martes, 23 de octubre de 2012

Las Españas

En su último post, Números cita las impresiones de dos viajeros ingleses sobre España y Cataluña para mostrar que "el problema catalán" viene desde bastante antes de Franco. La verdad es que yo no percibo que haya, como él dice, un "acuerdo tácito" en que el desencuentro provenga del "trauma" que supuso el franquismo para Cataluña, pero debe ser porque apenas me intereso por los debates de tertulianos mediáticos. En todo caso, cierto es que los catalanes, a lo largo de la historia de España, han generado en diversas ocasiones "conflictos" con la organización del Estado y reivindicado su singularidad y, por usar términos actuales, "identidad" como pueblo. Situar el origen del "problema catalán" en la dictadura no es más que una garrafal manifestación de ignorancia.

En primer lugar porque, como siempre, lleva implícita la gran mentira de la personificación de una Cataluña mítica maltratada por un régimen centralista. Se trata de un universo mítico, muy adecuado para azuzar los sentimientos, pero nada ajustado a la realidad. No existe tal Cataluña (como tampoco tal España o tal Andalucía o tal Euskadi), sólo hay catalanes con sus muy distintas notas caracterológicas e intereses individuales. La burguesía catalana, por ejemplo, la clase más protagonista de lo que a lo largo del XIX ciertos historiadores dan en llamar "la construcción nacional de Cataluña", no estaba en su mayoría para nada del lado de la república y mucho menos con la política de Companys. Una pléyade de prohombres de ilustres apellidos catalanes (abuelos de notables independentistas de hoy) saludaron con entusiasmo la victoria de Franco y la vuelta del "orden" que necesitaban para seguir amasando sus fortunas. Pragmáticos como eran (y son) renunciar a hablar en catalán (que, sin embargo, seguían usando en el ámbito privado) y comulgar con la huera retórica nacional-católica, no les pareció un precio abusivo. Eso sin referirme a algunos catalanes que sobresalieron en su exacerbada defensa de la sublevación militar, como Pla y Deniel, uno de los inventores de la "Cruzada".

El segundo error estriba, a mi juicio, en asumir implícitamente que hay dos realidades: de un lado España y, de otro, Cataluña. Éstos son, sin embargo, términos que se desenvuelven en planos distintos, tanto desde su origen conceptual como en cuanto a su configuración política. La idea de España proviene del proceso de romanización (con referencias anteriores): siete largos siglos en los que la acción cultural de Roma fue lentamente dotando a las distintas tribus que poblaban la península de una idea de comunidad y, a la vez, de identidad diferencial respecto de las otras partes del Imperio (la geografía es muy importante). Esa "unidad" conceptual de la Hispania romana fue asumida por los invasores godos, abducidos ideológicamente por el substrato hispanorromano que se encontraron. Baste revisar a Isidoro de Sevilla y, sobre todo, al gerundés Juan de Bíclaro quien, para José Antonio Maravall, fue uno de los creadores de la idea política de España. Así pues, la concepción de una "patria" común referida a la completa extensión de la península (con todos los matices diferenciales que se quieran respecto de la terminología actual y evitando falaces trasposiciones a las instituciones políticas contemporáneas) es muy anterior a la aparición de la idea de Cataluña.

Viene luego la irrupción musulmana y los minúsculos reductos norteños cristianos que sobrevivieron durante el siglo VIII que, cada uno a su bola, van expandiéndose hacia el sur durante la llamada Reconquista, casi ochocientos años: ahí es nada. El origen de Cataluña, como es más que sabido, son los pequeños feudos a ambos lados del Pirineo Oriental (Rosellón, Cerdaña, Pallars, Urgel, Ampurias, Besalú, etc), usados como "colchón" protector del imperio carolingio frente al empuje árabe y agrupados (no políticamente) con el significativo nombre de Marca hispánica. Sólo hacia el año mil, tras la crisis de la monarquía franca, puede empezar a hablarse de una relativa autonomía del conde de Barcelona y una también relativa preponderancia sobre el resto de los condados y señoríos feudales que hoy son las comarcas norteñas catalanas. Ahora bien, sería demasiado aventurado y anacrónico calificar a esa débil realidad política como el originario "estado catalán" (sobre todo si se compara con el navarro de la época), máxime cuando los más pretenciosos de los condes de Barcelona se autotitulaban "señores de la España Citerior" y nunca hablaban de Cataluña palabra que no empezaría a usarse hasta bien entrado el siglo XII.

También es más que sabido que la constitución política de los reinos medievales fue un laborioso esfuerzo de las monarquías para doblegar las ambiciones de los poderosos señores feudales. Los embriones de lo que, a lo largo de la edad moderna, habrían de convertirse en estados nacionales se desarrollan alimentados por la ideología del derecho divino del monarca y, en el caso de la península, por la justificación religiosa de la recuperación del territorio a la verdadera fe. En esas peleas internas de nobles y reyes (de las que el pueblo no era más que el sufridor) se configuran finalmente los cuatro reinos cristianos, entre los que no se cuenta la Cataluña actual, pero sí Portugal) y en todos ellos existía la idea de pertenencia a una entidad común, España, que había que "recuperar y salvar". Se trata, por supuesto, de una idea vaga, sin connotaciones político-administrativas, ya que éstas se iban construyendo en el seno de los dominios territoriales de cada reino. Pero esta idea de "patria común" subyacía en los discursos y estrategias políticas, compatibilizándola interesadamente en cada momento con las conveniencias de cada monarca. En los cálculos a largo plazo de casi todos los "politicológos" de la Baja Edad Media se jugaba con las uniones dinásticas peninsulares, con vistas a una organización más o menos unitaria del territorio. La boda en 1469 de Isabel y Fernando y la posterior ascensión de cada uno de ellos a los tronos castellano y aragonés produce la unión de los dos reinos mayores, aunque manteniendo cada uno sus muy distintas peculiaridades. Luego Fernando, muerta ya Isabel, anexionaría Navarra; y posteriormente, con Felipe II, se lograría la unión (también dinástica) con Portugal, que apenas duró sesenta años.

Desde luego, hablar como hacen los mitólogos nacionalistas, de una "identidad catalana" desde el medioevo es una anacronismo desaforado. Las gentes de la Edad Media carecían de los actuales sentimientos identitarios y éstos, como mucho, estaban vinculados al terruño, no más grande de lo que hoy llamaríamos comarca y que entonces se denominaba "país". Las tan cacareadas construcciones nacionales se hacen siempre desde el poder, a través de los discursos de ciertas elites, sean intelectuales o políticas y, prácticamente siempre, vinculadas a intereses concretos (nada románticos) de éstas. De otra parte, hablar de estado con una mínima similitud a lo que hoy entendemos carece de sentido hasta el siglo XVI e incluso hay que tomarlo con muchas reservas durante toda la Edad Moderna. En todo caso, para volver al post de Números y a su constatación de la "antigüedad" del problema catalán, es a partir del XVII cuando empiezan a aparecer los primeros desajustes en la estructura política de la monarquía de los Austrias, que son zanjados radicalmente con el cambio dinástico, probablemente para mal. Luego vendrá la Revolución Francesa que cambiará profundamente el lenguaje y el modo de pensar y ya, a partir del siglo XIX, comienza a tener sentido hablar de naciones y pueblos, surge la excusa para nuevos argumentarios (también interesados, claro) que se siguen empleando casi doscientos años después. Y así nos va.

En fin, me he desviado de lo que quería contar que tenía que ver con la idea de España y, sobre todo, de "las Españas". Tan sólo apuntaré que, a diferencia del caso francés, la construcción histórica del estado español se ha hecho a través de un dificultoso proceso de amalgama de instituciones político-administrativas diversas bajo una idea de unidad "light" que es históricamente muy anterior a las entidades territoriales menores. Simplificando demasiado, la idea originaria de España tiene ciertas analogías con la más reciente de Europa. Cataluña, por supuesto, es tan España como Castilla, aunque ciertamente tengo para mí que el vector castellano ha pesado más que el catalán (o el aragonés) en la conformación ideológica del estado español.

lunes, 8 de octubre de 2012

Almagre (1)

Óxido rojo de hierro, más o menos arcilloso, abundante en la naturaleza, y que suele emplearse en la pintura. Del árabe, tierra roja. El color rojizo lo aporta la hematita, óxido férrico (Fe2 O3), también llamada oligisto. Hematita, del término griego (αἷμα) para sangre por el color, rojo oscuro o parduzco. Molido el mineral se obtiene el que fue probablemente el primer pigmento rojo que usó nuestra especie (hace 164.000 años en Pinnacle Point, Sudáfrica), para adornarse el cuerpo primero pero pronto (¿unos miles de años después?) en las pinturas rupestres. Oligisto también se llama a la hematita, término griego que alude a la escasez de material ferroso.

El término almagre es exclusivo de las lenguas ibéricas; en las restantes europeas suelo usarse el de "ocre rojo" o derivados, más genérico y quizá por ello más correcto. Su origen etimológico árabe parece acotarlo preferentemente a las tierras rojas de la cuenca mediterránea peninsular, según la vieja división edafológica de principios del siglo pasado. Almagro, la hermosa ciudad manchega, adopta su nombre de la arcilla rojiza del lugar (las vigas de madera de la magnífica plaza mayor están pintadas de almagre). Pero tierras ocres rojizas las hay por todo el planeta, de las que siempre ha sido fácil extraer la hematita, lavarla y molerla para lograr este antiquísimo pigmento rojo. De otra parte, la variedad de tonalidades llevó, en cuanto se profesionalizó el arte pictórico, a distinguir los ocres rojos según su procedencia (rojo de persia, rojo español, rojo francés, rojo alemán, etc).

El rojo de las pinturas de Altamira es almagre, aplicando directamente la hematita húmeda sobre la roca. El primer rojo de la historia de la pintura (¿o no?), con veinte mil años de antigüedad, milenio arriba o abajo.


Del paleolítico al neolítico, y para muestra los murales (ya sobre paredes enlucidas) de la que algunos consideran la primera ciudad digna de ese título (con permiso de Jericó), Çatal Hüyük, en Anatolia. Las pinturas se datan entre el séptimo y el sexto milenio antes de Cristo y aquí también el rojo almagre, por ejemplo este interesante cazador danzando (aunque vaya usted a saber el oficio del tipo). La tonalidad del rojo no es la misma que la de Altamira, sin duda por la base, aunque la hematita tabién sería distinta y, además, no se puede uno fiar de las fotos.
   
   
Los mesopotamios continuaron con los frescos en las paredes enyesadas de sus arquitecturas de adobe. Función ceremonial de la pintura, al servicio de la religión y/o el poder (viene a ser lo mismo). Los pigmentos se mantienen: ahí siguen los ocres rojos y amarillos, el carboncillo negro y poco más; los progresos, me parece, más en los aglutinantes que en las fuentes originarias del color. El estilo anticipa el de los egipcios, algo menos hierático diría yo (más de comic). Pero a lo que importa: se mantiene el rojo almagre, sobre todo en las pieles de hombres y, más oscurecido, en las de los animales (ganado vacuno, la obsesión por el toro y los cuernos). Detalle de los frescos del palacio de Zimri-Lin, en Mari (actual Siria), del segundo milenio antes de Cristo.


El antiguo Egipto ... Pintaban poco lo egipcios y ellos sí que eran rígidos, ajustados estrictamente a unos canones de cerrado simbolismo. El almagre para la piel de los humanos: más rojo oscuro en los hombres, más amarillento en las mujeres. Parece que para hacer los frescos primero dibujaban con unas especies de lápices de pigmento de la hematites y luego extendían el color plano con tallos de papiro, antecesores de los futuros pinceles. Esos proto-lápices vendrían a ser, digo yo, barritas similares a las sanguinas y quizá las mismas que usaran las mujeres para pintarse los labios. Las de más modesta cuna, claro, que tinturas cosméticas había multitud, la mayoría más caras que el humilde ocre rojizo. Los almagres, como los restantes pigmentos naturales, se mezclaban con carbón vegetal y se humedecían, aglutinándose con clara de huevo antes de aplicarse sobre la pared preparada con mortero de yeso. A continuación, una muestra de la Tumba de Nefertari (QV66) en el Valle de las Reinas, la Capilla Sixtina del arte egipcio, grandioso monumento al amor, data del siglo XIII aC.

   
Seguiré recolectando muestras de rojo almagre.

domingo, 7 de octubre de 2012

El progreso intelectual

Su entretenimiento favorito era encerrar arañas y otro bichos en frascos de cristal y observar cuánto tardaban en morir. Tenía once años y el sadismo propio de los niños que, en su caso, porque era curioso (y siguió siéndolo toda su vida) evolucionó hacia la vocación científica. Por supuesto este niño del XVIII no estaba descubriendo nada; ya se sabía de sobra que los animales se morían si se les agotaba el aire. Saberlo desde siempre había permitido, por ejemplo, que el ingenio humano inventara múltiples modos para matar y torturar a sus congéneres mediante técnicas de asfixia y ahogamiento. En cambio, ni el más sabio de sus contemporáneos habría sabido contarle a ese niño de Yorkshire por qué esos insectos con los que experimentaba se morían, qué era lo que pasaba. ¿Cómo era posible que nadie se lo hubiera preguntado?

Una de las explicaciones que propone Steven Johnson en su delicioso libro sobre Joseph Priestley (La invención del aire, Turner 2010), es que hasta Boyle, un siglo antes, el aire era muy parecido a la nada. El mundo estaba lleno de cosas sobre las que investigar y, entre medias, aire: ¿para qué preguntarse sobre lo que no es nada? No es del todo verdad, porque ciertamente el aire jugaba desde hacía mucho un papel sustantivo en la física y la tecnología. De entrada, por irnos a los orígenes que en estos asuntos siempre son los griegos, el aire era uno de los cuatro elementos clásicos, o sea, que ser era y no nada. Y desde Galileo (1564-1642), si no antes, había adquirido un protagonismo relevante en el debate científico. Sin embargo, a pesar de reconocerse, poco interesaba su esencia, investigar de qué estaba hecho, sus propiedades. Era poco más que el "fondo", el medio en que existían las cosas, condicionando su comportamiento. Es significativa en este sentido la famosa frase de Torricelli de que vivimos sumergidos en un "mar de aire" que nos presiona: al inventor del barómetro le interesaban los efectos del aire sobre las cosas, pero no el aire en sí mismo. Así pues, no es verdad que el aire no fuera nada, pero casi.

La segunda explicación que aporta Johnson se refiere al progreso tecnológico. Admitamos que sí pudo haber personas antes que Priestley que se hicieran las mismas preguntas pero ¿cómo iban a estudiar el aire si no tenían medios para encerrarlo y moverlo controladamente? Hasta Von Guericke y su circense demostración de física recreativa no se dispuso de la indispensable bomba de aire que luego mejoraría el propio Boyle. Esta explicación viene a decir que hubo quienes se interesaron en estudiar el aire porque vieron que lo podían encerrar. Sin embargo, ¿por qué no fue al revés? ¿Por qué no hubo nadie que quisiera investigar la naturaleza del aire y se las ingeniara para encerrarlo? Al fin y al cabo, atrapar aire en recipientes herméticos era algo viable tecnológicamente bastante antes de Von Guericke. Y preguntarse sobre la naturaleza de ese elemento tan vital para los seres vivos me parece una inquietud tan obvia que me extraña que nadie haya dejado constancia de sus intentos por dilucidarla.

En todo caso, aunque no termine de convencerme, lo cierto es que Priestley tuvo esas inquietudes y las mantuvo durante largos años, hasta "descubrir" el oxígeno, aunque no lo llamara así y pensara que se trataba de aire desflogistizado, siguiendo la errónea teoría que explicaba la combustión mediante una sustancia llamada flogisto. Es bastante sugerente la tesis que sostiene Johnson en relación al desarrollo científico que, según él, no se corresponde con los dos esquemas con los que tradicionalmente se ha explicado la formación de las ideas. El primero de ellos, tan recurrido al referirse a los genios, es el de la inspiración que, como una bombilla que se enciende súbitamente, ilumina la confusión; el segundo, el hegeliano de la dialéctica tesis-antítesis para llegar a la esclarecedora síntesis. Pues no, el modelo corresponde a una enmarañada red de conexiones entre ideas distintas que se van interrelacionando a lo largo de mucho tiempo hasta que esos "retazos" se sueldan dando forma a la idea innovadora. Este mecanismo poco tiene que ver con los lineales procesos lógicos (aunque a posteriori se describan mediante ellos) sino que remiten más a los intuitivos, con destacado protagonismo de las corazonadas. Su estructura en red, por otra parte, refleja la propia del funcionamiento y organización física de nuestro cerebro.

Naturalmente, tanto más productiva será nuestra red neuronal cuanto más activa sea nuestra socialización intelectual. En nuestros tiempos, gracias a internet, disponemos de una potentísima red de socialización de ideas que sin duda debiera ser un acelerador decisivo del progreso intelectual, en la ciencia y en todos los ámbitos del pensamiento humano. En la época de Priestley ese papel lo jugaron los cafés y la abundante correspondencia que todos los espíritus inquietos mantenían entre sí (ojeando hace unos días un tomo de las cartas de Galileo me preguntaba cuánto de su tiempo le quedaba al toscano para investigar). Los cafés, por cierto, eran relativamente recientes entonces, como lo era la ingesta en Europa del líquido que les daba nombre. Esos "antros" en los que se abusaba de la nicotina y la cafeína (estimulantes neuronales ambos) atraían a los pensadores más díscolos, quienes se pasaban largas horas en apasionadas discusiones comentándose unos a otros sus descubrimientos u opiniones, y pasando a salto de mata por los temas más diversos, desde los que hoy llamaríamos puramente científicos a los morales, políticos o religiosos.

Puedo imaginar cuánto disfrutarían aquellos tipos en esos productivos intercambios de ideas. Qué distintas esas tertulias de las que hoy, con el mismo nombre, nos transmiten los medios de comunicación, en las que dominan los tópicos del pensamiento único (por muy enfrentadas que parezcan las posiciones de los intervinientes), la trivialidad intelectual y la mala educación (cuando se leen las cartas de estos tipos asombra la elegancia de las formas). No en vano, el grupo al que se sumó Priestley en el café London, a la sombra de la catedral de San Pablo, se llamaba "los honestos liberales", cuando ambas palabras guardaban todavía sus verdaderos significados, hoy tan prostituidos. También es verdad, para decirlo todo, que esta gente podía interesarse por casi todo lo humano y divino porque disponía de algo que hoy nos falta a la mayoría: tiempo libre. Sus necesidades de supervivencia las tenían aseguradas, fuera mediante el mecenazgo de algún noble ricachón o gracias a empleos poco exigentes. Que existiera una clase "ilustrada" fue posible por una estructura social y económica mucho más injusta que la actual. Visto en términos globales hemos mejorado desde entonces aunque cabría preguntarse si en vez de la generalización "democrática" del trabajo alienante no podríamos haber llegado a un modelo en el que lo que se hubiese generalizado fuera el tiempo libre y la curiosidad intelectual. Pero, en ese caso, me temo que la sociedad resultante no sería tan dúctil a los intereses de quienes la mangonean.
   

 
The air that I breathe - The Hollies (The Hollies, 1974)

martes, 2 de octubre de 2012

Eric Hobsbawm

Hacia mis treinta años uno de mis intereses "intelectuales" fue el nacionalismo. Obedecía a una reacción personal al bombardeo "ideológico" que había sufrido durante toda mi vida con la idea de nación y sus derivadas, presentadas siempre como si fueran realidades fácticas incuestionables de las que se deducían actitudes éticas y esencialismos psicológicos. Durante mi etapa escolar, en el franquismo, me habían adoctrinado con España; luego había asistido a la exacerbación de los sentimientos identitarios de otras nacionalidades dentro del Estado de las que, por mis orígenes y los trágicos efectos de sus manifestaciones, era la de los vascos la que más me intrigaba. Ciertamente, ya era por entonces lo suficientemente mayor para comprender que los sentimientos nacionalistas tenían mucho (por no decir prácticamente todo) de inducidos y también sospechaba que quienes los inducían lo hacían interesadamente. Pero me faltaba bagaje cultural, conocer mínimamente los mecanismos y factores que subyacían bajo esta ideología. Así que me puse a leer y en poco tiempo acumulé una pequeña colección sobre los nacionalismos en general y algunos particulares, en especial del vasco.

Uno de los primeros libros que cayó en mis manos (comprado en el 91 según compruebo en mi apunte manuscrito en su primera página) fue el "Naciones y nacionalismo desde 1780" de Eric Hobsbawm (Crítica, 1991). Se trata de la revisión de unas conferencias pronunciadas por el autor en Belfast en 1985, en un año y lugar en que sin duda el tema levantaría pasiones. Probablemente por su origen, el libro es de amenísima y didáctica lectura, muy recomendable para quienes quieran empezar a desbrozar lo que se esconde tras los demagógicos tópicos que siguen pronunciándose e inflamando de "patriotismo" emocional a muchos de nuestros conciudadanos. Claro que quienes construyen su identidad sobre adscripciones nacionales no suelen tener ningún ánimo de indagar sobre la consistencia de sus cimientos ideológicos; justamente por ello, creo yo, todavía hoy es posible que los sentimientos nacionalistas sean un factor importante en el acontecer político y social, para júbilo de unos cuantos cínicos.

Leí durante esos años obras sobre esta temática de muchos más autores, pero de la mayoría de ellos, como acabo de comprobar en mi biblioteca, apenas ninguna otra cosa diferente. No fue el caso de Hobsbawm. Me gustó tanto el librito citado que enseguida quise saber quién era el ya por entonces muy célebre historiador británico y conseguirme más escritos suyos, cuya lectura me ha resultado casi siempre agradable e instructiva. En fin, que este anglo-austríaco marxista, de origen judío y muy feo (hasta de joven lo era) es uno de los autores de no ficción del que más he leído y conservo. Ahora, mientras escribo estas notas, me entero por la wikipedia de que también escribió crítica de jazz bajo el seudónimo de Francis Newton, en homenaje al trompetista que acompañaba a la gran Billie y que era comunista en los Estados Unidos de los años treinta; estaría bien una recopilación de esos artículos del New Statesman publicados en castellano.

Pues nada, que Eric Hobsbawm murió ayer en Londres, a la edad de 95 años (los comunistas son longevos) y he pensado que le debía unas pocas frases de agradecimiento personal.
   


En este video puede oírse la primera grabación del famosa (y polémico en su día) tema Strange Fruit, cantado por Billie Holiday con la trompeta de Frankie Newton. Tengo que revisar los créditos de los discos que tengo de Lady para ver si en alguno está ese jazzman comunista cuya existencia, hasta hoy, me era desconocida.