miércoles, 30 de mayo de 2018

Miremos, independentistas y no, a Quebec (1)

Decía hace dos semanas que el proceso impulsado por los independentistas lleva necesariamente –y ellos lo saben de sobra– a un callejón sin salida. Las invocaciones al diálogo no son más que declaraciones hipócritas porque, en el marco constitucional vigente, no cabe negociar ni el derecho de los catalanes a la autodeterminación ni mucho menos la transición de esa Comunidad Autónoma hacia una república independiente. Por tanto, bien harían todos –secesionistas y no secesionistas, y entre éstos me refiero en particular a Podemos y adláteres– en decir las cosas como son y plantear propuestas viables. Y cualquiera de ellas pasa necesariamente por una muy importante modificación de la Constitución, con el complejo y casi imposible procedimiento agravado que procede. En otras palabras, o empezamos a poner sobre la mesa los asuntos a debatir y los cambios constitucionales que implican o seguiremos mareando la perdiz para engañar y engañarnos. Y lo grave de esta opción –que es en la que llevamos instalados ya demasiado tiempo– es que sólo conduce al enfrentamiento y a la obligada represión del Estado (digo obligada porque ningún dirigente del Estado podrá hacer otra cosa que obligar a cumplir la Ley a quienes en Cataluña la infrinjan). Yo estoy convencido de que, bajo las cínicas protestas de pacifismo, esa es la vía que han escogido los muñidores de la estrategia independentista (algunos, como los de la CUP, lo dicen abiertamente). Se trata de generalizar el conflicto para que las presiones al Estado (en especial las provenientes de fuera) obliguen a conceder la independencia. Pero ese escenario es inverosímil sin una situación de violencia generalizada, de una rebelión mantenida. Saltarse la Constitución en algo tan esencial como la unidad territorial de un Estado sólo puede ocurrir por imposición militar, tras perder una guerra.

En todo caso, no parece razonable que sólo haya dos opciones: o aplastar las ansias secesionistas de los catalanes o que éstos se independicen unilateralmente. Verdad es que eso del todo o nada, blanco o negro, lo tomas o lo dejas, es muy propio de nuestra historia (entre paréntesis: los catalanes, lanzando órdagos, dan muestras de esa intransigencia a la que se dice tan española). Quizá debiéramos empezar a discutir si cabe admitir que partes del actual Estado español se separen. Desde luego, si creemos que la unidad de España (tal como es en la actualidad) es un valor absoluto que está por encima de todo, nada hay que discutir. Probablemente hay un buen número de españoles que se situan en esa posición; para ellos, el conflicto catalán sólo puede resolverse como siempre se ha hecho: aplastando, si es necesario mediante la fuerza, cualquier intento de rebelión. Ciertamente, el Estado está legitimado por sus propias leyes (y las del Derecho internacional, no lo olvidemos) a imponer incluso con violencia el orden constitucional. Por tanto, dirían (y dicen) estas personas que nada hay que discutir. Este planteamiento es el que vienen a defender, con distintos grados de contundencia y claridad, los tres partidos denominados “constitucionalistas” (ay, la perversión del lenguaje). Que funcione o no dependerá de varios factores pero, sobre todo, de cómo jueguen sus cartas los distintos actores en esta tragicomedia. Ahora bien, si convenimos en que el objetivo para los constitucionalistas ha de ser que la situación se calme en Cataluña, que se vuelva al ejercicio normal de la administración autonómica, que el afán de independencia deje de ser el factor omnipresente de la política, habrá de admitirse que de momento no se está consiguiendo. Me pregunto cuánto más ha de empeorar la situación catalana para que se esté dispuesto a hablar de asuntos que, para estas personas, son sagrados (la condición previa, claro, es que dejen de ser sagrados).

A todos nos convendría mirar ejemplos foráneos con la mirada limpia; es decir, no para convertirlos maniqueamente en armas arrojadizas, sino con la intención honesta (intelectualmente honesta, sobre todo) de sacar enseñanzas útiles y que aquí pudieran contribuir al bien común. Seguramente, el caso más citado es el de la Provincia canadiense de Quebec en donde, como es bien sabido, gran parte de su población tiene firmes sentimientos independentistas. Desde la incorporación a la Corona británica del territorio de Nueva Francia al Norte del río San Lorenzo (1763) hasta después de la Segunda Guerra Mundial, la situación de los quebequeses francófonos era de clara inferioridad, social y políticamente atrasada, respecto del conjunto del país. A partir de los años 60 la Provincia, dirigida por jóvenes que renovaron el rancio nacionalismo tradicional, empezó a vivir la que se ha denominado la Revolución tranquila , con importantes progresos económicos y, muy especialmente, un notable reforzamiento de su condición diferencial frente al resto de Canadá. Uno de los hitos en los inicios de este resurgimiento del nacionalismo quebequés fue la tan conocida arenga de De Gaulle desde el balcón del Ayuntamiento de Montreal que remató con aquel polémico "Vive le Québec libre!". Naturalmente, el eje fundamental de la acción de gobierno provincial fue la defensa del idioma que culminó con la Ley 101 de 1977 que declara el francés como única lengua oficial (antes era una provincia oficialmente bilingüe). O sea, cuando por estos lares estábamos intentando pasar de dictadura a democracia y en algunas regiones se reclamaba autonomía, sin excesivos conflictos (en los sesenta hubo, no obstante, un grupo terrorista, el Frente de Liberación de Quebec), los canadienses asistían a la consolidación en una extensa parte del país de una identidad diferenciada.

Naturalmente, la política nacionalista llevó pronto a planteamientos secesionistas. Y de este hecho me surge una molesta duda que siempre me asalta cuando leo sobre la historia de Cataluña (también, pero en bastante menor medida, sobre la del País Vasco). Los movimientos independentistas adquieren fuerza y se convierten en amenazas reales para la integridad del Estado después de un tiempo más o menos prolongado de autonomismo permitido por el marco institucional estatal. Mientras Quebec estuvo “sojuzgado” en el conjunto de Canadá –y, por ejemplo, ser francófono era una desventaja evidente–, por más que sus habitantes fueran acumulando agravios y preservando entre ellos sus sentimientos de identidad, éstos no encontraban cauce de expresión y no existía, al menos aparentemente, el “problema quebequés”. La historia de Cataluña, con sus repetidos ciclos de autonomismo-rebelión-sometimiento es una muestra elocuente de lo que parece casi una ley histórica. Esta constatación puede estar en la base del convencimiento de no pocos de que contra las veleidades nacionalistas la mejor medicina es la mano dura (los jacobinos franceses lo tuvieron claro desde muy pronto). Consecuentemente, sería suicida hacer “concesiones” a las reivindicaciones nacionalistas, porque éstas sólo conducen, en una espiral creciente, a la reclamación de la independencia. Dicho en otras palabras: la propia lógica del nacionalismo sólo ofrece dos alternativas: o negar todas sus pretensiones de diferenciación para ahogarlo o, de lo contrario, asumir que ahondará la brecha entre su ”nación” y el Estado hasta que no haya ninguna posibilidad pacífica de mantener la integridad territorial de éste. Si esta dicotomía es cierta, por muy políticamente incorrecta que sea, en el estado actual de las cosas habremos de coincidir con Ciudadanos en que el camino correcto es no sólo no hacer ninguna concesión ni dialogar (porque esas peticiones de diálogo son tramposas ya que no hay margen legal para el mismo), sino dar marcha atrás y retirar competencias a la autonomía catalana, intervenir y vigilar el ejercicio de su autogobierno, etc. Toda vía intermedia –como las retóricamente reclamadas por el PSC de Iceta o, mucho más aún, por la marca catalana de Podemos que no tienen el grado de concreción necesario para ser vistas como alternativas reales– estaría llamada ineludiblemente al fracaso. Este pesimista diagnóstico, mucho me temo, es compartido por bastantes españoles (y catalanes).

No voy a afirmar que sea erróneo, pero sí que me niego a aceptarlo. Mi razón es que creer que así van a ser las cosas es contribuir a que efectivamente así sean, y el escenario que se nos anticipa es desastroso. Sigo creyendo (o queriendo creer, que no es exactamente lo mismo) que esas vías alternativas son posibles (o deberían serlo). Y para ello, estoy mirando con atención lo que ocurrió en Canadá. Seguiré con ello.

jueves, 24 de mayo de 2018

Intimidad que intimida

Intimidad es el ámbito de lo íntimo e íntimo proviene del latín intimus que es el superlativo del adjetivo intra (dentro), de modo que vendía a significar “lo que está más en el interior”, lo –perdóneseme el palabro– “interiorísimo” (de hecho, tal es la definición de la primera acepción en el DRAE: “lo más interior o interno”).

La intimidad es algo valioso, se dice, y por eso conviene preservarla de miradas indiscretas, reservarla sólo para los íntimos que justo por eso lo son, porque acceden a nuestra intimidad. Por tanto, en las relaciones íntimas –en sentido amplio, no sólo las sexuales– prima la confianza mutua, uno baja las corazas, depone las defensas, se siente a gusto, relajado .

La acción de convertirse, de ir convirtiéndose, en íntimos tiene en castellano un verbo intransitivo que es intimar. Intimar es, dice el DRAE, “pasar a tener una amistad íntima. Es un verbo de vigencia transitoria, válido sólo durante el cambio de estado (de no íntimo a íntimo). No se usa, creo, para referirse al ejercicio de una relación íntima entre quienes ya son íntimos. Uno no intima con su mujer, por ejemplo.

Pero intimar, cuando es verbo transitivo, tiene un significado que nada casa con lo que ocurre entre dos íntimos, en la intimidad. Dice la RAE que es “requerir, exigir el cumplimiento de algo, especialmente con autoridad o fuerza para obligar a hacerlo”. Como alguien va a exigir nada a su amante (el summun de relación íntima), y mucho menos obligándolo por la fuerza. ¿Acaso hay que rastrear en esta evolución lingüística una remota asociación entre intimidad y violencia?

¿Y qué decir de intimidar? Si intimar es convertirse en íntimos, cabría esperar que intimidar fuera actuar en calidad de íntimos, una vez que ya lo somos. Nada de eso; significa “causar o infundir miedo”. Para referirnos al proceso de hacernos íntimos tenemos una palabra que también significa forzar y la palabra que podría denotar los actos de esa intimidad ya lograda alude al miedo no, por ejemplo, al amor. Diríase que el lenguaje se vuelve un espejo deformante que transforma algo bello en monstruoso.

No hay tal; se trata, en realidad de un acercamiento formal desde raíces etimológicas diversas, algo así como los falsos amigos de los traductores. Intimidar proviene del latín timere (temer). De ahí viene también tímido que es “temeroso, medroso, encogido y corto de ánimo” y por tanto intimidar se explica como volver a alguien tímido; o sea, meterle miedo o, simplemente, apocarlo. Imagino que intimar, en su acepción transitiva, habrá derivado de intimidar.

Misterio resuelto, pues, nada que ver. Pero no deja de ser curioso que dos plantas con sus propias raíces confundan entre sí sus hojas. Y más lo es que, al fin y al cabo, no sea tan descabellada esa coincidencia final pues no son pocos a quienes, en efecto, la intimidad les intimida.

miércoles, 23 de mayo de 2018

El conflicto de Eurovisión (2)

La carta abierta de Serrat la he transcrito del ejemplar de La Vanguardia de 26 de marzo de 1968, obtenido en PDF de la Hemeroteca en Internet de este periódico barcelonés. Desconozco si se publicó en otros medios. En la misma página 27, justo debajo del comunicado del cantante, se transcribe la nota oficial de TVE en respuesta a aquél y, más abajo aún, una tituladas “Concreciones de Televisión Española” que dicen ser declaraciones a un redactor de la agencia Cifra. Transcribo a continuación la nota oficial, salpicándola de mis propios comentarios. Las “Concreciones” las pongo como imagen (ya me había cansado de teclear).

Nota de Televisión Española (25/03/1968)

Televisión Española ha tenido noticia, con sorpresa, de una carta que ha hecho pública el cantante Juan Manuel Serrat y de la convocatoria de una conferencia de prensa para manifestar su intención de no interpretar en el concurso de Eurovisión la canción en castellano que había sido seleccionada, que dicho cantante había aceptado y que ya había interpretado en diversas emisoras y en la propia TVE.

Si TVE se enteró sorpresivamente a través de la carta abierta de las intenciones del cantautor, éste estaría mintiendo cuando escribe que “me he permitido enviar una carta al Director de Radio y TVE” (o quizá la carta se traspapeló). En todo caso, lo que sorprende es que, si es verdad lo que dicen los directivos de la entonces única televisión de España, se publique en la misma página la carta abierta y la contestación a la misma. Hay, claro, una explicación probable: que en virtud de los mecanismos de la censura de esas épocas (por mucha apertura de Fraga), La Vanguardia, al recibir el comunicado de Serrat, lo enviara a las autoridades gubernativas para que éstas autorizaran su publicación acompañada de la respuesta del Ente público. Aún así, llama la atención lo poco que se esforzaban aquellos señores en dar verosimilitud a lo que ellos mismos decían.

De otra parte, que Juan Manuel (el Joan Manuel sólo aparecía en medios catalanes; algo es algo) había aceptado cantar la canción en castellano y la había promocionado e interpretado bastantes veces, es verdad, como el propio cantante reconoce. Este es, a mi modo de ver, el argumento fuerte de TVE: Serrat rompe unilateralmente un compromiso que había adquirido. Ciertamente, en su carta viene a justificar este renuncio con su bisoñez y el exceso de trabajo; pero cuando se dio cuenta de lo que había hecho, decidió, por motivos de fidelidad a sí mismo y a la gente que le era fiel, desdecirse. ¿Incurría en algún tipo de infidelidad si cantaba en español? De hecho, para esas fechas creo que ya había publicado su primer single en castellano (Manuel / Poco antes de que den la diez) y, además, había ya compuesto El Titiritero que se barajó como alternativa al La la la). Por tanto no, no era un problema de fidelidad a la nova cançò, de sentirse obligado a seguir siendo, por encima de todo, un cantante catalán que solo se expresa en esa lengua.

Al parecer, el señor Serrat exige que la letra de la canción que ha de interpretar sea cantada en catalán, pretensión que jamás había formulado con anterioridad.

Hombre, en su carta Serrat no llega a “exigir”; más bien, muy educadamente pide que se le deje cantar en su lengua (parece que la intención era negociar con los de la Tele y conseguir que al menos se admitieran unos versos en catalán). Bien es verdad que se puede entender que hace un poco de chantaje, pero a mi modo de ver, TVE presenta la postura del cantante más radical y antipática de lo que resulta de su escrito. Obviamente era lo que les convenía.



El señor Serrat, como los demás cantantes que intervienen en TVE, ha interpretado canciones tanto en castellano como en catalán. Así, por ejemplo, su primera actuación en TVE, el 6 de mayo de 1967, estuvo integrada únicamente por tres canciones en catalán y tres en castellano. Hay que subrayar que no se ejerce en este punto discriminación alguna y que se actúa con el mayor respeto hacia una lengua que forma parte del patrimonio cultural de nuestra patria. Con el deseo de cultivar y enriquecer este patrimonio, TVE transmite un programa quincenal en catalán, en el que se interpretan obras de teatro catalán, poesías, canciones, etcétera.

Del mismo modo que no me resulta muy creíble que la verdadera motivación de Serrat fuera esa presunta fidelidad, tampoco cuela que en esos años la tele española tratara el catalán con el mayor respeto. O –me corrijo– puede que sí: con el respeto con que se tratan las piezas arqueológicas, bien encerradas y enseñándolas solo de vez en cuando (en este caso, cada quince días), como muestras de un patrimonio simpático, folklórico. En todo caso, sería interesante saber cuántos intérpretes habían cantado en catalán por esas fechas, en audiencia nacional, además del señor Serrat.

Televisión Española considera que esta decisión del cantante señor Serrat es incorrecta e inadmisible y pretende dar un sentido político a la participación de TVE en el Festival de Eurovisión. Por ello, ha tomado la decisión de retirar su nombre como intérprete de la canción española en dicho festival, reservándose todos sus derechos en cuanto a las acciones legales que correspondan por los perjuicios causados por el incumplimiento de su compromiso por parte del Señor Serrat.



Pues estoy de acuerdo con la conclusión de TVE: por supuesto que lo que pretendía Serrat era dar un sentido político a su participación en Eurovisión. Él mismo lo explica abiertamente en una entrevista que le hace Joaquín Soler Serrano en su programa A Fondo en 1977 (por cierto, magníficos programas aquellos que hoy serían inconcebibles en cualquier cadena): cuando el entrevistador le dice que la explicación era que como catalán creía que tenía que cantar en su lengua, Serrat dice que no, que él creía que en aquel momento la cultura catalana estaba en una situación de inferioridad tan grande, con una represión tan fuerte encima, que la única oportunidad que tenía para que España supiera lo que estaba pasando, dado que las comunicaciones entre todo el país estaban perfectamente seccionadas, era que mi actitud. O sea, que reconoció abiertamente que pretendía dar un sentido político a su participación en Eurovisión. Por tanto, que TVE considerara inadmisible su pretensión parece bastante lo lógico en el contexto de aquellos años.

Cuestión distinta es que los dirigentes de televisión (o quienes estaban por encima de ellos) acertaran. Como afirma el propio Joan Manuel en esta entrevista, si hubieran hecho alguna concesión mínima, sin apenas coste, el Régimen se habría apuntado un buen tanto político, dentro y fuera de España. Pero a los que estaban donde estaban por haber ganado una guerra y desde la fuerza tampoco se les podía pedir demasiada perspicacia. Ahora bien, piénsese que cuando se hacen públicas la carta de Serrat y el comunicado de TVE, ambas partes llevaban varios días discutiendo. Al cantautor le interesaba que en su participación hubiera un mínimo de catalán no sólo por motivos políticos altruistas, sino también para contentar al sector radical del catalanismo que entendía como una traición catar en castellano. Pero, al final –ya lo sabemos– no hubo acuerdo. En su propia web cuenta Serrat que Juan José Rosón (quien luego sería uno de los hombres clave de la Transición con UCD y era entonces el que estaba a cargo de la operación) zanjó el asunto preguntándole: «Serrat, ¿usted qué quiere ser, un artista internacional o un artista provinciano?» Luego vendrían las consecuencias, pero ya lo repaso en otro momento.

martes, 22 de mayo de 2018

El conflicto de Eurovisión (1)

Al hilo de la candente "cuestión catalana", recordemos un incidente que ya ha cumplido el medio siglo. Me refiero a cuándo TVE eligió a un joven Serrat para que la representara en Eurovisión cantando La, la, la y el cantautor, después de aceptar la designación y la canción, después de pasar unas semanas promoviéndola, pidió interpretarla en catalán. Se trataba, obviamente, de una reivindicación y una protesta por el maltrato del Régimen hacia la lengua y la cultura catalanas. Ha llovido mucho desde entonces, pero no está de mal comparar las dos épocas.

Carta abierta a la opinión pública española

En el pasado mes de enero fui designado por TVE para representarla en el Festival de Eurovisión, a celebrar en Londres el próximo mes de abril.

Esto fue para mí un orgullo y, al mismo tiempo, una responsabilidad, porque sabía que en mí iban a estar fijos los ojos y parte de las pequeñas ilusiones de millones de españoles.

Fue seleccionada, posteriormente, la canción «La, la, la», de Manuel de la Calva y Ramón Arcusa (El Dúo Dinámico), que, a pesar de todas las opiniones, en su mayoría poco fundamentadas, considero muy adecuada para el tipo de festival al que se la destina.

Empezó a partir de ese día una verdadera promoción de la canción y mía, naturalmente, por toda Europa, lo que me alejó del país para llevarme de ciudad en ciudad y de plató en plató.

Este alejamiento físico, unido a mi bisoñez y al exceso de trabajo, me impedía juzgar las cosas con claridad. Me faltaba también el contacto diario con la gente, con el hombre de la calle que nos mira de lejos y nos sigue muy de cerca.

Siempre me atormentaba una preocupación, una inquietud que seguramente romperé de golpe con esta carta.

Yo soy, y sigo siendo, por encima de todo, un cantante catalán, y en esta lengua me he expresado para cantar durante cuatro años.

Cuando se me designó para representar a TVE en Londres, se me conocía solamente por mis canciones en catalán. ¿Por qué, entonces, no cantar en Londres en catalán, cuando ya estaba preparada la versión catalana de «La, la, la»?

El argumento de la «lengua oficial» no me parece lo suficientemente válido como para anular la pregunta.

Un día, no hace demasiado, volví al país. Llegué a mi casa y hablé con la gente de mi calle, y me di cuenta de que esta gente, sencilla y sin retorcimientos de ningún tipo, se preguntaba lo mismo que yo.

¿Por qué no …?

Un hombre ha de ser fiel a sí mismo y a la gente que le es fiel.

Por estas dos razones es por las que me he permitido enviar una carta al director general de Radio y TVE rogándole comprenda mis argumentos y me autorice a cantar en Londres en catalán o que en caso de que esto no fuese posible, acepte mi renuncia irrevocable.

Quisiera que en esta carta abierta se reflejase toda la buena voluntad que me guía al tomar esta decisión y que toda la gente de habla castellana –estoy seguro de ello– comprenderá mis motivos como pública y reiteradamente ya lo he expresado a través de la Prensa.

Al mismo tiempo quiero darles las gracias a todos los que, desde antes del día en que pro primera vez salí a un escenario hasta hoy, me han alentado, me han dado la mano e incluso a aquellos que me han criticado, porque todos, al fin y al cabo, me han ayudado.

Muchas gracias.
Joan Manuel SERRAT
25 de marzo de 1968


Algunas notas para contextualizar el llamado “Conflicto de Eurovisión”

Cuando firmó esta carta, Serrat tenía veinticuatro años y sólo había publicado un LP –Ara que tinc vint anys– y unos EPs previos; todas las canciones en catalán.

Durante los años sesenta, en Cataluña, se había ido arraigando la llamada Nova Cançó que, ciertamente, no era sólo un movimiento cultural sino, también, de reivindicación política catalanista. Había pues un fuerte sentimiento de “militancia en una causa común” de aquellos chavales, poco más que aficionados, que con dificultades se empeñaban en cantar en una lengua nada agradable al Régimen.

(Entre paréntesis: Serrat, en la carta, usa dos veces la palabra "país". Obviamente, en esas fechas, el único país era España. Tal vez sea sólo impresión mía, pero ¿no les parece que en ese contexto el término "país" hace referencia a Cataluña?) 

No obstante, en 1968 las cosas se habían suavizado un tanto. A principios de los sesenta el franquismo se debatía entre dos corrientes, las llamadas entonces inmovilistas y reformistas. De esta última, el principal representante fue Manuel Fraga, con sus “concesiones aperturistas” hacia los medios de comunicación.

En 1964, Fraga nombra Director General de Radio y Televisión a Jesús Aparicio-Bernal quien, dentro de los límites implícitos de la Dictadura, empezó a abrir la televisión a ámbitos hasta entonces vetados, apoyado por gente joven proveniente del SEU (el Sindicato de Estudiantes de filiación falangista), como el que ocupó la jefatura de programación y que luego le sucedería como Director General, Adolfo Suárez.

Así que la carta dirigida a Aparicio-Bernal (que sigue vivo con casi noventa años) probablemente se la daría a leer a Suárez. Supongo que estos dos hombres y alguno más discutirían qué hacer, conscientes de que negando la petición del chaval hacían el juego a no pocos pero, por otro lado, sabiendo que los inmovilistas que ya habían manifestado su descontento ante los tímidos conatos de difusión de canciones en catalán no iban a admitir que ese idioma suplantara a la “legua del Imperio” ante toda Europa.

En el siguiente post, la respuesta de RTVE (¿el 155?)


sábado, 19 de mayo de 2018

La lengua y las bestias

Quim Torra, nuevo presidente de la Generalidad de Cataluña, un licenciado en Derecho, con vocación literaria y editorialista y, desde luego, independentista hasta el tuétano, hasta el punto de que la “libertad” de Cataluña es su máxima prioridad. Por eso no es de extrañar que acceda al cargo declarando explícitamente su intención de avanzar en la consolidación de la República catalana (no sabemos si nata o non nata) ni que no haya jurado o prometido la Constitución española ni hecho ninguna referencia al Estatuto de Autonomía. Como ya he comentado en el anterior post, que este hombre sea el nuevo President da a la “cuestión catalana” una melancólica, pero sobre todo aburrida, apariencia de bucle. O, si se prefiere, no es más que otra vuelta de tuerca. Pero, quizá para eludir la tendencia al hastío, hay una novedad y es que este señor es demasiado vehemente en sus escritos y suele construir su argumentario independentista no tanto sobre el elogio de Cataluña (que también) sino sobre todo en el insulto o desprecio a España y los españoles. Naturalmente, Inés Arrimadas, paladina* en el Parlament de la españolidad catalana centró su discurso en reprocharle ese odio visceral que le descalifica para el cargo (y no se puede negar que no parece el perfil más ideal el de una persona que ofende a una gran parte de la población a la que ha de gobernar). De otra parte, desde la aparición pública de este tipo –al que casi nadie fuera de Cataluña conocíamos de antes y puede que dentro tampoco muchos– casi todos los medios se han dedicado a calificarle de xenófobo, racista, supremacista, esencialista y más adjetivos que, en los tiempos que corren, son todos muy “políticamente incorrectos”. Ciertamente, los artículos de Torra ofrecen abundante material para que muchos se sientan ofendidos. De entre ellos, el más citado es “La llengua i les bèsties”, publicado en el diario digital el Món el 19 de diciembre de 2012. Me gustaría hacer una relectura de ese breve texto para luego valorar las opiniones que sobre el mismo se han vertido.

Comienza Torra el artículo citando dos libros de su casa familiar, leídos en la infancia. Uno es La Rosa y el Anillo de Thackeray y me sorprendo porque yo también lo leí de niño, de hecho fue de mis primeras lecturas y de los pocos cuentos de hadas de los que guardo, aunque muy vago, un recuerdo cariñoso (tanto así, tras encontrarlo en internet, he pasado un ratito pasando al azar sus páginas e intentando rememorar mis sensaciones de hace medio siglo). Supongo que al leerlo esa primera y única vez (volveré a hacerlo estos días) no siquiera sabría el nombre del autor. Años más tarde, en la adolescencia, como secuela de mi entusiasmo dickensiano, devoré La Feria de las Vanidades y ya sí supe quién era Thackeray. Poco después, tras deslumbrarme con el Barry Lindon cinematográfico de Kubrick (y en particular con una bellísima Marisa Berenson), leí la novela, y así, antes de la ´mayoría de edad, había leído las tres únicas obras del gran escritor victoriano del que, opacado por Dickens, ya pocos se acuerdan. Y fíjate que yo, que tampoco he debido hacerlo en las últimas cuatro décadas, me topo con él por obra y gracia de un tipo de cuya manera de pensar disiento radicalmente y que además, he de confesarlo, no se me hace nada simpático. Y sin embargo, pese a tantas cosas que nos separan, resulta que de niños (probablemente yo algunos años antes que él) compartimos lecturas.



El otro autor que cita Torra es Manuel Folch i Torres, un poeta vinculado al modernismo de principios del siglo XX y además militante de la Liga Regionalista de Cambó. El libro que cita se titulaba De quan les bèsties parlaven publicado en 1907. De Folch no he leído nada (tampoco de su hermano Josep Maria); de hecho ni siquiera sabía de su existencia. De modo que este autor, también él de cuentos infantiles, no lo hemos compartido Torra y yo de niños. Lo cierto es que mis carencias en literatura catalana (infantil y adulta) fueron grandes y, pese a mis intentos de corregirlas, siguen siéndolo. No creo que el mío sea un caso extraño entre quienes nos hemos educado fuera de Cataluña: hemos leído literatura original en castellano (tanto española como hispanoamericana) y traducidas inglesa, francesa, italiana, alemana … Pero apenas se han difundido títulos de autores en catalán, eusquera o gallego. Seguro que mucha culpa tiene el franquismo pero el rechazo o, al menos, el escaso interés por la literatura peninsular no castellana (y con la catalana es más llamativo por ser la más fecunda) viene de antes. Por ejemplo, a principios del XIX, la eclosión literaria en catalán pareciera que incomodaba a los castellanoparlantes. Fueran cuales fueran las razones, creo que justo es reconocer que hemos crecido ajenos a la cultura catalana, que conocemos más la de otros países que la de esa tierra que se supone que forma parte de nuestra patria común (¿o no?).

En los cuentos del libro de Folch, según nos dice Torra, lechuzas, osos, elefantes, cervatillos y abejorros hablaban. Eran bestias parlantes, pero bestias “deliciosas”, no como las que ahora van hablando por Cataluña, a las que Torra califica de carroñeros, víboras, hienas. Esas bestias son, para Torra, quienes desprenden un odio perturbado, nauseabundo, como de dentadura postiza con moho, contra todo lo que representa la lengua, quienes sienten una fobia enfermiza ante cualquier expresión de catalanidad. Esas bestias, sigue diciendo Torra, tienen un pequeño bache en su cadena de ADN, viven en un país del que lo desconocen todo: su cultura, sus tradiciones, su historia, se pasean impermeables a cualquier evento que represente el hecho catalán, les crea urticaria, les rebota todo lo que no sea español y en castellano. Son palabras duras, ofensivas incluso, pero ¿contra quién van dirigidas? En los últimos días he escuchado a no pocos que aseguran que este artículo va contra los españoles que viven en Cataluña o contra los catalanes que se expresan en español (véase, por ejemplo, el video de Pedro Jota Ramírez). Pero no es así. Torra insulta a quienes siente odio o repugnancia por el catalán; llama bestias a quienes disgusta la cultura catalana. De hecho, gente que responde al perfil que describe (como el pasajero de Swiss Air del artículo) existe. Y ante el comportamiento de personas así me parece explicable que los que aman por encima de todo su lengua, su cultura, su nación (de todo hay en la viña del Señor) se ofendan y se disparen llamándoles bestias carroñeras.



En otros artículos así como en varios tuits, Torra ataca e insulta a España; hay abundantes muestras de que este señor tiene claro que ha de mostrar su rechazo y desprecio hacia los españoles, sea éste real o táctico. Tampoco es nada nuevo: ha sido habitual entre los independentistas insultar al Estado del que quieren separarse. Por otro lado, Torra debe conocer bien la susceptibilidad hispana (anda también él sobrado de ella) y lo fácil que los españoles se precipitan hacia el desencuentro a poco que se les ofenda. Incluso, añado, cuando no somos claramente los destinatarios de los insultos nos apresuramos a darnos por aludidos, como ocurre con el artículo al que dedico este post y que tanto juego viene dando. Quien se sienta insultado, tildado de bestia carroñera o tarado genético, está al mismo tiempo reconociendo que le repugna la cultura catalana, que le produce urticaria oír hablar en catalán. No es mi caso.

miércoles, 16 de mayo de 2018

A vueltas con la independencia catalana (1)

El bucle melancólico se ha instalado en Cataluña, o eso parece. Tenemos ahora a Torra de quien yo, ajeno a las interioridades catalanas, nada sabía, pero el nombre me evoca el americanismo atorrante, que viene del lunfardo y no es precisamente término elogioso. Quizá el nou president vaya a pasar su presidencia atorrando de un lado a otro, la verdad ni lo sé ni, a estas alturas, me importa demasiado. Y es que ya aburren …

Tenía el recuerdo de un libro pero, por más que llevaba meses buscándolo, no conseguí encontrarlo. Y ayer se digno aparecer, bien colocadito en el estante de asuntos políticos, junto a otros de su misma temática. O sea, que estaba en su sitio, donde le correspondería, lo que no deja de ser un milagro en una biblioteca, la mía, que reclama una ordenación urgente. Entonces, me dirán, ¿cómo es que no lo encontraste? Y aquí yo, por lo general bastante racional, he de contestar con la única respuesta que tengo y de cuya veracidad –lo prometo– estoy absolutamente convencido: porque los objetos desaparecen y aparecen a su voluntad. Algún día desarrollaré en extenso esta verdad incómoda que, como tantas otras, se calla.

Pero volvamos al libro. Se trata de uno publicado en 2004 por Ariel a cargo de Enric Argullol i Murgadas, uno de los juristas de mayor prestigio de Cataluña (catedrático de derecho administrativo, rector de la Pompeu Fabra y miembro durante muchos años de la Comisión Jurídica Asesora de la Generalitat). El volumen se titula “Federalismo y autonomía” y lo que hace a lo largo de casi quinientas páginas es exponer cómo se tratan diversos asuntos políticos en los marcos constitucionales de catorce países federales o con descentralización política. La lista es: Estados Unidos de América, Canadá, Australia, México, Brasil, Argentina, Reino Unido, Alemania, Austria, Confederación Suiza, Bélgica, Italia y España. En la presentación dice Argullol: “No hay nada más útil que conocer las experiencias de otros países para organizar territorialmente el poder público”. Si a este incuestionable argumento sumamos que la obra está muy bien sistematizada y es de agradable lectura, no cabe sino recomendarla, sin que los añitos que ya acumula deban desanimar su consulta.

Lo que yo quería verificar, al hilo de la cuestión catalana, es si en alguno de esos países (o de cualesquiera otros) se admite el derecho a la autodeterminación. En el capítulo III se trata exactamente este asunto: ¿permitiría el ejercicio del derecho a la autodeterminación o la secesión de los Estados o de otros territorios? La respuesta es clara: ninguno de estos países reconoce explícitamente (en sus textos legales) ninguna de las dos posibilidades y la mayoría las prohíben expresamente (cuestión distinta es que se permita modificar la distribución estatal previa y, por ejemplo, que una parte de un “estado” se segregue, pero siempre dentro de la Federación; eso está contemplado en Alemania y en Suiza, por ejemplo).

Es interesante traer aquí la doctrina establecida por la Corte Suprema de los Estados Unidos en el caso Texas contra White de 1869. El Tribunal, refiriéndose al periodo de la Guerra Civil durante el cual Texas formó parte de la Confederación de estados sudistas dijo que “…los Decretos de Secesión, adoptados por una convención y ratificados por una mayoría de los ciudadanos de Texas, así como todos los actos legislativos diseñados para hacer efectivos estos Decretos, son nulos de pleno derecho. Están completamente fuera de la ley. Las obligaciones del Estado, como miembro de la Unión, así como los de cada ciudadano del Estado, como ciudadano de los Estados Unidos, permanecen completos e inalterados. Se sigue que un Estado no deja de ser Estado, ni sus ciudadanos dejan de ser ciudadanos de la Unión. Si así hubiera sido, el Estado se habría convertido en extranjero, y sus ciudadanos en extranjeros. La guerra habría dejado de ser una guerra contra la rebelión, para pasar a ser una guerra de conquista”. Siglo y medio después estas frases no suenan para nada anacrónicas.

¿Y Canadá? Sí, todos sabemos que en Quebec se celebraron en 1980 y 1995 sendos referendos aunque –ha de aclararse– no eran estrictamente de secesión (el primero planteaba la posibilidad de convertirse en “estado asociado” y el segundo preguntaba si se autorizaba al gobierno regional negociar la soberanía con Canadá). Ambas consultas las perdieron los independentistas pero la segunda por los pelos, lo que obligó a que el Tribunal Supremo a interpretar la Constitución. Así, a través de un fallo judicial, se aceptó, por primera vez que yo sepa (¿y única?), que un Estado democrático no debe retener contra su voluntad a una determinada población concentrada en una parte de su territorio. A partir de esta premisa, y mediante la Ley de Claridad se reguló el procedimiento mediante el cual Quebec (o una parte de Quebec) podría independizarse, siempre mediante un proceso negociado con el gobierno federal.

Lo que es relevante para nuestro caso es que en Canadá (y supongo que lo mismo en el Reino Unido que carece de Constitución escrita), se abrió la posibilidad teórica de la secesión porque la misma no estaba explícitamente prohibida en la Carta Magna. No parece concebible que con un artículo 2 que proclama “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” el Tribunal Constitucional pudiera llegar a ninguna conclusión parecida a la del Supremo canadiense. Voy a decirlo de otra manera: imaginemos que todos los magistrados del Constitucional pensaran que, en efecto, un Estado democrático no debe retener contra su voluntad a una parte de su territorio que quieren mayoritariamente independizarse. Pues aún así, habrían de concluir que, con la actual Constitución, no cabe tal posibilidad.

Por la misma razón, aunque una mayoría del Parlamento español compartiera la conclusión del Tribunal canadiense, tampoco podrían votar la independencia de Cataluña, porque estarían incumpliendo flagrantemente la Constitución. Por eso, cuando los políticos independentistas catalanes, dándoselas de demócratas, se quejan de que los españoles no quieren diálogo, no quieren negociar, están haciendo trampa, engañando a sus seguidores. Porque lo que deberían decirles es que están pidiendo a los gobernantes de Madrid algo que éstos no pueden dar. Por cierto, la misma trampa (y con menos perdón) hacen los de Podemos cuando dicen que hay que negociar. Y conste que no estoy diciendo que me parezca que el gobierno del PP ha actuado bien en este conflicto.

Por tanto, como saben de sobra los independentistas (los líderes), mantener el pulso sólo conduce al enfrentamiento y a la represión (legítima por tener por objeto el mantenimiento de la legalidad). Saben que, el camino que se empeñan en proclamar como el que han de seguir no desemboca bajo ningún concepto en la independencia. Bueno, sí hay una posibilidad, que es la norma en los procesos de secesión: que se alcance la independencia derrotando con la violencia al Estado; no parece creíble, pero quizá con el apoyo de alguna potencia … Pero eso no ocurrirá, claro, porque som gent de pau (otro día repaso la historia de la violencia política en Cataluña, que da para mucho). Entonces, ¿no hay salida? Sí hombre, cambiemos la Constitución … Ya seguiré con ese tema en otro momento.

lunes, 7 de mayo de 2018

¿Braden contra Perón?

Hacia principios del mes pasado andaba yo intentando comprender las razones del enconado rencor de Borges hacia Perón, desde antes de que éste accediera a su primer mandato. Ya sabía, ciertamente, que para los que no somos argentinos entender el peronismo y las emociones que desató (y creo que aún no completamente extinguidas) es algo imposible, más o menos como lo era para San Agustín el misterio de la Santísima Trinidad, aunque a mí no se me ha aparecido un angelote con deje porteño que estuviera intentando drenar el estuario del Río de la Plata con un pequeño balde de playa. El caso es que, partiendo de Borges, leí varios textos sobre esos meses gestantes y decisivos, en especial los del año 1945 que culminarían con la gran movilización del 17 de octubre, el que fue llamado Día de la Lealtad. Así conocí, en primer lugar, al que se considera el principal organizador del antiperonismo e impulsor de la Unión Democrática, el embajador norteamericano Spruille Braden. Braden estuvo apenas cuatro meses en la Argentina, porque en septiembre del 45 lo nombraron Subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental y regresó a Estados Unidos. Desde su nuevo cargo, como prometió a los antiperonistas antes de dejar Buenos Aires, siguió empeñado en impedir el acceso del coronel a la presidencia de la República, y su actuación más relevante a tal respecto fue la publicación del que se conoció popularmente como El Libro Azul (por el color de sus tapas; el nombre oficial era "Consulta entre las repúblicas americanas sobre la situación argentina"), un documento en el que se apelotonaban acusaciones a Perón de colaboración con los nazis recientemente derrotados (téngase en cuenta que el gobierno militar argentino declaró la guerra a Alemania sólo a muy última hora (27 de marzo de 1945), y bajo las presiones de Estados Unidos, que había planeado que Brasil, con su apoyo militar, atacara el país).

El Libro Azul se difundió por medios diplomáticos, aunque el vespertino bonaerense Crítica filtró el contenido del mismo; en todo caso, no fueron muchos los argentinos que lo leyeron. El caso es que, lejos de desacreditar a Perón, la aparición de ese documento se convirtió en un jugoso activo electoral para él. Perón, inmediatamente, contestó siguiendo su intuición política, sin duda acertada: señaló esa publicación como una clara intromisión de los yanquis en el proceso electoral argentino y, sin molestarse en entrar en detalles para desmontar las acusaciones (por otra parte poco sólidas en su mayoría), planteó directamente que la votación no era entre Tamborini (el candidato de la Unión Democrática) y él, sino entre él y el anterior embajador norteamericano. Así, concluyó su discurso de proclamación de su candidatura diciendo: “Sepan quienes votan el 24 por la fórmula del contubernio oligárquico-comunista, que en este acto entregan el voto al señor Braden. La disyuntiva de esta hora trascendental es ésta: ¡Braden o Peron!”. Días después, conocida su victoria, declaraba que agradecía a Braden los votos que le había cedido.

Que los Estados Unidos tienen desde casi siempre la costumbre de hacer y deshacer en los países iberoamericanos no es ninguna noticia, pues sabido es que para ellos, cruzado el Río Grande, comienza su particular back yard; a estos efectos conviene aclarar que el tan repetido slogan de la doctrina Monroe usa las palabras América y americanos con dos sentidos muy distintos: la primera es el continente entero pero la segunda debe leerse como “los estadounidenses”. O sea, que nada de defender a las “repúblicas hermanas” frente al imperialismo europeo, sino sencillamente, oponerse a éste para ser ellos los que las controlen a sus anchas. Pero no va por ahí el cuento sino para llamar la atención de que, en no pocas ocasiones, ese desvergonzado intervencionismo con olímpico desprecio de la soberanía del correspondiente país iberoamericano, ha resultado tener efectos contrarios a los pretendidos, como en el caso que aquí refiero, toda vez que la denuncia por Perón de la injerencia de Braden no sólo no sirvió para impedir que resultara electo sino que, por el contrario, es más que probable que contribuyera a meterlo en la Casa Rosada. ¿Cómo es posible –se pregunta uno– que los gringos sean tan torpes? Y más en concreto, ¿cómo es posible que Braden no supiera que la victoria de la Unión Democrática, una coalición con comunistas, socialistas, radicales y liberales de derechas, no convenía en absoluto a los intereses de los Estados Unidos? Y aún más, ¿cómo no iba a saber Spruille Braden, a esas alturas ya con amplia experiencia latinoamericana, que lo peor que podía ocurrirle a la Unión Democrática es que se la asociara con él, como inmediatamente aprovechó Perón? Cuesta creer que lo que sucedió sea una muestra tan flagrante de torpeza. Por eso, aunque no me atrevo a descartar que lo fuera (cuántas veces las estupideces son causas de acontecimientos), quiero ahora plantear otra hipótesis que, adelanto, no es mía: la he leído en una novela llamada El soldado de porcelana, escrita por Horacio Vázquez Rial y publicada en 1997. Extracto a continuación algunos fragmentos del capítulo 41 (entre las páginas 755 y 775) relativos al tema de este post.

Braden y Perón también tienen escrita esta pieza desde hace rato. No te la voy a contar toda, porque la vas a ir viendo con tus propios ojos. Pero te voy a contar el final. Braden es, en primer lugar, el encargado de defender los intereses de su país, oficial y extraoficialmente. Y el único que le puede dar garantías de que esos intereses van a salir bien parados es Perón. Por lo tanto, se van a poner de acuerdo, y Perón va a ganar unas elecciones y va a dejar de ser fascista a criterio del Departamento de Estado. La Unión Democrática, si su candidato llegara a ser presidente, no le podría garantizar nada a nadie. Además, las medidas populares que toma Perón, que la izquierda debería aplaudir sin perder una posición crítica propia, son condenadas sin apelación porque vienen de un fascista. … ¿Qué quiere decir eso de fascista? ¿Perón va a poner cámaras de gas en la calle Corrientes? ¿Perón le va a declarar la guerra a Brasil por espacio vital? ¿Perón quiere conquistar Abisinia? Perón, simplemente, no es comunista. Es un hombre del capital, del gran capital. Perón quiere buenos inversores, en un país ordenado, sin riesgos de levantamientos populares; quiere poner orden en el capitalismo para que funcione. … Perón es un oportunista y no tiene ideología, ni siquiera la fascista. Le va a ser fácil ponerse de acuerdo con Braden, por mucho ruido que hagan los dos.

El 5 de julio de 1945, (Braden) volvió a entrevistarse con Perón en el salón Blanco de la Casa de Gobierno. –Hay un tema crucial, coronel –dijo Braden–, para todas nuestras probables tratativas futuras. –Usted habla de tratativas –le espetó Perón– pero anda jodiendo por ahí todo lo que puede. Pero, como es embajador, lo voy a escuchar. Uste dirá. –Su gobierno está ya, como país vencedor en la guerra mundial, en el proceso de incautación de bienes del Eje en su territorio. Pues bien, nosotros creemos, como potencia central y dado lo que hemos puesto en la guerra, una guerra en la que su país no puso más que una declaración, que nos corresponde un cierto derecho de administración sobre esos bienes. –¿Qué más? –pidió Perón–. Porque debe de haber un segundo punto, ¿no? –Lo hay. Hemos sabido que tienen ustedes la intención de establecer líneas aéreas en la Argentina. Y pensamos que no es imposible que ese proyecto se confíe a empresas nuestras. –No es imposible –aceptó Perón– ¿Qué más? –Voy a serle sincero, coronel. Yo manejo la oposición. Si los Estados Unidos obtienen la administración de los bienes del Eje en su país, la concesión de las líneas aéreas y un par de cositas más, yo me aparto y dejo que la Unión Democrática se vaya al carajo. Sé que el Departamento de Estado aceptaría que usted fuese presidente. … (Perón) llamó a un secretario de su confianza. –Quiero que los de propaganda llenen la ciudad de volantes contra Braden, acusándolo de comunista y protestando contra su injerencia en nuestros asuntos internos. … Aquella misma noche, (Braden) habló por un teléfono privado a Cordell Hull. –A estas alturas, aunque yo siga con esta payasada –le dijo– nuestro hombre en Buenos Aires tiene que ser el coronel Perón. Si no es él, no será nadie. –Actúe con toda libertad. Siga dirigiendo la oposición. Yo le haré abandonar el cargo a tiempo, antes de las elecciones. Y negocie. Ya.

Por el mismo teléfono, (Braden) llamó a Perón. Abandonó la embajada por una puerta lateral, con dos guardaespaldas. Anduvieron un par de manzanas antes de encontrar un taxi. El coronel los esperaba en su piso de la calle Austria, en compañía de Evita. –¿Qué pasa, embajador? –Que puedo seguir hasta el final, pero estoy cansado. –Está empezando a portarse como un político. No se asuste, che, que no le voy a dar mucho trabajo. Lo tengo todo pensado. –Suelte. –No van a tener mejor aliado que yo, amigo Braden. Pero ni usted ni yo nos vamos a bajar los pantalones en público. Tenemos que seguir siendo enemigos irreconciliables hasta el final. No su país y el mío, sino usted y yo. Por lo tanto, de los bienes del Eje, nada. Ya lo hablaré yo con su sucesor y estoy seguro de que llegaremos a un buen acuerdo. De las líneas aéreas, téngalo por hecho: serán suyas. ¿Qué más? –Petróleo. –Eso ni lo sueñe. Mi programa es de nacionalizaciones de los bienes básicos. Pero podemos llegar a tratos preferenciales con sus industrias y, si me apura mucho, a mantener el petróleo sin explotar, o a media máquina, durante años. Voy a empezar por los trenes. Nacionalización de los ferrocarriles. Los ingleses me adoran: les saco de encima un muerto que les está costando millones. Cosas así podemos hacer con los Estados Unidos cuando convenga. Estamos abiertos a buenas propuestas, necesitamos capital. ¿Para qué nos vamos a pelear? –Es razonable. –No lo dude. Hay muchos norteamericanos que firmarían con sangre todo esto ahora mismo. Y usted lo va a hacer. –No me puedo ir mañana. –Ni yo quiero que se vaya. Vamos a tener elecciones en febrero. Le doy hasta octubre. Hasta ahí le voy a dejar ganar. Necesito que gane, que los concentre, que los maneje. La Unión Democrática no tiene más jefe que usted que, en cualquier caso, no va a ser presidente. Y en octubre, a principios, digamos, usted se planta y los deja en pelotas. No se planta como un cobarde. Se va bien, con buenas razones, su gobierno lo llama, por ejemplo, para ascenderlo. Y me dejan en paz. … _Muy bien. Entonces, está todo dicho. Creo en su palabra. ¿Cree usted en la mía, coronel? –Usted no tiene más remedio que hacer lo que yo le digo. Mejor tratar conmigo que con una mezcla de comunachos y oligarcas que mañana van a borrar con el codo lo que hoy firmen con la mano. Y yo no tengo más remedio que creerle, porque su país me interesa, como el mío le interesa a usted. –Sea feliz, coronel –dijo Braden al despedirse. –Usted también –le contestó Perón, antes de darle el abrazo de rigor.