
Por lo visto, las peticiones que Torra le hizo a Sánchez en la reunión del pasado día 20 en Pedralbes se basaban en la premisa de que Cataluña tiene derecho a la autodeterminación. No es ocioso recordar que ese presunto derecho, indisolublemente vinculado a la proclamación de Cataluña como sujeto del mismo, está en el inicio del proceso soberanista. Recuérdese aquella masiva manifestación que recorrió la Gran Vía barcelonesa el 18 de febrero de 2006 bajo el lema «Som una nació i tenim el dret de decidir» (ya hace casi 13 años: ¡qué barbaridad!). A partir de ahí, poco a poco, se ha ido construyendo el discurso tantas veces repetido e incluso se enuncia como si fuera un dato incontestable del derecho internacional que, por tanto, ha de imponerse a la propia Constitución. De hecho, éste fue el razonamiento que explícitamente se recoge en el preámbulo de la Ley 19/2017, de 6 de septiembre, del referéndum de autodeterminación: los pactos sobre Derechos Civiles y Políticos y sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aprobados por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 19 de diciembre de 1966, ratificados y en vigor en el Reino de España desde 1977 –publicados en el BOE de 30 de Abril de 1977– reconocen el derecho de los pueblos a la autodeterminación como el primero de los derechos humanos; la Constitución española de 1978 determina en el artículo 96 que los tratados internacionales ratificados por España forman parte de su ordenamiento interno y, en el artículo 10.2, establece que las normas relativas a los derechos fundamentales y las libertades públicas se interpretarán de acuerdo con los tratados internacionales aplicables en esta materia. La conclusión para el Parlamento de Cataluña fue que el pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación.

Naturalmente, esa Ley 19/2017 fue declarada inconstitucional y nula mediante sentencia de 17 de octubre de 2017. En dicha Sentencia, el Tribunal Constitucional aclara que diversas resoluciones de las Naciones Unidas han acotado el derecho a la libre determinación a los casos de «sujeción de pueblos a una subyugación, dominación y explotación extranjeras», añadiendo que no debe invocarse para «quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país». También los magistrados señalan la obviedad de que pretender que el derecho a la autodeterminación (entendido como lo hace el Parlament) haya sido incorporado al ordenamiento jurídico español habría supuesto el contrasentido de negar la propia soberanía del Estado en virtud de la cual se habrían asumido dichos pactos internacionales. Diré, aunque mi opinión sea irrelevante, que comparto plenamente la interpretación del Tribunal Constitucional y, por tanto, considero que ni Cataluña ni ningún otro de los presuntos pueblos del Estado español ostenta derecho alguno a la autodeterminación.

Sin embargo, hemos de pensar que no pocos catalanes están convencidos de que, en el marco del derecho internacional, Cataluña tiene derecho a decidir su futuro, incluyendo la opción de conformarse como estado independiente. Gracias a la hábil estrategia de los conductores del procés se ha ido asentando entre muchos catalanes la idea de que ese derecho reconocido les es negado por un Estado opresor, que carece de las mínimas garantías democráticas, entre ellas de la separación de poderes e independencia judicial. Por eso, claro está, no se reconoce al Tribunal Constitucional (o a cualquier otro) y sus sentencias no gozan de ninguna autoridad, no van a convencer a nadie, más bien refuerzan las convicciones previas. Para colmo, pese a que a mí me parece fuera de toda discusión inteligente que el derecho de autodeterminación acordado en 1966 no es aplicable a Cataluña, hay unas cuantas personas de prestigio que no lo ven tan claro; es más, incluso hay voces que consideran (nunca lo dicen con absoluta rotundidad) que los catalanes podrían tener derecho a autodeterminarse como Estado independiente. No seamos pues tan ingenuos de pensar que todo está muy claro; hay suficientes ambigüedades y matices como para que los independentistas puedan sostener sin caer en el ridículo –por el contrario, con credibilidad– que Cataluña tiene reconocido el derecho a la autodeterminación y el Estado español se lo niega.
Ante esta situación, se me ocurre que quizá no fuera mala estrategia que desde el Gobierno español se plantease a la Generalitat que, aun entendiendo que Cataluña no tiene derecho a la autodeterminación, se estaría dispuesto a someter el asunto a un dictamen internacional, garantizándose el rigor jurídico y la imparcialidad. Es decir, que una comisión del más alto nivel jurídico se pronunciase sobre si el derecho de libre determinación de los pueblo, proclamado por la ONU en 1966, es de aplicación a Cataluña. Por supuesto, los dirigentes de los partidos que sostienen el gobierno catalán deberían comprometerse, así como el ejecutivo español, a respetar y acatar el dictamen.
A mi modo de ver, esta oferta desde el lado “español” sería tremendamente positiva en sí misma. De entrada, porque a cortísimo plazo tendría la bondad de desactivar el cansino discurso de que la única respuesta que da el Estado es la represión política y judicial; de pronto, los independentistas se quedarían en fuera de juego, desconcertados. Además, implicaría una especie de tregua, muy necesaria para posibilitar que en vez de las proclamas demagógicas e incitaciones a la violencia, empezaran a escucharse discusiones con un mínimo de sustancia argumental. Finalmente, estoy convencido de que el resultado de ese dictamen sería negativo, establecería que ese “derecho universal” no es aplicable a Cataluña. Ello, desde luego, no significaría que los independentistas renunciaran a sus anhelos, pero al menos habrían de renunciar a parte de las mentiras que alegremente exponen, perderían esa falsa pretensión de legitimidad y, probablemente, unos cuantos de sus acólitos abandonarían sus filas. Para mí, lo más importante es propiciar la disminución del porcentaje de independentistas como única vía para evitar la confrontación. Y, por cierto, si alguien me dijera que cabe la remota probabilidad de que ese comité de juristas concluyera reconociendo el derecho catalán a la autodeterminación, contestaría que habría de aceptarse y actuar en consecuencia (o sea, impulsar desde el Gobierno español los pasos legales procedentes, en el marco de la Constitución, para que los catalanes pudieran ejercer ese derecho). Para mí la unidad de España no está por encima del Derecho y, desde luego, me es mucho menos importante que evitar conflictos sangrientos (que parece que es lo que algunos desean).

Pero sé de sobra que hoy por hoy esta propuesta es absolutamente inviable. Y lo es desde los dos lados. La Generalitat nunca aceptaría vincularse a un dictamen jurídico neutral, por más que sus líderes cacarean reclamando la intervención internacional (mientras saben que el Estado no la acepta). No aceptarían porque saben de sobra que ello supondría deslegitimar su discurso. De otra parte, los dos principales partidos que claman por el 155 (a los que hay que sumar al nuevo) se precipitarían con salvaje entusiasmo a acusar al Gobierno de rendición humillante ante quienes quieren romper España y, lo más lamentable de todo, es que ese discurso encontraría un enorme apoyo entre los españoles (de modo que el Gobierno no se atrevería). Es muy triste comprobar cómo este país parece cada día más polarizado sin espacio para quienes buscan acuerdos, aparcar las emociones (emociones negativas, aclaro) frente a la razón. El otro día escuché que esta radicalización de las opiniones en relación a Cataluña no difiere demasiado de la que había en 1936. No comparto esa opinión, pero sí creo que el camino que llevamos es preocupante y que no conduce a nada bueno. En fin, ya pueden suponer cuál es uno de mis deseos para 2019.