miércoles, 16 de enero de 2019

Magadán

Apuesto diez contra uno a que no sabes qué es Magadán. También yo lo ignoraba hasta hace unos días cuando el nombre apareció en Una saga moscovita, la monumental novela de Vasili Aksiónov que he terminado recientemente. “A doscientos kilómetros de Magadán, subiendo la carretera de Kolimá, el invierno ya se había presentado”: esta es la frase en la que por primera vez me topé con esta palabra, un topónimo, como obviamente se deducía. Es el inicio del cuarto capítulo del segundo libro, en el que vuelve a aparecer Nikita Grádov, detenido por la terrible NKVD hacia finales del primer libro. Así que es fácil comprender enseguida que estamos en la inmensa área geográfica de los campos de prisioneros de Stalin, el famoso Gulag, que fue revelado a Occidente en la tan tardía fecha de 1973 con la publicación del famoso libro de Aleksandr Solzhenitsyn. Además, la palabra Kolimá me suena vagamente, la asocio también a lo poco que sé de la historia soviética, a Siberia. Así que aventuro que Magadán debe ser una ciudad.

A estas alturas es probable que ya hayas buscado Magadán en Google y te hayas enterado de que, efectivamente “es una ciudad, centro administrativo del óblast de Magadán, Rusia, fundada en 1933. Tiene puerto en el mar de Ojotsk. Su población es de 92 782 habitantes, según el censo de 2018. La construcción y la pesca son las mayores industrias de la ciudad, cuyo puerto es accesible de mayo a diciembre. También posee un aeropuerto situado a 50 kilómetros al norte de la ciudad” (Wikipedia: has perdido la apuesta). Antes de Internet, lo más que habría sabido de Magadán sería lo que hubiera podido deducir de la lectura de la novela: poco, porque tampoco es función del autor darte la información sobre sus escenarios. Bien es verdad que siempre podría haber recurrido a alguna enciclopedia o rebuscar en bibliotecas, pero todo eso significaba demasiado esfuerzo de modo que, en la mayoría de los casos, no lo habría hecho. Ahora en cambio basta con teclear el nombre en el ordenador o el móvil; menos incluso si estás leyendo la novela en un dispositivo electrónico con conexión a la red ya que entonces basta con dar un golpecito con el dedo sobre la palabra ignorada.

De repente lo tenemos todo –todo no, pero mucho, muchísimo– al alcance de la mano. Es, desde luego, una maravilla pero, al mismo tiempo, la excesiva facilidad para conocer los datos pareciera banalizar ese conocimiento. Cuando antes escarbabas afanosamente para descubrir algo, los datos, una vez conocidos, se te enraizaban en la memoria. Ahora, se desvelan con tan suma facilidad y rapidez que no llegamos a interiorizarnos, se resbalan por la memoria hasta las cajas negras del olvido. Estás hablando con los amigos en un bar, la tele encendida y aparece un actor que todos conocemos; surge una discusión sobre si tal película la protagonizó él o no y el debate no dura más que el breve lapso que necesitas para consultar tu móvil. Claro que si dentro de un par de meses se repite la escena ya solo te acordarás de que buscaste la información pero no del resultado. No obstante, no reniego de la maravilla de esta cuasi-infinita enciclopedia virtual, al contrario. Como todo, sus bondades o perjuicios dependen de cómo la usemos. Por ejemplo, me alegra tenerla a mano cuando leo novelones como el de Aksiónov que me llevan a lugares remotos y desconocidos. Me ayuda a disfrutar más de la lectura y me atrevo a asegurar que no olvidaré Magadán.

Mencionaré otro efecto de complementar la lectura con Internet: que se me despierta la curiosidad, lo que me lleva a dejar por un rato la novela y ponerme a bucear. Así, voy a Google Maps y localizo Magadán: ¡está a casi quince mil kilómetros de Madrid! Fantaseo con lo que sería un viaje en coche: San Sebastián, Burdeos, Tours, París, Charleroi, Lieja, Colonia, Berlín, Poznán, Lodz, Varsovia, Bialystok, Minsk, Smolensko, Moscú. Esa sería la primera etapa, “solo” cuatro mil y pocos kilómetros, menos de un tercio de la distancia total que, para recorrerla, para cruzar toda Europa, me llevaría como mínimo quince días. Luego unos quinientos kilómetros hasta Nizni Nóvgorod y cuatrocientos más hasta Kazán, ambas ciudades en el Volga y las dos últimas cuyos nombres conozco. A partir de ahí aun nos quedarían casi diez mil kilómetros, cruzar los Urales e internarse en la inmensa Siberia, por unas carreteras que, según leo, son casi intransitables, y con una densidad de población ínfima, un desierto frío e inhóspito. Mientras me muevo por las fotos aéreas concluyo que no haré nunca ese viaje (tal vez llegara a Kazán o, como mucho, avanzaría un millar más de kilómetros hasta Ekaterimburgo, para visitar la casa Ipatiev, lugar de la ejecución de la familia imperial en 1918). Para compensar, me hago la lista de lecturas inminentes sobre esa atroz geografía soviética: Vida y Destino de Vasili Grossman, cuya lectura interrumpí hará unos cinco años, El Vértigo (1967) de Evgenia Ginzburg, madre de Aksiónov, y los seis volúmenes de Relatos de Kolymá (1966) de Varlam Shalámov; además me propongo releer dos novelas de mi juventud: El cero y el infinito (1940) de Arthur Koestler y El caso Tuláyev (de la década de los 40) de Victor Serge; y por último dos libros de investigación histórica: Gulag (2004) de Anne Applebaum, considerado el mejor estudio sobre los campos de concentración soviéticos y el más reciente Los que susurran (2007) del historiador británico Orlando Figes sobre la represión en la época de Stalin.

sábado, 5 de enero de 2019

Etapa 21: Fonsalía - Chirche

La primera caminata del año nos lleva a Fonsalía, donde habíamos acabado la etapa vigésima el domingo 16 de diciembre, antes del desbarajuste navideño (el pasado fin de semana recuperamos la que teníamos pendiente a través del Macizo de Teno). El punto de encuentro (y que será fin de etapa) es Chirche, caserío en la parte alta del municipio de Guía de Isora (en tono a los 900 msnm); allí dejamos mi coche y bajamos hasta Fonsalía en el de Jorge, que se queda aparcado en la vía que, desde la nueva glorieta de la TF-6237, entra hacia el litoral; son poco más de las nueve de la mañana del sábado cinco de enero, víspera de Reyes. Caminamos hasta la mencionada glorieta que es en la que remata –por el momento– la carretera de reciente ejecución que enlazará la autopista con lo que ha de ser el futuro puerto de conexión con las islas occidentales. El proyecto está acabado hace años pero aún no está nada claro cuándo se acometerán las obras; el problema principal es una discusión de competencias entre la Comunidad Autónoma y el gobierno central. Entre tanto en el Cabildo nos toca impulsar el Plan Territorial Parcial que ha de ordenar el ámbito de tierra comprendido entre los núcleos urbanos de Alcalá y Playa de San Juan; ya hemos empezado pero vamos lentos y dubitativos. Cruzamos la rotonda y enfilamos hacia el noreste por un camino de tierra que bordea la gasolinera de Disa. Son solo 300 metros hasta que doblamos a la izquierda por una pista asfaltada entre dos muros de explotaciones agrarias. Estamos en la parte de la Isla con mayor presencia de la agricultura de exportación con fincas de gran tamaño (para la escala tinerfeña) que se han construido sin apenas atención al paisaje: sorribas de tierra traídas del Norte (mucha de Teno), enormes desmontes y muros de contención, amplias superficies de invernadero. Pero, si bien es cierto que las actuaciones agrarias de los últimos cuarenta años no han sido por lo general nada modélicas, el principal factor de deterioro paisajístico se debe sobre todo al abandono de la actividad y a la aparición de usos residuales, todo ello sin el más mínimo control, generándose así una imagen sucia, propia de un basurero. No es casualidad que en toda esta amplia banda del municipio isorano, desde la carretera costera hasta el eje de medianías (la TF-82, ahora casi sin tráfico desde la puesta en servicio de la autopista TF-1) no haya ningún sendero; no es porque no puedan trazarse y ponerse en uso sino sencillamente porque no es éste un territorio que convenga mostrar a turistas. El primer ejemplo de fealdad nos lo encontramos nada más girar hacia la derecha por la pista de la Gambuesa: fincas abandonadas en las que ahora se depositan vehículos y otras chatarras; solo los muros de piedra atestiguan los cultivos que ya no están (La Gomera al fondo).



La pista asfaltada por la que subimos es una larga recta de un kilómetro. Luego el terreno se empina y el trazado se vuelve sinuoso y así seguirá durante los casi tres kilómetros siguientes, hasta que la pista desemboque en la carretera que viene desde Playa de San Juan, la TF-463. El paisaje no varía respecto de lo ya descrito: fincas de plátanos al aire libre y bajo invernaderos pero muchas, demasiadas, abandonadas, incluyendo las correspondientes construcciones. Pronto nos encontramos con una antigua vivienda, los muros sin vestir y los vanos tapiados, los bancales languideciendo. Frente a la fachada dos hermosos laureles; opina Jorge que debieron plantarlos cuando levantaron la edificación, tal vez en los sesenta. Luego más arriba nos topamos con una edificación ruinosa de mayor tamaño que debió ser la vivienda principal de una explotación importante; ahora está en venta. Un poco más adelante aparece otra edificación dividida en cuartos que debían ser los dormitorios de los peones agrarios. Al llegar a la carretera, en la zona llamada Lomo el Balo, la ruta prevista continuaba atravesando una finca privada para enlazar con otra pista que llegaba casi directamente al núcleo de Guía. Pero unos perros –estaban atados y ansiosos por ser acariciados– y un letrero de prohibido el paso nos aconsejaron desistir y seguir por la carretera (luego, en casa, pude comprobar que, si hubiéramos bajado por ella en vez de subir, a solo 250 metros habríamos encontrado ese camino público y la distancia habría sido bastante menor). En fin, que caminamos cuesta arriba por la carretera, mirando de vez en cuando a nuestras espaldas las panorámicas del paisaje ya descrito con el mar y La Gomera al fondo, y al cabo de dos kilómetros llegamos a la glorieta que han construido bajo la autopista; eran más o menos las once de la mañana, llevábamos recorridos unos siete kilómetros y habíamos subido hasta los 500 metros sobre el mar.


Los novecientos metros que nos quedan para llegar a la TF-82 ya en la capital municipal corresponden al tramo final de la carretera de Playa de San Juan, pero totalmente remozada con motivo de la prolongación de la autopista del Sur; ahora, más que una carretera local, se ha convertido en un ramal de conexión a aquélla y, por lo tanto, con bastante más tráfico. Sin ninguna incidencia entramos en el casco urbano por la carretera que, en ese tramo de travesía, se llama Avenida Isora y es el eje más comercial del núcleo. Giramos hacia el interior por la calle acertadamente bautizada como La Entrada, doblamos luego por la calle de Arriba, después hacia abajo por los callejones del Mentidero y del Pilón, volvemos a aparecer en la carretera general, giramos hacia adentro por la calle de la Cruz y nos detenemos un momento a ver el nuevo centro cultural y auditorio, por fuera nada más porque está cerrado. El edificio se inauguró en 2005 pero yo no lo conocía y eso que desde entonces he venido aquí más de una vez. El edificio no está mal aunque, para mi gusto, abusa de demasiados materiales en fachada (aplacados, piedras, hormigón visto, vidrio). Unos metros más arriba, cruzando la calle de Abajo, está la plaza del pueblo, con el Ayuntamiento en un lateral y la iglesia de Nuestra Señora de la Luz en el centro. El edificio del consistorio es un palacete urbano del XIX de muy digna factura y que ha sido restaurado no hace mucho; la fachada está pintada en un verde suave que queda muy bien con la piedra gris de las jambas de los vanos y de las cornisas. En cuanto a la iglesia, su apariencia no deja de ser curiosa, en especial la torre central, ecléctica con alusiones al neogótico y al neomudéjar; además, al estar pintada de blanco se refuerza su imagen de tarta de boda. En realidad, los inicios del templo se remontan a mediados del XVI, primero una sencilla ermita que a principios del XVIII se amplió para convertirse en iglesia de dos naves con espadaña. El famoso aluvión de 1879, que arrasó gran parte del casco urbano, dañó muy gravemente el edificio que empezó a reconstruirse a inicios del XX, erigiéndose la torre en la década de los veinte. Por cierto, esta advocación mariana está en el origen del nombre del municipio. Éste fue bautizado en su origen solo Isora, término de procedencia guanche, pero en el XVI apareció una imagen de la Virgen de la Luz y en su honor se decidió anteponer el nombre de Guía. Lo de que se aparezcan estatuas de la Madre de Cristo en esta Isla es casi costumbre (recuérdese la leyenda de la de Candelaria) pero me cuesta entender cómo sabían de cuál de las innumerables se trataba. Hay una leyenda que remonta la devoción a Nuestra Señora de la Luz a la época de los visigodos, así que puedo creer que ya en el XVI fuera bastante popular entre los castellanos. Y en cuanto a lo del término , supongo que será porque con su luz la Virgen nos guía por el buen camino, pero no he podido encontrar ninguna confirmación en tal sentido. Leo que la imagen original de la Virgen de Guía se encuentra en el convento de las Franciscanas Concepcionistas de Garachico; la que preside el interior del templo es de mediados del XIX, atribuida al escultor Fernando Estévez de Salas, artista orotavense y máximo exponente del neoclásico canario.



Dejamos atrás la plaza de Guía subiendo por la calle de Los Chorros, probablemente así llamada porque su trazado es adyacente y paralelo al barranco que aquí se llama de Aripe pero más arriba de Tágara, rico en manantiales que dieron el agua al pueblo. Llegamos al edificio de la policía local y doblamos a la derecha por Don Manuel Gorillo y luego de nuevo a la izquierda por Las Britas. La calle acaba frente a una casa junto a la cual nace el sendero PR TF-70 que va a Boca Tauce pasando por Aripe y Chirche; en cuanto avanzamos unos metros giramos la cabeza y vemos las fachadas traseras, una de las más horribles muestras de fealdad que cabe imaginar; cuesta entender que, siendo éste un sendero que promociona el propio Ayuntamiento no haya emitido una orden de ejecución para exigir a los propietarios unas mínimas condiciones de ornato. Superado el shock iniciamos esta última parte de la etapa, esta vez sí por un sendero rural, pavimentado con guijarros volcánicos, y no por pistas o carreteras asfaltadas. El paisaje cambia a mejor, por supuesto: matorrales y abundantes tuneras, bancales más pequeños y más adaptados a la orografía con cultivos para consumo interno (hortícolas, vid), las montañas boscosas en el horizonte (y hacia atrás el mar y La Gomera, claro) y lo más llamativo: la pléyade laberíntica de tuberías de agua que cruzan el territorio en diversas direcciones: una imagen alucinante. También nos encontramos con algunas eras de circular perfección perimetradas con piedras, vestigios de la cultura cerealística que tan importante fue en la comarca. Es solo un kilómetros y medio, y ciento treinta metros de desnivel (de los 610 a los 740 msnm), lo que separa el casco de Guía del pequeño núcleo de Aripe. Recorrerlo nos lleva media hora que, teniendo en cuenta la pendiente no está mal.


Hacia las doce y media llegamos a la primera casa de Aripe, una vivienda tradicional preciosa que con toda seguridad la han arreglado para alojamiento vacacional (me apunto buscarla en air b&b). El sendero a Chirche sigue por la derecha; es el llamado Camino Viejo por el que discurría la tradicional romería que llevaba la Virgen de la Luz a la vertiente norte de la Isla. Pero optamos por ir a la izquierda para pasear por el pequeño pueblo y subir por el camino nuevo, el que se abrió a principios del XX hacia las Cañadas y que hoy es la carretera que une Guía con Chirche. Tanto Aripe como Chirche están declarados conjuntos históricos desde 2008 debido a su arquitectura tradicional, caracterizada por gruesos muros de mampostería con cubiertas de teja árabe sobre estructura de madera de tea. Aripe tiene además fama porque aquí, en una zona aterrazada por antiguos bancales, se descubrió en 1980 un yacimiento guanche con grabados sobre las rocas: figuras de animales, signos geométricos y una media docena de figuras humanas, algunas ataviadas con vestimenta y armas, que constituyen la primera muestra de arte rupestre de la isla. El caserío no es muy grande pero se advierte que vivió mejores tiempos; hoy apenas llega a los cien residentes, aunque cada vez hay más casas arregladas para el turismo rural. Seguimos la ruta por la carretera para cubrir el kilómetro escaso que nos separa de Chirche (pero un desnivel de otros 130 metros). Al llegar a las primeras casas de este pueblo –hacia la una– nos metemos en un bar a tomar unos refrescos y una tapa de garbanzas que estaban ácidas. Media hora después nos montábamos en mi coche para bajar a Fonsalía, donde dejé a Jorge. Luego hora y cuarto de trayecto hasta casa; serían las tres cuando llegué. Fin de una etapa de once kilómetros y medio de caminata; será en la próxima cuando cuente algo de Chirche.


martes, 1 de enero de 2019

Una propuesta inviable en el asunto catalán

Por lo visto, las peticiones que Torra le hizo a Sánchez en la reunión del pasado día 20 en Pedralbes se basaban en la premisa de que Cataluña tiene derecho a la autodeterminación. No es ocioso recordar que ese presunto derecho, indisolublemente vinculado a la proclamación de Cataluña como sujeto del mismo, está en el inicio del proceso soberanista. Recuérdese aquella masiva manifestación que recorrió la Gran Vía barcelonesa el 18 de febrero de 2006 bajo el lema «Som una nació i tenim el dret de decidir» (ya hace casi 13 años: ¡qué barbaridad!). A partir de ahí, poco a poco, se ha ido construyendo el discurso tantas veces repetido e incluso se enuncia como si fuera un dato incontestable del derecho internacional que, por tanto, ha de imponerse a la propia Constitución. De hecho, éste fue el razonamiento que explícitamente se recoge en el preámbulo de la Ley 19/2017, de 6 de septiembre, del referéndum de autodeterminación: los pactos sobre Derechos Civiles y Políticos y sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aprobados por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 19 de diciembre de 1966, ratificados y en vigor en el Reino de España desde 1977 –publicados en el BOE de 30 de Abril de 1977– reconocen el derecho de los pueblos a la autodeterminación como el primero de los derechos humanos; la Constitución española de 1978 determina en el artículo 96 que los tratados internacionales ratificados por España forman parte de su ordenamiento interno y, en el artículo 10.2, establece que las normas relativas a los derechos fundamentales y las libertades públicas se interpretarán de acuerdo con los tratados internacionales aplicables en esta materia. La conclusión para el Parlamento de Cataluña fue que el pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación.


 Naturalmente, esa Ley 19/2017 fue declarada inconstitucional y nula mediante sentencia de 17 de octubre de 2017. En dicha Sentencia, el Tribunal Constitucional aclara que diversas resoluciones de las Naciones Unidas han acotado el derecho a la libre determinación a los casos de «sujeción de pueblos a una subyugación, dominación y explotación extranjeras», añadiendo que no debe invocarse para «quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país». También los magistrados señalan la obviedad de que pretender que el derecho a la autodeterminación (entendido como lo hace el Parlament) haya sido incorporado al ordenamiento jurídico español habría supuesto el contrasentido de negar la propia soberanía del Estado en virtud de la cual se habrían asumido dichos pactos internacionales. Diré, aunque mi opinión sea irrelevante, que comparto plenamente la interpretación del Tribunal Constitucional y, por tanto, considero que ni Cataluña ni ningún otro de los presuntos pueblos del Estado español ostenta derecho alguno a la autodeterminación.

Sin embargo, hemos de pensar que no pocos catalanes están convencidos de que, en el marco del derecho internacional, Cataluña tiene derecho a decidir su futuro, incluyendo la opción de conformarse como estado independiente. Gracias a la hábil estrategia de los conductores del procés se ha ido asentando entre muchos catalanes la idea de que ese derecho reconocido les es negado por un Estado opresor, que carece de las mínimas garantías democráticas, entre ellas de la separación de poderes e independencia judicial. Por eso, claro está, no se reconoce al Tribunal Constitucional (o a cualquier otro) y sus sentencias no gozan de ninguna autoridad, no van a convencer a nadie, más bien refuerzan las convicciones previas. Para colmo, pese a que a mí me parece fuera de toda discusión inteligente que el derecho de autodeterminación acordado en 1966 no es aplicable a Cataluña, hay unas cuantas personas de prestigio que no lo ven tan claro; es más, incluso hay voces que consideran (nunca lo dicen con absoluta rotundidad) que los catalanes podrían tener derecho a autodeterminarse como Estado independiente. No seamos pues tan ingenuos de pensar que todo está muy claro; hay suficientes ambigüedades y matices como para que los independentistas puedan sostener sin caer en el ridículo –por el contrario, con credibilidad– que Cataluña tiene reconocido el derecho a la autodeterminación y el Estado español se lo niega.

Ante esta situación, se me ocurre que quizá no fuera mala estrategia que desde el Gobierno español se plantease a la Generalitat que, aun entendiendo que Cataluña no tiene derecho a la autodeterminación, se estaría dispuesto a someter el asunto a un dictamen internacional, garantizándose el rigor jurídico y la imparcialidad. Es decir, que una comisión del más alto nivel jurídico se pronunciase sobre si el derecho de libre determinación de los pueblo, proclamado por la ONU en 1966, es de aplicación a Cataluña. Por supuesto, los dirigentes de los partidos que sostienen el gobierno catalán deberían comprometerse, así como el ejecutivo español, a respetar y acatar el dictamen.

A mi modo de ver, esta oferta desde el lado “español” sería tremendamente positiva en sí misma. De entrada, porque a cortísimo plazo tendría la bondad de desactivar el cansino discurso de que la única respuesta que da el Estado es la represión política y judicial; de pronto, los independentistas se quedarían en fuera de juego, desconcertados. Además, implicaría una especie de tregua, muy necesaria para posibilitar que en vez de las proclamas demagógicas e incitaciones a la violencia, empezaran a escucharse discusiones con un mínimo de sustancia argumental. Finalmente, estoy convencido de que el resultado de ese dictamen sería negativo, establecería que ese “derecho universal” no es aplicable a Cataluña. Ello, desde luego, no significaría que los independentistas renunciaran a sus anhelos, pero al menos habrían de renunciar a parte de las mentiras que alegremente exponen, perderían esa falsa pretensión de legitimidad y, probablemente, unos cuantos de sus acólitos abandonarían sus filas. Para mí, lo más importante es propiciar la disminución del porcentaje de independentistas como única vía para evitar la confrontación. Y, por cierto, si alguien me dijera que cabe la remota probabilidad de que ese comité de juristas concluyera reconociendo el derecho catalán a la autodeterminación, contestaría que habría de aceptarse y actuar en consecuencia (o sea, impulsar desde el Gobierno español los pasos legales procedentes, en el marco de la Constitución, para que los catalanes pudieran ejercer ese derecho). Para mí la unidad de España no está por encima del Derecho y, desde luego, me es mucho menos importante que evitar conflictos sangrientos (que parece que es lo que algunos desean).

Pero sé de sobra que hoy por hoy esta propuesta es absolutamente inviable. Y lo es desde los dos lados. La Generalitat nunca aceptaría vincularse a un dictamen jurídico neutral, por más que sus líderes cacarean reclamando la intervención internacional (mientras saben que el Estado no la acepta). No aceptarían porque saben de sobra que ello supondría deslegitimar su discurso. De otra parte, los dos principales partidos que claman por el 155 (a los que hay que sumar al nuevo) se precipitarían con salvaje entusiasmo a acusar al Gobierno de rendición humillante ante quienes quieren romper España y, lo más lamentable de todo, es que ese discurso encontraría un enorme apoyo entre los españoles (de modo que el Gobierno no se atrevería). Es muy triste comprobar cómo este país parece cada día más polarizado sin espacio para quienes buscan acuerdos, aparcar las emociones (emociones negativas, aclaro) frente a la razón. El otro día escuché que esta radicalización de las opiniones en relación a Cataluña no difiere demasiado de la que había en 1936. No comparto esa opinión, pero sí creo que el camino que llevamos es preocupante y que no conduce a nada bueno. En fin, ya pueden suponer cuál es uno de mis deseos para 2019.