domingo, 8 de octubre de 2017

Autodeterminación de los pueblos (2)

Según el DRAE, autodeterminación es la capacidad de un sujeto para decidir algo por sí mismo. Determinar, en la acepción que viene a cuento, significa decidir, y auto es el prefijo griego que dirige la acción verbal al propio sujeto. Así que, en mi opinión, sería más correcto definir autodeterminación como la capacidad de un sujeto de decidir sobre sí mismo; o sea, no cualquier cosa, sino aquéllas que atañen a su propio ser. Corregido así, cuesta poco admitir que todas las personas deberíamos tener derecho a la autodeterminación, derecho a decidir sobre lo que nos atañe directamente. La más evidente negación de este derecho es la esclavitud, pero sin llegar a este extremo, con distintos y variados argumentos, es una evidencia que muy pocos tienen la capacidad plena de decidir, por más que se nos reconozca el derecho teórico. Sin necesidad de que haya coerciones formales en nuestro entorno social (como, por ejemplo, la institución del matrimonio concertado), lo cierto es que, si somos honestos con nosotros mismos, verificaremos que el devenir de nuestra vida en muy escasa proporción ha sido resultado del ejercicio de nuestra autodeterminación, de nuestras decisiones libres y conscientes. De todos modos, bueno es que, aunque no lo ejerzamos plenamente, en nuestros tiempos y en nuestras sociedades se nos reconozca ese derecho a decidir por nosotros mismos nuestro futuro, siempre, claro está, que tales autodecisiones no dañen o menoscaben los derechos de los otros. Pero estamos hablando de individuos, desde luego; si hablamos de derechos de los pueblos la cosa se complica.

A mi modo de ver, cualquier derecho cuyo sujeto sea un colectivo sólo se puede justificar como extensión necesaria del derecho que radica en los individuos que forman dicho colectivo. Así, el derecho de autodeterminación de un pueblo derivaría del derecho individual a decidir la organización de la convivencia, a insertarse y participar en un grupo social. Como este derecho exige necesariamente un ente colectivo (llamémosle pueblo), se pasa a considerar, con no demasiado rigor, que ese colectivo es el sujeto titular del derecho. Como es sobradamente sabido, la eclosión jurídica de los derechos de autodeterminación de los pueblos surge en el marco de los movimientos descolonizadores en los sesenta. A estas alturas supongo que es bastante fácil aceptar que los habitantes autóctonos de una colonia, separada territorialmente de la metrópoli y que no gozaba de los mismos derechos políticos que los de aquélla, podían considerarse, colectivamente, sujeto del derecho de autodeterminación; es decir, se les reconocía el derecho a decidir cómo organizarse políticamente (si querían constituirse en estado soberano). A este respecto, conviene hacer notar que, nada más proclamarse el derecho como tal (resolución 1514 de Naciones Unidas, de 14 de diciembre de 1960), la Asamblea General se creyó en la obligación de aclarar cómo se discernía si un “territorio” estaba en situación colonial y, por lo tanto, sus habitantes tenían la consideración de pueblo, sujeto del derecho a la autodeterminación (resolución 1541 de 15 de diciembre de 1960). Así, establecieron tres condiciones: que el territorio estuviera separado geográficamente del país que lo administra, que es distinto de éste en sus aspectos étnicos y culturales y, por último (last but not least), que las relaciones entre la metrópoli y el territorio son tales que hacen que los habitantes de éste se encuentren colocados en situación de subordinación respecto del Estado.


Es manifiesto que Cataluña no cumple las tres condiciones anteriores y, por tanto, no debe entenderse como pueblo en la acepción de las dos resoluciones citadas de Naciones Unidas (y, posteriormente, en el artículo 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos). Justamente para evitar interpretaciones extensivas del derecho de autodeterminación de los pueblos, en su Resolución 2625 de 24 de octubre de 1970, Naciones Unidas aclara que ninguna de las disposiciones relativas a la autodeterminación de los pueblos ha de entenderse “en el sentido de que autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos antes descritos y estén, por tanto dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivo de raza, credo o color”. Se trataba de evitar que cualquier región histórica de un Estado constituido y democrático reclamara el derecho a la autodeterminación. Piénsese que, en el sentido amplio de pueblo, hay multitud de grupos con suficiente individualización colectiva (histórica, étnica, cultural) dentro de los Estados constituidos. Unos cuantos –no todos, tampoco Cataluña– se agrupan en la UNPO (Unrepresented Nations & Peoples Organization). En Europa, por ejemplo, están Bretaña, Savoya, Trieste, Kosovo y Cameria (de este territorio nunca había oído hablar), pero es obvio que faltan muchas otras regiones que mantienen desde hace mucho reivindicaciones soberanistas (además de las españolas, Escocia, Córcega, Baviera, etc). Obviamente, si se admitiera el derecho a la autodeterminación a estos pueblos, se generaría una fragmentación exagerada del actual sistema político, sin que se pueda asegurar que dicho proceso contribuyera a aumentar los derechos políticos y civiles de las personas.

No debe olvidarse que la clave del asunto está precisamente ahí. Si un pueblo tiene derecho a la autodeterminación es porque en las condiciones actuales sus habitantes no pueden ejercer sus derechos civiles, como era el caso de las colonias africanas y asiáticas de los países europeos. Los independentistas catalanes insisten en la cantinela propagandística de que los ciudadanos de una Cataluña independiente gozarán de mayores y mejores derechos que en la España actual, aunque no dan ningún argumento para convencernos de ellos. En realidad, la división del mundo en entidades políticas soberanas de la dimensión de Cataluña nos remite a la Edad Media (y más a la Alta que a la Baja) y no parece que, por mucha literatura nostálgica que se le eche, aquella fragmentación contribuyera en nada a mejorar la situación civil de las personas. Más bien yo tiendo a pensar lo contrario, y como prueba histórica recordemos que durante el siglo XIX los movimientos secesionistas en Europa venían alentados desde las posiciones más retrógradas (por ejemplo, el carlismo en España, que tanto apoyo concitó –“casualmente”– en Cataluña y el País Vasco. La Historia parece enseñar que en la mayoría de los casos los movimientos nacionalistas (secesionistas o no) suelen obedecer a intereses de los poderosos, de las élites dominantes o, dicho de forma muy simplificada, son de derechas (he de dedicar una entrada al tratamiento de los pueblos y naciones desde la izquierda). Esta intuición mía ya ha sido ratificada por organismos internacionales; por ejemplo, el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial, en su Recomendación general nº 21 (1996), sostiene que “toda fragmentación de los Estados iría en detrimento de la protección de los derechos humanos y del mantenimiento de la paz y la seguridad”.

En fin, que creo que es bastante evidente que, en contra de lo que a cada rato aseguran los independentistas catalanes, el Derecho Internacional no reconoce el derecho a la autodeterminación de todos los pueblos, sino sólo de aquéllos “pueblos” que cumplen ciertas condiciones para ser considerados “pueblos” en la acepción restrictiva de titulares de ese derecho. Estamos ante un problema de ambigüedad semántica (interesada, como casi todas las ambigüedades). Cuando Puigdemont y sus muchachos dicen que Cataluña es un pueblo usan el término con un significado que no es el mismo que el del artículo 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Los pueblos que tienen derecho a la autodeterminación son aquéllos que están separados territorialmente del Estado al que pertenecen, caracterizados por ser cultural y/o étnicamente distintos de aquél, y cuyos habitantes se encuentran subordinados al Estado. Concedamos que Cataluña es un pueblo, pero en sentido amplio, no en el restringido de las normas internacionales; por tanto, Cataluña no es sujeto del derecho a la autodeterminación (como no lo son Bretaña, Córcega, Baviera, etc). Ahora bien, una cosa es que jurídicamente me quede bastante claro que no existe tal derecho, y otra que de ello concluya que los catalanes no puedan ejercer el derecho a la autodeterminación. Al fin y al cabo, el derecho, en el fondo, no vale más que como excusa justificativa (tanto para hacer algo como para impedirlo) que rara vez en la Historia ha impedido que ocurran las cosas. Sigo pensando que si los estrategas del procés consiguen que un porcentaje muy significativo (bastante mayor del actual) de la población catalana esté convencida de que Cataluña es un pueblo que tiene derecho a constituirse en un Estado independiente y quieran que eso suceda, será muy difícil, casi imposible, que se mantenga la indisoluble unidad de España. Y, por las buenas o por las malas, se cambiará el marco jurídico para recoger la nueva realidad.

2 comentarios:

  1. Buena conclusión. Sobre si Cataluña es o no un pueblo según la definición dada en algunos casos pro el Derecho Internacional, pues la verdad es más simple: les importa un pepino. Una de las características del posmodernismo es que la autoidentificación lo trasciende todo: en otros tiempos, existía la idea de que más o menos uno se ajustaba a los términos ya existentes, que eran creación bien del pueblo, bien de algunos genios, literarios o no. Para el posmoderno, como en el fondo es una especie de narcisista es él quien de autoidentifica: si un independentista dice que es un pueblo según el DI, no es él quien se equivoca, sino DI por no tener en cuenta sus deseos.

    Lo veo continuamente por Twitter por otros asuntos y empieza a dar miedo...

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    1. Coincido contigo, les importa un pepino, en efecto. Se trata simplemente de acumular razones que convengan; si no convienen, se descartan.

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