona.

En cuanto a El Chojin ya he dicho que no sabía ni que existía; es explicable, ya que se trata de un compositor e intérprete de hiphop, género éste que nunca me ha atraído. El tipo debe andar rozando los cuarenta, aunque parece más joven, por su vestimenta informal, muy en la onda rapera. Lo cierto es que me gustó su charla: primero explicó resumidamente el origen del hiphop (y de elementos vinculados como el graffitti o el breakdance) y defendió que de lo que se tratba era de reforzar la valía individual frente a una sociedad cosificadora. El discurso, al margen de informarme sobre usos culturales ajenos, tampoco es que fuera muy original, pero lo contaba bien, convincentemente, remarcando que, al fin y al cabo, si rascamos en cada uno de nosotros, somos todos casi iguales. De ahí que su mensaje –sabido pero aún así no superfluo– fuera el de rechazo a las identidades grupales (nacionales, raciales, sexuales, religiosas, etc), toda vez que siempre que se remarca cualquiera de ellas se está a la vez despreciando a los que no son como nosotros, los que no se pegan la etiqueta con la que nos identificamos. Me cayó bien, ya digo, tanto que luego, esa noche, pasé un rato oyendo temas compuestos e interpretados por él: no conseguí cogerle el gusto a ese recitado sobre una ritmo machacón, pero sí me parecieron buenas las letras. Ahora, el tío debe tener su gancho, a la vista de la cantidad de público muy joven que llenaba el auditorio de Cajacanarias y le aplaudía con entusiasmo. No pude evitar sentirme un viejales.

En fin, que pasé un rato agradable, enriquecedor y, sobretodo, inesperado (que algo ocurra sin tenerlo previsto da un plus de satisfacción). Los tres próximos jueves hay nuevas sesiones (véase el cartel que ilustra el primer párrafo), y cada una de ellas, a priori, parece sugerente. Así que ya tengo plan para esos días y a ver si estoy más atento a lo que ocurre por este rinconcito atlántico: no es demasiado pero tampoco nada. Como no podía ser de otra forma, el post ha de completarse con un tema de El Chojín, en concreto el titulado Cara sucia, al cual se refirió en su charla.

martes, 14 de marzo de 2017

Provincetown

El primer asentamiento estable de ingleses en América fue el de Jamestown, en Virginia, que se fundó en 1607, a inicios del siglo XVII. Piénsese que prácticamente la totalidad de las ciudades coloniales españolas y portuguesas habían sido ya fundadas durante el siglo anterior, pero también muchas francesas (en Canadá y las Antillas). Para acabar con el contexto temporal, recordemos que en España estamos en los primeros años del reinado del aún joven Felipe III (tenía 29 años) y en Inglaterra todavía llevaba menos en el trono Jacobo (James) I, el primer Estuardo, el que hacía la unión dinástica con Escocia. Recordemos también que la expedición de tres barcos y algo menos de centenar y medio de personas a bordo fue fletada por la London Company, sociedad por acciones bajo los auspicios del nuevo monarca con la intención, precisamente, de establecer asentamientos coloniales en Norteamérica. Es menos conocido, sin embargo, que cinco años antes, en 1602, uno de los tripulantes y fundadores de Jamestown había intentado crear una primera colonia inglesa en los actuales Estados Unidos, más al Norte, en Cape Cod, Massachusetts. Me refiero a Bartholomew Gosnold, personaje casi legendario, protagonista de los mitos fundacionales de los USA. Gosnold nació en Suffolk y se graduó en Leyes en Cambridge; muy joven todavía, con veinticuatro, se casó con Mary Golding, nieta de Sir Andrew Judd, un próspero comerciante que había sido alcalde de Londres y que le permitiría conectar con los empresarios que por aquellos años ansiaban explotar parte del inmenso Nuevo Mundo. Aunque no hay constancia, se supone que en los últimos años del XV debió adquirir experiencia marinera (se conjetura que sirvió bajo el Conde de Essex en sus viajes a las Azores) porque en 1602, con apenas treinta y un años, se le encarga que intente fundar una colonia en la costa de lo que se llamaría Nueva Inglaterra (un territorio cuyos derechos ostentaba el famoso corsario Sir Walter Raleigh, pero por entonces ya había perdido gran parte del favor de la reina quien, en todo caso, moriría al año siguiente).

Gosnold zarpó desde Falmouth, en Cornualles, a bordo de un pequeño bergantín, el Concord, con 32 personas de las cuales 20 eran colonos que habían de asentarse en una nueva población. Llegó a la costa de Maine y navegó hacia el Sur hasta toparse con Cape Cod. La expedición pasó unas semanas explorando esa curiosa lengua de tierra que se dobla en el océano. Entabló relaciones amistosas con los nativos (los Nauset, una tribu de los algonquinos que rondaban los mil quinientos) y acarreó plantas y distintos productos para llevar a Inglaterra. Finalmente, sin embargo, los que iban a ser colonos decidieron regresar y se frustró el asentamiento. Al año siguiente, a las dos semanas de la muerte de Isabel I, otro joven marino, Martin Pring, recorrió el litoral de Maine, New Hampshire y Cape Cod, pero tampoco llegó a cuajar la fundación de ninguna colonia. Luego, en 1606, se formaría bajo los auspicios del nuevo rey Estuardo la ya citada Virginia Company of London, impulsada por el propio Gosnold y varios financieros de la City, que obtendría los derechos de exploración y colonización entre los paralelos 34 y 41 (es gracioso cómo se concedían derechos sobre tierras lejanas en aquellos siglos), lo que ahora son los estados de Maryland, Virginia y Carolina. Massachusetts, incluyendo Cape Cod, pasaría a la compañía rival que se crearía simultáneamente, la de Plymouth, la que fletó el famoso Mayflower con los puritanos, algunos años después (en 1620). Por cierto, aunque no viene a cuento, ya que estoy refiriéndome a los inicios de la colonización anglo de Norteamérica, conviene citar que el primer intento data de la década de los ochenta del XVI, cuando la reina pelirroja concedió a Raleigh una carta para colonizar el territorio con la obligación de fundar un asentamiento. En 1585, Raleigh organizó una expedición a cargo de Richard Grenville que llegaría a construir un fuerte en la isla Roanoke, frente a la costa de la actual Carolina del Norte. Los escasos colonos que se instalaron desaparecieron misteriosamente (John White, que había sido elegido gobernador de la colonia, viajó a Inglaterra a finales de 1587 para pedir ayuda dada la desesperada situación; a su vuelta, en 1590, encontró el asentamiento completamente desierto y sin ningún rastro de sus habitantes).

Pero volvamos a la pequeña península de Cape Cod que, tras el amago de Gosnold (y previamente de Verrazzano), entra con todos los honores en la Historia al ser el lugar donde el 9 de noviembre de 1620 atracó el Mayflower (supongo que más o menos donde desde 1910 se erige el Pilgrim Monument, en la cara Sur del extremo del Cabo). No era éste el destino que aquellos puritanos tenían previsto, querían ir más al Sur, a Virginia o, al menos, a la desembocadura del Hudson (actual NYC). Pero el mar invernal se lo impidió, de modo que los peregrinos se resignaron a asentarse en esa costa. Lógicamente exploraron primero el Cabo, empezando por lo que hoy es Provincetown, pero un mes después, el 21 de diciembre, decidieron asentarse en la costa de enfrente, fundando Plymouth (en recuerdo del puerto inglés del que habían zarpado), que se convertiría en la capital de la colonia del mismo nombre. El extremo del Cabo, lo que hoy es el territorio municipal de Provincetown, gozó desde los inicios de gran prestigio debido a sus caladeros. Por eso, en 1654 el gobernador de Plymouth lo compró a los Nausets y lo convirtió en una especie de área comunal cuyos beneficios (sobre todo por el arrendamiento de derechos de pesca) aprovechaban a la Colonia. En 1691 la Colonia de Plymouth desaparece al integrarse en la nueva Provincia de la Bahía de Massachusetts, y un año después Cape Cod pasa a denominarse Province Lands; el propio nombre consagraba que toda la península era tierra propiedad de la Provincia cuyo destino principal era el de reserva pesquera. Durante el primer cuarto del XVIII se van consolidando lentamente en esa lengua de tierra los que serán los actuales municipios; finalmente en 1727, la Corte General de la Provincia acepta la petición de los habitantes de conformarse como municipio independiente (hasta entonces dependían del vecino de Truro); sin embargo, no se acepta el nombre de Herrington propuesto por los vecinos sino que se les asigna el de Provincetown, para dejar explícito que la ciudad seguía siendo propiedad de la Provincia.

Hasta la Independencia estadounidense, Provincetown mantuvo muy escasa población (hacia mediados del XVIII se describe al pueblo como de solo dos o tres familias estables, dos o tres vacas y entre seis y diez ovejas). Tras la guerra con los ingleses todo el Cabo está arrasado, pero a partir de entonces comienza una firme recuperación, debida principalmente a que es uno de los puertos principales para la pesca de ballenas y a las industrias derivadas de la misma. La actividad ballenera, desde mediados del XIX, atrajo a Provincetown un importante caudal migratorio portugués, mayoritariamente de Azores y de Cabo Verde; hacia 1890 la mitad de la población de Provincetown era de origen luso, aunque ya para esas fechas la caza de ballenas comenzaba a declinar. Sin embargo, también hacia esos años finales del XIX, la población (y también sus vecinas) empezó a ponerse de moda como residencia (temporal o permanente) de escritores y artistas, muy especialmente pintores. Téngase en cuenta que es la época del auge del impresionismo, de la búsqueda de escenarios abiertos, pletóricos de luz y colorido, requisitos que se cubrían sobradamente en Cape Cod. Seguramente, lo que consolidó definitivamente el carácter artístico de la ciudad fue la fundación en el verano de 1899 de la Escuela de Arte de Cape Cod, por Charles Webster Hawthorne. Hawthorne (1872-1930) fue un notable retratista y pintor de paisajes, pero su mayor fama radica precisamente en haber dirigido esta escuela durante tres décadas y haber formado a una multitud de artistas. Además Hawthorne refleja otra característica de la colonia artística de Provincetown: la vinculación con Nueva York y, en concreto, con el Greenwich Village. Una mayoría significativa de los artistas (no sólo plásticos, sino también cada vez más escritores) que veraneaban en Provincetown y otras localidades de Cape Cod residían durante el resto del año en Manhattan. Ya desde el XIX, el Village se había ganado fama de capital de la cultura bohemia americana y de las distintos movimientos vanguardistas y alternativos. Pues bien, entre muchos de estos villagers intelectuales, que no por bohemios eran pobres (más bien con recursos suficientes), se había ido asentando la tradición de desplazarse en verano a Cape Cod.


Nunca he visitado Provincetown, pero he visto la localidad en fotografías y filmaciones y la he repasado con GoogleEarth. Puedo entender el atractivo de ese entorno para los neoyorkinos, un oasis que invita al ocio lánguido. En 1952, al principio de su relación con Adele Morales (vivían juntos pero aún no se habían casado ni la había presentado a sus padres), Norman Mailer fue con ella a pasar el verano en Provincetown. En realidad, habría que decir que fue Adele la que llevó a Norman, porque era ella quien conocía a los pintores y artistas del Village que iban a pasar la temporada estival a ese rincón de Nueva Inglaterra y era Adele la que se convertía en el centro de atención en las numerosísimas fiestas a las que asistía la pareja. Provincetown significó la prolongación de la vida bohemia de Greenwich en un entorno idílico y sin duda enamoró a Mailer, tanto que volvería con frecuencia con Adele y también en los años posteriores; de hecho, en 1986 adquirió una suntuosa vivienda de madera erigida en 1930, con más de 400 metros cuadrados construidos y situada en primera línea de la costa Sur con unas maravillosas vistas hacia la playa y el mar. Por cierto, me entero de que la casa fue puesta en venta en 2013 y comprada en 2015 al precio de 3,1 millones de dólares por Tatiana Von Furstenberg, una aristócrata de origen europeo que se dedica al cine y que parece que le sobra el dinero).

jueves, 9 de marzo de 2017

El cuaderno

Escritor peleando con su joven dama. Caminaban hacia la casa de ella y, según se prolongaba la discusión, sus cuerpos se iban separando.

La joven dama insuflaba energía a la discusión. Elevó la voz, su cabeza y sus hombros se movieron hacia él como para añadir peso a sus palabras, y de pronto se dio la vuelta disgustada, sus tacones golpeando el pavimento en el ritmo exacto que indicaba que estaba furiosa.

El escritor sufría con dignidad. Ponía una pierna delante de la otra, miraba directamente al frente, expresión apenada, sonreía tristemente de vez en cuando y asentía con la cabeza a cada palabra que ella pronunciaba.

“Estoy harta de ti”, gritó la joven dama, “estoy cansada de que te creas tan superior. ¿Qué tienes para creerte superior?”

“Nada”, dijo el escritor con voz muy tranquila, en tono tan suave que sugería que la respuesta habría debido ser “tengo mi santidad, eso me hace superior”.

“¿Alguna vez me das algo?” Pregunta la joven dama y se responde ella misma: “ni siquiera me das la hora. Eres el hombre más frío que jamás he conocido”.

“Eso no es verdad”, sugiere el escritor conciliadoramente.

“¿No lo es? Todo el mundo piensa que eres encantador y amable, todos menos aquéllos que te conocen. Cualquiera que te conozca lo sabe”.

El escritor no se sentía en absoluto indiferente. Le gustaba mucho esa joven dama y no quería verla infeliz. Si bien otra parte de su mente se fijaba en la forma en que construía sus frases, cómo la última palabra de una oración parecía dar impulso para iniciar la siguiente, era capaz de prestar atención a todo lo que ella decía.

“¿Crees que estás siendo justa?”

“Al fin he logrado comprenderte”, dijo ella enfadada, “tú no quieres estar enamorado. Tú solo quieres decir las cosas que se supone que hay que decir y observar los sentimientos que se supone que hay que sentir”.

“Te quiero. Aunque sé que no me crees”, dijo el escritor.

“Eres una momia. No eres más que … una momia egipcia”.

El escritor pensó que, cuando la joven dama se enfadaba, sus metáforas eran, en el mejor de los casos, de escasa inspiración. “De acuerdo, soy una momia”, dijo suavemente.

Esperaron a que cambiara el semáforo. De pie en la acera, él sonreía tristemente, y la tristeza de su rostro era tan completa, tan paciente y tan perfecta, que la joven dama se arrojó a cruzar la calzada, al trote sobre sus altos tacones. El escritor tuvo que correr unas zancadas para alcanzarla.

“Tu actitud ahora es diferente”, continuó ella. “No te preocupas de mí. Quizá antes si lo hacías pero ya no. Cuando me miras no estás realmente mirándome. Para ti no existo. Sabes que haces eso. Desearías estar en cualquier otro lugar, lejos de mí. No te gusto cuando soy antipática. Piensas que soy vulgar. Muy bien, soy vulgar, soy demasiado vulgar para tus refinados sentidos. ¿No es una pena? ¿Piensas que el mundo comienza y acaba contigo?”

“No”.

“¿No, qué?” Gritó ella.

“¿Por qué estás tan enfadada? ¿Es porque sientes que no te he prestado suficiente atención esta noche? Lo siento si ha sido así. No ha sido a propósito. Te amo, de verdad”.

“Oh, me amas; oh, sí, me amas de verdad”, lo decía con una voz cargada de tanto sarcasmo que casi parecía un llanto. “Quizá me gustaría pensar eso, pero te conozco mejor”. Su cuerpo se inclinó hacia el suyo mientras caminaban. “Hay una cosa que tengo que decirte”, continuó con amargura. “Hieres a la gente más de lo que podría hacerlo la persona más cruel del mundo. ¿Y por qué? Te diré por qué. Es porque nunca sientes nada pero haces creer que sí”. La joven dama se dio cuenta de que él no la estaba escuchando y exasperada le espetó: “¿En qué estás pensando ahora?”

“En nada. Te estoy escuchando y desearía que no estuvieras tan alterada”.

En realidad, el escritor se sentía incómodo. Se le había ocurrido una idea y quería apuntarla; le crecía la ansiedad pensando que si no sacaba el cuaderno del bolsillo de su chaleco y anotaba enseguida la idea, la iba a olvidar. Probó a repetirse varias veces el pensamiento para así fijarlo en la memoria, pero sabía que eso no garantizaba nada.

“Estoy alterada”, dijo la joven dama. “Por supuesto que estoy alterada. Sólo una momia no se altera, sólo una momia puede ser siempre razonable y educada, porque las momias no sienten nada. ¿Qué estás pensando?”

“No es importante”, dijo él. Pensaba que si sacaba el cuaderno del bolsillo y lo apoyaba en la palma de la mano, podría ser capaz de garabatear en él un rato mientras caminaban. Y a lo mejor ella no se daba cuenta.

Resultó ser demasiado difícil. Tuvo que detenerse bajo una farola. Su lápiz bosquejaba a toda velocidad un guión nervioso y elíptico mientras sentía a su lado la presión de la presencia de ella. “Crisis emocional agravada por el cuaderno. Joven escritor, novia. Escritor acusado de ser observador, no participante en la vida. Se le ocurre una idea que debe escribir en su cuaderno. Lo hace, y la pelea se intensifica. La chica rompe la relación.

“Acabas de tener una idea”, murmuró la joven dama.

“Mmmm”, respondió él.

“Ese cuaderno. Sabía que sacarías ese cuaderno”, empezó a llorar. “No eres más que un cuaderno”, gritó y empezó a correr por la calle, alejándose de él, sus altos tacones como brillantes tatuajes que se burlaban de sus penas.

“No, espera”, la llamó. “Espera, deja que te explique”.

Pensó el escritor que si estuviera contando este episodio, los matices podrían ser algo distintos. Tal vez debiera enfocarse en que lo que motiva al joven a sacar su cuaderno es que cree que ésa sería la mejor manera de destruir lo que quedaba de la relación. Le pareció una buena idea.

De repente, también se le ocurrió que tal vez esto era justamente lo que había hecho. ¿Habría querido acabar con su propia relación con su propia novia? Consideró la cuestión, orgulloso de no ocultarse nada a sí mismo, por desagradable que fuese.

Pero no, no creía que fuera así, concluyó. A él le gustaba la joven dama, le gustaba mucho y no deseaba que la relación terminara. Sorprendido, se dio cuenta de que ya estaba a casi una manzana de distancia. Empezó a correr persiguiéndola. "No, espera", gritó. "Te lo explicaré, te lo prometo". Y mientras corría el cuaderno rebotaba cálidamente contra su costado, una mascota, un compañero siempre fiel, siempre cariñoso.

Norman Mailer (primeros años 50)

sábado, 4 de marzo de 2017

Hoy recomiendo dos discos

Pues sí, me apetece hacer estas dos recomendaciones, un par de elepés que tienen en común que son de duetos chico/chica y que el estilo musical es el llamado country rock (no me gustan las etiquetas porque, las más de las veces, más que ayudar confunden, pero en fin, lo que conviene saber es que se trata de música rock, sí, pero suavecita, agradable, easy listening que dicen los anglos; vamos que para relajarse mientras se escuchan).

El primero en orden cronológico –aunque lo he descubierto después, hace pocas semanas– se llama So Rebellious a Lover y es el fruto de la colaboración de Gene Clark y Carla Olson. Gene Clark lo conocía desde siempre: uno de los miembros fundadores del mítico The Byrds en los primeros sesenta, grupo que sería embrión de muchas bandas fundamentales del rock norteamericano. Tras dejar los Byrds en 1967, Gene grabó varios discos tanto colaboraciones como en solitario, mientras abusaba de las drogas y el trago, tanto que se machacó la salud y murió en 1991 con solo 46 tacos. Carla Olson es una tejana que, como Janis unos años antes, también se fue a California para hacer carrera en el rock. He de confesar que a esta mujer la tengo poco escuchada, pero me la había encontrado varias veces (sin prestar la debida atención) colaborando con primerísimas figuras, entre ellos, además del mismísimo Bob Dylan, Mick Taylor, Ry Cooder, Eric Clapton, John Fogerty … Parece que mientras Clark estaba trabajando en un futuro disco (que nunca llegaría a publicar) coincidió casualmente con Carla y el flechazo musical fue instantáneo. El resultado es este precioso disco de 1987 y otro en vivo (que yo sepa). Merece mucho la pena

  
Fair and tender ladies - Gene Clark & Carla Olson (So Rebellious a Lover, 1987)


El segundo disco que hoy recomiendo se publicó veinte años después (en 2007) y se llama Raising Sand de Robert Plant y Alison Krauss. Plant no necesita presentación pero, por si me está leyendo algún despistado, aclaro que fue el vocalista de Led Zeppelin y que, tras la disolución de la banda a principios de los ochenta, han mantenido una activa carrera musical sin que hasta la fecha, que yo sepa, se haya retirado (su último disco es de 2014). Krauss, mucho más joven (del 71) y no muy conocida, es una estupenda cantante de bluegrass que empezó siendo poco más que una niña y acumula ya casi una veintena de álbumes. No sé cómo se reunieron estos dos monstruos, quizá intervino el guitarrista T-Bone Burnett, productor del disco y a quien las críticas imputan gran parte de la culpa en esta maravillosa colección de versiones. Entre esas trece hay nada menos que dos composiciones de Gene Clark (la que suena a continuación procede de 1969, del disco homónimo que el ex-Byrd sacó en colaboración con Doug Dillard).

  
Through the morning, through the night  - Robert Plant & Alison Krauss (Raising Sand, 2007)

PS: He subido estos dos álbumes (cada uno de ellos, un archivo comprimido en zip) a Dropbox. Durante unos días podrán descargarse mediante los siguientes enlaces (espero que funcionen):

viernes, 3 de marzo de 2017

Isaac Abravanel y la expulsión de los judíos españoles

El 31 de marzo de 1492, mientras residían en la Alhambra, Isabel y Fernando promulgaron el Edicto de Granada, mediante el cual expulsaban a los judíos de los reinos de Castilla y de Aragón (en realidad fueron dos decretos, uno por corona). Como consecuencia, los judíos pasaron a estar prohibidos en los dos reinos (de Portugal, uno de los principales refugios, los expulsaron poco después, en 1497) y se inició la primera diáspora de los que luego pasarían a llamarse sefarditas. Sobre cuántos fueron los emigrados forzosos no hay consenso, probablemente entre cien y doscientos mil. Ciertamente, bastantes prefirieron convertirse (lo cual no les ahorró, ni tampoco a sus descendientes, vejaciones diversas) e incluso hubo quienes regresaron tras un breve periodo de exilio, cumpliendo el obligado trámite del bautismo público (con presencia de autoridades civiles y eclesiásticas). Así que, para una población que rondaba los cinco millones, en términos demográficos y económicos, la salida de los judíos no fue una gran catástrofe, apenas una crisis pasajera fácilmente pasajera. Digo yo que así habría sido valorado por los muy católicos monarcas, quienes concluirían que los eventuales inconvenientes de la expulsión quedarían suficientemente compensados con los beneficios de la cohesión social basada en la unidad religiosa, pues ésta se supone que era la motivación real de la drástica e injusta decisión política.

Uno de los judíos más notables de la época fue el portugués Isaac Abravanel (1437 – 1508), instalado en Castilla desde 1483 y uno de los más eficaces financieros de los reyes católicos (quienes le debían enormes sumas prestadas para sostener la guerra de Granada). Abravanel, junto con otros poderosos judíos, puso en juego toda su influencia para impedir la expulsión. Cuando pese a sus esfuerzos se promulgó el Edicto, se negó a convertirse (al contrario que otro importante colega, Abraham Senior) y dirigió a los monarcas un último alegato contra aquél, en representación de las comunidades judías. Quiero transcribir dos párrafos de esa carta porque me ha impresionado su fuerza y acierto profético.

"¿Con qué autoridad los miembros de la Iglesia desean ahora quemar la inmensa biblioteca arábiga de este gran palacio moro y destruir sus preciosos manuscritos? Porque es por autoridad vuestra, mi rey y mi reina. En lo más profundo de sus corazones Vuestras Mercedes han desconfiado del poder del conocimiento, y Vuestras Mercedes han respetado sólo el poder. Con nosotros los judíos es diferente. Nosotros los judíos admiramos y estimulamos el poder del conocimiento. En nuestros hogares y en nuestros lugares de rezo el aprendizaje es una meta practicada por toda la vida. El aprendizaje es una pasión nuestra que dura mientras existimos; es el corazón de nuestro ser; es la razón, según nuestras creencias, para la cual hemos sido creados. Nuestro amor a aprender pudo haber contrapesado su excesivo amor al poder. Nos pudimos haber beneficiado de la protección ofrecida por vuestras armas reales y vos os pudisteis haber beneficiado de los adelantos de nuestra comunidad y del intercambio de conocimientos, y digo que nos hubiésemos ayudado mutuamente.

Así como se nos ha mostrado nuestra debilidad, su nación sufrirá la fuerza de un desequilibrio al que Vuestras Mercedes han dado comienzo. Por centurias futuras, vuestros descendientes pagarán por los errores de ahora. Vuestras Mercedes verán que la nación se transformará en una nación de conquistadores que buscan oro y riquezas, viven por la espada y reinan con puño de acero; y al mismo tiempo os convertiréis en una nación de iletrados, vuestras instituciones de conocimiento, amedrentadas por el progreso herético de extrañas ideas de tierras distintas y otras gentes, no serán respetadas. En el curso del tiempo el nombre tan admirado de España se convertirá en un susurro entre las naciones. España, que siempre ha sido pobre e ignorante, España, la nación que mostró tanta promesa y que ha completado tan poco. Y entonces, algún día, España se preguntará a sí misma: ¿que ha sido de nosotros? ¿Por qué somos el hazmerreír entre las naciones? Y los españoles de esos días mirarán al pasado para ver por qué sucedió esto. Y aquellos que son honestos señalarán este día y esta época de la misma manera que cuando esta nación se inició. Y la causa de su decadencia no mostrará a nadie más que a sus reverenciados soberanos Católicos, Fernando e Isabel, conquistadores de los moros, expulsores de los judíos, fundadores de la Inquisición y destructores de inquisitivas mentes de los españoles".

En su respuesta al Decreto, Abravanel enfrenta dos concepciones del ser humano, vinculadas a sendas fes religiosas. Dice Abravanel que, según las creencias judías, la razón para la cual somos creados es aprender, y de ahí la pasión por el conocimiento. Contrapone la actitud religiosa cristiana, protagonizada por la Inquisición y ejemplificada en la voluntad de “quemar la inmensa biblioteca arábiga de este gran palacio moro y destruir sus preciosos manuscritos”. En esos años postreros del siglo XV, este hombre advierte que se está haciendo una elección –rechazar la sabiduría por el poder de la fuerza– que traerá consecuencias terribles al futuro del país. Lo triste es que no erraba, porque España es uno de los países donde más ha prevalecido el orgullo de la ignorancia, el desprecio por el conocimiento, la pasión por destruir el pensamiento. Y ciertamente, el principal aliento en esa nefasta concepción de la vida humana individual y colectiva ha provenido, sin duda ninguna, de la Iglesia Católica. No es así ya, claro (por más que queden rescoldos de añejas intolerancias), pero lo que hemos llegado a ser se debe en altísimo grado a lo que ya denunciaba en 1492 Isaac Abravanel.

En todo caso, no creo yo que la expulsión de los judíos españoles haya sido causa del triste devenir de nuestra historia nacional, sino más bien un síntoma de una enfermedad que ya por entonces padecíamos colectivamente. Pero un síntoma paradigmático, que adquiere categoría de hito, fecha que conviene retener, uno de los brochazos negros de nuestra historia. Es significativo, por otra parte, que desde finales del siglo XVIII (bajo el reinado de Carlos IV) consten continuadas iniciativas para rectificar el Edicto y retomar las relaciones con quienes fueron llamados “españoles de Oriente” y que todos estos intentos caigan en la indiferencia o desprecio oficial. Curiosamente, los dos momentos fundamentales para la “normalización” de los judíos en nuestro país se corresponden con dos dictaduras. En 1924, bajo Primo de Rivera, un decreto ofrece a los sefarditas la posibilidad de convertirse en ciudadanos españoles bajo ciertas condiciones. Éstas eran muy duras por lo que la norma tuvo escaso efecto entre aquéllos para quienes se había promulgado, los judíos del imperio otomano que habían quedado muy desprotegidos al finalizar la Primera Guerra; sin embargo, sirvió para salvar a cientos de sefarditas orientales del exterminio nazi. Durante la primera mitad del siglo XX se habían ido instalando en nuestro país grupos de judíos; en 1950, pese al carácter nacional-católico del régimen, se autoriza a los judíos residentes el ejercicio de su religión en privado. Posteriormente, en diciembre de 1968, con ocasión de la inauguración de la actual sinagoga de Madrid, el Ministerio de Justicia hace oficial la derogación del edicto de expulsión, ¡476 años después de su promulgación!