jueves, 31 de marzo de 2011

TVB

A K.

¿Existe la felicidad? Hay momentos, muchos, en que me he sentido muy feliz. Hay momentos (lo sabes) en que he sentido el amor en mí y era algo real, material casi. Suponiendo que el tiempo se pudiera descomponer en partículas discretas como nos empeñamos en hacer con los relojes (segundos, minutos, horas) y calendarios (días, meses, años) no todas ellas serían iguales pero, al final, las que cuentan, las que para mí cuentan porque se convierten en eternas son esos momentos de felicidad, de amor que todo lo embarga. Ese regalo nunca podría acabar de agradecértelo.

Adesso due coppie di versi rinascimentali (sono di Petrarca, nel vecchio toscano) perche dopo cinque anni ...

Io son già stanco di pensar sí come
i miei pensier' in voi stanchi non sono,

Io non fu' d' amar voi lassato unquanco,
Madonna, né sarò mentre ch' io viva



Five Years - David Bowie (Ziggy Stardust, 1972)

Y añado, de la canción que pone banda sonora a este post, los dos pareados que, excepción hecha del título, vienen más a cuento:

Your face, your race, the way that you talk,
I kiss you, you're beautiful, I want you to walk.

We've got five years, stuck on my eyes.
We've got five years, what a surprise.

martes, 29 de marzo de 2011

La desgracia de tener tetas bonitas

La que sigue es una historieta tan absurda que se me antoja increíble que pueda haber ocurrido en el mundo real de la segunda década del siglo XXI pero, según asegura su protagonista, así ha sido. Ésta se llama Ana y es una chica tinerfeña de treinta y pocos, licenciada en filología inglesa, que acaba de volver a la isla después de acabar dos años de convivencia matrimonial estadounidense. Lo alucinante es el motivo de tal finalización.

Ana conoció al que todavía es su marido en un foro internáutico de traductores inglés/español y viceversa. Brandon, que así se llama, es profesor de periodismo en una universidad de Des Moines, Iowa, y traductor aficionado de novelistas españolas de la posguerra. Descubrir en el otro la apasionada atracción literaria por Carmen Laforet fue lo que hizo que, de dejarse textos públicos más o menos fríos y profesionales sobre matices connotativos de distintos giros idiomáticos, pasaran a intercambiar mensajes privados que se fueron deslizando hacia facetas cada vez más íntimas, con la premura que suele darse en Internet (y que sigue sorprendiendo cuando se compara con las resistencias que esta evolución presenta en la llamada vida real). Zanjaré la introducción diciendo que tras algo menos de dos años de contacto virtual y sendos viajes de cada uno al lugar del otro, muy enamorados, decidieron casarse.

Cuál sería el domicilio conyugal estuvo claro desde muy pronto: había de ser la capital del anodino estado de Iowa. Primero y fundamentalmente porque Brandon tenía un estupendo trabajo y una magnífica vivienda en una buena urbanización junto a un club de golf y, en cambio, Ana apenas disponía de eventuales sustituciones en colegios de la Isla. En segundo lugar, el inglés de Ana era bastante mejor que el español de su marido. Por último, el yanqui era ya talludito, unos quince años mayor que ella, y se dio por sobreentendido que las diferencias de edades aconsejaban que fuera Ana la que se lanzara a la aventura, si bien con el puerto abrigado que había de ser su futuro cónyuge.

Instalada en Des Moines, Ana se empeñó en buscar trabajo. La cosa no fue fácil pues eran los primeros momentos de la crisis, cuando no estaba el horno para demasiados bollos y menos con los extranjeros. Los primeros meses, sola la mayor parte del tiempo, Ana descubrió que la ciudad era mortalmente aburrida y casi todos los vecinos que iba conociendo le parecían de encefalogramas planos. Por fin, gracias a los contactos de Brandon, consiguió un empleo como profesora de español en una High School no demasiado lejana de su casa (aunque había de desplazarse en coche) y se volcó en su nueva actividad docente con todo el entusiasmo y energía que había mantenido en la reserva.

El primer año de clases todo fue razonablemente bien. Según ella cuenta, encajó sin ningún problema entre profesores y alumnos y se sintió más a gusto de lo que esperaba enseñando a unos adolescentes bastante brutos a quienes sólo parecía apasionarles la liga de fútbol americano en la que competía su High School. Al siguiente año, sin embargo, empezaron los problemas, que en una surrealista espiral la llevaron a ser casi acusada de acoso sexual. Llegados a este punto diré que la chica tiene una figura bastante agradable, a la que contribuyen unos pechos muy bien formados y colocados. Ahora bien, siendo bonitos, como toda ella en su conjunto, tampoco son nada excepcionales en lo que a tamaño se refiere; dignos de una mirada apreciativa, desde luego, pero para nada de los que sobresaltan por sus dimensiones.

La cosa es que, desde los primeros meses, se fijó en un chico que parecía continuamente perder la atención en clase. Lo curioso es que el chaval pasaba por ser de los mejores en el resto de las asignaturas y también traía excelentes notas en español del curso anterior. Un día, al sonar el timbre del fin de la clase y cuando todos se levantaban a toda prisa para ir al recreo, le pidió a Jason que se quedara un rato para hablar con él. En una conversación entrecortada y bastante embarazosa, al final el muchacho le confesó que su bajo rendimiento se debía a que estaba obsesionado con las tetas de la profesora (your big boobs, dijo). Ella cuenta que no supo cómo reaccionar, máxime cuando en absoluto era consciente de que pudiera causar ese efecto. Supongo que a Ana, como a toda chica joven, le gustaría verse guapa, pero ella asegura que no iba al instituto nada provocativa, que, por ejemplo, no vestía camisetas ajustadas que le resaltaran los pechos.

Por supuesto, descontada la desagradable sorpresa, Ana pensó que ahí quedaría el asunto y hablando con el chico trató de restarle toda importancia. Sin embargo, como una semana después, Jason se le presentó una tarde en su casa mientras estaba sola y le montó una escena de lo más incómoda en la que, alternando entre la ira y el llanto, le declaraba torpemente su obsesión enamoradiza y, al mismo tiempo, le pedía que dejara el colegio porque "le estaba destrozando su equilibrio emocional". Aunque no llegó a pasar nada, Ana intuyó que no del todo conscientemente el muchacho pretendía que ella adoptara alguna suerte de iniciativa sexual. Por supuesto, ni se le ocurrió dar el mínimo pie a que pudiese interpretarse ninguna acción suya en ese sentido ("no sólo porque tendría que estar loca conociendo a los gringos en ese aspecto, sino porque, por Dios, era un crío de quince años atestado de acné") y, por el contrario, se sintió irritada con ese comportamiento y prácticamente lo echó sin demasiados miramientos de su casa, advirtiéndole que no volviera.

A partir de ahí comenzó la guerra. Parece que fue la novieta de Jason la que, a partir de las "confesiones" del chaval, hizo una primera denuncia que luego fue reforzada por los propios padres. Los hechos se precipitaron en alucinante sucesión de comisiones y reuniones departamentales a las que los americanos, tan formalmente democráticos, son muy aficionados. La ceremonia del absurdo iba, implacablemente, subiendo de tono, como si así estuviera escrito en el guión de un dios demente. Lo peor para Ana, sin embargo, no fue la situación en la High School (de hecho ya se había planteado dimitir con un muy hispánico "idos todos a la mierda") sino la reacción de su marido. Brandon, en vez de apoyarla, de ampararla ante las ridículas y malintencionadas insinuaciones (nunca llegó a producirse ninguna acusación formal), se sumó más o menos veladamente al campo enemigo, sacando a relucir una personalidad celosa-paranoide que ella, hasta ese momento, nunca le había sospechado.

Para no hacerla demasiado larga: Ana no sólo dejó el trabajo, sino también a su marido (del que, a través de su primera mujer, descubrió comportamientos anteriores que habría debido conocer antes de casarse) y se volvió a Tenerife, de esto hace apenas unas semanas. Ahora está intentando recomponer su mente y alma que, según sus palabras, las siente como recién sacadas de una batidora, pensando con calma (en casa de su madre) qué es lo que va a hacer, y cuidando su cuerpo embarazado de dos meses, algo que Brandon ignora y que, según ella, no sabrá nunca.


Slipknot - Snuff (All Hope is Gone, 2008)

Des Moines, la aburrida ciudad donde vivió Ana, es la cuna de un grupo de heavy metal llamado Slipknot (nudo corredizo), unos tíos que actúan siempre con los rostros cubiertos por inquietantes máscaras. A mí, salvo muy contadas excepciones, este género del rock no me mola nada. No obstante, pongo una de sus canciones como banda sonora de este post porque es soportable y, sobre todo, porque la propia Ana me dijo (a ella sí le gusta el heavy), la letra le pareció muy adecuada a lo que, sin palabras, sentía que venía a decirle su marido. Ésta es la traducción de los primeros versos:

Entierra todos tus secretos en mi piel / Llévate tu inocencia y déjame con mis pecados / Siento el aire que me rodea como una jaula / Y el amor es solo un camuflaje del que sale la rabia de nuevo… / Así que, si me amas, déjame ir. / Escápate lejos antes de que me entere. / Mi corazón sigue demasiado oscuro para que te valga. / No puedo destruir lo que no tengo a mi alcance. / Entrégame a mi destino / Si estoy solo no puedo odiar. / No merezco tenerte…

domingo, 27 de marzo de 2011

Colas de taxis

Caminaba yo en dirección sur por la acera de los pares de la Avenida de la Trinidad … La Avenida de la Trinidad es un viario de generoso ancho abierto a mediados del siglo pasado para enlazar el casco histórico con la autopista del norte y permitir la expansión urbanística de la ciudad … Expansión que, como era usual en aquellos tristes años cincuenta, sesenta y hasta setenta, se realizó en una arquitectura de pobrísima factura material y estética, con el triste resultado de que el acceso principal a un conjunto declarado Patrimonio de la Humanidad es de una extrema fealdad, sólo en muy escasa medida paliada con las mejoras urbanizadoras recientes derivadas de la implantación del tranvía metropolitano que, por el momento, acaba en esta arteria su trayecto. Claro está que la valoración anterior es estrictamente personal y aunque compartida con muchos no con todos, y entre estos últimos destaco a algunos concejales que se escandalizaron cuando, entre las propuestas que hicimos en el Avance del Plan General –finalmente desechadas– se contaban algunas que implicaban la demolición radical de los espantosos edificios que flanquean la avenida.

Pues caminaba yo hacia la parada de los taxis y como lo hacía en el sentido de la circulación, que es hacia la salida de la ciudad, llegaba ya al último taxi de la cola (serían unos seis o siete los estacionados), cuando veo que hacia mí viene una mujer joven que va acercando la cabeza a la ventanilla derecha de cada taxi y le pregunta algo a conductor y luego la saca y pasa al siguiente en el orden y así repite el rito hasta que a punto de cruzarnos hacia la mitad de la cola de taxis me entero de que lo que les pregunta a los taxistas es si puede pagar la carrera con tarjeta y, aunque no la oigo, deduzco sin dudas que la respuesta es negativa. Entonces me acuerdo de algo que hace ya varios años me contó un amigo como hecho que le había sucedido, por más que nunca me lo haya llegado a creer y, mientras me sonrío con el recuerdo, la mujer y yo nos cruzamos sin hablarnos.

Mi amigo me contó que durante una época le había cogido gusto a apostar a la ruleta y varias tardes a la semana se iba hasta el casino del Puerto de la Cruz a probar un sistema suyo que siempre le reportaba modestas pero constantes ganancias. No obstante, una noche perdió todo lo que llevaba, lo cual caía dentro de sus previsiones y no hubiera significado ningún trastorno si no fuera porque había olvidado preservar la cuantía del taxi que había de devolverle a Santa Cruz. Pensó que algún taxista le aceptaría el pago con tarjeta pero la mala suerte fue que a la puerta del casino sólo había uno y éste resultó de un borde subido que poco menos que lo insultó cuando le propuso la forma de pago. Tras una espera más larga de lo habitual y algunos rechazos más (pero nunca tan humillantes como el del primero), mi amigo consiguió un conductor que aceptó el trato y pudo esa noche dormir en su casa.

El interés de la historia (y lo que la hace poco creíble) radica en la segunda parte que sucedió unas semanas después cuando mi amigo volvió a salir una noche del casino portuense –esta vez con la billetera repleta– y al ir a tomar un taxi descubre que el cuarto de la fila es el individuo que tan groseramente lo había tratado. Sobre la marcha ideó su venganza, y así va y se acerca al primero de la fila y, asomando la cabeza por la ventana derecha, le dice al conductor más o menos lo siguiente: –Hola, acabo de ganar mucha pasta y tengo ganas de celebrarlo; me gustaría que me llevara a algún sitio de marcha, pero antes, si le parece bien, le ofrezco cien euros si paramos en el arcén y me hace una mamada. El taxista, rojo de furia, le manda a la mierda y mi amigo, muy tranquilo, pasa a repetir el discurso al segundo y luego al tercero con idénticos resultados. Por fin llega a su sujeto y también se asoma a la ventanilla pero sólo para preguntarle cuánto le saldría más o menos la carrera hasta Santa Cruz. Oída la respuesta, abre la portezuela y se acomoda en el asiento del copiloto. Enseguida el taxi arranca, pegadas las miradas de asombro de los otros taxistas.

Me crucé pues con la mujer sin hablarla mientras me sonreía con el recuerdo, pero volví la vista curioso y comprobé que tampoco el último de la fila (el taxista, no Manolo) le admitía la tarjeta y entonces, mis reflejos caballerosos fruto de mi añeja educación en colegio de pago me hicieron cambiar el rumbo de mis pasos mediante algo parecido a un brinco ajeno a toda elegancia que me plantó a la vera de la muchacha (de cerca era una mujer joven más joven). Sobresaltóse la dama, o así me lo temía, pero lo más probable es que ni se inmutase ya que apenas enarcó una ceja, gesto que quiero pensar de significado amablemente expectante-interrogativo, lo que me animó a formularle mi pregunta con su implícitamente adherida propuesta: ¿vas a Santa Cruz? Pues en tal caso podríamos compartir taxi, que no coste, que estaba dispuesto a asumir enteramente a mi cargo y a negarme denodadamente cuando ella sugiriese, ya en las calles chicharreras, que la esperara mientras sacaba dinero de un cajero (aunque, ¿por qué no hizo tal cosa en La Laguna? Pero no me planteé entonces esa duda). En cambio, quizá sí aceptara que la chica (vaya, tiene los ojos verdes) me invitara a un café para compensarme, siempre, claro, que yo no tuviera prisa, que la tenía (¿por qué, si no, iba a coger un taxi en vez del tranvía?) pero, en el fondo, todo puede esperar y también esa reunión que preveía bastante aburrida o, al menos, bastante más que una charla en alguna terracita santacrucera …

Tanto se me va la olla solita que a veces me cuesta procesar lo que me llega por los oídos. De hecho, parece que la mujer joven (bueno, bien vista, no era ya tan joven) tuvo que repetirme hasta dos veces que no, que no iba para Santa Cruz sino al Puerto, pero que gracias, y yo de nada, y volví a acordarme de la anécdota de mi amigo y a punto estuve de advertirle que los taxistas del Puerto eran bastante más antipáticos que los de La Laguna, pero no me dio tiempo porque ella me pidió si podía dejarle algo para pagarse el viaje.


Bob Dylan - Big Yellow Taxi (Dylan, 1973)

jueves, 24 de marzo de 2011

Antiamericanismo y Franquismo

En el programa La noche en 24 horas de TVE1 del pasado miércoles 16 de marzo, mientras los tres periodistas invitados debatían sobre la situación en Libia y las previsibles represalias que adoptaría Gaddafi contra los rebeldes de Bengasi, Luís Rodríguez Aizpeolea, de El País, hizo el siguiente comentario muy poco pertinente: "Yo siempre suelo recordar que el sentimiento antiamericano que hemos tenido los españoles durante mucho tiempo, que afortunadamente se va superando, fue producto de la actitud de Estados Unidos, de su colaboración con la dictadura franquista". ¡Toma ya!

Fíjense que este señor no es que opine que el antiamericanismo español se deba a la colaboración yanqui con el régimen de Franco. No, eso es un hecho cierto y simplemente se limita a recordárnoslo "siempre" (y le creo, porque hacerlo a propósito de la pasividad europea respecto a Libia muestra bien a las claras que le basta con que haya una remotísima relación). Esa manera de empezar su frase nos da a entender además que, pese a ser una verdad incuestionable (lo de que nos caían mal los americanos porque habían apoyado a Franco), la estamos olvidando y también que don Luís siente como un deber moral recordárnoslo. Sin necesidad de entrar a valorar la veracidad o consistencia intelectual de su comentario, ya este inicio, en mi opinión, descalifica completamente la argumentación de este caballero, amén de retratarlo como un pedante autocomplaciente de pocas luces.

Verdad es que, con muchos matices, en España ha habido un sentimiento antiamericano bastante generalizado que puede que, efectivamente esté desapareciendo, lo cual coincido con Aizpeolea en calificar de afortunado (pues pocos sentimientos anti son recomendables) aunque no estaría seguro de que obedezca a ninguna "superación"; pero todo eso da igual. Ahora bien, si ese sentimiento se debe al apoyo de los USA al régimen franquista, habremos de suponer que el antiamericanismo nace a partir de la visita de Eisenhower. Pero el antiamericanismo español es bastante anterior, al menos desde el siglo XIX cuando la gran república del norte, en aplicación de la doctrina Monroe, se dedicaba a tocarle las narices a España en sus posesiones americanas. Y la gota que colmó el vaso fue la guerra de Cuba y las artimañas que desplegaron los yanquis durante todos ese conflicto (con lo cual no estoy excusando las tremendas culpas de la administración española).

No me cabe duda de que el apoyo del gobierno estadounidense al régimen de Franco a finales del 59 fue la dura revelación para muchos españoles (más en el exilio que en el interior) de que al dictador no lo quitarían las democracias occidentales y que el artero y cruel gallego iba a sacarle buen provecho a su anticomunismo retórico. Acepto que para esos españoles la actitud americana les generara o reforzara su antiamericanismo. Pero, ¿de verdad se cree el señor Aizpeolea que a nivel popular, que a la mayoría de los españoles que vivían en el país, la bendición yanqui al franquismo hizo que creciera su antiamericanismo? Yo creo todo lo contrario, que la mayoría de la población entendió que ese cambio de actitud le venía bien pues significaría empezar a superar las durísimas condiciones en que vivía desde el final de la guerra (como efectivamente así fue) y, de incidir de alguna manera en el antiamericanismo que ya existía previa e independientemente de Franco, fue para reducirlo o suavizarlo. De la misma forma, por cierto, que el apoyo de Perón en los cuarenta no generó sentimiento antiargentino, sino por el contrario un aumento del cariño hacia el país sudamericano, reflejado en el entusiasmo popular cuando nos visitó Evita.

La afirmación falaz de Luís R. Aizpeolea da por sentado subliminalmente que en esos finales de los cincuenta, una proporción muy mayoritaria de los treinta millones de españoles del interior estaba activamente en contra del régimen y confiando en que las democracias occidentales derrocaran al dictador. Sin embargo, más verdad es que la gran mayoría de los españoles conformaba una población resignada y dudo muy mucho de que el sentimiento antifranquista fuera en esos tiempos dominante; lo que importaba era comer y tirar pa'lante. Por supuesto, todo es opinable y, de hecho, sobre las actitudes de los españoles durante el franquismo (con sus naturales evoluciones, que no fueron iguales los cuarenta que los primeros setenta) se han escrito varios textos, como también sobre el antiamericanismo y los factores que en él inciden (por cierto, también hubo durante muchos años un antiespañolismo en los USA). Y en los que yo he leído (que algunos son) nunca se afirma tan simplistamente lo que vino a decir este periodista el pasado miércoles. Pero, ya se sabe, hay que respetar todas las opiniones, incluso cuando se venden como hechos incuestionables.


Stevie Ray Vaughan - Life without you (Soul to Soul, 1985)

PS: He de reconocer que también en mí, nacido el año en que Eisenhower vino a España, anidó un sentimiento antiamericano durante mi adolescencia y primera juventud, que desde luego no se debió a que los yanquis apoyaran el régimen franquista. No obstante, por mis propios motivos (no necesariamente coincidentes con los del "pueblo" español) ese sentimiento ha ido diluyéndose, lo que no impide que de vez en cuando me regurgiten ascuas de las viejas llamas. Sin duda, no ha sido la música uno de los menores factores que han contribuido a mi reconciliación con los USA, y valga como muestra esta maravilla de blues sureño, por más que provenga de un estado tan antipático como Texas y aunque se haya grabado diez años después de la muerte de Franco.

martes, 22 de marzo de 2011

Hedores

Decimos, refiriéndonos al olor de alguien o algo, que se exhala, se emana, se expele. Verbos todos muy gráficos, que me traen a la mente la viñeta de un comic en la que unas rayas onduladas representan los aromas o hedores que salen del objeto odorífero. El caso es que hasta este fin de semana no había sido consciente de la exactitud de esa imagen tan repetida en los tebeos; el olor es, efectivamente, algo físico, material. Del objeto “oloroso” se desprenden moléculas gaseosas que inhalamos al respirar y nos llegan a la mucosa nasal, donde se van disolviendo en el moco de las glándulas olfatorias en el que “mojan” los cilios que identifican la química de la sustancia y transmiten la señal neuronal correspondiente hasta el bulbo olfatorio, la porción del cerebro encargada de percibir los olores.

Me ha impresionado darme cuenta de que oler requiere el contacto físico de nuestro cuerpo con el objeto olido. Se me dirá que es una obviedad pero no me había parado nunca a pensarlo. Es exactamente lo mismo que pasa con el sentido del gusto: necesitamos tener la sustancia en contacto con la lengua para poder saborearla, para que se active la percepción sensorial. Pese a que sea de lo más lógico, uno sigue tendiendo a asociar más el olfato con la vista: olemos algo sin necesidad de tocarlo, de la misma forma que lo vemos. No es así, sin embargo, y, para ser estrictos, cuando decimos estar oliendo un objeto lo que en realidad olemos son minúsculas partículas vaporosas que se han desprendido del objeto y llegado a nuestra nariz. O sea, que lo que olemos cuando lo olemos ya no forma parte del objeto.

Así que, para que algo tenga olor ha de soltar al aire parte de su materia en forma de moléculas vaporosas. Todo objeto está continuamente desprendiéndose de moléculas que conforman su materia (y también recibiendo otras del medio), por más inerte que nos parezca. Ciertamente, los humanos no somos la excepción; al contrario, en tanto seres vivos y muy activos exudamos intensamente vapores corporales, moléculas que son parte de nosotros y que esparcimos impúdicamente para que sean atrapadas en las mucosidades nasales de nuestros prójimos. Bastante asquerosillo, desde luego. Esas moléculas malolientes (o las contrarias) lo son porque su composición química es “reconocida” por nuestro cerebro como apestosa (o lo contrario). Lo curioso es que, si esas moléculas las producimos nosotros mismos, parece que se produce un fenómeno de saturación olfativa que nos impide darnos cuenta de lo mal que huelen (o sea, de lo mal que olemos). Tal sería el motivo por el que la mayoría de las personas que hieden (por ejemplo quienes tienen halitosis) no son conscientes de ello.

Me he puesto a pensar y a leer sobre esto de los olores porque el otro día me enviaron a mi oficina a un buen señor para que le explicara la situación urbanística de sus propiedades y el tal individuo, que parecía una excelente persona, exhalaba, emanaba, expelía tal peste que prácticamente era imposible estar a menos de cinco metros de él, lo cual creaba una situación de lo más violenta, de la que traté de salir lo mejor y, sobre todo, lo más rápidamente que pude. Imagínense cuán fuerte sería su hedor que cuando logramos despedirle uno de mis compañeros salió corriendo al cuarto de baño aquejado de náuseas. Abrimos a tope las dos ventanas de la oficina (pese al frío que hacía), rociamos abundantes dosis del ambientador “aroma a pino” y pasó un buen rato hasta que la habitación recuperó el olor (o no olor) habitual. Sería interesante saber la composición química de las moléculas que ese caballero estuvo regalándonos en un prodigiosamente abundante flujo durante el escaso cuarto de hora que compartió nuestras vidas. Pero lo repugnante es que estuvimos absorbiendo esa materia fétida y disolviéndola en el interior de nuestras narices, metabolizándola en nuestros organismos. Si es que lo de oler es una guarrería…


David Bowie - Wild is the Wind (Station to Station, 1976)

domingo, 20 de marzo de 2011

Flash Gordon

El mundo se acaba. Un planeta desconocido se precipita sobre la Tierra. Sólo un milagro puede salvarnos, dicen los científicos. / En las selvas africanas retumban incesantemente los tambores y los negros aúllan mientras aguardan el fatal destino. / Los árabes, en el desierto, se resignan ante lo inevitable y vueltos hacia La Meca rezan por su salvación. / En Times Square, Nueva York, una apiñada muchedumbre está pendiente de los tabloides de noticias que van describiendo la trayectoria de vuelo del cada vez más cercano cometa. / El científico Hans Harkov trabaja día y noche perfeccionando un mecanismo para salvar el mundo. El ingente esfuerzo ha debilitado su superdotado cerebro. / A bordo de un avión transcontinental viajan Flash Gordon, famoso jugador de polo graduado en Yale, y Dale Arden, una pasajera. / De pronto, un llameante meteorito desprendido del planeta alcanza al aparato en un ala, quebrándosela. El avión intenta mantenerse inútilmente hasta que se precipita sin control. / Flash, sosteniendo a la chica en sus brazos, salta a tiempo. Sus paracaídas se abren con chasquidos: bajan flotando hacia la tierra. / Aterrizan muy cerca del gran observatorio del doctor Zarkov. Flash se desembaraza de los paracaídas. / Zarkov, desaliñado y con una mirada de loco salvaje, se les enfrenta apuntándoles con una pistola. ¿A qué viene eso doctor? Aparte ese arma, somos amigos –dice Flash. De amigos nada; sois espías que habéis venido a robarme mi secreto. Venid conmigo. / Con un estruendo ensordecedor, el cohete del doctor Zarkov, con Flash y Dale a bordo, se lanza a toda velocidad hacia los cielos … / y se dirige de frente, con un loco a los mandos, contra el planeta que se abalanza hacia la tierra.



Esto es lo que contaban las trece viñetas que ocupaban la mitad inferior de una página de las ediciones dominicales de los rotativos yanquis que recibían material de la King Features Syndicate, la agencia de prensa propiedad del imperio creado por William Randolph Hearst. El autor del comic (y del que estaba en la parte superior: Jim de la Selva) era un joven y extraordinario dibujante, Alex Raymond, que llevaba ya unos años trabajando de negro para la KFS y por fin, en el primer domingo de 1934, le dejaron presentar dos historias con su propio nombre, iniciando así una carrera que lo convertiría en uno de los nombres más importantes de la historia del comic. En cambio, no mereció el mismo reconocimiento Don Moore, un veterano escritor en revistas pulp-fiction, quien parece que fue el autor principal de los alocados guiones de las aventuras del rubio Flash. La serie enseguida adquirió una tremenda popularidad logrando, como pretendían los directivos de la KFS, competir eficazmente con las tiras de Buck Rogers que llevaba dos años como estrella indiscutible de las páginas dominicales de los periódicos estadounidenses. Alex Raymond estuvo publicando sus tiras durante diez años seguidos, lo que al ritmo de media página semanal, hace algo más de quinientos capítulos. A principios del 44 fue llamado a filas y, a su vuelta, el rubio héroe estaba a cargo de otras manos. De hecho, ha seguido dibujándose sin interrupción hasta marzo de 2003, y de sus aventuras se han encargado hasta doce profesionales distintos, pero el de verdad será siempre el original de Raymond.

A través de Internet he podido conseguirme las primeras trescientas veintisiete entregas de Raymond, en sus formatos y coloraciones originales (aunque la vista en pantalla no es para nada igual que impresa en papel periódico), que cubren hasta el 7 de abril de 1940. También he conseguido la versión española que, manteniendo el mismo formato de los originales estadounidenses pero alterando el cromatismo, publicó Ediciones B en 1988. La editorial española presentó las aventuras en cuadernillos de treinta y dos páginas (a 200 pesetas cada uno) rompiendo de esta forma la agrupación que habían establecido los americanos en capítulos de distinto número de hojas. Sin embargo, me da que cualquier división de la historia se hizo siempre, incluso la americana, a posteriori y nada tenía que ver con las intenciones de Raymond mientras la dibujaba. No hay más que comprobar la cantidad excesiva de acción que concentraba el artista en cada entrega dominical y el ritmo alocado del relato me sugiere que no había demasiado plan conjunto de la obra; dudo que al acabar una semipágina supiera cómo iba a continuar los embrollos que planteaba más allá de dos o tres entregas. Lo anterior, para quien no conozca las aventuras de Flash Gordon, le dará una idea de que la línea narrativa era de lo más errática y fantasiosa, pero ese evidente defecto se convertía en uno de sus principales atractivos.

Yo no leí Flash Gordon en la versión de Ediciones B sino, según rememoro ahora gracias a la página de un aficionado, en la que publicó Buru Lan comics, una editorial donostiarra, a partir del año 1971. Se vendía en los kioscos por fascículos semanales que salían los viernes al astronómico precio de cinco duros. Cuando había salido un determinado número de fascículos (¿12?) se vendían las tapas para encuadernarlos y formar un tomo. Empezaron con la historia ya avanzada y luego volvieron para atrás (los tomos que llamaron 01 y 02). Desde luego, no hice la colección completa pero sí que llegué a comprar bastantes fascículos y a encuadernar tres o cuatro tomos que perdí hace muchísimo tiempo. Por más que he buscado, me ha sido imposible averiguar las fechas de publicación, pero identificando cuáles portadas de fascículos me suenan, estimo que debí estar enganchado a las aventuras de Flash durante poco más de un año, entre mayo del 71 y el fin de curso del 72 (tercero de bachillerato). Por esas mismas fechas, leía también El Jabato, el TBO y algunos otros ejemplares de los comics disponibles en esos cutres tiempos del tardofranquismo. De hecho, era un lector voraz de tebeos, y éstos eran objetos preciados en la frenética actividad de intercambio de mi colegio. Los fascículos de Flash Gordon, sin embargo, tenían una particularidad singular que los diferenciaban de los otros y que los excluían del mercadeo.

Esa especificidad era el erotismo. Mis lecturas de Flash Gordon se extendieron durante mis doce años, el año en que con bastantes sobresaltos inicié mi pubertad. Las mujeres que dibujaba Alex Raymond contribuían poderosamente a turbar mi libido (lo que para nada conseguían ni la Claudia del Jabato ni la Sigrid del capitán Trueno), tanto por su sensual dibujo como por esas personalidades descaradas, dispuestas siempre a tomar la iniciativa para llevarse al guapo de Flash al catre (aunque el chiquillo que yo era entonces no lo habría expresado así). Releyendo estos días las viñetas descargadas en el ordenador, he sentido un ligerísimo escalofrío evocativo al toparme con la reina bruja Azura, que droga a Flash para que pierda la memoria y, olvidando quien es, se enamore de ella. Entre las brumas de mi memoria creo vislumbrar a ese crío que fantaseaba con que, sin hacer él nada (era muy muy tímido), bellas mujeres lo seducían apropiándose de su voluntad. Me pregunto ahora si esas mis primigenias pulsiones eróticas obedecían a una morbosa atracción por la sumisión o a la necesidad de justificar mi caída pecaminosa (estudiaba en un colegio del Opus) debido al debilitamiento del libre albedrío. Vaya usted a saber, sobre todo a estas alturas, pero lo cierto es que los fascículos de Flash Gordon no salían de mi casa y tuvieron que ser muy manoseados. Años después, acabando la universidad, fui a ver la peli, y aparte de parecerme espantosa (tanto la película como la música de Queen), no me dijo ya nada. Claro que por entonces era un jovencito radical y exigente; quizá debería volverla a ver ahora que soy casi un viejete y bastante más tolerante.

sábado, 12 de marzo de 2011

Haute cuisine

Yo tengo un primo que es cocinero vasco (pero vasco de Donosti, eh, no de Zaragoza; o sea, que auténtico, auténtico, capaz que de los de RH negativo). Mi primo, de pequeño, era algo desastrosillo, lo suficiente para tener preocupados a mis tíos: a ver qué hacemos con el chico, que no se adivina por dónde darle salida. Y es que, aparte de suspender más de la cuenta, de vez en cuando les daba algún sobresalto más serio, como cuando le encontraron una escopeta enorme escondida debajo del colchón y se temieron que el chaval se hubiera juntado con los cachorros de ETA (eran los primeros ochenta). No le costó poco a Álvaro, que así se llama mi primo, convencer a sus padres de que sólo era la carabina de balines de un amigo con la que desde su habitación practicaba el entretenido juego de disparar a las ratas que pasaban al jardín de la casa desde una obra vecina y, cuando las acertaba y las dejaba atontadas, bajaba corriendo para decapitarlas de un hachazo y enterrarlas. Mis tíos se quitaron un peso de encima, pero tampoco es que se quedaran muy contentos con las aficiones del muchacho, por más que éste defendiera la utilidad social de las mismas. Trece o catorce años tendría el crío; ¿qué hacemos con Álvaro?

La pista la dio él mismo con su costumbre de meterse, a diferencia de sus tres hermanas, a fisgonear en la cocina mientras mi tía preparaba la comida. Y no digamos los domingos, cuando el aitá se apropiaba de los fogones para elaborar alta cocina vasca y Alvarito se prestaba de lo más animoso a ser su pinche. Así que mi tío, cuyo trabajo itinerante por todo el territorio guipuchi (llevaba las cuentas y asesoramientos fiscales de varias pequeñas empresas) le había puesto en contacto con algún gastrónomo euskaldún, le pidió que si podía coger al chico como ayudante, por supuesto sin darle un duro, para ver si aprendía y, sobre todo, si demostraba buenas actitudes y aptitudes hacia el oficio. Y de esta forma, mi primo acabó la EGB y no pasó al Instituto sino a las cocinas y, mano de santo, el que era un chaval algo problemático se convirtió de la noche a la mañana en modelo de responsabilidad, disciplina y esfuerzo. Y es que no hay nada como encontrar la horma en la que uno encaja para sentirse a gusto (suponiendo, claro está, que haya siempre una horma para cada uno, porque habemos los que somos muy dispersos y nos gusta casi todo).

Álvaro se formó pues con varios cocineros guipuzcoanos y, muy joven, saltó el charco para trabajar en dos o tres restaurantes vascos en los USA (primero en Chicago y luego en Washington, creo recordar). En las Américas conoció a la que es su mujer y dio por finalizada, hará de esto unos quince años, su etapa formativa. Se volvieron y enseguida empezaron a llegarle ofertas, lo que ha de significar no sólo que el chico es bueno sino que en ese mundo de la alta gastronomía (como en cualquier otro, al fin y al cabo) enseguida todo se sabe. Pasaron una temporada en Benalmádena, como jefe de cocina de un restaurante elegante al borde del puerto deportivo en el que nos detuvimos en un viaje veraniego hará unos diez años. No me sé todas las cocinas en las que ha ido recalando (entre Andalucía y el País Vasco) y tampoco es cuestión de dar aquí fe de ellas. Hace uno cinco años se mudó a Granada, con el encargo de llevar el restaurante de un hotel ubicado en un palacete del XIX del centro de la ciudad, recién restaurado en la línea de los llamados “hoteles con encanto” (o sea, pocas habitaciones, muy monas y con precios saladillos por la estancia). La oferta, tanto económica como profesionalmente, era de lo más apetecible y, por otro lado, la familia (es decir, la mujer) tenía ya ganas de encontrar un lugar en el que asentarse con “vocación de permanencia” y la capital nazarí aporta, desde luego, un hábitat de lo más agradable para vivir y en el que crezcan las dos niñas, aunque se les pegue el acento andaluz en vez del vasco.

Según compruebo a través de Internet, gracias a mi primo y su equipo el restaurante se consolidó como uno de los mejores (si no el mejor) de Granada, y eso que estaba “escondido” en el interior del hotel. Sin embargo, pese al enamoramiento y buen rollito inicial, parece que pronto empezaron los problemas con los dueños, quienes con la excusa de que los rendimientos no eran los previstos (los del hotel, que el restaurante estaba superando todas las expectativas) se negaban a cumplir los acuerdos de mejoras que Álvaro había pactado con ellos. O sea, que la situación laboral se iba poco a poco deteriorando en paralelo al cada vez mayor éxito culinario, acompañado de diversos reconocimientos públicos. Por fin, en noviembre del año pasado, mi primo, algo asustado como es natural, se decidió a convertirse en empresario y montar su propio restaurante. El trampolín fue el ofrecimiento de una entidad bancaria para que lo hiciera en la última planta de su edificio cultural representativo, en la parte nueva de la ciudad, con unas vistas espectaculares sobre la vega granadina y Sierra Nevada. Con una línea de crédito de garantía y, sobre todo, avalado por la fama que durante cuatro años había ido consolidando en la ciudad, Álvaro con casi todos los que trabajaban en el anterior restaurante (porque casi todos quisieron acompañarle en la nueva aventura) empezó a dar de comer de martes a domingos. Y las cosas, en los escasos meses que lleva abierto, le van de maravilla, tanto que prácticamente todos los días, tanto para almorzar como para la cena, tiene el restaurante absolutamente lleno.

Este miércoles pasado fuimos K y yo a comer al restaurante. A petición de mi primo llegamos temprano a fin de que pudiéramos charlar un rato y ver la cocina. Luego nos sentó a la mesa que siempre deja libre para atender compromisos de última hora y nos fueron sirviendo los ocho platos que conforman el menú de degustación. Primero, en una falsa lata de conserva, un salpicón de mejillones y berberechos, que dejaba un agradable frescor en el paladar. Luego vino una navaja al natural cuyo acompañamiento he olvidado, pero no el sorprendentemente delicioso gusto del platillo. Lo tercero fueron unos chipirones rellenos en su tinta, pero a la inversa. Después vino un falso canelón de gamba roja y tocino ibérico: maravilloso. A continuación un “cubo” de rape blanquísimo (“mignon de rape” se llamaba) aromatizado con extracto de pimientos verdes a la brasa y dispuesto sobre arroz glutinoso de moluscos y clorofila: el pescado se deshacía en la boca llenándola de un sabor casi celestial. En sexto lugar venía el único plato de carne (esperábamos alguno más): un buen taco de ternera que había sido cocinado durante 40 horas, con cristales de patata, esponja de sidra, tubérculos y piparras ácidas ligeramente picantes; si he de decir la verdad, aunque desde luego estaba rico, no llegó a apasionarme (probablemente porque siempre me ha gustado la carne poco hecha). Los dos últimos platos eran ya los postres, que comenzaban con un huevo gelatinoso a la sidra que había que meterse de una sola vez para que se deshiciese en la boca enamorando a las papilas (aunque K se atragantó). Por fin, en octavo y último lugar, vino el postre que por lo visto más fama le ha dado a mi primo en Granada que es un flan de mascarpone, fresas rotas y maceradas con su caviar, con cristales de piña colada, servido acompañado de un riquísimo mojito.

Naturalmente, no pagamos, pero eso no impidió que nos preguntáramos a cuánto saldría el almuerzo descrito, al que hay que sumar tres o cuatro excelentes cañas de cerveza (optamos por evitar los vinos) y los cortaditos finales acompañados de unas pastitas chocolateadas. Mi experiencia como comensal de restaurantes de alta cocina es muy escasa y, sin apenas referencias, elucubré que rondarían los cincuenta euros por comensal. Pues me quedé corto, porque descubro en Internet que el precio anda por los 70/75 euros; o sea, que habríamos debido pagar unas veinticinco mil de las viejas pesetas: ¡qué barbaridad! Me cuesta entender que, por muy deliciosa que sea la comida (que o era) haya gente capaz de pagar tanto dinero. Y además hacerlo con cierta frecuencia porque, según me contó mi primo, más de la mitad de los comensales de una sesión, ya sea almuerzo o cena, son repetidores. De hecho, una de las más “importantes” obligaciones cotidianas de Álvaro (e imagino que igual será en todos los restaurantes de postín) es pasear entre las mesas, deteniéndose en todas y cada una de ellas para darle charla a los clientes. No sólo quieren que la comida sea excelente y que les cueste una pasta, sino que además el cocinero tiene que ir a entretenerles un rato, a dejarles ver lo amigo suyo que es. No discuto que el placer gustativo sea el motivo principal que hace que mucha gente esté dispuesta a gastar tanto dinero en comer, pero tiene que haber otros ingredientes y, entre ellos, la vanidad ha de ser el que más descuella. Pienso que no se ha teorizado lo suficiente sobre la importancia de la vanidad como fuerza motora de los comportamientos humanos. Aunque también puede ser que tengamos un cacao mental desaforado.


Suzi Quatro - Brain Confusion (For All The Lonely People) (A's B's & Rarities, 2004)

sábado, 5 de marzo de 2011

Sophia Loren, Lina Wertmüller y las malas traducciones

K tenía interés por ver películas de Sophia Loren, a ser posible en italiano, y así recordar su infancia romana. Me hice pues una lista de las películas de la Loren (94 desde 1950 hasta 2010, aunque puede habérseme escapado alguna) y a buscarlas en la red. A la fecha me he conseguido 54, lo cual no está nada mal, ya que dudo que pueda ampliar mucho más el catálogo. En la medida de lo posible las he bajado en italiano (con subtítulos cuando los encontraba), pero a veces sólo estaban dobladas al castellano, lo que me hace pensar que va a ser cierto que somos los hispanoparlantes quienes más subimos (y bajamos) pelis a (de) Internet. O sea que me he hecho con una bonita colección que vamos viendo los fines de semana a un ritmo bastante inferior al de descarga: llevamos hasta el momento sólo diecinueve.

La última ha sido La viuda indomable, por llamarla con el título con que se distribuyó en España, donde, por cierto, se estrenó a mediados del 83, cuatro años y medio después de su primera proyección en Italia. Me acuerdo porque quise ir a verla a los cines Madrid, en la plaza del Carmen pero no sé qué pasó que no fui. En ese tiempo me entusiasmaba el italiano: lo estudiaba en la Escuela Oficial de Idiomas y estaba organizando ir a hacer un curso en la Università per Stranieri di Perugia. Además, el enorme piso de la calle Velázquez en el que estaba nuestro despacho profesional lo compartíamos con una academia de italiano que llevaban una milanesa y una siciliana, buena pareja eran. Cuando se iban, aprovechaba para meterme en su aula y ver alguna película en italiano en el VHS.

Una de las que vi fue El Inocente (1976), dirigida por Visconti y con una Laura Antonelli que, desde entonces, se convirtió en uno de mis mitos eróticos preferidos. Creo que fue en esa película en la que por primera vez vi a Giancarlo Giannini, aunque ya al filmarla tenía bastante notoriedad gracias a sus colaboraciones con Lina Wertmüller desde inicios de los setenta. Pero yo a la Wertmüller no la conocía ya que, por más que me declarara un entusiasta del cine italiano, mi “extensa” lista de realizadores de ese país se reducía a De Sica, Fellini, Visconti, Bertolucci, Antonioni, Ferreri, Zeffirelli y Pasolini. O sea, que si quise ver La viuda indomable no fue por la directora, sino por que intervenía Giannini y también, no voy a negarlo, porque en el cartel publicitario la Loren estaba muy sugerente, con el pelo tipo afro, una escopeta en las manos y el vestido abierto dejándonos imaginar su teta derecha.

La cosa es que no vi la película ni lo hice en los casi treinta años que han pasado desde entonces, como tampoco, en todo este tiempo, he llegado a ver nada de Lina Wertmüller, lo cual me extraña, no sólo porque cuenta con un sacco de filmes a su cargo, sino porque tiene reconocimiento suficiente como para que me hubiera llamado la atención alguna vez durante estos años. Pero no, y además era tan ignorante sobre esta directora que, aunque había oído su nombre, ni siquiera sabía que era italiana y por su apellido la suponía tudesca. Escribo tudesco porque es la palabra española más parecida a tedesco y, también como el término italiano, significa alemán. Aunque dice el DRAE que se refiere más específicamente a los originarios de la Sajonia Inferior, o sea la Niedersachsen, en la cuenca baja del Elba, en torno a Hannover. Sin embargo, Wertmüller, cuyo nombre completo es Arcangela Felice Assunta Wertmüller von Elgg Spanol von Braueich (Roma, 14 de agosto de 1926: la foto adjunta es de hace un año) no desciende de alemanes, sino de suizos, aunque es enteramente italiana.

La peli está curiosa. Sucede en un pueblo siciliano en 1922, el año de la Marcha fascista sobre Roma. Sophia es Titina, viuda porque nada más empezar el filme el marido es asesinado en su propia cama por un mafioso, Vito Acicatena. La actriz, ya en la cuarentena, está magnífica en plan mujer racial, apasionada, de fuerte carácter; lo que remarca acertadamente un maquillaje de sombras negras en torno a los ojos, que le da un cierto aire a la Magnani y, en todo caso, una imagen muy distinta de la que presentaba habitualmente. Por supuesto, el crimen de su marido, por más que todo el pueblo sepa quién ha sido el asesino, queda impune ante la Justicia, y Titina clama venganza, impregnada de odio. Aparecen dos hombres muy distintos y de ambos se enamora: el abogado y socialista utópico pese a ser terrateniente, Rosario Maria Spallone, encarnado por un Mastroianni de luengas barbas valleinclanescas; y un primo segundo de su marido que emigró a los USA y, metido a gangster, ha hecho dinero durante la Ley Seca, Nick Sanmichele, papel que le encaja perfectamente a Giancarlo Giannini. Aún con algunos altibajos en el ritmo narrativo, la película es entretenida y evoca bien esos tiempos del primer fascismo (en ese sentido me recordó algo a Novecento), época que es para la cinematografía italiana como la guerra civil para la nuestra.

Una de las curiosidades de esta película es que ostenta, según el Guinness, el record del título más largo en la historia del cine (eso dice la wiki, pero en la web del Guinnes no lo he encontrado). Y es que en versión original no se llamaba la vedova indomabile, ni tampoco Revenge (venganza) como se presentó en los USA, ni D'amour et de sang, que fue el nombre que le dieron los franceses. No señores, el título primigenio es, sencillamente Un fatto di sangue nel comune di Siculiana fra due uomini per causa di una vedova. Si sospettano moventi politici. Amore-Morte-Shimmy. Lugano belle. Tarantelle. Tarallucci e vino. Ahí queda eso, para desesperación de distribuidores y traductores, aunque éstos parece que se las arreglaron bastante bien cortando por lo sano. Desde luego, si suele ser habitual que los títulos de las películas no se traduzcan demasiado literalmente (y España no es el único sitio donde ocurre), en este caso se han roto los moldes y difícilmente puede encontrarse otro ejemplo de tanta divergencia. Aunque verdad es que la Wertmüller jugaba con fuego escogiendo ese “titulillo”, me imagino que no le haría mucha gracia que se lo desvirtuaran tanto. Pero supongo que ya debía estar acostumbrada porque lo de los títulos largos es manía personal suya, que si no basta leer los de algunas otras películas suyas que, sin alcanzar tanta longitud, no tienen desperdicio: Film d'amore e d'anarchia, ovvero stamattina alle 10 in Via dei Fiori nella nota casa di tolleranza (1973), Travolti da un insolito destino nell'azzurro mare d'agosto (1974), La fine del mondo nel nostro solito letto in una notte piena di pioggia (1978) … A mí me resultan sugerentes, me gustan.

jueves, 3 de marzo de 2011

Soy musa del nacionalismo

Hace casi tres años y medio, el 17 de septiembre de 2007 para ser exactos, publiqué un post titulado El carné de identidad chipuno, en el que reproducía una imaginaria conversación en la cual un ideólogo nacionalista intentaba convencer a una consejera de su partido para que se aprobara por decreto del Gobierno (autonómico) la implantación de un DNI alternativo. Bajo el pretexto de una medida de naturaleza técnica (para no salirse de la legalidad), la intención era posibilitar a los chipunos que expresaran su "voluntad identitaria", un paso simbólicamente muy significativo en el proceso reivindicativo de la soberanía nacional y desligamiento de la tutela colonialista del Estado central, Cascaterra.

Pues bien, lejos estaba yo de imaginar entonces que lo que no era más que una guasa (con la cual empezaba mi serie de Escenas Chipunas) iba a convertirse en realidad en la Chipunia en la que resido. Esta mañana, caminando por una calle chicharrera, veo en una pared un cartel en el que una chica sonriente extiende la mano derecha con un carné hacia el espectador bajo la leyenda: "ya puedes tener tu carné de identidad canaria". El promotor de la iniciativa es el partido político Alternativa Nacionalista Canaria (ANC), que "pretende convertir el documento en un instrumento de promoción y defensa de la identidad de los canarios". Sigo citando de la página oficial: "Según Alternativa Nacionalista Canaria, el carné, “por ahora” carecerá de validez antes las instituciones pero confían que se pueda construir la base de lo que será en el futuro el único documento de identidad que portarán los canarios, por eso “el proceso se llevará con toda la fiabilidad y seriedad que requiere para que en un futuro, no muy lejano, sea la base de datos necesaria para la organización de la sociedad canaria".

ANC suma a esta loable iniciativa otra de sensibilización que, bajo el lema "¿te sientes canario?" pretende reforzar el sentimiento de canariedad y a la vez concienciar de la importancia de defenderlo a través de la acción y la palabra. Porque quieren que todo aquel que viva en Canarias sienta y defienda este país con orgullo. Obviamente, estas campañas de promoción positiva de la canariedad van ineludiblemente unidas (no hay más que leer los comentarios de la página en facebook) al rechazo de lo español. O sea, sólo se puede ser canario no siendo español, de la misma forma que mi Aquilino Jambón reclamaba que sólo se podía ser chipuno renegando de Cascaterra. Ya se sabe que es mucho más fácil autodefinirse por contraste que por el contenido de la identidad propia. En el fondo, las famosas señas identitarias de los pueblos son básicamente aprioris establecidos como desideratum por los nacionalistas. Parto de que existe un pueblo y, por tanto, tiene que tener una identidad que lo individualice como tal.

En fin, más de lo mismo. Yo, desde luego, cada vez "me siento" menos español, pero no porque me sienta más canario (o de cualquier otro lado), sino porque me siento menos de un lugar. Sin embargo, pese a que pareciera que lo lógico sería ir borrando fronteras, muchos (a 7.348 personas les gusta "Yo también quiero tener un DNI canario") prefieren crear nuevas. ¡Qué se le va a hacer! Eso sí, voy a reclamar mi parte en los derechos de autor de esta iniciativa.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Consulta con el dermatólogo

La semana pasada pedí cita con el dermatólogo para la revisión que me hago anualmente. Este médico atiende en dos consultas, una en Santa Cruz y otra en La Laguna, que es a la que voy desde siempre (desde hace unos años). Llamé tras consultar el número de teléfono que tengo apuntando en la agenda del ordenador y que es, acabo de comprobarlo, el de La Laguna. Por tanto, cuando hablé con la enfermera, di por supuesto que la cita que me fijó para hoy a la una de la tarde era en esta ciudad. Así que, pocos minutos antes de esa hora, he salido de mi oficina y he caminado los escasos cuatrocientos metros y he subido al tercer piso del feo edificio en el que está la consulta dermatológica. La puerta estaba cerrada y en el rellano de la escalera, en una de las cuatro sillas que ahí habían colocado, estaba sentada una chica, esperando.

Le pregunto si tiene cita y me confirma que sí, con el mismo médico que yo y a la misma hora. Qué raro, comentamos, que esté cerrada la consulta; en fin, ambos suponemos que en breve la abrirán. Me siento y me pongo a leer el libro que previsoramente he traído. Pasa un rato, son ya más de la una y cuarto, y la consulta sigue cerrada. Volvemos a comentar entre nosotros lo extraño que nos parece. Me levanto y toco fuerte en la puerta (no hay timbre). Nadie abre, dejo pasar un ratito, y repito la llamada, golpeando más fuerte y ruidosamente. Una enfermera abre, con expresión a medias entre la sorpresa y el enfado. Hoy no hay consulta, nos dice. Pero si tenemos cita, contestamos ambos. No puede ser, nos dice, los miércoles el doctor está en Santa Cruz.

Nos hace pasar y nos pregunta nuestros nombres. Llama a su compañera de la consulta de Santa Cruz y, en efecto, tenemos cita allí (yo a la una y ella a la una y cinco). Pero, le digo, yo telefoneé a La Laguna, y lo mismo afirma la chica. No puede ser, nos asegura ella, los ordenadores no están conectados entre si, de modo que desde La Laguna no podemos dar cita para Santa Cruz ni a la inversa; o sea, si ustedes están apuntados en la consulta de Santa Cruz necesariamente han tenido que llamar a Santa Cruz. No tengo ningún motivo para dudar de la veracidad de lo que dice (¿para qué querría engañarnos?) pero estoy seguro de que llamé a La Laguna. Quizá hayan desviado el teléfono, de modo que salte de una consulta a otra. No, de ninguna manera, me asegura.

Bueno, misterios que ocurren. La chica pide que le pasen la cita al lunes. Yo, en cambio, opto por bajar a Santa Cruz, aprovechando que me dicen que el médico tiene un hueco y podrá atenderme. Justo antes de irnos, la chica coge mi libro que he dejado en el mostrador. Oye, le digo, que ése es mi libro. No, me contesta, es mío. No parece estar bromeando. Pero, si es el que he estado leyendo mientras esperábamos, ¿no te has dado cuenta? Parece dudar; apoya su bolso en el mostrador y pone el libro al otro lado, como para evitar que yo se lo arrebate. En un instante, del bolso saca un ejemplar del mismo libro, también en la edición de bolsillo. Enrojece súbita e intensamente. Perdona, me dice, y extiende las manos, en cada una uno de los libros, idénticos ambos. Me sonrío; qué casualidad, le digo, no pasa nada.

Bajamos en el ascensor, intercambiando opiniones sobre la novela; a los dos nos está gustando mucho. Al salir a la calle, veo que están ambos tranvías lo que significa que uno va a arrancar enseguida. Me despido apresuradamente y corro para que no se me escape. Me siento en la parte delantera y abro el libro por donde está el marcador, uno publicitario de la editorial Salamandra que me dieron en la librería cuando compré la novela. Empiezo a leer y enseguida me doy cuenta de que esos textos los he leído justamente hace un rato, durante el cuarto de hora que estado esperando en el rellano de la escalera. ¿Coloqué mal el marcador? Me extraña mucho haber errado en un gesto tan repetido. Tengo un pálpito y me pongo a pasar las hojas. Hacia el final del libro aparece una tira de cuatro fotos de carné de la chica. Vaya.


Annie Lennox - Primitive (Diva, 1992)