lunes, 29 de marzo de 2021

La Luisa que no conocí

Luisa y yo hemos compartido casi quince años. Cuando nos conocimos tenía cuarenta y siete años; se ha ido con sesenta y dos. Ni siquiera he llegado a acompañarla una cuarta parte de su vida; el cáncer la segó prematuramente. Si no hubiera sido así, si hubiéramos aguantado hasta lo que hoy es una esperanza de vida razonable, podríamos haber estado juntos más de un 40% de nuestras existencias. Ese tiempo que ya no vendrá habría sido –puedo asegurarlo– el más feliz de su vida, el de recoger los frutos que tanto mereció. Ese futuro se nos ha negado, nos lo han arrebatado. Cruel injusticia hacia Luisa que escuece frecuente y dolorosamente mis pensamientos. 
 
Pero junto a esta tristeza por el futuro que no viviremos, durante estas semanas me ha asaltado un sentimiento que me resulta curioso (aunque compruebo que no lo es tanto) y es una añoranza por la Luisa que no llegué a conocer, por esa niña, adolescente y mujer joven que fue antes de que nos encontráramos. Es un ansia de conseguir más de ella, de traer a mi corazón sus propios recuerdos para guardarla más viva. Algunas vivencias me las contó, sobre todo en los primeros años, pero ahora, cuando trato de reconstruir su pasado, me doy cuenta de que son mucho mayores las lagunas que los minúsculos peñascos en lo que apoyar los pies. Supongo que es normal que cuando dos personas se enamoran no gasten mucho tiempo informándose de sus historias pretéritas. Ahora, sin embargo, me arrepiento de no haberla sonsacado, de no haberme interesado más por conocer su vida, una vida, por cierto, nada fácil. Intentaré esbozar aquí lo que sé de esa Luisa que no conocí a modo de una primera plantilla que habrá que seguir completando con la ayuda de quienes estuvieron con ella antes que yo.
 
Luisa nació en Roma el 16 de enero de 1959, la segunda de seis hermanos. Su padre, Guido, era romano aunque el origen de su familia era calabrés. Su madre, Amparo, de Santa María de Guía, en Gran Canaria. Según creo recordar de lo que Luisa me contó hace mucho, sus padres se conocieron en Madrid (los presentó un hermano de Amparo) y fue un flechazo fulminante. Amparo tendría veintipocos años, así que me imagino que su emparejamiento con un italiano no debió ser un trago fácil para su familia, de raigambre y prestigio en la sociedad rural (y agraria) del Norte de la Isla en esa época gris de los cincuenta. Lo cierto es que se casaron y, después del nacimiento de Gianni, el hijo mayor, se fueron a vivir a la capital italiana y llegaron cuatro hijas: Luisa, Paola, Titta y Adriana; la última, Mavy, nacería ya en Gran Canaria. 
 
No sé con exactitud la duración de la infancia italiana de Luisa; ni ella misma estaba segura de la fecha en que su madre, con los cinco niños a cuestas, dejó a Guido para refugiarse en Guía, con su familia. Calculo que en torno a sus once años. Entre sus papeles he encontrado un certificado de 2º de bachillerato del curso 1971-1972, que lo empezaría con doce años (un año atrasada sobre la edad normal porque, según me dijo, sus padres querían que ella y Paola fueran a la misma clase). Aunque no sepa precisarlo, parece razonable pensar que cuando dejó Italia, la infancia se acababa y aquella niña empezaba a rozar la adolescencia (preadolescentes, se dice ahora). 
 
Lo que sí sé con certeza es que esa primera etapa de su vida la marcó muchísimo. La niña que fue –una niña preciosa como se ve en la foto– seguía muy viva dentro de la mujer que conocí. Una niña tierna y dulce pero, sobre todo, muy asustada. Había un miedo muy intenso en lo más profundo de Luisa, un miedo envuelto en dolor que ella guardaba muy dentro y al que era casi imposible acceder. Algunas veces, en momentos de mucho amor e intimidad, llegué a rozar a esa niña asustada. Pero fueron solo roces, porque Luisa se cerraba inmediatamente; era la última capa de cebolla, la que no podía quitarse, exponer a la luz. El miedo de esa niña pervivía en la mujer adulta en forma de una barrera última de desconfianza, incluso hacia las personas que la queríamos. No se me entienda mal: no es que desconfiara de mí, sabía que la amaba y ella me amaba también, lo sé. Pero había algo al fondo, un retraimiento, no sé cómo expresarlo, que parecía imposibilitarle un mayor abandono. En algún enfado le dije que no dejaba que la amase. Exageraba, pero sí que creo que esa niña asustada, para protegerse, le dificultaba abrirse del todo. Porque a esa niña italiana le hicieron daño y cogió miedo. 
 
Fue su padre el principal causante de ese miedo, me contó varias escenas de su infancia y el terror que los tres mayores le tenían. No sé si Guido fue un padre especialmente maltratador; tiendo a pensar que se comportaría según los patrones de la época, entre los que se contaba la severidad en la educación de los hijos, incluyendo los castigos físicos. Así fue mi infancia, también en una familia de seis hermanos. No recuerdo que nunca mis padres nos hicieran mimos o arrumacos cariñosos y sí, en cambio, los castigos (con meticulosos zapatillazos en las nalgas). Mi padre era un señor que aparecía en casa por las noches y cuya cólera nos atemorizaba. De modo que puede que mi vida de niño no fuera muy distinta de la de Luisa y sus hermanos. Sin embargo, yo tengo casi olvidada mi infancia y Luisa, en cambio, la tenía muy presente. Conmigo a su lado, la evocó muchas veces, con una mezcla muy intensa de dolor y amor, de tristeza y añoranza. 
 
La contrapartida del padre fue, sin duda, la abuela paterna. Si aquél era la causa del miedo, ésta fue la fuente del amor. Luisa adoraba a su nonna de la que debió ser la nieta favorita. Fue una mujer que tuvo que superar dificultades enormes desde muy jovencita (la casaron siendo casi una niña contra su voluntad y escapó de Catanzaro años después con el que sería el padre de Guido), de la que seguro que Luisa heredó no pocos rasgos de carácter. Tras reconciliarse Amparo y Guido en Gran Canaria, la nonna se mudó a Las Palmas y fue un apoyo fundamental para Luisa en sus últimos años en la isla redonda. Cuando murió, muchas de sus pertenencias pasaron a Luisa, entre ellas papeles varios, incluyendo un interesantísimo documento del juicio eclesiástico de anulación matrimonial de 1938. Cuando conocí a Luisa habían pasado muchos años y, sin embargo, el amor hacia su abuela lo guardaba intacto. 
 
Sé que durante la infancia, la familia habitó varios domicilios romanos. Muchos veranos los pasaron en Lavinio, un pequeño núcleo costero a unos cincuenta kilómetros de Roma. Cuando en nuestro primer verano hicimos un viaje por el Lazio, nos acercamos a Lavinio y localizó sin dudar la que fue la casa familiar. Llamamos a la puerta y, emocionada, le pidió permiso a la mujer que nos abrió para entrar y ver su antiguo casa de vacaciones, que recordaba casi fotográficamente. Ese día (el 21 de julio de 2006) fue el más feliz de un viaje en el que fue muy feliz. A mí, Lavinio no me pareció especialmente bonito (un ejemplo del desastroso urbanismo de los sesenta) pero para ella era su infancia, y la alegría brillaba esplendorosa en los ojos de aquella niña que entonces era una bellísima mujer.

sábado, 27 de marzo de 2021

Dolor

Siento tanto dolor, me duele tantísimo la pérdida de Luisa … Más dolor del que nunca he sufrido; y más, mucho más dolor del que, en los días de la inocente ignorancia, podría haber imaginado que iba a sentir. Cuenta Julian Barnes que, cuando murió su mujer, una amiga viuda le escribió: “duele exactamente como el valor de la pérdida”. Entonces, si eso es cierto, mi pérdida ha sido muy grande. He perdido a Luisa y sí, por supuesto, Luisa valía muchísimo. Siempre, desde que la conocí, lo supe. Pero solo ahora, cuando la he perdido, ese conocimiento se hace tan intenso que me desgarra por dentro. 
 
Es, además, un dolor nuevo, un visitante extraño que se ha instalado en casa sin que sepas cuánto se va a quedar y al que no sabes cómo tratar. Un visitante absorbente al extremo, que te exige que sólo a él le prestes atención, que se aparece sin avisar cuando estás ocupado en otros quehaceres porque la vida sigue, se supone. En realidad, no es que aparezca porque nunca deja de estar, pero es verdad que hay ratos en que atenúa su intensidad, la bola de ansiedad disminuye la presión sobre el diafragma y casi me siento calmado. Y de pronto vuelve a recuperar su protagonismo exclusivo, sea de forma gradual o de golpe, disparado por cualquier suceso nimio; ayer, por ejemplo, en una serie que estoy viendo, una señora en un hospital me provoca un ataque de llanto y me instala en la mente el recuerdo de los dos últimos días de Luisa (ahora mismo igual, mientras escribo). 
 
Sé, por supuesto, que me toca vivir este duelo. Duelo y amor (o felicidad) son la cara y cruz de una misma moneda, aunque casi nunca pensamos, cuando estamos del lado de la cara, que ahí mismo, a un simple volteo del destino (me viene a la cabeza la preciosa canción de Dylan: a simple twist of fate), está la cruz. Y como cara y cruz son gemelas, esta imagen de la moneda viene a confirmar la cita de Barnes: cuanto más amor (más felicidad) había, más dolor ha de haber luego. Se me ocurre que este dolor es el precio aplazado que he de pagar por el amor que sentimos. Cuando lo tenemos somos tan idiotas que nos creemos que es gratis (también es verdad que sería difícil disfrutar de la felicidad si pensáramos en su contrapartida). 
 
Intuyo que esta vinculación entre el amor y el duelo la tenemos asumida, aunque no nos la explicitemos conscientemente. Lo digo porque no quiero dejar de sentir este dolor y este falso masoquismo (porque no lo es) creo que obedece a que necesito mantener dentro de mí el amor de y a Luisa, y ahora ese amor solo puede ser dolor. Dice Alba Payàs, psicoterapeuta de duelo, que suele preguntar a las personas a las que acompaña si, en el caso de que existiera, tomarían una pastilla que eliminase todo el sufrimiento que sienten tras la pérdida. Por lo visto, casi todos sus pacientes contestan que no, que no la tomarían. Yo tampoco, desde luego. 
 
Pues resulta –ya lo intuía pero ahora lo leo en el libro de Payàs y siempre está bien que te lo digan voces autorizadas– que no solo no deseo evitar el dolor sino que hacerlo sería malo. El dolor, dice Payàs, te orienta en el proceso del duelo, te guía en lo que debes hacer. Si lo anestesias, la herida emocional seguirá supurando, y el dolor podría hacerse crónico. Me repito pues que el dolor que siento no es sino el mismo amor (dolorosamente transformado) que siento por Luisa; también que este dolor me va a acompañar durante un largo periodo y que va a ser mi principal consejero y motor en la tarea de reinventarme una nueva vida (una vida sin Luisa). Decirme estas y otras cosas algo me ayuda, sobre todo a mantener el equilibrio mental (al fin y al cabo, siempre me he preciado de ser racional). Aunque no mitiga en nada el dolor. 
 
También me ha ayudado leer durante estas cinco semanas en torno a una decena de libros que cuentan experiencias personales de duelos. Mal de muchos, consuelo de tontos, según se dice, así que va a ser que algo tonto soy (ya lo sospechaba) porque lo cierto es que me conforta identificarme con quienes han vivido lo que estoy viviendo. También necesito hablar, de ella y de lo que siento. Como paso mucho tiempo solo, hablo con ella, mirando sus fotos, sintiéndola junto a mí en la cama, en el sofá de al lado, como cuando veíamos la tele, mirándola de reojo cuando conduzco por si me crítica que suelte el volante o vaya muy rápido. Por eso escribo, para traerla aquí, sujetarla junto a mí. 
 
Es difícil hablar de ella o de lo que siento con amigos. Barnes, Savater, C.C. Lewis dejan constancia de que el dolor del deudo molesta a los demás. Savater afirma que “el más notable descubrimiento que he hecho a costa de mi desdicha es la intransigencia general que rodea al doliente”. De momento, no he sufrido excesivas presiones con tópicos bienintencionados para que “me ponga en marcha” porque “la vida sigue”, aunque alguno ha habido. En todo caso, no quiero ese tipo de ánimos (siento que me hacen daño). Tampoco quiero que los amigos me “entiendan”, porque creo que no pueden y no les culpo en absoluto. Me basta con que estén y hasta con que me soporten. Y, aunque estoy muy desganado, que me acompañen en las actividades que poco a poco he de ir haciendo. 
 
La única persona que puede entender lo que siento (al menos, así lo creo) es Dana. Dana quería mucho a su madre y por supuesto Luisa la amaba inmensamente. Además, tenían una relación estrechísima de confianza y mutua dependencia (en un documental reciente sobre Carmen Martín Gaite, Amancio Prada decía que nunca había conocido una relación tan intensa y hermosa como la de la escritora salmantina con su hija Marta; yo pensé: porque no conoció a Luisa y Dana). Por eso siento que la necesito, y no solo porque podamos compartir nuestros recuerdos de Luisa, sino especialmente porque en Dana percibo la presencia de Luisa. De algún modo, mi amor hacia Luisa, ahora que se ha ido, envuelve a Dana, como si fuera a buscar en ella a su madre. Siento que nuestros respectivos dolores, seguramente distintos en sus naturalezas pero no tanto en sus intensidades, aunque hayan de recorrer sus propios caminos, pueden y deben acompañarse.

miércoles, 24 de marzo de 2021

Me faltó despedirme

Una de las dudas que me corroen es si Luisa sabía que estaba muriéndose. Sus últimos dos días los pasó dormida, sin sufrir –es lo que me aseguraron– gracias a los cuidados paliativos. De pronto, cesó de respirar; se murió sin enterarse porque ya llevaba varias horas así, sin darse cuenta de nada. Antes, el último mes, se aceleró su deterioro cognitivo, de modo que es posible que, sencillamente, pensar sobre su propia muerte no estuviera ya dentro de sus capacidades. Pero, ¿lo pensó durante los ocho largos meses previos desde el diagnóstico? ¿Lo pensó antes, preocupada por sus terribles dolores de cabeza? Yo he querido pensar que no, que la idea de que iba a morirse no estuvo en su mente, que Luisa nunca pensó que iba a morir sino que, por el contrario, esperaba curarse. Sin embargo … 
 
Sin embargo, ahora he empezado a creer que puede que sí lo supiera y que si no me di cuenta durante el pasado calvario fue porque no quería que fuera así, quería que fuera feliz (todo lo feliz que se pudiera en sus circunstancias) y me parecía que si uno piensa que se está muriendo no puede ser feliz. Pero creo que lo que hacía era protegerme a mí mismo, proyectar sobre ella mis miedos (tengo terror a la muerte y tenía terror a perderla) sin ver, idiota de mí, que Luisa tenía mucha más entereza que yo. Creo ahora que, por más que me esforzara en cuidarla durante la enfermedad, fue ella la que, mientras pudo, me protegió a mí (nos protegió a los tres que la acompañábamos). Esa voluntad suya me permitió confiar hasta el final en que vencería al maldito tumor, que volveríamos a una vida en común, rectificando errores pasados. Pero también hizo que fuera mucho peor la intempestiva aparición de la muerte. 
 
En ninguna ocasión desde que fue diagnosticada, entre Luisa y yo se habló de la posibilidad de que acabara mal. Hubo momentos en los que me rompí ante ella, pero nunca le reconocí que me aterraba pensar que falleciera. En esas ocasiones fue Luisa quien me consoló, diciéndome al principio (cuando todavía podía hacerlo) que no tenía por qué preocuparme, que se iba a curar, y luego abrazándome y mirándome con mucha ternura. Me pregunto si en alguna de esas escenas Luisa pensaría en lo solo y triste que me iba a dejar. No lo sé pero lo que sí creo es que, aunque no bastara, aunque quedaron cosas pendientes que decirnos, la convencí durante sus últimos meses de lo mucho que la amaba. 
 
Antes del diagnóstico, no obstante, tuvimos una única conversación en que, sin decirlo, Luisa aludió a la posibilidad de que sus dolores de cabeza fueran síntoma de algo mortal. No recuerdo la fecha, debió ser hacia finales de abril o principios de mayo, porque los dolores ya eran muy frecuentes e intensos. Estaba en la cama, hacia media mañana, después de acabar el desayuno que le había llevado, la cabeza le había dado una breve tregua y me sonreía mientras yo, sentado junto a ella, le cogía la mano. Entonces, sin ninguna introducción, me dijo: quiero que cuides de Dana. Yo la miré sorprendido y ella me apretó la mano; supe que ella sabía que yo había entendido. Lo único que se me ocurrió decirle fue que no dijera tonterías. Ahora pienso que desperdicié una oportunidad preciosa. Ella no contestó, no insistió. No continuamos la conversación. Probablemente, recogí la bandeja del desayuno y la llevé a la cocina. 
 
Meses después, en septiembre, Luisa tuvo una conversación con Dana en la que, de forma mucho más explícita, dejo ver que sabía lo que podía pasarle. Había pasado mes y medio desde el final del primer ciclo del tratamiento (radioterapia y quimio) y, aunque débil, se encontraba bastante mejor: contenta, con ganas de hacer cosas y sin dolores; hablaba mucho e incluso nos pareció que había mejorado de la afasia. Pues bien, hablando a solas con su hija le dijo algo así como que si tenía que irse no pasaba nada. Dana le preguntó que qué sería de ella y Luisa entonces empezó a llorar. Parece pues que en esos días, cuando todavía mantenía suficiente lucidez, contemplaba sin miedo la inminencia de su propia muerte (aunque tal vez no tanto lo que nos iba a pasar a quienes tanto la amábamos). 
 
El 27 de mayo, cuando fuimos a recoger a Luisa al Hospital después de su primera estancia (la que dio comienzo al proceso), nos atendió el radioncólogo que iba a tratarla. Nos dijo con toda naturalidad, como si fuera lo normal, que había estado previamente con ella y le había explicado lo que tenía. A mí me molestó, aunque no hice ningún comentario. Pensé que nos correspondía a nosotros, los que la queríamos, decirle lo que pasaba y elegir la forma de decírselo. De todos modos, pensé entonces, probablemente no habría llegado a comprender del todo el diagnóstico y sus consecuencias; estaba un poco zumbada. Claro que puede que me equivocara. En todo caso, sí hablábamos sin tapujos de que tenía un tumor; lo que callábamos –yo, sobre todo– era el pronóstico. 
 
Ahora estoy empezando a pensar –no lo tengo claro– que pude haber errado. Que tal vez deberíamos haber asumido que estábamos viviendo nuestro último tiempo juntos y haberlo aprovechado para decirnos –decirle yo, al menos– tantas cosas que no pude decirle. Decirle cuánto la quería, perdonarnos nuestros desencuentros, preguntarle dudas que se han quedado incógnitas, rememorar nuestra historia en común … Dice Rosa Montero, citando a Iona Heath, que “cuando alguien fallece hay que escribir el final. Contarnos lo que fuimos el uno para el otro, decirnos todas las palabras bellas necesarias, construir puentes sobre las fisuras, desbrozar el paisaje de maleza”. Yo no lo hice porque hacerlo hubiera implicado aceptar una despedida a la que me negaba. Y el resultado es que no me despedí y eso, ahora, es otro ingrediente de mi dolor. 
 
Hasta el viernes 12 de febrero, día del fatídico traslado en ambulancia, la cuidé y conviví con ella como si fuera a seguir siempre con nosotros. La tarde de ese viernes fue la última vez que la vi despierta, que ella me vio a mí (aunque al día siguiente se había olvidado). Me fui del hospital sin concebir en absoluto que no saldría de allí. Cuando volví a estar con ella –el martes y el miércoles siguiente– ya no estaba consciente, dormía. Pasé esos dos días junto a su cama, hablándole, acariciándola, besándola. Entonces ya sí asumía (mejor dicho, sabía) que estaba agonizando así que, a destiempo, le conté muchas cosas, todo lo que debería haberle dicho cuando podía entenderme. Quizá algo le llegó a su pobre mente, muy deteriorada y apagándose. Pensar eso me da un poco, muy poco, de consuelo. Creo que lo que llevo haciendo desde su muerte es despedirme, seguir despidiéndome con el desesperado anhelo de que me escuche y me sonría.

lunes, 22 de marzo de 2021

El amor

Hicimos el amor por primera vez el domingo 2 de abril de 2006. Fui a recogerla a su casa y bajamos a la mía en Santa Cruz. Por ese entonces, los dos pisos que había comprado y unido con mi ex todavía no estaban separados, aunque ya cada uno ocupaba uno distinto. En todo caso, ese día no había nadie en la otra vivienda de modo que nuestra intimidad estuvo a salvo. Le enseñé la casa y ella me dijo que le gustaba, pero enseguida fuimos al dormitorio que era lo que ambos estábamos deseando. Para entonces yo llevaba unos nueve meses separado y, aunque había salido con varias mujeres conocidas a través de la web de contactos, Luisa era la primera con la que quería hacer el amor, sentir su cuerpo. 
 
Igual que los besos de la víspera, el encuentro amoroso se desarrolló dulce y fluidamente. Fue en la cama individual que provenía del dormitorio conjunto desmantelado (no pasaron muchos días hasta que compre una cama de uno sesenta que todavía conservo); no había pues demasiado espacio para ejercicios de sexo salvaje pero más que suficiente para abrazarnos estrechamente, para fundirnos el uno en el otro. Desde el principio el tacto de Luisa fue una revelación que me pareció que superaba lo meramente sensorial; según me iba tocando, toda mi piel se electrificaba, mi cuerpo todo se magnetizaba hacia ella. Soy incapaz de describir el torrente infinito de placer que me produjo, tanto que en alguno de los muchos momentos de éxtasis sentí que en lo más hondo se me abría un grifo y se desbordaban las emociones. Y me rompí en llanto de felicidad. 
 
Guardo correos de esa semana en el que cada uno cuenta al otro lo maravilloso que fue, aunque es fácil advertir que todavía nos frenábamos al hablar sobre sexo (los remilgos desaparecerían en pocos días, pero no toca ahora hablar de eso). El miércoles quedamos para ir al cine –vimos “Los aires difíciles”, adaptación de una novela de Almudena Grandes– y cenar unas arepas; luego, cada uno a dormir a su casa. Pero el fin de semana, de viernes a domingo, disfrutamos en el Hotel Botánico de El Puerto de la Cruz de la que podríamos llamar nuestra (breve) luna de miel. 
 
Llegamos a primera hora de la tarde y nos encerramos en la habitación, desnudos y gozosos, hasta las diez de la noche, cuando el hambre nos obligó a vestirnos y salir a buscar un restaurante (fue una pizzería). Puse Norah Jones como banda sonora y fumamos a medias un canutillo de maría, dos factores que sin duda contribuyeron a exacerbar nuestras sensibilidades, a multiplicar e intensificar las sensaciones. Lo que ocurrió en aquella habitación esa tarde fue para mí una absoluta revelación, tan potente que me cambió para siempre y me enamoró completa y definitivamente de Luisa. Puedo decir que el sexo fue maravilloso, de lejos el mejor que había tenido hasta entonces (y creo que no volvimos a superarlo). Nos integramos tanto el uno en el otro que pasamos a ser un solo cuerpo rebosante de zonas erógenas compartidas. El placer era infinito y era el de los dos; yo sentía que sentía el placer que Luisa sentía y ella me dijo que le ocurría lo mismo; los orgasmos se sucedían sin que pareciera que tuvieran límite. 
 
Pero ese placer tan asombrosamente grande y largo, quizá justamente por eso, trascendió de lo físico y se convirtió en la materia de algo que no sé denominar con otra palabra que no sea amor. Creo que nunca fue tan profundamente verdadera la expresión “hacer el amor”. Era eso lo que estábamos haciendo, estábamos amándonos, física, mental y espiritualmente. Sentía tanto amor como nunca antes; y ese amor no era algo abstracto, sino de una concretísima realidad, tan real que lo percibía como algo material. Añado que, amándola como la estaba amando (y recibiendo el amor con el que ella me estaba amando), me sentí bueno, bueno como tampoco nunca me había sentido. Y sentirme así me hizo feliz, inmensamente feliz.
 
Desde esa fecha mágica han pasado casi quince años. Durante este tiempo hemos vivido varias crisis y enfados (los dos teníamos caracteres fuertes). Tengo la impresión de que Luisa se desencantó, que me seguía queriendo, sí, pero que más de una vez pensó que no podíamos seguir juntos, que éramos incompatibles. También yo lo pensé. Sin embargo, por malos momentos que pasáramos, sabía que estaba atado a ella, que había de amarla siempre. Lo que me había dado en esos días iniciales de nuestra relación, especialmente esa tarde en una habitación de hotel, había sido un regalo tan hermosamente inconmensurable, que lo justificaba todo. Descubrí entonces que mi felicidad mayor consistía en hacerla feliz. Y aunque eso es lo que he intentado siempre, siento que no he estado a la altura de ese don que me transformó (supongo que esto forma parte del sentido de culpabilidad habitual durante el duelo).

sábado, 20 de marzo de 2021

Glioblastoma multiforme de grado IV

Si alguna vez había oído ese palabro, que lo dudo, nunca llegó a anidar en mi memoria. Blastoma no está en el diccionario de la RAE; es un neologismo médico acuñado en 1890 por Ottone Barbacci, un anatomopatólogo italiano, para designar los tumores de células precursoras (células intermedias entre las células madre y las células diferenciadas). El término se formó uniendo el término griego blastos (βλαστός) –que significa germen y que en medicina se refería a células inmaduras– con el sufijo oma, que denota el resultado de un proceso y en medicina equivale a tumor (glaucoma, tracoma y más). La etimología pues viene a definir con bastante exactitud la palabra blastoma: un tipo de cáncer causado por neoplasias en las células precursoras. Glio, de otra parte, proviene del griego bizantino glía (γλία) que significaba liga, unión, pegamento. Se trata también de un neologismo médico de finales del XIX para denominar a las células del tejido nervioso que cumplen funciones auxiliares de las neuronas (su descubridor, el patólogo alemán Rudolf Virchow, las consideraba un simple pegamento del sistema nervioso, de ahí el nombre). Así que el glioblastoma es un tumor cerebral de las células poco diferenciadas que conforman la glía.
 
Como es obvio, este baladí curioseo etimológico (apenas un rato de páginas de la wiki y otras) no me dice nada. Podría añadir que la lectura de estos textos de fría asepsia tiene algo de ejercicio masoquista, como si me estuviera pinchando agujas de acupuntura para verificar el grado de sensibilidad de mi piel. Pero la piel sigue insensible, no nota los pinchazos, como si fuera una barrera mineral que impide que nada pase adentro, que ninguna sensación exterior pueda perturbar el sordo dolor que llevo en las tripas. Algo más efecto –pero solo un levísimo amago de reacción– me hace leer que el grado IV (clasificación de la OMS) es el más maligno de los glioblastomas, de rápido crecimiento y mortal casi de necesidad (son muy raros los casos de supervivencia prolongada); la esperanza de vida es de apenas 14 meses. Oficialmente, la enfermedad de Luisa empezó el domingo 10 de mayo de 2020, cuando la ingresamos en Urgencias; el diagnóstico a través de resonancia se nos comunicó el viernes 15 de mayo y su confirmación mediante biopsia el sábado 23 (en cuyo informe aparece por primera vez escrito el maldito nombre de glioblastoma multiforme de grado IV). Murió el 17 de febrero de 2021, 270 días después de la confirmación del diagnóstico, nueve meses. 
 
El tumor, según nos dijeron, no era demasiado grande pero sí la inflamación que generaba en torno suyo y que era la causante de los terribles dolores de cabeza. Ahora bien, si los dolores de cabeza se debían a la inflamación y ésta al tumor, tenía que estar ahí desde hacía mucho tiempo, desde las navidades de 2016 al menos. Sin embargo, los médicos nos aseguran que eso es imposible, que un glioblastoma de grado IV es enormemente agresivo y, si lo hubiera tenido entonces, Luisa habría muerto hace bastante tiempo. Pero entonces, ¿a qué se han debido esos dolores? ¿Acaso hemos de pensar que fueron producidos por algún otro factor y éste –o los propios dolores– se convirtió en el causante del tumor? ¿Cabe suponer que si en 2017, por ejemplo, le hubieran detectado lo que le producía los dolores de cabeza y se lo hubieran curado, no habría llegado a desarrollar luego el tumor cerebral? Para sumar más misterios (o coincidencias mosqueantes, en este caso), resulta que el glioblastoma le apareció en la misma zona en que fue operada en 1991 de una malformación arterio-venosa que asombró a los médicos porque era un milagro que estuviera viva. Salió de esa intervención con un agujero en el cerebro y graves secuelas que fue superando con un esfuerzo y voluntad admirables (recomiendo que se lean los tres posts que escribió sobre su afasia: 1, 2 y 3). Pues bien, ahí mismo aparece el tumor pero, de nuevo según los médicos, no guarda ninguna relación una cosa con otra. Se hace difícil de creer, ¿verdad? 
 
Una de las ideas recurrentes que me asalta desde que falleció es que a Luisa le concedieron una prórroga en 1991, que lo que venía en el despiadado libro del destino era morir en esa fecha pero su maravillosa sonrisa enamoró a algún dios que le regaló –nos regaló, en realidad– treinta años más. Gracias a ese tiempo añadido he podido conocerla y disfrutar de su amor (y darle el mío que ha sido lo mejor que he hecho en mi vida); gracias a ese tiempo añadido, sobre todo, pudo criar y ver crecer a su hija y Dana ha podido tener la mejor de las madres (y el mejor de los padres) y convertirse en una buena persona. Viéndolo así, siento un enorme agradecimiento a la vida o a ese dios compasivo y, al sentirlo, noto que me embargo de amor. Claro que –todo hay que decirlo– tan bellas emociones no me reducen ni un ápice el dolor de su ausencia. Ya puestos, me digo, la prórroga podía haber sido de cincuenta años. 
 
Otra idea que también me viene con frecuencia es que fue el diagnóstico el que disparó su proceso de muerte. No puedo evitar fantasear con que si no la hubieran intervenido para hacer la biopsia, si no hubieran mencionado el fatídico nombre del glioblastoma, si se hubieran limitado a tratar los dolores de cabeza … ella seguiría con nosotros. Sé que es una estupidez, como el niño que se tapa los ojos de modo que lo que no ve ya no existe. Pero es sabido desde siempre que dar nombre a las cosas es crearlas. Y, en el caso de Luisa, me digo que llevaba varios años enferma pero que fue al ponerla en esa especie de cadena de montaje que es el protocolo oncológico cuando el cáncer se disparó. Repito: sé que es una idea idiota, no se me tenga en cuenta. Pero quería ponerla aquí por escrito.
 
Al fin y al cabo, esos pensamientos –y muchos otros del más diverso cariz– no son sino productos de un cerebro que, de momento, está absolutamente trastornado, que funciona de forma muy distinta a como lo hizo en otros tiempos. Pareciera que ahora mi mente solo sabe añorarla y enviar a todas las células del cuerpo impulsos dolorosos. Maldito glioblastoma: entre dos y tres casos cada cien mil personas y tuvo que tocarnos.

jueves, 18 de marzo de 2021

Diagnóstico

El tumor de Luisa fue diagnosticado a consecuencia de unos persistentes y fortísimos dolores de cabeza, que arrastraba desde mucho tiempo atrás. Dana, que prestaba más atención que yo a la salud de su madre, fecha el inicio a finales de 2016, poco después de un corte de pelo bastante radical que Luisa se hizo a mediados de noviembre. Encuentro en su ordenador unos cuantos selfies de ese día tomados en nuestra casa de Tacoronte. En casi todas las fotos sonríe a la cámara pero en una (la que he puesto al final en el montaje adjunto) tiene una expresión de profunda tristeza. Llevo un rato mirándolas e intentando recordar cuál era su estado de ánimo por entonces. En ese periodo no pasábamos por ninguno de nuestros frecuentes enfados, Dana estaba en Tenerife y pasaba bastante tiempo con ella y, sobre todo, justo por esos días se resolvió su baja laboral permanente, por la que llevaba peleando casi dos años, lo que le trajo una alegría enorme. Entonces, ¿por qué se cortó su preciosa melena? Seguro que me lo anunciaría pero sin darme ninguna razón, diciéndome que le apetecía un cambio de look o algo por el estilo. Pero ahora, rememorando a toro pasado, empiezo a sentir que ese corte de pelo marca el comienzo de su enfermedad, no solo simbólicamente. A partir de esa fecha las fotos van mostrando la evolución de un deterioro físico. No es, por supuesto, una línea continua en descenso; hay repuntes, momentos en la que vuelve a resplandecer su belleza. Pero, la tendencia se ve; mejor dicho, la veo ahora, porque mientras vivía junto a ella no me percate más que superficialmente. Y no puedo menos de preguntarme si la mirada de la última foto revela alguna premonición fúnebre.
 
Esas navidades de 2016 Luisa y Dana fueron a Gran Canaria donde se juntó casi toda la familia, incluyendo las hermanas que viven fuera de España. Dana me cuenta que Luisa estaba feliz, plena de vitalidad: cantaba, bailaba, no paraba de moverse y hacer cosas. Además sonreía constantemente y a cada rato estallaba en carcajadas. Justamente fue en una de esas explosiones de risa cuando sintió el primer ataque de dolor de cabeza (al menos el primero del que hayamos sido testigos). Dana me cuenta que la paralizó, dejando de reír inmediatamente. Esos dolores habían aparecido para quedarse y vinieron atormentándola a partir de ahí durante tres largos años (2017, 2018 y 2019). Al principio, las acometidas se espaciaban pero según pasaban los meses fueron aumentando su frecuencia e intensidad dolorosa. En pocos meses Luisa se convenció de que tenía algo y empezó a pedir, siempre a través del Servicio Canario de Salud, citas con médicos. Pero ninguna de las consultas ni pruebas aportaba un diagnóstico y lo único que le ofrecían eran calmantes cada vez menos eficaces. He de confesar –y al hacerlo siento el aguijón de la culpa– que yo estaba convencido de que no tenía nada o, al menos, nada grave. Pensaba que su bajo estado de forma, en el que englobaba los dolores de cabeza, se debía a un desánimo depresivo, a la falta de ilusiones pese a que se suponía que había conseguido la vida que más anhelaba. Le decía que lo que necesitaba era obligarse a ser más activa, no quedarse en la cama hasta muy avanzada la mañana y permanecer colgada de Telecinco hasta las tantas de la noche, no abandonar las tareas que ella misma había elegido y con las que disfrutaba (la acogida temporal de perros, la restauración de muebles, la huerta y los frutales, etc). Qué imbécil fui y, sobre todo, que poca atención le dediqué y, seguramente, cuanto daño hube de hacerle en más de una ocasión. La pobre ya estaba enferma y no fui capaz de darme cuenta.
 
No se piense que desde esas navidades de 2016 Luisa fue desgraciada a causa de sus dolores; no, para nada. El empeoramiento fue gradual y, si bien poco a poco fue mermándole fuerzas y ánimos, no pudo con ella ni le impidió disfrutar de esa opción de vida que tanto había anhelado y por fin conseguido. Aunque también es verdad que no la disfrutó con la intensidad que habría podido y, sobre todo, pudo hacerlo por poco tiempo, demasiado poco tiempo. En esto radica uno de los ingredientes más densos de mi tristeza: que la puñetera enfermedad y la muerte le hayan impedido vivir más y más tiempo la felicidad que se merecía, justo cuando habría podido. Pero, claro, durante todo ese periodo y hasta la fatídica fecha del diagnóstico, no imaginábamos que algo así pudiera ocurrir. Yo, que siempre he sido tan aprensivo con mi propia muerte –Luisa me regañaba por ello–, jamás concebí que pudiera tocarle a ella y muchísimo menos tan prematuramente. 
 
No lo hagamos largo y vayamos directamente al terrible día que inaugura nuestro sufrimiento. El 4 de marzo de 2020 regresé de un viaje corto a Perú; pocos días después empezó el confinamiento y los dos nos encerramos en la finca de Tacoronte. Ya para entonces, los dolores eran bastante frecuentes; de hecho, tenía prevista una resonancia magnética para el 27 de mayo en el Hospital Universitario de Canarias (HUC) y cita con la neuróloga el 12 de junio. Sin embargo, durante abril, los episodios empeoraron mucho, acentuándose el dolor hasta límites casi intolerables en cuanto hacía cualquier movimiento brusco o esfuerzo (por ejemplo, hacer de vientre). Las mañanas las pasaba casi enteras en la cama (le preparaba y llevaba el desayuno), sin fuerzas para levantarse hasta casi el mediodía. Además –y este fue el síntoma que ya me hizo pensar que podía tratarse de algo grave– comenzó a sufrir ciertas pérdidas de facultades mentales: solía olvidarse de varias cosas (por ejemplo, al hacer la lista de la compra), a veces razonaba incoherentemente, empezó a escribir con muy mala letra … Al empezar mayo, los síntomas se agudizaron y también aparecieron las primeras muestras de afasia: no encontraba las palabras o decía otras distintas. 
 
El jueves 7 de mayo, ante la intensidad de los dolores, la ingresamos por Urgencias en el Hospital Universitario de Canarias. Le hicieron algunas pruebas y no le dieron mayor importancia, devolviéndola a casa con paracetamol y nolotil. Los dos días siguientes los dolores fueron pasables, pero el domingo 10 de mayo se repitieron los ataques insoportables y hubimos de volver a Urgencias. Ya entonces, presentaba además síntomas manifiestos de afasia y desconcierto mental. Le hicieron un scanner y no le encontraron nada, pero la doctora, al ver su estado, decidió dejarla ingresada para que fuera revisada por los neurólogos. Pasó esa noche y todo el lunes 11 en Urgencias; el martes 12 la subieron a la planta novena, al servicio de neurología. Hasta el viernes fueron haciéndole pruebas sin encontrar nada. A nosotros no nos daban ninguna información y, para mayor angustia, no dejaban visitas por el maldito covid. Gracias a amigos de Dana pudimos ir teniendo noticias y hacerle llegar el móvil, de modo que pude hablar un par de veces con ella y enviarle y recibir breves mensajes. 
 
Luisa llevaba varios días ingresada y no habíamos recibido aún ninguna llamada del hospital, por más que había movido todos los contactos de que disponía. El jueves 14, un amigo de Dana enfermero en el hospital y que estaba especialmente atento hacia Luisa, la llamó para decirle que iban a cambiarla de habitación, pasándola de neurología a neurocirugía. A primera hora de la tarde, por fin llamó un médico; fue una neuróloga que le dijo a Dana que le habían hecho una resonancia y que lo que habían visto tenía muy mala pinta, que creían que podría ser un tumor. Dana se quedó totalmente impactada y solo acertó a decir que me llamaran a mí. Luego me telefoneó (estaba en la casa de La Laguna y yo en la finca de Tacoronte) para contármelo y preguntarme si avisaba a los hermanos de Luisa. Le dije que esperáramos a que nos confirmaran el diagnóstico porque todavía no se lo habían dicho como seguro. Imagino que en esos momentos me agarraba a cualquier atisbo de esperanza para negarme a admitir que fuera un tumor. 
 
De hecho, el informe de que dispongo de una resonancia magnética, con contraste y secuencias de perfusión cerebral, tiene fecha de 15 de mayo. Supongo que cuando llamaron a Dana tenían una primera imagen pero pidieron otra prueba más precisa para confirmar. En esta se observa “un realce heterogéneo en cara medial del lóbulo temporal izquierdo, periventricular, con dimensiones de 38 x 18 x 15 mm (AP-TV-CC), con extenso edema periférico en la secuencia T2 que se extiende a región capsulotalámica ipsilateral, con desplazamiento derecho de la línea media de 4,5 mm. Hay un marcado aumento del volumen sanguíneo cerebral en la perfusión, todo ello es sugestivo de tumor glial de alto grado”. Ese viernes 15 fui a La Laguna a recoger a Dana y traerla a Tacoronte. Estábamos los dos juntos cuando me llamó la neuróloga para informarme del resultado de la resonancia con palabras más comprensibles que las que he transcrito del informe. Además nos dijo –como ya nos había adelantado el amigo de Dana– que pasaban a Luisa a una habitación de neurocirugía, porque la iban a operar. 
 
De lo que he contado en los dos párrafos anteriores apenas me acuerdo, es como si lo hubiera borrado de la memoria. Quien no lo ha olvidado en absoluto –dice que lo tiene grabado a fuego en la mente– es Dana. Para ella esas dos llamadas de la neuróloga (a ella la primera y a mí la segunda) se funden en lo que considera el segundo peor momento de su vida (el primero, obviamente, ha sido la muerte de su madre). Yo, en cambio, no guardo casi recuerdo. Me queda, eso sí, la vaga sensación de un mazazo, de un aturdimiento que me dificultaba pensar y sentir. Por lo visto, tras colgar, miré a Dana con expresión enajenada y le dije que salía a tirar la basura. Ella me preguntó si podía acompañarme, le dije que sí y fuimos en silencio todo el camino, de ida y vuelta. Luego, ya en casa, volvió a llamar la neuróloga –no recuerdo para qué– y yo le pregunté si la operación implicaba riesgo de muerte. Me dijo que no y sentí una ola cálida y balsámica por dentro. Había entendido que el tumor era operable, que se lo podrían quitar con la cirugía.

sábado, 13 de marzo de 2021

Primera cita

El sábado 1 de abril de 2006 me desperté nervioso, de eso me acuerdo. Gracias a la contabilidad de ese año (por aquel entonces apuntaba los gastos diariamente), sé que fui al Corte Inglés a hacer la compra semanal y me regalé el libro que acababa de publicar Eduardo Mendoza (“Mauricio o las elecciones primarias”, entretenido pero poco más). Había reservado en un restaurante del Puerto de La Cruz a las tres menos cuarto, por lo que calculo que habríamos quedado hacia las dos en el portal de su casa, en la zona de San Benito de La Laguna. Llegué con algunos minutos de adelanto y aparqué en la que yo creía que era la calle paralela a la suya. Mi idea era acercarme caminando a su portal para recibirla. Justo cuando iba a salir del coche –faltarían cinco minutos para la hora– noto que me dan unos golpecitos en la ventanilla y la veo allí, sonriéndome. Resulta que me había equivocado: estaba aparcado en su calle, no en la paralela. 
 
He pasado unas tres horas revisando mis viejos discos duros en busca de fotos de ese día pero en vano (me ha servido para ordenar muchas de nuestros primeros años). Me habría encantado recuperar su imagen de ese momento, la primera “real” que tuve de ella. Creo recordar –pero es un recuerdo etéreo, nada consistente– que llevaba vaqueros y una camisa, camiseta o suéter ligero rosado. De lo que sí me acuerdo es de que me encantó, de que me pareció preciosa. Pero también me sobresalté, me había sorprendido sin esperarla. Así que me apresuré a abrir la portezuela y salir del coche (iba en el enorme Ford Mondeo que era también de mi ex y que chocaría unos meses después), darle dos besos visiblemente azorado y llevarla con lo que quería ser galantería pero casi fue a empujones al lado del copiloto para abrirle la puerta y acomodarla en el asiento. No sé si ella estaría también nerviosilla pero, si así era, lo disimulaba con su resplandeciente sonrisa. 
 
La verdad es que casi no recuerdo nada de esa jornada. Sé que fuimos al restaurante del Puerto que me habían recomendado. Gracias a la contabilidad, compruebo que se llamaba Lucas y que pagué casi sesenta euros con tarjeta; pero no puedo decir lo que comimos aunque sí que nos gustó mucho a ambos. Ocupaba una casona situada casi al lado de la autopista del Norte en la primera entrada al Puerto viniendo desde La Laguna (la de Martiánez), pero creo que ya no está ahí. Hacía buen día y almorzamos en una terraza que miraba hacia el Rincón. Tampoco me acuerdo de lo que hablamos, pero sí de que lo hicimos sin cesar y con fluidez, como si nos conociéramos desde hacía mucho (téngase en cuenta que las dos semanas de correos y messenger nos habían llevado a un nivel alto de intimidad y cariño). En fin, que nos sentimos muy bien mutuamente y, al acabar la comida, quisimos seguir juntos. 
 
Le propuse que recorriéramos la vertiente Norte y llegamos hasta la Punta de Teno, deteniéndonos en los sitios más bonitos para dar breves paseos, como si fuéramos turistas. Luisa llevaba más tiempo que yo en Tenerife –había venido desde Gran Canarias a la Universidad– pero yo conocía la Isla bastante mejor que ella, de modo que disfruté haciéndole de guía y me halagó la atención que me prodigaba, lo interesada que se mostraba. Un sano escepticismo (del que no carezco) me sugeriría que algo podría estar fingiendo con la intención, consciente o no, de encandilarme. No lo percibí así esa tarde, desde luego, y ahora sé con certeza que nada hubo de impostura. Muchos años después, cuando conoció y se ganó a mi madre expresándole entusiasmo por su casa, mi hermana llegó a pensar que Luisa había actuado con una estrategia preparada para caer bien y, sin embargo, nada más lejos de la verdad. La pobre se quedó sorprendida cuando se enteró y es que no podía concebir comportamientos retorcidos, manipuladores. Luisa no sabía fingir, cuando no estaba a gusto recurría al silencio. De modo que me consta que Luisa disfrutó mucho de ese nuestro primer encuentro. Se estaba enamorando, nos estábamos enamorando.
 
Creo –no estoy seguro– que nos detuvimos en Las Aguas, que hicimos una breve incursión en el casco antiguo de Icod, que paseamos por los centros de Garachico y Los Silos y que miramos la unión de los dos mares desde el faro de Teno. Luego, cuando empezaba a atardecer, hacia las ocho de la tarde, nos sentamos en un muro bajo con vistas hacia La Palma y nos besamos. No consigo recordar, por más que lo intento, la ubicación del lugar en el que nos dimos el primer beso. Me da mucha rabia porque ahora, que no ceso de llorarla, cogería el coche y me iría hasta allí y me imaginaría, con tanta nitidez como si lo estuviera viendo, a esas dos personas besándose, empezando una historia cuyo argumento ignoraban, una historia plena de amor (y de muchas más cosas) pero que tenía mucho todavía por vivir. Estoy relatando las páginas iniciales, el final de la introducción. Lo triste es que las páginas últimas del libro, muchas, han quedado en blanco. 
 
Tampoco me acuerdo de ese primer beso; no me acuerdo específicamente, se me confunde con tantos que nos hemos dado. Pero sí recuerdo que nos besamos con absoluta espontaneidad, sin ninguna timidez o vergüenza. Y también recuerdo que me embargó una sensación de inmensa alegría, de una alegría profunda, serena. Beso que clausuraba las angustias de mis últimos meses, epifanía que revelaba una nueva vida, anticipo de una felicidad absoluta que llegaría a partir del día siguiente. Estuvimos un rato largo besándonos, abrazados frente al mar, y si paramos fue porque tampoco se trataba de dar un espectáculo indecoroso (ya no éramos unos críos) y, además, empezamos a sentir frío. Así que nos metimos en el coche, regresamos a San Benito y la dejé en su casa. Habríamos ido a cenar pero ella tenía algo que hacer con su hija. Desde luego, queríamos seguir juntos, que no se acabara esa primera cita. Pero fue bueno separarnos con ganas de más. Quedamos para vernos al día siguiente. Conduje hasta Santa Cruz cantando durante todo el trayecto (menos mal que no había nadie al lado).

jueves, 11 de marzo de 2021

Cómo conocí a Luisa

Conocí a Luisa a través de Match.com, una web de contactos por internet. Me había apuntado en noviembre de 2005, aproximadamente tres meses después de que la que había sido mi pareja durante dieciséis años se fuera de nuestra casa para estar sola pues, según ella, nuestra relación había acabado. Rosa venía larvando la crisis desde hacía bastante tiempo, aunque yo no me percaté hasta mayo de ese año, cuando ella misma, con ostensibles cambios en su carácter y comportamiento, se ocupó de hacerlo evidente. Pero no toca ahora hablar de esa etapa; si la menciono es para explicar que me apunté en Match en un estado anímico de desconcierto y abandono. Pretendía conocer mujeres no tanto para ligar –pues me sentía bastante incapacitado para el ejercicio amatorio– sino para poder descargar y compartir mis sentimientos; buscaba, sobre todo, compañía y apoyo emocional. Reviso viejos archivos y veo que intercambié mensajes con no pocas mujeres y que llegué a salir con siete u ocho. Apenas me quedan recuerdos de ellas, salvo una sensación general de insatisfacción: con ninguna logré sentirme a gusto, que me diera lo que, sin saber bien qué, necesitaba (hubo una única excepción pero cortó el contacto de forma abrupta, y nunca supe los motivos). 
 
Pasaron así unos cuatro meses, periodo en el que no solo se fue confirmando que nuestra separación era irrevocable sino que yo fui asumiéndolo. Entonces, el martes 21 de marzo de 2006, recibí un “beso virtual”, un mero aviso a través de la web de Match de que alguien se interesaba por mí, con el enlace a su perfil. Lo visité enseguida, claro. Se trataba de una mujer de 47 años, divorciada, licenciada universitaria, residente en La Laguna y de raza mediterránea. Se describía como una buena persona, amable y tranquila, que había nacido fuera de Canarias; que era profesora y tenía una hija de dieciséis años. Añadía que le encantaban las plantas y le relajaba mucho sentir la tierra en sus manos, que le gustaba leer, el cine e ir a la playa cuando el sol lo permitía, pero también estar en casa. Decía además  que no tenía ninguna religión, que comía de todo y que no bebía ni fumaba (esto último resultó ser una mentirijilla); y que hablaba algo de inglés y español e italiano fluidamente. En cuanto a su apariencia, apuntaba que sus ojos eran marrones, el pelo castaño claro, tenía una complexión física normal y su altura estaba entre 156 y 169 centímetros (medía 160). También que le era difícil describirse físicamente pero que sabía que no estaba mal, que tenía unos ojos grandes y expresivos y que le gustaba vestir bien pero sobre todo cómoda. Por último explicaba que buscaba conocer gente nueva y que para ella era muy importante la sinceridad y la honestidad; el perfil deseado era un hombre entre 47 y 55 años (en esa fecha a mí me faltaban unos meses para cumplir 47), sin un prototipo claro porque, decía, todo estaba en conocerse e irse descubriendo mutuamente. 
 
Le contesté ese mismo día con un mensaje a través de Match (podía hacerlo porque había pagado; ella no) en el que le decía que me alegraba de que me hubiese contactado y que a mí también me importaba mucho la sinceridad y la honestidad. Además, le daba unos mínimos datos de mi vida y de lo que buscaba (amistad, personas buenas, inteligentes y honestas, le dije), sin plantearme ninguna expectativa. Pero, sobre todo, le proponía que nos comunicáramos por fuera de Match, para lo que le facilité mi cuenta de correo y de Messenger. Al día siguiente, el 22 de marzo, hacia la una y media, me respondió. Me decía que se alegraba de mi respuesta y que le había llamado la atención la forma de expresarme. Me contaba que había nacido en Roma pero que su madre era de Las Palmas, “así que un buen día nos fuimos para allá”; y seguía: “después me vine a Tenerife para estudiar y aquí me quedé”. Luego me informaba de que trabajaba en un colegio (no me decía cuál) y que le gustaba aunque era necesaria una paciencia a prueba de bomba. Poco más añadía; era un correo breve porque tenía prisa; estaba en su casa, aún no había almorzado y tenía que volver al colegio para las clases de la tarde. Acababa con una muestra de ese carácter suyo, cariñoso, humorístico y simpático: me deseaba una feliz primavera (y me mandaba un beso). Unas horas después, al volver del colegio, me envió un segundo correo porque había algo que se le olvidó decirme. Yo le había escrito que no es fácil ni usual que las personas fueran honestas; de ello Luisa deducía que no confiaba mucho en la gente y me confesaba que se había quedado algo perpleja. Era un anzuelo en el que yo tenía que picar necesariamente (y eso que ella aún no me conocía). 
 
Tan solo había leído un perfil en una web y recibido dos breves mensajes suyos. Pero eso había bastado para sentirme muy interesado, más de lo que lo había estado con cualquiera de las anteriores. Al día siguiente, jueves, volé a Gran Canaria por motivos laborales. Allí estuve hasta el sábado 25 y busqué todas las ocasiones para conectarme a internet (en esa época no tenía tablet ni portátil) para recibir sus correos y contestarlos. Releo ahora los 12 correos (7 de ella, 5 míos) que nos intercambiamos en los cuatro últimos días de esa semana del inicio de la primavera. Son ya bastante más largos (los míos, sobre todo), pasamos de enfrascarnos en discusiones cuasi filosóficas a contarnos detalles de nuestras biografías. A medida que avanza el intercambio epistolar (por más que fuera telemático), se aprecia una profundización en la intimidad y se intuyen emociones y sentimientos que sería aventuradamente prematuro llamar amorosas pero … El domingo 26, después de volver de la playa de Abades, sin que yo se lo hubiera pedido, me adjuntó una foto con su carta. Dijo que creía que era justo que conociera más o menos el aspecto de quien me estaba escribiendo tantas tonterías. Transcribo sus siguientes palabras: “No soy nada fotogénica, esta foto es de septiembre pasado, cálido septiembre; ahora tengo unos kilos de menos, unos meses de más, el pelo algo más corto, la piel más olivastra (¿se dice así en español? Es para no poner verde), pero en esencia sigo siendo la misma. Como verás tengo más pinta de africana que de europea. Ahora, tú mismo...” 
 
La foto es la que acompaña este párrafo, un ejemplo maestro de la coquetería de Luisa. Es una imagen de baja resolución, para que no pudiera ampliarla y verla en detalle. Está tomada en el pasillo de su casa de San Benito (La Laguna) y en la original posa con su sobrina y su hija. Por supuesto sale enormemente atractiva, claro que era fotogénica. El rasgo más sobresaliente de su belleza, lo que primero te enamoraba de ella, era sin ninguna duda su maravillosa sonrisa (tras su muerte han sido incontables las personas que nos han hablado de esa preciosa sonrisa). La sonrisa de Luisa era mágica, cuando me sonreía el aire que nos rodeaba se llenaba de felicidad y me entraba al respirar. Era tan hermosa la sensación que me producía que no me resistía a pedirle, exigirle incluso, que sonriera con más frecuencia, que lo hiciera siempre (y se enfadaba conmigo). Pero en esa foto no es solo la sonrisa lo que me atrajo, sino todo el conjunto: el pelo rizado, el cuerpo delgado pero voluptuoso, la ropa que llevaba, muy del estilo que me gusta (reconozco que soy bastante tiquismiquis en ese aspecto). En fin, si para entonces ya me tenía encandilado, descubrir lo guapa que era supuso el aldabonazo definitivo: tenía que conocerla en persona. Ese mismo domingo le contesté, declarándole mi sorpresa por su belleza y juventud (no me parecía la foto de una mujer de cuarenta y siete años); además le mandé una mía, que soy bastante menos guapo y para colmo poco fotogénico (yo sí). 
 
La siguiente semana laboral (del lunes 27 al viernes 31 de marzo) seguimos enviándonos correos, más de uno a diario. Aunque no conservo todos (solo trece), la progresión de nuestro “enamoramiento virtual”, por darle un nombre, es apabullante. Yo le pido fotos más cercanas y ella, con la excusa burlona de que no le aclaraba si la cercanía a la que me refería era en el tiempo o en el espacio, me manda más antigua y tomada desde más lejos, advirtiéndome cuánto le gustaba llevar la contraria. Durante esa semana empezamos a chatear a través de Messenger. Tengo guardada una única conversación del jueves 30 a partir de las 13:30. Para entonces ya habíamos quedado en vernos el sábado 1 de abril, como efectivamente así fue. En ese chat puede apreciarse que ambos estábamos muy ilusionados por conocernos en persona y también se ve que nos derretimos mutuamente (si la ridiculez, como afirma Pessoa en su famoso poema, es característica obligada de las cartas de amor, si hay amor, entonces ese chat es prueba, indicio al menos, de que dos días antes de vernos el amor, aunque fuera embrionario, ya anidaba en nosotros). También durante esa semana nos intercambiamos los números de los teléfonos móviles. 
 
El último correo previo a la cita me lo envió ella el viernes 31 a las 23:33, contestando otro mío en el que, según Luisa (porque no lo conservo) le contaba “trocitos de tu vida y de ti, dispersos, densos, profundos, irónicos, contemplativos, críticos …” Pero lo mejor es el último párrafo: “Lindo, me voy a dormir, no me mantengo en pie. Mañana me reconocerás fácilmente. Tengo un ojo desviado, así que cuando me mires de frente no sabrás a qué ojo mirar. Además sufro una ligera cojera de nacimiento, nada importante; cuando me pongo el alza de 15 centímetros casi no se nota. Y por último me falta una paleta; cuando tengo la boca cerrada se disimula bastante. Lo malo es cuando me río porque tengo que taparme la boca con la única mano que me queda, la otra la perdí en un desafortunado accidente doméstico. No tienes pérdida, cuando me veas me reconocerás rápidamente... a no ser que un compromiso de última hora te haga cambiar de planes”. Al día siguiente, el sábado 1 de abril de 2006, nos conocimos en persona …

lunes, 8 de marzo de 2021

Un sueño

Pienso continuamente en ella. A cada rato me viene a la mente su imagen, me asaltan flashes de escenas vividas, sobre todo de estos últimos meses, los terribles de la enfermedad. Pero además, como si no me bastara con esos pensamientos espontáneos, soy yo el que convoco los recuerdos. Me pongo a ver fotos, a escuchar su voz en breves audios del whatsapp, a leer mensajes sobre anodinos asuntos cotidianos pero condimentados casi siempre con guiños humorísticos y cariñosos. Ha habido quien me ha dicho que hacer esto no es bueno, que no me ayuda; probablemente yo mismo, viendo a otro en la situación en que estoy, habría opinado igual. Pero verla y escucharla, también hablar con ella, desde luego, es lo que quiero y lo que necesito ahora. Sé que su ausencia es irremediable, definitiva, pero no puedo sumergirme de golpe en la frialdad del vacío, no puedo asumir en toda su crueldad esa absoluta plenitud de la nada.

Así transcurren mis días, arrastrados por la imparable imposición de lo cotidiano pues, como asegura la repulsiva frase hecha, “la vida sigue” (aunque mucho habría que discutir sobre si ésta en la que ella no está sigue siendo la vida). Las noches son otra cosa. Duermo poco y me despierto mucho, cada dos horas, tres a lo sumo. Al abrir los ojos la busco en su lado de la cama y hay siempre unos segundos de inquietud hasta recordar que no está y sentir la dolorosa angustia del pecho, el grito callado que me lacera por dentro. Porque hasta esos odiosos y demasiados frecuentes despertares sé que estoy con ella, en sueño confortante, sereno, amoroso. Es un sueño sin argumento, no ocurre nada; o, al menos, nada recuerdo al despertar, salvo la certidumbre de que estábamos juntos sintiendo nuestro amor compartido, en paz. 

Esta noche, sin embargo, en la última dormida –entre las tres y media y las seis–,  he tenido un sueño narrativo. Dana y yo estábamos en un piso de un edificio antiguo (podría ser uno de los del Ensanche madrileño) que era donde vivíamos los tres. Dana tenía unos quince años y yo cuarenta y pico, de modo que eran los inicios de nuestra relación, pero en el sueño sentía que llevábamos ya mucho tiempo juntos. Luisa acababa de irse, había bajado a coger un taxi que la llevaría al aeropuerto. Se iba a Estados Unidos a reunirse con un antiguo novio. Nos abandonaba. Se había despedido de mí cariñosamente: os quiero mucho, me dijo, pero tengo que irme; explícaselo a Dana. Y eso estaba haciendo cuando me acordé de que se había olvidado algo (no sé qué era), de modo que bajé corriendo las escaleras de ese edificio del XIX, pero al llegar a la calle el taxi ya se había ido. Entré en el ascensor y pulsé el botón de la segunda planta. Mientras ascendía pensaba que la llamaría al móvil y trataría de disuadirla. En todo caso, me decía a mí mismo, algún día regresará y volveremos a estar juntos. Y en ese momento el ascensor se detuvo con una fuerte sacudida y el brutal golpe me despertó. 

sábado, 6 de marzo de 2021

Miércoles de ceniza

Entonces Tamar rasgó su túnica y esparció ceniza sobre su cabeza y se fue llorando a gritos por el camino. (2 Samuel 13:19)

En las antiguas civilizaciones del Medio Oriente la ceniza representaba el dolor de la pérdida, especialmente de la muerte, y echársela sobre la cabeza era muestra de luto. La ceniza, sumando a su simbolismo luctuoso el del arrepentimiento, se incorpora a la liturgia cristiana como comienzo de la Cuaresma. Miércoles de ceniza: fin de las alegrías mundanas del carnaval, inicio de la triste penitencia.

El miércoles de ceniza, el 17 de febrero de 2021, a las ocho y cuatro minutos de la tarde, en la habitación 1016 del Hospital Universitario de Canarias, Luisa Catizone Estévez, de sesenta y dos años, un mes y un día, dejó de respirar. Nueve meses antes, el 10 de mayo de 2020, la ingresamos por urgencias a causa de unos dolores de cabeza que arrastraba desde hacía años y que habían alcanzado ya intensidades insoportables. Tenía un tumor cerebral, un glioblastoma multiforme de grado 4, el cáncer de más funesto pronóstico.

El miércoles de ceniza se nos fue, después de dos días inconsciente, sedada. Luisa no creía en liturgias cristianas; tampoco yo. Sin embargo, ese miércoles ha dado inició la primera Cuaresma auténtica de mi vida, tiempo de dolor y llanto que no ha de acabar en cuarenta días, que no ha de acabar con ninguna resurrección. No acepto todavía que no esté con nosotros, me niego a interiorizar que no volveré a hablar con ella, a tocarla, a besarla, a ver su preciosa sonrisa que me inundaba de felicidad.

PS: Los viejos visitantes de este blog conocerían a Luisa por Zafferano, la hilarante autora de No todo el monte es orégano.