sábado, 31 de agosto de 2013

Mi amigo el del jazz

Nos conocimos en el instituto. Él quería ser escritor y yo siempre tenía sueño. Con frecuencia me dormía en las clases de literatura mientras mi amigo discutía con el cura la pertinencia de sus disparatadas teorías combinatorias en los análisis sintácticos. Ese cura murió entre delirios paranoicos y mi amigo tuvo que confesarse un viernes por la tarde. Anécdotas adolescentes, como la de aquella vez que rompimos el cristal de la sala de profesores y fue él quien cargó con las culpas, tres días expulsado y pagar los desperfectos. Coincidió con la fiesta de la Virgen del bazo, patrona del colegio. Mi amigo me llamó; había quedado con dos chicas.

Una de ellas era pelirroja, pecosa y con carita infantil; la otra tenía aparato dental pero mejores tetas. Pronto se agotó la conversación y mi amigo enredó la lengua entre los hierros. Yo me fui con la pelirroja; era más bonita aunque tampoco a ella le interesaba la literatura. Pensaba empezar arquitectura y me convenció sin apenas hablar. La tarde y la noche fueron muy breves. Al final, los cuatro muy borrachos, mi amigo se enfadó conmigo. No me importó demasiado porque ya tenía demasiado sueño.

El jazz lo conocía de siempre pero hasta esa reunión no le había prestado atención. Había dudado en ir: cierta inquietud pero también curiosidad ansiosa. Mentiras a sus padres y nerviosismo al llegar al apartamento de Rafo. Mi amigo, diecisiete años, se vio ridículamente crío en ese ambiente de universitarios que ya tocaban la veintena. Diálogo de saxo y trompeta que tiene a todos pendientes en reverencial silencio. Alboroto de percusión acelerada y de nuevo esos cuatro pulmones casi inagotables. Estirada en el sofá una chica morena cuenta de música mientras su pie vigila el ritmo.

La marihuana pasó hacia Rafo. Mi amigo piensa que nunca ha fumado y que no debería y que todos se dan cuenta y que es un chiquillo ... La espuma blanca parece querer rebosar el vaso y Rafo aspira y sigue con su rollo de la importancia de los símbolos y sus dedos pulgar e índice llegan hasta mi amigo. Huele bien y chupa, aspira con respeto, no desperdicies la yerba, oye; mi amigo tose. Sigue el jazz y el humo, pasa el tiempo. La del sofá se acerca, de qué conoces a Rafo, le pregunta, a él ya no le importa tanto parecer un crío. La boca de ella se acerca segura, una mano le despeina pero el pie sigue llorando a la percusión que quiebra agudos. Mi amigo se deja hacer, las ideas se le adormecen y nota el cuerpo caliente junto al suyo y la mano de la cintura acaricia en su ascenso bajo la ropa.

Te tienes que ir, se ha dado cuenta, vamos, puedo acercarte. En el cassette del coche de nuevo jazz. De pronto el patinazo, el grito asustado de ella, la vuelta de campana. Todo es negro y quietud. Un terrible escozor en el ojo izquierdo anegado de lágrimas ácidas, una aguja infinitamente afilada que espiraliza su intensidad. El dolor se vuelve acuciante y mi amigo deja de pensar y sólo siente. La espiral sigue retorciéndose en ascensión vertiginosa y surge el asombro al comprobar que aún más es posible. Por un instante sabe desde el convencimiento del cuerpo que ha llegado el final e imagina que el veneno que fluye desde sus ojos le ha corroído todo el cuerpo. Muchos colores chispeantes e inverosímiles en órbitas elípticas destacándose sobre una luz negra brillante que vibra a extrema velocidad. Y luego nada; y también todo, porque tantas nadas cesan. El jazz se convierte en silencio.

No lo volví a ver hasta varios años después. Había acabado filología hispánica y publicado su primer libro, relatos cortos siempre con el jazz de fondo. Me presentó a Verónica, su compañera, y pensé que no era justo que no pudiera ver tanta belleza. Me hablaron del accidente, de la larga recuperación compartida, de ilusiones y esperanzas. Esa noche fuimos los tres al Café Central, a escuchar a un trío de jazz, claro. Tocaron de vicio.

   
All blues - Miles Davis (Kind of Blue, 1959)

domingo, 25 de agosto de 2013

Petróleo, recurso natural "público"

El Consejo de Ministros del viernes 21 de diciembre de 2001, a propuesta del Ministro de Economía, un tal Rodrigo Rato, aprobó el Real Decreto 1462/2001 en virtud del cual se le otorgaban a Repsol Investigaciones Petrolíferas, por un periodo de seis años, nueve permisos de investigación de hidrocarburos en el Atlántico frente a las costas de Lanzarote y Fuerteventura. Se trata de nueve ámbitos colindantes que conjunto conforman una superficie de 616.105 hectáreas, más o menos la extensión de las cuatro islas mayores del archipiélago (Tenerife, Fuerteventura, Gran Canaria y Lanzarote). El Cabildo Insular de Lanzarote y la agrupación insular del Partido Socialista Canario de la misma isla interpusieron sendos recursos contenciosos-administrativos contra este Real Decreto y el Tribunal Supremo, en sentencia de 24 de febrero de 2004, los estimo en parte anulando el referido Decreto en cuanto se refiere a la autorización otorgada a las labores de investigación proyectadas correspondientes a los años tercero a sexto de su programa. Poco después de esta sentencia se celebraron las elecciones generales que llevaron al gobierno al PSOE y el asunto de las prospecciones parece que quedó aparcado durante las dos siguientes legislaturas. Vuelto el PP al poder se reactiva y el 16 de marzo de 2012, menos de tres meses después de la constitución del nuevo gobierno, el Consejo de Ministros, a propuesta del Ministro de Industria, Energía y Turismo, el grancanario José Manuel Soria, aprueba el Real Decreto 547/2012 que viene a convalidar el de once años antes por el simple procedimiento de introducir unas escuetas modificaciones que exigen a Repsol llevar a cabo una serie de medidas, planes y estudio medioambientales. El Cabildo de Lanzarote y ahora también el Gobierno de Canarias presentan escritos al Tribunal Supremo suplicando que se declare la nulidad del nuevo Real Decreto por entender que era contrario a la Sentencia y se había dictado con la finalidad de eludirla. Sin embargo, mediante Auto de 4 de junio de 2012, el Supremo desestima estas pretensiones y, consecuentemente, la autorización a Repsol para llevar a cabo las prospecciones en las aguas cercanas al archipiélago mantiene su validez. La empresa "española", en cumplimiento de los nuevos condicionantes, redacta el preceptivo Estudio de Impacto que ahora mismo está en información pública (lo he conseguido de la web del Cabildo de Fuerteventura, porque parece que el Ministerio no lo está publicitando demasiado). Naturalmente, la reactivación de este asunto ha generado una fuerte polémica y agitación social en Canarias, muy en especial, lógicamente, en las dos islas orientales, en las que la oposición a estas actuaciones es muy mayoritaria. Frente al malestar de gran parte de la ciudadanía, el gobierno del PP vuelve a exhibir su acostumbrada impermeable arrogancia. El tema, como siempre, sirve para alimentar el demagogizado debate político que solo redunda en desinformación. Ya veremos cómo sigue.

A raíz de este asunto he querido enterarme un poco de cómo funciona. El régimen básico viene conformado por la Ley 34/1998 del sector de hidrocarburos que, en su artículo 2, establece que los yacimientos de hidrocarburos y almacenamientos subterráneos existentes en el territorio del Estado y en el subsuelo del mar territorial y de los fondos marinos que estén bajo la soberanía del Reino de España son bienes de dominio público estatal. Legalmente pues, el petróleo que pudiera haber en los fondos marinos frente a Canarias no es canario sino español, lo cual no es de extrañar ya que la legislación no hace sino concretar para los hidrocarburos el régimen general de los recursos mineros. Otra cuestión curiosa que deriva de este artículo preliminar es que los presuntos recursos petrolíferos no se sitúan en fondos marinos bajo la soberanía del Reino de España (mar territorial) sino, en todo caso, bajo las aguas de la zona económica exclusiva. Pero esto es peccata minuta porque, al fin y al cabo, la Convención del Mar reconoce a los Estados ribereños derechos de soberanía para los fines de exploración y explotación de los recursos existentes en esas aguas y bajo las mismas. Aún así, la cuestión puede plantear algún que otro problema por las posición marroquí que, tengo entendido, no reconoce que el Estado Español pueda trazar desde Canarias una línea para deslindar nuestra zona económica exclusiva de la suya (parece que sólo admite la soberanía española sobre las aguas interiores del archipiélago). De otra parte, si hay un bolsón de petróleo ahí debajo (que dicen que sí) me temo que no está dividido por una barrera coincidente con la separación entre los dominios de ambos estados (eso, asumiendo que el Sahara no es ni nunca será un estado y, por lo tanto, la aguas colindantes son de Marruecos), con lo cual el recurso que se explotará será del que lo extraiga primero. No es casualidad que éste sea un argumento muy repetido por el ministro Soria y que aparece hasta en el Estudio de Impacto Ambiental, cuando al describir la alternativa cero dice textualmente con una neutralidad admirable: "la no realización del proyecto eliminaría, como es lógico, cualquier posible impacto ambiental sobre el medio receptor, pero impediría, a su vez, determinar la presencia de hidrocarburos en la cuenca y la confirmación de que su explotación puede ser viable. Se perdería de esta forma la oportunidad de explorar por primera vez esta área desde la zona económica exclusiva de España, sin que ello signifique de ningún modo que la zona va a seguir inexplorada." Y añade en nota a pie de página para aviso de navegantes: "En la actualidad existen varios proyectos de perforación exploratoria en trámite desde el lado del Reino de Marruecos".

Volviendo al punto clave: si hay petróleo bajo el suelo o el mar español, pues es español. Nada nuevo, claro. Tengo entendido que éste es el criterio general en cuanto a la propiedad de los recursos naturales. De hecho, uno de los motivos de la existencia de los estados es justamente la apropiación pública (?) de los recursos que hay dentro de sus fronteras. Desde luego, me parece una aberración pero así está montado el mundo desde casi siempre, pese a que a estas alturas deberíamos estar ya más que convencidos de la barbaridad suicida de admitir la soberanía de los estados sobre las riquezas naturales que, de pertenecer a alguien (que no), sería al conjunto de la humanidad actual y futura. Pero claro, reclamar algo así es de una ingenuidad desmesurada, tanto como imaginar que fuera posible una administración mundial de los recursos naturales desde criterios de prudencia. Los más cínicos sostienen que, aunque imperfecta, esa gestión global existe y se llama mercado. En la práctica se traduce en reconocer que el petróleo pertenece al estado en cuyo subsuelo se encuentra siempre que permita su explotación y distribución, que si no ya se ocupan los de siempre de obligarle a hacerlo a la fuerza, aunque haya que inventar alguna excusa justificativa (por ejemplo, las armas de destrucción masiva). Este es el sistema y habrá que acatarlo; aprovechemos nuestros recursos si no queremos que se los succionen los moros desde su lado. Ahora bien, la Ley establece que es del Estado algo que ni siquiera sabe si existe y mucho menos en qué cantidades. Tampoco es tan ilógico; es como si yo fuera propietario de una gran mansión en la que nunca he entrado (herencia de un tío millonario) y, por lo tanto, ignoro los bienes que hay en su interior y que también son míos. Lo gracioso viene ahora: que como soy un poco perezoso para ir hasta allí y ponerme a hacer inventario, ofrezco a quien quiera que lo haga él y se quede con lo que encuentre de valor. Si lo cuento, dirían que me falta un agua y, sin embargo, así es como funcionan en España (¿en todo el mundo?) las prospecciones y posteriores extracciones de hidrocarburos. Una empresa (llamémosla Repsol) sospecha que bajo el mar español hay petróleo y le pide al Estado que le otorgue un permiso de exploración. El Estado, después de preguntar si hay algún otro a quien también le interese investigar en la misma zona y que le ofrezca garantías de seriedad (parece que no suele haberlo), va y se lo concede. Si la empresa (llamémosla Repsol) encuentra petróleo resulta que tiene el derecho a quedárselo. ¿Paga algo al Estado por apropiarse de un recurso público? Pues no. Sí que tiene que abonar una garantía que responda de las obligaciones de inversión a que se compromete, pero eso nada tiene que ver con pagar por el recurso. La Ley lo dice bien clarito: la concesión de explotación de yacimientos de hidrocarburos confiere a sus titulares el derecho a realizar en exclusiva la explotación del yacimiento en las áreas otorgadas por un periodo de treinta años, prorrogable por dos periodos sucesivos de diez. Y por si queda alguna duda, ese mismo artículo 24 añade: los titulares de una concesión de explotación de yacimientos de hidrocarburos podrán vender libremente los hidrocarburos obtenidos".

La justificación es que los costes de la investigación son muy altos, con el gran riesgo de no encontrar nada (según Javier Moro, un alto directivo de Repsol, la tasa de éxito en los sondeos de esta empresa es del 30%). Así, para compensarlos, el Estado "regala" la titularidad de los hidrocarburos. La verdad no me convence el argumento; estoy seguro de que no sería nada difícil aplicar otras fórmulas menos dilapidadoras de los "recursos nacionales". En el fondo, sospecho que la razón es más de orden ideológico en sintonía con el neoliberalismo prevalente: todo lo que es susceptible de generar riqueza ha de privatizarse para alimentar el mercado (no así, naturalmente, los costes no computables denominados externalidades). La riqueza la crean las empresas privadas (la administración pública sólo gasta) y luego, mediante el sistema fiscal, parte de ésta va a financiar las necesidades públicas. Javier Moro, en una larga entrevista internáutica del 19 de abril del año pasado, nos informa de que las empresas mineras se dejan más del 85% del precio del petróleo en gastos e impuestos (en impuestos será, como mucho, un 30%); así que hemos de estarles agradecidos; y de paso explicarles a los argentinos y otros sudamericanos lo buena gente que es Repsol y el bienestar que lleva a los sitios donde interviene. En fin, reconozco que mi ignorancia sobre cómo funciona en este país (¿y en el resto?) la explotación de los hidrocarburos era muy grande. Y reconozco además que mi ingenuidad también lo era porque, una vez enterado del sistema, se me antoja escandaloso. Me pregunto en todo caso cuál será el porcentaje de españoles que sepa estos principios básicos de nuestra legislación en materia de hidrocarburos, porque me atrevo a aventurar que no es significativo. Sin duda, a los más de quienes lo sepan no les escandalizara en absoluta el sistema de privatizar por nada los recursos públicos, pues probablemente estarán desde hace tiempo al tanto del cotarro. Ahora bien, me gustaría conocer la reacción emocional de esa gran mayoría que presumo que ignora estas cuestiones, aunque sólo sea para convencerme de que no soy un bicho raro.

   
If you need oil - Randy Newman (12 Songs, 1970)

PS: La Ley del sector de Hidrocarburos establece que las superficies de los permisos de investigación tendrán un máximo de 100.000 hectáreas. Por esa razón, las prospecciones en Canarias concedidas a Repsol son 9 permisos, cada uno sobre una cuadrícula, ninguna de las cuales alcanza esa superficie máxima. El que sean colindantes y que, justamente por ello, el Real Decreto que otorga la concesión imponga un programa de trabajos e inversiones sobre el conjunto de las más de 600.000 hectáreas, ¿no se asemeja demasiado a un fraude de ley?
 

jueves, 22 de agosto de 2013

Hansel y Gretel (6)

Toca ya hablar de la bruja, la malvada del cuento, quien –como ya he señalado– ha de identificarse con la madre/madrastra. Una misma persona, pues, es la que fuerza el abandono de los niños para luego apresarlos e intentar comérselos. ¿Se trataría de un plan premeditado? Una mujer se casa con un pobre leñador y le da o adopta sus dos hijos (ya comenté que, en el fondo, es indiferente que fuera la madre natural o una segunda esposa). La mujer es bruja y en el corazón del bosque tiene su guarida hecha de golosinas para atraer a los incautos infantes, porque sabido es que las brujas necesitan niños como materia prima para sus numerosas prácticas de magia negra. Pero ya hace bastante tiempo que no le llegan incautos a su trampa y se está quedando sin provisiones, así que convence al marido para arrojar a sus propios hijos en la espesura confiando que éstos llegarán inocentemente a su morada secreta. Para asegurarse de ello cuenta con la ayuda de un pajarillo blanco como la nieve que, cuando los niños llevaban ya tres días y estaban a punto de desfallecer de hambre, llama su atención mediante melodiosos trinos, para luego guiarles hasta la pequeña casa en cuyo tejado se posa. Desde luego, ese pájaro tan encantador era en realidad un cuervo negro como el pecado, que tales son siempre las mascotas aladas de las brujas; cambiarlo tan radicalmente de apariencia es un truco sencillo al alcance de cualquier hechicera primeriza (esta información la aporto yo porque a los Grimm se les olvidó detallarla en el cuento).

La bruja era viejísima y tullida (se apoyaba en una muleta). Tópico recurrente éste de presentar a las brujas de los cuentos como ancianas y con defectos físicos propios de la edad, por oposición a sus contrafiguras, las hadas, siempre jóvenes y hermosas. Proviene, supongo yo, de la asociación natural entre fealdad y maldad, de la concepción religiosa del mal como algo que corrompe y degrada. Sin embargo, lo que se afea en los malvados es el alma, no el cuerpo; baste recordar que el padre del mal, Lucifer, era el más bello de los ángeles. De hecho, la belleza física siempre era motivo de desconfianza para los moralistas ya que se consideraba la apariencia preferida del mal; y, por supuesto, la forma más amenazadora era la de una mujer guapa, paradigma de la tentación pecaminosa. Quizá por ello una bruja más "adecuada" sea la madrastra de Blancanieves, la mujer más bella del país; sin embargo, también ésta toma la apariencia de una anciana cuando decide ejercer sus artes de bruja contra la ingenua adolescente. La explicación radica obviamente en que los cuentos muestran la imagen simbólica de los personajes y, por tanto, los malvados son feos porque feas son sus almas ensuciadas por el pecado. Cuestión distinta es la eficacia pedagógica de este recurso, porque no creo yo que los niños sean muy capaces de distinguir sutilmente entre las apariencias de cuerpo y espíritu. Supongo que la abundancia de viejas brujas en los cuentos infantiles habrá tenido como efecto en multitud de niños el rechazo hacia las ancianas que los visitaran ocasionalmente (mi propia hermana estuvo una temporada convencida de que nuestra abuela paterna, para colmo madrastra de mi padre, era una bruja, y cada vez que venía a casa la cría se escondía aterrorizada). En todo caso, no está de más recordar que, al menos en su origen, los cuentos de hadas no se dirigían al público infantil; y, de otra parte, hasta épocas muy recientes, atemorizar a los hijos se consideraba un conveniente recurso educativo.

Brujas ha habido desde siempre, ejerciendo sus artes mágicas al margen del sistema y, por tanto, siempre proscritas. La diosa de la hechicería fue Hécate, incorporada por los griegos desde tierras de Asia Menor y nunca del todo encajada en el panteón. Podemos suponer que uno de los efectos de la masculinización del orden social fue la apropiación por los varones (sacerdotes) de las relaciones con lo sobrenatural. Quedarían sin embargo, en el marco de las religiones oficiales, ámbitos no cubiertos, puertas prohibidas al inframundo de los espectros que mayoritariamente serían transitadas por las excluidas mujeres. La propia Hécate resultaba una figura incómoda, los propios olímpicos recelaban de ella y a la vez le guardaban un prudente temor, que alcanzaba a sus protegidas como la terrible Medea, sin duda la bruja más famosa entre las clásicas. Como sea, ya desde mucho antes del cristianismo (y por supuesto exacerbado tras el dictatorial triunfo de éste) brujería y religión oficial se desarrollan complementándose, dos lados de una misma moneda –de unas mismas ansiedades del alma humana–, sin que tenga muy claro cuál es la cara y cuál la cruz. Pero aunque solemos asociar las brujas a los tiempos oscuros medievales, la eclosión del fenómeno como grave problema social (más bien habría como desafío al principio de autoridad monárquico-eclesiástico) no se produce hasta finales de esa época y, sobre todo, durante el Renacimiento y el Barroco. Son los siglos XVI y XVII los que asisten al paroxismo de las cazas de brujas, sus desquiciados procesos y crueles torturas y ejecuciones. Y, naturalmente, la práctica totalidad de los encausados y ejecutados son mujeres, muchas de ellas pobres desequilibradas, aunque también hubo un buen número de féminas inteligentes que se atrevieron a sacar el pie del tiesto dedicándose a actividades impropias de su sexo. En resumen, que bruja se convirtió en el epíteto más eficaz y peligroso para descalificar a las mujeres que se rebelaban (más o menos conscientemente) contra el sumiso rol que les tocaba jugar. Una vez estigmatizadas, lo de menos era precisar sus actividades y móviles: obviamente estaban dominadas por una satánica inclinación al mal y eran servidoras del príncipe de las tinieblas. Malas, muy malas, capaces de las mayores maldades, entre ellas, claro está, la de robar y comerse a los niños.

En la narración de la aventura de Hansel y Gretel con la bruja los Grimm no se esforzaron demasiado en hacerla consistente y por ende convincente. De entrada, al presentarse ante los niños, los trata con amabilidad y se los gana sin ninguna dificultad: les invita a entrar con buenas palabras y ellos se dejan dócilmente llevar de la mano, luego les regala una abundante y sabrosa colación que los críos devoran (llevaban tres días en ayunas), y finalmente los acuesta en dos camitas con ropa blanca que les hicieron pensar que estaban en el cielo. Vale que estuvieran hambrientos y desesperados, pero mosquea que los muchachitos se confiaran tan ingenuamente a una vieja de esa calaña. Lo que lleva a pensar que en la idea de los Grimm la bruja no tendría un aspecto desagradable y atemorizador (de hecho, no dicen nada que sugiera tal cosa) sino que podría aparentar la imagen de una dulce y tierna abuelita. Puede pues que esta primera incongruencia no haya de imputarse tanto al relato cuanto a los diversísimos ilustradores que desde la primera edición en adelante (y en todos los idiomas) contribuyeron con sus dibujos a hacer más comercial el libro. Por cierto, el primer ilustrador de los famosos cuentos fue el propio hermano pequeño de los autores, Ludwig Emil, quien en gran medida marcaría el camino a los muchísimos que le siguieron. No he encontrado dibujos de la bruja hechos por Ludwig, así que desconozco el aspecto que le dio. Sin embargo, he visto muchos otros elaborados entre 1850 y 1950, y todos ellos coinciden en representarla de forma bastante repulsiva y amenazadora. Veáse, como muestra, el de Ludwig Richter y Philipp Grot Johann que acompaña el post anterior y en el cual la bruja, aunque sonriente, no resulta muy tranquilizadora. Y qué decir del de los mismo autores que pongo junto a este párrafo, en el que la vieja es sencillamente terrorífica. Hay, ya digo, multitud de ejemplos, entre los que resalto, por su calidad y difusión (especialmente en el mundo anglosajón), los del genial Arthur Rackham (1867-1939) para la edición de 1900; de él es la ilustración de la cuarta entrega de esta serie, en la cual la bruja, encorvada y apoyada en dos muletas, recibe a los hermanitos cuyas expresiones son serenas en vez de mostrar el espanto que sería natural ante tan horripilante mujer. En fin, que parece obligado preguntarse por qué tantos millones de niños que han escuchado el cuento arrebujados con sus padres, al ver las imágenes de los correspondientes libros, no se han rebelado contra esa inverosímil entrada de buen grado de los protagonistas en la guarida del lobo. Lamentablemente, no me acuerdo cómo reaccioné yo en su día.

Aunque lo más probable es que la mayoría de los infantiles oyentes, al llegar a la escena de la aparición de la bruja, hayan sabido de sobra y desde el primer momento que se trataba de una fuerza del mal; seguro que no pocos de ellos les han gritado a los protagonistas "no entréis, no entréis, escapad", perfectamente conscientes que nada bueno les podía acontecer en esa casa. Sin embargo, en la mentalidad del niño, que los hermanitos con los cuales se identifica íntimamente sean tan bobos para caer en una trampa demasiado evidente no resta un ápice de verosimilitud al cuento. De algún modo el niño, tanto el oyente como los dos protagonistas, sabe de modo no consciente que ha de entrar en la casa de la bruja, recreando el arquetipo universal de la inevitabilidad del destino. Da igual que se sepa que la bruja va a intentar hacerles daño: necesariamente han de pasar esa prueba, a pesar de la natural tentación de escapar. Y el niño que escucha el cuento asume que también Hansel y Gretel (que son él mismo) lo saben y, sin embargo, tienen que entrar. Por muy absurdo que resulte desde planteamientos cotidianos, mucho más absurdo sería lo contrario, pues equivaldría a romper la lógica profunda de la narración, despojar a esos niños (incluyendo a los oyentes) de lo que da a sus vidas el más trascendental sentido: experimentar esa etapa del proceso de maduración, enfrentarse a la bruja. Por ello, lo que desde la visión de un adulto no deja de parecer una inconsistencia del relato (o si se prefiere, de los ilustradores que lo complementaron) en realidad lo refuerza y nos enlaza, en otra clave literaria, sin duda, los cuentos populares con las contundentes tragedias clásicas. Al fin y al cabo, la matriz originaria es la misma: las pulsiones profundas del alma humana

Y lo dejo aquí por el momento, aunque amenazo con seguir machacando sobre la bruja, personaje tan rico y tan desgraciado, en la historia y en la literatura.

   
Witch's promises - Jethro Tull (Living in the Past, 1972)

miércoles, 14 de agosto de 2013

Sueño de una noche de verano

Por estas fechas se cumplen treinta y dos años. Era 1981 y el día el 15 de agosto, el de la Virgen aunque ese año cayó en sábado. Es fácil de recordar porque esa noche se jugaba la final del trofeo de Palma y a Quique, culé hasta el tuétano, le apetecía mucho ir al estadio y ver a aquél Barcelona que había ganado la Copa y no la Liga por culpa –según él– del secuestro de Quini. Yo no era barcelonista sino de la Real, así que justamente ese verano, por primera vez, no me afectaban las chulerías de los forofos de los grandes, en especial las de los madridistas que andaban todavía cabizbajos y maldiciendo el gol de Zamora en el último minuto. Pero eso no impedía, por supuesto, que me apeteciera mucho ir al Lluis Sitjar a ver a Migueli, Alexanco, Simonsen, Schuster y también, claro, al propio Quini, que metería nada menos que tres goles. No fuimos, sin embargo. Creo que porque sólo quedaban las entradas más caras que rondaban las mil quinientas pesetas (si lo decimos en euros suena ridículo y también nos da una idea de la inflación porque ahora esas entradas están por los cuarenta, más de cuatro veces más). Total, que esa noche lo vimos en la tele. Un partido de fútbol más de los muchísimos que he visto y del que, como de casi todos, no guardo ninguna imagen en la memoria. Pero, aún así, se convierte en relevante porque su fecha me permite fijar lo que ocurrió esa noche.

Estaba en Mallorca, en la casa de verano de Quique, un chaval dos años menor que yo a quien había conocido ese año en la facultad de Económicas de la Autónoma de Madrid. Él repetía primero y yo me había matriculado en el horario de tarde un poco por hacer algo, mientras esperaba que me convalidaran mi título peruano de arquitecto y asistía a un master de rehabilitación urbana que organizaba el Ministerio de Obras Públicas. La cosa es que al tío le caí en gracia y decidió, pese a ser más joven, convertirse en mi mentor durante ese curso. Yo, la verdad, tampoco es que le hiciera mucho caso, porque al fin y al cabo quienes me interesaban eran las pibitas y Quique no resultaba nada buen socio para los menesteres del ligue. Ya imaginé por entonces que sería homosexual pero, como probablemente ni lo habría asumido ante sí mismo, su presunta orientación se diluía en un carácter que todos calificaban de algo rarillo. Aunque no fuéramos muy amigos, la cosa es que al final del curso me invitó a pasar una semana en la casa de su padres en Port d'Andratx que estaría vacía a nuestra disposición. No había estado nunca en Baleares y el plan se antojaba apetecible, así que acepté.

A los dos días de haber aterrizado en la isla y cuando ya me estaba arrepintiendo del viaje al descubrir que más que rarillo el calificativo que mejor describía a Quique era el de muermo sin paliativos, apareció sin previo aviso su madre, Mercè. Era una mujer de unos cincuenta años y sencillamente preciosa, de una belleza que tenía algo de sobrenatural, de mágico. De hecho, la primera vez que la vi me vino a la cabeza la imagen infantil de un hada. No era alta pero lo parecía por su delgadez y su forma de caminar como si levitase. Tenía una melena ligeramente rizada de un rubio muy claro, con pelos finísimos y rebeldes que constantemente jugueteaban acariciadores por su rostro. Sus ojos eran muy grandes –aunque los fruncía constantemente en su mirada miope– y de cambiantes iridiscencias sobre una tonalidad grisácea predominante. Y la boca siempre entreabierta, como si evitara que los labios se unieran, imantaba muy especialmente mi atención. Para acentuar más su parentesco con criaturas mitológicas, hablaba muy bajo, con frases cortas teñidas de un ligerísimo acento catalán (era de Barcelona, pero llevaba muchos años en Madrid) que les otorgaba un ritmo casi musical. Podría seguir describiéndola por un buen rato porque de ella, de su imagen, sí que me acuerdo.

Fue verla y anonadarme. Irrumpió en la calma chicha y pesada de mi aburrimiento como una borrasca de viento fresco. Venía a descansar unos días, dijo, y me saludó con una espontaneidad desarmante, como si me conociera desde siempre y se alegrara de verme. A su hijo lo trataba como a un hermano menor, con un cariño un tanto burlón. Enseguida decidió integrarse en nuestra cotidianidad y tomar ella las riendas para llenar su vaciedad de contenido, frente a la hosca resistencia de Quique y con todo el entusiasmo por mi parte. Gracias a ella, apasionada de la isla, dejé de estar en un anodino destino del turismo de masas y empecé a descubrir la profunda riqueza histórica de esos parajes mediterráneos. Cómo no has llevado a tu amigo a recorrer Mallorca, le reprochó a su hijo, para inmediatamente extender un mapa enorme sobre la mesa baja de la sala y proponer infinitas excursiones para las pocas jornadas que teníamos. De todas ellas que no llegaron a cumplirse, la que más me apeteció fue la de Dragonera, el pequeño islote perteneciente al municipio de Andraitx. Por aquel entonces pendía la amenaza más que probable de su urbanización y un grupo de jóvenes ecologistas y libertarios llevaba ya algunos años movilizando a la sociedad mallorquina contra tales planes, iniciativas apasionadamente apoyadas por Mercè. Esa batalla se ganó finalmente en los Tribunales, cuando el Supremo, en el 87, ratificó la sentencia de la Audiencia Territorial de Palma que había declarado nulo el plan parcial promovido para crear una urbanización de lujo y que se vendía como modelo de sostenibilidad ecológica. Pocos meses después el Consell de Mallorca compró la isla por 280 millones de pesetas, un poquito menos del precio que PAMESA, una filial del Banco de Bilbao, decía haber pagado a su anterior propietario. Más tarde un colega balear me contaría el rumor de que los urbanizadores nunca habían pretendido invertir un duro y que toda la operación estaba planteada para lograr un pelotazo gracias a esas expectativas urbanísticas, lo que efectivamente ocurrió con cargo al erario público. Precisamente hace justamente un mes se conmemoró el primer cuarto de siglo desde la adquisición del islote y un buen número de los actuales políticos baleares allí se dieron cita para congratularse de la efemérides.

Me desvío del asunto, as usual. Diré tan solo, para abreviar, que Mercè había llegado el jueves al mediodía, así que para la noche del sábado apenas llevábamos algo más de dos días juntos, tiempo breve pero más que suficiente para que me hubiera colado perdidamente por la madre de Quique, enamoramiento resignadamente platónico, desde luego, porque ni se me pasó por la cabeza que una mujer de esa edad, belleza y carácter me viera de otra manera que como a un chiquillo. Esa tarde, ella había salido a ver a unos amigos en Palma y por unas horas se reinstauró el monótono peñazo previo a su llegada. Vimos el partido en la tele y cuando estaba terminando apareció Mercè, visiblemente excitada (los ojos le brillaban). En un santiamén dispuso un picoteo de quesos y embutidos sobre la mesa de la sala y sustituyó nuestras cervezas por copas de un vino blanco delicioso y fresquísimo. Bien acomodados los tres, la conversación fluyó con una naturalidad asombrosa. En algún momento, no demasiado tarde, Quique nos anunció que se iba a acostar y su madre y yo, agradecidos de que se hubiera ido, seguimos gustosos la charla derivándola cada vez más hacia temas personales, íntimos casi. Puede que aquella fuera la primera ocasión en que estaba muy a gusto desnudando mis pensamientos y emociones; acababa de cumplir veintidós y me encontraba en un estado de absoluta incertidumbre respecto de casi todo. Sentía ante Mercè deseos de mostrarme sin fingimientos, con una sensación de libertad que ni siquiera había experimentado con mis mejores amigos. Probablemente influiría el que fuera mayor y al mismo tiempo tan cercana, que la acabara de conocer y careciera de vínculos con mi vida, pero sobre todo era por ser como era, tan bella, tan agradable, tan receptiva. En fin, que estuve palmariamente encandilado durante las tres horas que no dejamos de conversar y dar cuenta no sé de cuantas botellas de aquel vino blanco. Pero llegó un momento en que el cansancio, que nos provocaba disimulados bostezos, nos obligó a interrumpir tan buen rato y cada uno se fue a dormir a su habitación.

Estaba dormido, así que no sé que hora sería. Me despertaron unas caricias en la espalda y enseguida noté el cuerpo de ella, apretado al mío, quemándome. Pensé que tenía que decir algo, aunque no sabía qué, pero no hizo falta porque Mercè me tapó la boca con su mano y se dedicó a lo suyo, a tocarme morosamente con el tacto que han de poseer las hadas, a sensibilizar cientos de puntos de mi cuerpo que ni sabía que existían, a producirme sensaciones tan placenteras que hasta me asustaban. Pensé también que tenía que emprender alguna iniciativa, pero no tardé nada en darme cuenta de que sería absurdo y contraproducente. Siguió ella decidiendo por mí, prolongando esa sesión de sexo feérico durante un tiempo que se me hizo eterno y a la vez brevísimo. En algún momento pensé en lo inaudito de la situación: estaba haciendo el amor con la madre de Quique, dormido a unos metros, una diosa a la que casi ni conocía. Fue solo un instante, porque en esa vivencia no cabían los pensamientos, la mente se me había derretido en el cuerpo y todo eran sensaciones, éxtasis puro. Así que me abandoné, me deje caer en ese pozo casi alucinógeno de placeres, renuncié a todo amago de voluntad para dejar que fuera mi cuerpo quien respondiera desde la pasividad gozosa. Con la tenue claridad que anunciaba el amanecer Mercé decidió dar por concluido ese maravilloso regalo. Me besó largamente sosteniendo mi cara entre sus dos manos y me sonrió. En ese momento era tan hermosa que dolía mirarla. Duerme un poco, me susurró, y desnuda, con su caminar que era levitar, dejó silenciosa la habitación.

Me dormí, en efecto, y desperté casi a la hora del almuerzo. En la sala estaba Quique, solo. Sí que has dormido, me dijo, ya me advirtió mi madre que te levantarías tarde porque ayer os quedasteis hasta las tantas. Mercè no estaba; había ido a comer con sus amigos de Palma y a media tarde se volvía a Madrid. Nosotros permanecimos un par de días más, como estaba previsto, aunque yo los pasé en un estado parecido al estupor, algo así como de resaca emocional. Una semana después telefoneé a la casa de Quique, con la esperanza de que se pusiera su madre. A mis preguntas indirectas por ella, el chaval se mostró esquivo, pero finalmente pudo sonsacarle que estaba en el hospital, que la iban a intervenir y que era algo serio. Atónito, le dije de ir a visitarla, pero lo rechazó de plano, no quiere ver a nadie. Dos o tres meses más tarde, alguien me dijo que Mercè había muerto. Fue una bofetada brutal, salvajemente inesperada. Llamé de nuevo a Quique y entre sollozos me explicó que llevaba más de un año enferma de cáncer, que cuando estuvo en Mallorca ya sabía que las metástasis se habían desbordado (aunque no le contó nada entonces a su hijo) y que había ido a despedirse de la isla que tanto amaba. La habían incinerado la semana anterior y a toda la familia (el padre y tres hijos) la casa madrileña se les caía encima, tanto que iban a mudarse a Barcelona. Hablamos un rato y quedamos vagamente en vernos, pero no, no volvimos a encontrarnos. Desde entonces nunca más he sabido nada de él. Ahora que soy algo mayor de lo que era Mercè me pregunto si aquel 15 de agosto de 1981 lo que experimenté no fue sino el sueño de una noche de verano.

   
C'era una strega, c'era una fata - Gianluigi Trovesi (A Midsummer's Dream, 2000)

domingo, 11 de agosto de 2013

Hansel y Gretel (5)

Ya hemos hablado del padre, que era leñador porque tenía que serlo, y de la madre/madrastra, que ambas cosas era y también bruja. Toca ahora referirse al bosque, ese frondoso bosque que es el escenario del cuento, el ámbito espacial donde ocurre casi todo. Y la primera pregunta es: ¿dónde estaba ese bosque? En ninguna parte, me dirán los listos, que se trata de un cuento y por tanto sucede en un país imaginario. Ya, ya lo sé, claro; pero ese bosque imaginario habría de ser la imagen ideal de un bosque real, alguno que los Grimm conocieran, o Marie, la doncella de la familia Wild, la que se supone que se lo contó a la Dortchen adolescente para que ésta, a su vez, se lo transmitiera a Wilhelm. Así que se me antoja que el "bosque real" de Hansel y Gretel sea el Reinhardswald, apenas a unos veinte kilómetros de Kassel, en el extremo norte del estado federal de Hesse. Lamentablemente, no he estado allí (otro viaje pendiente), pero gracias a internet he podido hacer un poco de turismo virtual y el lugar parece, desde luego, idóneo para ambientar cuantos cuentos de hadas se quiera. De hecho, leo que allí se encuentra el castillo de Sababurg en el que se inspiraron los Grimm para el palacio de la Bella Durmiente. El Reinhardswald fue un paraje propiedad de emperadores y obispos, donde los nobles cazaban ciervos y los plebeyos aprovechaban bajo la autorización de aquéllos sus numerosos recursos, en especial, supongo, las maderas de los impresionantes robles y hayas milenarios que siguen abundando, pero también las dehesas para pastos y hasta riquezas mineras. Así que decidamos que éste es el bosque de nuestro cuento y, para precisar más, situemos la casa familiar en las afueras de la aldea de Gottsbüren (que en la época de los Grimm no tendría más de trescientas almas), en el extremo norte del Reinhardswald.


Convenido cuál pudo ser el bosque real, exploremos ahora éste en el que los dos niños viven sus peripecias. Muy escasos datos nos dan los Grimm para que podamos hacernos una idea. Sabemos desde el inicio que era grande y espeso; también que había abundantes ramas secas por el suelo y que en la parte más cercana a la casa familiar era cruzado por un ancho río. No nos describen nada de la flora aunque hay que suponer que el bosque no era tan cerrado como para impedir ver el cielo ya que les llega la luz de la luna. Y en cuanto a la fauna, los niños hablan de las peligrosas alimañas que lo habitan pero no se topan con ninguna, sólo aparecen aves: los pájaros que se comen las migas de pan y les impiden encontrar el camino de regreso, otro blanco y cantarín que les guía hasta la casa de la bruja y un complaciente pato que se deja montar por los dos críos para pasarlos de una orilla a otra del río (se trataría de un ejemplar gigantesco de una especie ya extinguida). Este laconismo es una nota común de los cuentos de hadas que, por lo general, se limitan a decir lo imprescindible y evitan las descripciones; sustantivos precisos muy pocas veces acompañados de adjetivos. Tal técnica es congruente con la absoluta priorización del objetivo narrativo: Se trata de contar una historia sin entorpecer el argumento con detalles accesorios; lo que le interesa al lector/oyente es saber lo que pasa, que las distintas escenas de la acción se sucedan ordenada e ininterrumpidamente. En consecuencia, sólo ha de narrarse aquello que es necesario para poder comprender dicha acción, todo lo demás sobra. Cualquiera que haya improvisado un cuento para un niño (o que aún se recuerde a sí mismo a esas edades en el papel de oyente) conoce el enfado impaciente de éste cuando se le retarda la narración con prolijas descripciones. De hecho, ese rechazo infantil suele pervivir en nuestras actitudes lectoras de adulto y es frecuente que tendamos a saltarnos los párrafos descriptivos de una novela, algo que saben de sobra los hacedores de best-sellers que, al fin y al cabo, no hacen sino aplicar similares técnicas de simplificación redactora.

Pero la carestía descriptiva no pretende sólo mantener el interés del lector sino también, y sobre todo, permitir que sea la imaginación de éste la que libremente dé contenido concreto al concepto que, sea lo que sea, es siempre un personaje del cuento. De este modo, al liberarlo de las ataduras de una imagen excesivamente delineada, el bosque –como cualquiera otro de los pocos elementos con los que se organiza la trama argumental de todo cuento– adquiere plenamente su carácter de símbolo. La palabra bosque, a los oídos de un niño, no es un lugar densamente ocupado por árboles; o sí lo es, si se quiere, pero de forma adjetiva. Bosque significa primordialmente un espacio misterioso, al margen de las conocidas y protectoras normas que rigen la cotidianidad infantil; es, consiguientemente, un ámbito amenazador, peligroso, en el que necesariamente han de suceder cosas malas. Esta connotación negativa del bosque parece que es una constante en casi todas las culturas de nuestra especie, con la excepción –supongo– de aquéllas que se hayan desarrollado en áreas completamente desforestadas (me pregunto si para los árabes, por ejemplo, el desierto tendrá un equivalente significado simbólico). No es nada extraño: desde siempre los bosques han sido sitios peligrosos, dominio y refugio de la vida salvaje frente a los terrenos "humanizados", sean éstos los campos de cultivo (ganados muchas veces a las forestas preexistentes) o las ciudades, el espacio de la civilización por excelencia. De ahí que se convierta en el símbolo de lo desconocido. Y nuestra mente, que tiene aversión al vacío, ese espacio desconocido lo llena mediante la imaginación; imagina criaturas terroríficas, de difusos contornos y malévolos poderes, no sujetos a las leyes físicas. Las brujas, los ogros y demás engendros fantásticos sólo pueden habitar en ese reino ominoso e inquietantes que es el bosque.

En el psicoanálisis el bosque representa el inconsciente, en clara correspondencia con la imagen simbólica que de forma espontánea le atribuye cualquier niño (y más uno de la Centroeuropa medieval). El inconsciente es el ámbito oculto, tenebroso e impenetrable de nuestra mente que amenazadoramente envuelve la parte consciente. La interpretación del cuento de Hansel y Gretel desde el psicoanálisis es inmediata: la aventura de los niños en el bosque es una metáfora del viaje al interior de uno mismo, un enfrentamiento con los miedos y ansiedades que radican en nuestro inconsciente. Se trata naturalmente de una experiencia iniciática o de maduración. Introduciéndose en el bosque/inconsciente, los niños han de vencer los obstáculos que impiden su madurez, que los anclan a la niñez. En este caso, la prueba consiste en desligarse de la dependencia materna, romper esa unión nutricia primaria al pecho de la madre; si recurrimos a Jung habría que decir que la finalidad de la aventura es superar el complejo materno. Justamente por ello aparece la malvada bruja que, como ya comenté, no es sino otra cara de la madre/madrastra. Tampoco es casualidad que la casa de la bruja estuviera hecha de pan y cubierta de pastel con las ventanas de azúcar y el tejado de turrón. La casa es el cuerpo de la madre buena, la que les protege y alimenta, y los niños sucumben a la tentación de la glotona voracidad propia del estado primario. Pero a esas alturas de la aventura (del viaje iniciático de maduración) ya no hay vuelta atrás: Hansel y Gretel (y con ellos millones de niños oyentes) descubren que permanecer en la infancia supone ser destruidos y precisamente por la faceta cruel de la madre, la bruja que representa el complejo materno. Por eso, inevitablemente, los niños tienen que matarla para evitar ser devorados. No había otra alternativa y así, en toda su crudeza, lo comprenden a nivel pre-consciente los niños que escuchan el cuento. Si Hansel y Gretel no hubieran matado a la bruja no habrían logrado deshacerse de la dependencia materna.

Como es natural, los niños no quieren ser abandonados en el bosque, a nadie le apetece bucear en sus miedos y ansiedades, enfrentarse a sus demonios. Por ello oponen resistencia y buscan artimañas que les permitan escapar de él antes que introducirse en sus profundidades. El primer intento tiene éxito: los guijarros blancos, brillantes a la luz de la luna, les permiten encontrar el regreso a la casa, a la infancia. Pero el empeño de la madrastra en deshacerse de ellos (quien, si ponemos buena intención, no estaría sino cumpliendo su deber educativo de hacer que los niños maduren) les obliga a recurrir la segunda vez a miguitas de pan que los pájaros se comen. Hansel con esos trucos está negando su propio inconsciente, ni siquiera se plantea conocerlo mínimamente fijándose en las señales del camino para rehacerlo de vuelta. Pero el cuento nos enseña que negación y regresión no son opciones válidas. A este respecto es curioso constatar las diferentes actitudes de cada hermano. Durante la primera parte es Hansel el que asume el protagonista, muy en plan machito protector de la niña. Sin embargo, todas sus iniciativas se caracterizan por la resistencia a afrontar la prueba y el intento de mantener el estado infantil: es él quien recurre a las piedras y migas y también él quien anima a la niña a que se coman la casa de la bruja, todos ellos actos de regresión y negación. En cambio Gretel, tan pasiva al comienzo, resulta ser finalmente quien supera la prueba iniciática empujando a la bruja al horno. Desbarrando un poco, podría interpretarse que, dado que todo proceso de maduración es individual, os dos niños representan las dos partes de un mismo individuo y que es nuestra parte femenina la que nos hace avanzar mientras la masculina tiende a mantenernos anclados al estado previo. O quizá esta conclusión no deba generalizarse sino aplicarse tan solo cuando el objeto de la prueba sea matar a la madre (a lo mejor, para matar al padre, es nuestra parte masculina la que asume el protagonismo).

Dejo ya el bosque para pasar a otros asuntos, no sin antes recordar que este arquetipo de lo inconsciente, como todos, no tiene sólo una única faceta, la de lo tenebroso. También en el bosque residen personajes buenos, como las hadas, simpáticos duendecillos y animales complacientes (como el inmenso pato sobre el que Hansel y Gretel cruzan el río). Y es que en todo viaje interior además de entes amenazadores siempre nos encontraremos con amigos; todos ellos, naturalmente, no somos sino nosotros mismos.


martes, 6 de agosto de 2013

Aristóteles y Phyllis (y 2)

La historieta del post precedente viene narrada en el Lay de Aristóteles, escrito a principios del siglo XIII. El lay es un poema narrativo en octosílabos que se desarrolla principalmente en el norte de Francia (Bretaña, Normandía y aledaños, llegando hasta Inglaterra y Alemania) entre los siglos XII y XIV y que se recitaba cantando. Se emparenta estrechamente con la fabliau, pero mientras los poemas del primer género suelen referirse a leyendas heroicas y amores galantes, aderezados con el idealismo y sensibilidad tan del gusto de los estratos nobiliarios de la época, los fabliaux, dirigidos a las clases populares, se centran en historias grotescas y obscenas con la intención de hacer reír. De hecho, pese a su título, el de Aristóteles parece más una fabliau que un lay.

Tradicionalmente se atribuía el poema a Henri d'Andeli, un clérigo de origen normando que escribió en París durante el primer tercio del XIII. Sin embargo, en 2004, François Zufferey, un profesor de literatura francesa medieval, convenció al mundo académico de que el autor del lay fue Henri de Valenciennes, otro clérigo, pero éste del condado de Hainaut y que ejerció de escribano en la cuarta Cruzada. De otra parte, los alemanes reclaman que la versión francesa, escrita en franco-picardo, deriva de otra algo anterior compuesta en Renania-Franconia. En fin, son disquisiciones eruditas que me quedan muy grandes. Me basta con saber que la historieta se inspira, adaptada a las referencias históricas de Occidente, en el cuentito árabe El visir ensillado y embridado que, a su vez, parece provenir de alguna de las narraciones del Panchatantra, la colección hindú (en sánscrito) de fábulas del siglo III aC, que tantísima influencia ha tenido en el género. Nada nuevo bajo el sol, la historia de la literatura de los últimos dos mil años no cesa de reinterpretar los mismos asuntos.

Por descontado, no es casual que el protagonista ridiculizado fuera Aristóteles. Estamos en los albores del periodo glorioso de la escolástica y Aristóteles, no hacía demasiado tiempo introducido en las primeras universidades europeas, se convertía en el máximo referente de la sabiduría grecolatina. Este lay sea probablemente anterior a los trabajos compilatorios y clasificatorios que realizó Alberto Magno en París y, desde luego, también a las obras de Tomás de Aquino. Pero no cabe duda de que ya a inicios del XIII el filósofo macedonio era conocido entre los "intelectuales" (valga decir clérigos) centroeuropeos gracias a las traducciones de la Escuela de Toledo. Así que, puestos a ridiculizar a alguien, ¿quién mejor que el más grande? La eficacia de la sátira es tanto mayor cuanto más digno es el satirizado, lo cual –digo yo– obedece a la tan humana envidia de la que todos parece que estamos provistos. Si no, cómo explicar el molesto escozor que nos generan esas personas que, aparentemente, son tan buenas en cualquier faceta (y no digamos si lo son en varias). Escozor que sólo se calma cuando nos enteramos de cualquier noticia (cuya veracidad tendemos a no cuestionar) que empaña esa fama impoluta. En vez de admirar a los mejores y tomarlos como ejemplos a emular, nos reconforta más enfangar sus méritos. No ha cambiado apenas nuestra naturaleza desde la Edad Media y bien sabía el autor del lay, como hoy lo saben los editores de los mass media, que a su público, fueran nobles o plebeyos, le encantaría enterarse de la depravación del modelo de filósofos. Por ello no se corta en asegurar que lo que cuenta es veraz, calumnia post-mortem que debió considerar lícita para sus fines.

Muchos de los contemporáneos y posteriores tomaron el cuento por histórico, lo que contribuiría a la enorme difusión de que gozó (me pregunto si Santo Tomás, tan admirador de Aristóteles que casi nos lo presenta como un antecesor del cristianismo, se lo creería; no es incompatible con el respeto por su filosofía aunque algo habría de incomodarle). Pero, sobre todo, la historieta pasó a ser un tema recurrente en la iconografía profana de esos siglos que llegó hasta bien avanzado el Renacimiento. El post anterior lo ilustré con unos cuantas muestras y lo mismo hago en éste. Existen relieves en piedra, piezas de orfebrería, pequeñas esculturas, capiteles en piedra en muros de catedrales, relieves en cofres de marfil y otros suntuosos bienes muebles, cerámicas, tapices, grabados, xilografías, dibujos, lienzos al óleo ... Quien tenga curiosidad que investigue un poco por la red y podrá descubrir multitud de estos ejemplos, tantos que un viaje para visitarlos equivaldría a una exhaustiva tournée por el universo cultural de la Baja Edad Media. Naturalmente, en la casi totalidad de estas representaciones artísticas, centradas siempre en Phiyllis cabalgando al filósofo, ambos aparecen vestidos, lo que palía significativamente el ridículo de la escena; pero, claro está, los espectadores tenían que estar más que acostumbrados a la censura de la época y no creo que les costara demasiado imaginarse al venerable anciano (que no lo era tanto) con las chichas colgando y el trasero enrojecido.

Pero lo sorprendente no es que el vulgo (y no tan vulgo) de esos tiempos diera por verdadera la anécdota, sino que aún hoy uno se topa con referencias a la misma como si fuera un hecho histórico. Hace unos días leía un libro de Giorgio Nardone, un psicoterapeuta italiano de cierto renombre (adscrito a la Escuela de Palo Alto de clara influencia gestalt) en el cual narra el cuentito para ejemplificar uno de sus capítulos. El autor hace honor a su condición de italiano aplicando el famoso dicho se non è vero, è ben trovato. A mí, sin embargo, este tipo de prácticas descalifican a quien las ejerce: o el tipo es un ignorante (lo cual no es pecado, pero sí el no molestarse en verificar la fiabilidad de lo que dice) o un tramposo (lo cual sí es pecado sin atenuantes). Y lo grave es que, en este último supuesto, no le habría costado nada mantener el ejemplo pero informando de que se trata de una fábula medieval; en vez de ello, logra que sus lectores retengan la sabrosa historieta para soltarla, dándoselas de cultos, en la primera reunión de amiguetes en la que tengan ocasión. Si alguno de ellos queda luego ridiculizado (lo que no debe ser muy probable) tendría que reclamar la consiguiente indemnización a esa eminencia, nada menos que director de la Escuela de Postgrado de Psicoterapia breve estratégica, ubicada en Arezzo (le recomiendo que se haga un viajecito a esa ciudad toscana, que es preciosa).

El psicólogo italiano no sólo da por buena la humillación de Aristóteles sino que la concluye con la reanudación de los amores de Alejandro y Phyllis con los favores de la corte y la retirada del avergonzado filósofo a una isla del Egeo. Lo primero no sólo no es fiel al texto medieval sino que resulta absolutamente incongruente. En cuanto a lo segundo, aunque añade una nueva incorrección histórica (de Macedonia Aristóteles fue a Atenas; sólo al final de su vida se retiraría a la isla de Eubea) se me ocurre que puede provenir de alguna de las posteriores versiones literarias del lay (por ejemplo, la de Jacques de Vitry o la de Étienne de Bourbon) mucho más orientadas en sentido moralizante y con la intención de recalcar la incuestionable maldad de las mujeres, esos seres que en la Edad Media (y durante los siglos siguientes) eran las aliadas favoritas del demonio. Quizá por eso nos "informa" el italiano de que en su exilio insular Aristóteles se dedicó a componer un ensayo contra las féminas; de más está decir que tal obra no existe (aunque siempre se puede aventurar que se ha perdido, claro).

En resumen, que las "leyendas urbanas" no son un invento reciente, que la malediciencia es muy mala consejera (aunque nos complazca prestarle oídos) y que, como decían los latinos, la estulticia es la madre y nodriza de la especie humana.

Nota: Como en el anterior, todas las ilustraciones de este post provienen de la página de Flickr de petrus.agricola, que contiene una abundante colección de muestras artísticas sobre este asunto. 

   
Non vergognarsi mai - Lucio Dalla (Ciao, 1999)