Crimea y Cataluña
La singularidad geográfica –una península avanzada en el Mar Negro y conectada por un estrecho istmo al continente– ha hecho de Crimea un territorio singular en el que sus habitantes han desarrollado a lo largo de los siglos una fuerte conciencia de identidad. No fue sino hasta finales del siglo XVIII, bajo el gobierno de Catalina la Grande, que la península fue incorporada al imperio ruso, arrebatada del dominio turco y trasladada a la esfera occidental, con todos los matices que queramos en lo que se refiere a la occidentalidad de los rusos. Al constituirse la URSS (1921), Crimea se convierte en una república autónoma, aunque integrada en la República Socialista Federativa Soviética de Rusia. Stalin se cepilló la autonomía después de la Segunda Guerra Mundial (también de paso a numerosos tártaros) y pocos años después, en 1954, siendo secretario general del PCUS Nikita Jrushchov (muy vinculado a Ucrania), Crimea fue cedida a esta Republica. Se trataba de una decisión poco más que meramente administrativa; al fin y al cabo, el Estado común era la Unión Soviética. La disolución de la URSS supuso, como es sabido, la independencia de las quince repúblicas que la conformaban –entre ellas Ucrania– cada una con los límites territoriales de la administración soviética. Ahora bien, en el nuevo estado ucraniano, Crimea gozaba de un régimen de autogobierno (reconocido en 1991 y limitado pero no suprimido en 1998). En términos étnicos –no me gusta nada esta referencia pero es obligada– la mayoría de Crimea era (y sigue siendo) rusa así como es el ruso el idioma más hablado. No obstante, parece que durante las dos primeras décadas de vida de Ucrania, los habitantes de Crimea no se sintieron incómodos como parte del nuevo estado.
Sin embargo, las cosas se pusieron feas en 2013, a partir del Euromaidán (las manifestaciones europeístas de Kiev) y la posterior abolición de la ley de lenguas cooficiales, interpretada en Crimea como un intento de “ucranizar” la península. Durante los primeros meses de 2014 hubo varios incidentes en Crimea en contra del gobierno de Kiev que derivaron rápidamente hacia proclamas secesionistas. El 6 de marzo el Parlamento de Crimea aprobó por unanimidad la futura anexión a Rusia en calidad de república federada y la celebración de un referéndum. Naturalmente, ese referéndum fue declarado ilegal por las autoridades ucranianas. No obstante, el 16 de marzo se celebró el plebiscito en el que se hacían dos preguntas: la 1, si se estaba a favor de la unificación de la península de Crimea con Rusia como sujeto de la Federación; la 2 si se estaba a favor de la restauración de la constitución de Crimea de 1992 y del estatus de la península de Crimea como parte de Ucrania. Según las autoridades de Crimea, la participación fue del 83% y ganó la primera opción con la abrumadora mayoría de casi el 97% de los votantes. El 17 de marzo, a la vista de los resultados, el Parlamento de Crimea declaró el «Estado soberano independiente República de Crimea» y votó su anexión a Rusia. El mismo día, Putin reconocía la independencia.
Lo acaecido en Crimea hace unos años y que acabo de narrar me pasó desapercibido en su momento. Ahora, con motivo de que la crisis ucraniana ha adquirido absoluto protagonismo mediático, me ha picado la curiosidad de bucear en unos antecedentes cercanos que tengo la sensación de que no fueron suficientemente informados por los medios occidentales. Al hacerlo, me ha llamado la atención las marcadas similitudes entre el proceso separatista crimeo y el catalán. De hecho, el llamado “procés” empezó en diciembre de 2012 cuando Artur Mas y Oriol Junqueras acordaron celebrar una consulta de autodeterminación en Cataluña; de modo que es bastante contemporáneo de la crisis de Crimea. Sin embargo, entre el aluvión de argumentos que usaron los independentistas catalanes para justificar el derecho de autodeterminación, no recuerdo que alguna vez se hiciera referencia a Crimea. Obviamente, no interesaba mencionar una situación motivada en gran medida por el antieuropeísmo y en la que los que apoyaban eran los malvados rusos (en cambio, Putin no tuvo inconveniente en “apoyar” el procés justamente porque le convenía debilitar a Occidente y defender el derecho de autodeterminación de Crimea). Tampoco durante estos años ni ahora en la crisis bélica he escuchado a ningún líder catalán justificar o al menos empatizar con los movimientos independentistas en las regiones prorusas de Ucrania. Mucha hipocresía.
Pero, sobre todo, lo que más llama la atención es que cuando insistían en que el derecho de autodeterminación estaba reconocido internacionalmente (interpretando sesgadamente resoluciones de naciones unidas, como ya conté en este post) nunca se refirieron a la Resolución 68/262 sobre la integridad territorial de Ucrania, aprobada por la Asamblea General el 27 de marzo de 2014, apenas diez días después de que el parlamento de Crimea declarase la independencia. En esa Resolución se declara que, debido a que “el referendo celebrado en la República Autónoma de Crimea y la ciudad de Sebastopol el 16 de marzo de 2014 no contó con la autorización de Ucrania” no tiene validez y, por tanto, “no puede servir de base para modificar el estatuto de la República Autónoma de Crimea o de la ciudad de Sebastopol”. De la existencia de esta Resolución me acabo de enterar, pero sin duda Puigdemont y sus colegas la conocerían de sobra cuando convocaron y celebraron el referendo del 1 de octubre de 2017. Es decir, sabían perfectamente que, al no contar con la autorización del Estado español, dicho referéndum habría de ser declarado nulo por Naciones Unidas (ni siquiera hizo falta). ¿Empujaban a los catalanes por una vía sin salida o alguno de ellos pensaría –no sin motivos– que la legalidad internacional es flexiblemente adaptable a los intereses de cada momento? En todo caso, lo cierto es que de ese plebiscito crimeo no se habló durante el tumultuoso periodo del secesionismo catalán.