domingo, 21 de octubre de 2018

Etapa 15: Buenavista - Punta de Teno

Esta vez cambiamos la caminata del sábado al domingo. Jorge me recoge en la gasolinera de Los Naranjeros; hemos decidido ir en solo un coche, aparcarlo en Buenavista y regresar desde la Punta de Teno en la guagua turística de TITSA cuya puesta en servicio obedeció al derrumbe de la carretera que más adelante referiré. Tras un breve desayuno (son las siete y media de la mañana y está amaneciendo) vamos directamente hasta nuestro punto de partida; aparcamos en la primera manzana de la calle de la Alhóndiga porque está cerrado el acceso al centro del pueblo debido a las fiestas de Nuestra Señora de Los Remedios, patrona de la localidad. Busco en el Santoral y algunas fuentes dicen que el día de esta Virgen es el día 8 de septiembre (compartido con muchísimas más advocaciones marianas) y otras el 10 de octubre; las fiestas de Buenavista, sin embargo, caen este año desde el viernes 19 hasta final de mes. Nuestra Señora de los Remedios o la Virgen del Buen Remedio, por cierto, es patrona de la Diócesis Nivariense (de Tenerife) y también de la ciudad de La Laguna y además de en esta ciudad y Buenavista se venera en Tegueste, Los Realejos y Güímar. O sea, que es uno de los “avatares” marianos de más extendida devoción y, por lo que compruebo, no solo en esta Isla sino en toda España e Iberoamérica. Los culpables de esta popularidad –o, al menos, quienes la iniciaron– fueron los impulsores de la Orden Trinitaria. Parece que San Juan de Mata en 1202 fundó un convento en Marsella bajo esta advocación y ya a partir del siglo XV es tremendamente popular y se multiplica por la geografía cristiana, prodigándose en innumerables milagros. Conviene aclarar que el término “remedio” en la Edad Media también se refería al rescate de los cautivos cristianos en poder de los mahometanos, que fue la misión principal que se impusieron los trinitarios. De hecho, la leyenda más conocida de esta Orden cuenta que, faltándole a San Juan de Mata el dinero requerido para liberar a unos cautivos, se le apareció esta Virgen para entregarle una bolsa llena de monedas de oro. En fin, que habría cuento para rato a propósito de Nuestra Señora de los Remedios –supongo que como de cualquiera otra de sus advocaciones, que siempre me ha sorprendido esta especie de politeísmo mariano–, pero he de cortar ya este excurso introductorio para describir el objeto del post: la etapa caminera entre Buenavista del Norte y la Punta de Teno.

Desde la plaza de Los Remedios, siguiendo la calle de La Rosa cruzamos el barranco de los Camellos que, en este tramo, está acondicionado como parque urbano (ya lo comenté en el post anterior). Una vez en la plaza Triana cogemos el camino de La Vega que primero discurre hacia el Norte para enseguida girar hacia el Oeste. Cuando dibujé la ruta había previsto seguir por una pista que bordea el barranco del Chorro, pero resultó que es el camino interior de una finca privada, debidamente protegido por una puerta cerrada. Intentamos entonces bajar por el cauce del barranco que, tras unos ochocientos metros desde ese punto, desemboca en la playa de los Barqueros, desde la que un camino no devolvería a la ruta planificada. Por el barranco se adivinaba un sendero, en efecto, pero el recorrido se empezó a complicar enseguida por culpa de la frondosa y espinosa vegetación (denso cañaveral con abundancia de tuneras), hasta el punto que hubimos de ponernos a gatas en un par de ocasiones. Aun así, pese a nuestros meritorios intentos, antes de haber avanzado doscientos metros (información del GPS) tuvimos que rendirnos y dar media vuelta. Regresamos al camino La Vega y, bordeando el límite superior de la finca que nos había impedido el paso, llegamos al sendero empedrado de la parcela del Golf de Buenavista. Mal comenzábamos la jornada andarina.

El campo de golf de Buenavista es propiedad del Cabildo de Tenerife y se construyó al inicio de este siglo. Eran tiempos en que el golf estaba de moda y además se le consideraba un recurso casi mágico para revitalizar y recualificar la demanda turística. Naturalmente hubo entonces fuertes críticas (sobre todo desde los movimientos ecologistas) pero no impidieron que el proyecto llegara a buen puerto, con un diseño (el del campo corrió a cargo de Seve Ballesteros) y una puesta en ejecución de muy alta calidad. El resultado fue –y sigue siendo– una instalación turístico-recreativa modélica. Si bien al principio se había planteado que no habría alojamiento, pocos años después las cifras de explotación exigieron construir un hotel. Sin embargo, costó bastante conseguir quien estuviera dispuesto a licitar para llevar el negocio y finalmente, hace menos de dos años, se consiguió endosárselo al grupo Meliá (que paga un canon a la Corporación Insular). No he estado nunca en el hotel pero, visto por internet, tiene muy buena pinta (y también muy buenas críticas). Nuestro paseo, en este primer tramo, recorrió el perímetro del complejo. Empezamos en la ermita de la Visitación que fue erigida en la primera mitad del XVI, aunque haya sido muy reformada (y alterada) desde entonces. Justo al lado está la vieja y degradad mansión de la Hacienda de la Fuente, a la cual pertenecía la ermita. Esta era la residencia principal de la gran propiedad de Juan Méndez el Viejo, uno de los conquistadores; tiene planta en L en torno a un patio posterior con dos pisos. Este pequeño grupo edificado (que creo que forma parte del complejo del golf) es un enclave que se incluye en el Conjunto Histórico de Buenavista del Norte, declarado Bien de Interés Cultural en 2005.

Por la parte de atrás de la ermita se desciende a un sendero de tierra y yerba que en sus primeros quinientos metros, discurre encajonado entre los muros de una fincas en cultivo (la primera cubierta con invernaderos) y los perimetrales del campo de golf, a una cota ligeramente más alta. El siguiente tramo coincide con el final de la pista asfaltada que viene desde el casco de Buenavista para dar acceso a la playa de los Barqueros. La pista remata en una desabrida plaza mirador en la que se ha erigido una pequeña ermita sin ningún interés. Desde allí parte la rampa de bajada a la pequeña ensenada de callados que forma la desembocadura del barranco de Triana o del Chorro (por el que intentamos avanzar sin éxito) y que, en tiempos pasados, tuvo bastante uso como embarcadero principal del municipio. Las paredes acantiladas de la playa están en bastantes partes “peladas” de la escoria basal (limpiada por la acción erosiva marina), dejando ver llamativas columnas verticales de basalto e incluso una sugerente “margarita de piedra”; todas estas formas son resultados caprichosos del enfriamiento de la masa de lava. Tras la breve parada, seguimos el camino empedrado que a partir de ahí bordea el campo de golf paralelo a la costa; son aproximadamente mil doscientos metros hasta llegar a la playa de la Arena de una obra ejecutada con buen gusto y sensibilidad ante el territorio en el que se inserta, cualidades que no son tan frecuentes como debieran. Mirando hacia el interior, el paisaje queda enmarcado por el imponente macizo de Teno, los acantilados que marcaban el borde marino antes de que diversas erupciones volcánicas formaran esta plataforma que llamamos Isla Baja, y en primer plano el cuidado y agradable césped en el que, pese a la hora temprana, ya hay algunos jugadores. A la derecha tenemos la costa, muy recortada y fracturada, con numerosos charcos de poco fondo que en el pasado fueron pequeñas salinas naturales (las más usadas fueron las que se localizan en torno a la Punta de la Tablada, hacia la mitad de este tramo).


En el extremo del sendero de borde del Golf se localiza la edificación que alberga la piscina y el gimnasio municipal y casi al lado, justo al borde de la costa, el restaurante El Burgado, construcción de muros de piedra con una amplia terraza frente al mar cubierta por unos llamativos toldos; allí almorcé hace ya unos cuantos años. Estamos ya en la Playa de la Arena que recorremos en toda su longitud (algo más de 300 metros) por el sendero peatonal (por encima hay una calzada con aparcamiento en batería). La arena de su nombre no está, ya sea porque hay marea alta o porque, como he leído en un folleto, pasado el verano es retirada por el propio océano, sino que se trata de una extensa plataforma rocosa de lava procedente del volcán de El Palmar. Al acabar la playa el sendero asciende unos metros para continuar por la cota de coronación del acantilado costero siempre en dirección Oeste. El primer tramo –más o menos medio kilómetros– bordea la mal llamada (porque no es tal sino un perfil rocoso) Playa de las Mujeres para rematar en una extraña plaza con una edificación en ruinas en la Punta de El Frailete, mirador natural hacia la costa. El siguiente medio kilómetro se distingue porque, a la izquierda, las fincas agrarias con las que linda están cubiertas por plásticos y a la derecha hay varios accesos a un tramo algo más ancha y con varios charcos. Salimos a un fondo de saco asfaltado en el que aparcan los coches quienes van a la Playa de El Fraile, cuyo límite oriental lo define la Punta del mismo nombre que no es otra cosa que la irrupción en el mar de la enorme masa del macizo: hemos llegado al final de la plataforma de la Isla Baja.

Cuando unos días antes estudiaba la ruta a seguir, en un alarde de optimismo preví recorrer la playa hasta la desembocadura del barranco del Fraile y luego subir por su cauce hasta llegar a la carretera a la Punta de Teno (150 metros de desnivel). Pero al ver lo abrupto de esas pendientes nos dimos cuenta de que intentarlo sería una aventura peligrosa y decidimos subir por una de las muchas pistas agrícolas que aparentemente desembocaban en la misma carretera aunque fuera unos centenares de metros más atrás de lo previsto. Esta parte del municipio se llama El Rincón, topónimo que probablemente aludirá a que es una especie de fondo de saco, donde el terreno más o menos llano (para las referencias tinerfeñas) choca con la mole del macizo. De hecho, hasta la construcción en los años setenta de la carretera TF-445 (construcción que tuvo que ser un alarde arriesgadísimo de ingeniería) no había comunicación por tierra entre Buenavista y la Punta de Teno; a este extremo de la Isla había que llegar desde Teno Alto por el sendero que recorreremos la próxima etapa, uno delas vías tradicionales que ya aparece recogida como camino de herradura en mapas de finales del XIX. Gracias a los medios actuales podemos ver en relieve con una más que aceptable calidad esta parte de la Isla: jugando un rato con el GoogleEarth, acercándonos y moviéndonos sobre el terreno como si lo sobrevoláramos, se entiende perfectamente la brutal discontinuidad entre las dos “islas bajas”, la de Buenavista y la de la Punta de Teno. Bueno, el caso es que caminamos por una de esas pistas (según la cartografía la llamada Lugar Finca Rincón Florinsa), comprobando que cada camino que salía hacia la derecha y que podría llevarnos a la carretera estaba cerrado por una puerta. Así llegamos hasta el final del asfalto que chocaba de nuevo contra los muros de propiedades privadas. Habíamos recorrido desde la playa setecientos metros para llegar a los ochenta metros sobre el nivel del mar; la carretera quedaba a unos ciento treinta metros de donde estábamos y a unos treinta de desnivel. No era cuestión de desandar lo ya hecho, así que traspasamos una puerta cerrada con alambre para seguir primero una acequia y luego trepar por un barranquillo hasta alcanzar los parapetos quitamiedos de la carretera. Allí recuperamos el resuello mirando el paisaje agrario que habíamos dejado abajo: todas las gamas de verdes y el azul del mar.

Hemos salido a la altura del kilómetro 3 de la TF-445; en este tramo la carretera va subiendo ligeramente por la ladera orientada hacia el noreste. Cruzamos el barranco del Fraile o de Ajoque y mirando hacia abajo nos damos cuenta de que subir por él (lo que yo había imaginado posible) es una aventura nada recomendable a nuestra edad. Pasada esa curva, la pista se empina un poco para alcanzar su cota más alta en la curva junto a la que se dispone el mirador de la Monja. Este punto se sitúa sobre la gigantesca estribación rocosa que, a modo de pata de un saurio prehistórico, forma la pared que cierra la Isla Baja en su extremo occidental. Desde allí miramos hacia las dos vertientes del macizo mientras descansamos unos momentos. Un poco antes de este mirador –en torno al kilómetro 4– se derrumbó hace algo más de dos años un tramo de ocho metros de esta carretera dejando incomunicadas a unas ciento cincuenta personas (que se rescataron el mismo día y los vehículos unos días más tarde). Este incidente impulsó un debate viejo sobre la capacidad de carga del enclave de la Punta de Teno (que está en el interior de un Espacio Natural Protegido); acabadas las obras de la carretera, se encargó un trabajo al respecto y sus resultados –que a mi juicio no respondían a una metodología muy rigurosa– sirvieron para confirmar la decisión que en realidad ya había sido adoptada: limitar el acceso en vehículo privado a esta zona. De este modo, desde hace ya unos seis meses, la carretera se cierra a partir de las diez y para acceder a la zona hay que usar una guagua que pasa cada hora. A mí me gusta la medida y mientras caminamos me alegro de que no pasen coches (alguno pasó porque hay determinadas personas que tienen derecho a circular, pero desde luego no el público en general).

Pasado el mirador de la Monja viene la parte de más abrupta orografía del macizo: los acantilados casi verticales entre la Punta del Fraile y la Puntilla del Cordón, con el cabo intermedio de Tierra Mala (revelador topónimo). La mayor parte de ese tramo tuvo que atravesarse mediante un túnel en roca viva de seiscientos metros de longitud, que durante muchos años fue el más largo de la Isla (en años recientes, con máquinas que no había entonces, se han perforado dos túneles de más longitud: el del Guincho en Garachico y el del cierre del anillo insular entre el Amparo y la Vega, barrios del municipio de Icod). Caminar por dentro de un túnel tan largo, sin iluminación, se hace un tanto agobiante; la única luz que ves es la boca final, pero demasiado lejos, tanto que parece que no vas a llegar nunca y te pones un poco nervioso temiendo que no te de tiempo de salir antes de que aparezca la guagua y aceleras el paso … Pero bueno, nada malo sucedió y alcanzamos la salida sanos y salvos; a los pocos metros la carretera inició su trazado descendente hacia Teno Bajo, abriéndosenos a la vista un paisaje radicalmente distinto: una plataforma casi desértica de malpaís que se entrega al mar en recortados y bajos acantilados costeros; al fondo La Gomera, tintada por el fantasmagórico velo azulado de la distancia. Esta planicie impresiona además (o sobre todo) por estar casi libre de huella humana, salvo los invernaderos que subsisten de la antigua explotación agraria (muy venida a menos) y la hilera de seis aerogeneradores, que contrastan casi dolorosamente con la virginidad del lugar. Justo antes de llegar a ese enclave, donde la carretera cruza el barranquillo de Las Casas, aún están en pie las ruinas de la ermita que, dedicada a San Fernando y San Cayetano, construyó en 1677 el sargento mayor Gaspar de Rojas y Alzola para que sus trabajadores pudieran oír misa sin tener que desplazarse hasta Buenavista “por ser la distancia larga y mal camino”. Este Don Gaspar fue el fundador del mayorazgo que comprendía todas estas tierras y que pasaría luego a los marqueses de Celada, una de las casas nobiliarias más ilustres de Tenerife y la mayor propietaria en los municipios de este extremo Norte de la Isla. Pasado este enclave de edificios e invernaderos (sobre el que se están planteando distintas alternativas de uso en la revisión del planeamiento del Espacio Natural), al iniciarse la recta final de la carretera, salimos de ésta cogiendo a la derecha un apenas insinuado sendero en dirección a la costa.


Caminar por este paisaje a uno le embarga un sentimiento de respeto muy parecido al religioso. El terreno arenoso, parduzco claro, sobre el que diseminan piedras negras, basálticas, depósitos de conchas trituradas, matorrales en distintos estados de verdor (cardones y tabaibas, y de éstas la Euphorbia aphylla un endemismo de Teno Bajo. La costa sigue siendo un acantilado rocoso, que pese a su escasa altura (unos tres metros) dificulta el acceso al mar. Apenas hay charcos practicables para el baño en este tramo que, en cambio, es frecuentado por muchos pescadores. Asomándonos al borde y volviendo unos metros más adentro vamos recorriendo el litoral hasta llegar al único sendero propiamente dicho, un corto tramo de unos doscientos cincuenta metros que parte desde el final de la TF 445. Justo al final, antes de subir a la carretera, se abre una pequeña cala de arena negra al abrigo de la península que forma la Punta de Teno. No hay nadie y, en cambio, al otro lado de la Punta, en el pequeño embarcadero y en la playita adyacente, hay unos cuantos bañistas disfrutando del agua en un día soleado a pesar de ser ya finales de octubre. Este lado sur de la península ofrece la espectacular vista de los acantilados de Los Gigantes, vistos desde el lado contrario a la urbanización turística. Cuando iniciamos el camino hacia el faro –está a trescientos metros escasos– vemos que llega la guaga; dejarla pasar supondría esperar una hora y no nos merece la pena. De modo que la siguiente etapa la empezaremos acercándonos hasta la punta (uno de los tres vértices del triángulo al que se suele simplificar el mapa tinerfeño) para luego afrontar la subida al macizo. Hoy hemos recorrido 13,4 kilómetros, con un desnivel acumulado de 650 metros; parece mucho pero en general la ruta ha sido de poca pendiente para lo que es habitual en esta Isla.






viernes, 12 de octubre de 2018

Etapa 14: Los Silos - Buenavista

Dejamos el coche en el aparcamiento que han habilitado entre la TF-42 y el antiguo convento de San Sebastián, en el pequeño centro histórico de Los Silos. El convento perteneció a las monjas del Císter y con dificultades pervivió con uso religioso desde su fundación a mitad del XVII hasta su desamortización en 1836. Actualmente es de titularidad municipal y es el principal centro cultural del pueblo donde, entre otros, se celebran sesiones del Festival Internacional del Cuento de Los Silos (este año será la XXIII edición). Justo enfrente del antiguo convento está la Iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Luz, un templo que data de finales del XVI pero no en sus actuales dimensiones ni apariencia. A principios del XX lo reformó Mariano Estanga, un arquitecto nacido en Valladolid que al poco de acabar la carrera en Madrid se desplazó a esta Isla (un hermano suyo, vinculado a la Marina, ya residía aquí). Poco después de casarse en 1910 con una Cólogan Ponte, instala su residencia en Los Silos, municipio en el que deja varias obras. Las obras que acometió en la Iglesia del pueblo supusieron profundas modificaciones: en la fachada se sobrepuso una torre central flanqueada por dos menores ligeramente retranqueadas, en un marcado estilo neogótico y toda blanca, ofreciendo una singular y llamativa imagen. En marzo del año pasado, el Ayuntamiento de Los Silos nombró hijo adoptivo al arquitecto y organizó unas jornadas sobre el personaje y su obra, a las que finalmente no pude asistir. Cruzamos la agradable plaza de la Luz con su quiosco central, a la que abre su fachada el Ayuntamiento (que, por cierto, antes fue una vivienda también proyectada por Estanga), y doblamos a la derecha por la calle del Álamo que luego pasa a llamarse calle Chica y de ésta, tras giro a la izquierda, cogemos la del Canapé, curioso nombre del camino que enlaza el casco con la Costa, hacia donde nos dirigimos.

El camino del Canapé , hoy asfaltado, es la vía tradicional que llevaba hasta la Costa. Pasado el barrio de Fátima discurre entre los muros de fincas de plataneras. Una de ellas, a unos 500 metros del pueblo, se convirtió en el estadio municipal de fútbol, donde juega el Juventud Silense, actualmente dedicado solo a la cantera. Juan Valiente fue un emigrante de Los Silos en Venezuela que, al volver a la Isla, jugó en el equipo de su pueblo y aportó sus ahorros para la construcción de este campo (habría sido deseable que se hubiera elegido una mejor ubicación y, ya puestos, los hubiesen orientado norte-sur y no este-oeste; pero no nos pongamos exigentes). A pocos metros del campo de fútbol llegamos a las primeras manzanas de la urbanización Sibora, una iniciativa surgida hacia finales de los sesenta por influencia del Puerto de la Cruz y de las expectativas (excesivas) que generaba el naciente turismo de masas. Carezco de información precisa sobre los orígenes de esta urbanización (otra investigación pendiente), de la que lo único que tengo seguro es que la bautizaron por referencia al barranco homónimo que marca su límite oriental. Una de las primeras edificaciones es el hotel Luz del Mar, un establecimiento de tamaño medio (creo que del orden de cincuenta habitaciones) propiedad de una operadora turística alemana que, por lo visto, se orienta hacia una clientela que gusta del senderismo y turismo de naturaleza. Desde luego, no estamos en una urbanización propiamente turística sino más bien residencial aunque probablemente con un porcentaje muy alto de viviendas secundarias, que se utilizan en temporada estival, supongo que en su mayoría por vecinos de la comarca. En todo caso, no pretendemos conocer la urbanización Sibora; tomamos la avenida principal y, justo antes de unos bloques de apartamentos, nos desviamos por un camino que baja hasta el barranco. Tenemos la intención de cruzarlo y seguir en dirección Este paralelos a la costa por senderos que creía haber identificado en la foto aérea. Pero no vemos ningún modo razonable de pasar, así que regresamos al viario urbano y caminamos hasta la avenida marítima y doblamos a la derecha, aunque la ruta va en sentido contrario, hacia el Oeste.

Esta avenida marítima es más una carretera litoral que enlaza San José de Sibora con La Caleta de Interián, el otro núcleo costero de Los Silos. Recuerdo que hará unos diez años, quizás alguno más, el Ayuntamiento tenía un proyecto de regeneración de este tramo del litoral que, además de la mejora y acondicionamiento de la playa, implicaba demoler esta carretera y echarla unos cuantos metros más atrás, expropiando una franja a las fincas plataneras adyacentes. El proyecto no se ejecutó –creo que fue anulado en los Tribunales– y aquí sigue esta pista asfaltada que afea el entorno y la playa casi en estado natural, preciosa pero poco aprovechable. Camino un rato por esta playa embargándome del olor a mar. Se llama Agua Dulce, parece que porque ahí desembocaba un naciente que casi vertía directamente al mar; la marea baja permite que aflore la arena negra (la parte más pegada al borde es de callaos). Hacia un extremo se ven los malhadados edificios de la urbanización Sibora; hacia el otro la mole del antiguo ingenio azucarero con su chimenea; en el centro la caseta del telégrafo. De vuelta en la carretera, llegamos enseguida a esta caseta que, aunque casi completamente reconstruida, se corresponde con la que en 1883 se construyó para recibir el amarre del cable telegráfico submarino que enlazaba Tenerife con La Palma, el primero que España ponía en el Océano Atlántico; unos años después vendría el que unía Tenerife con Cádiz. El pequeño edificio se restauró en 2001 pero parece estar cerrado y sin uso (tiene un pequeño panel donde explican la historia).

La bahía se cierra un poco más adelante, en la Punta de Daute (Daute, término guanche, es el topónimo del más occidental de los Menceyatos prehispánicos). Allí se erigió hacia 1890 el que fuera el último ingenio azucarero de la Isla por una empresa de Manchester, la Lathbury & Company. Hacia finales del XIX el cultivo de la caña de azúcar, que tan importante había sido en la economía isleña a principios del régimen colonial, era ya muy residual. No obstante, estos ingleses pensaron que todavía había margen de negocio de modo que plantaron caña en esas fincas (que habían pertenecido a la Hacienda de Daute, una de las grandes explotaciones agrarias de Tenerife que, en su época dorada había contado hasta con cuatro ingenios) y construyeron el actual edificio con maquinaria a vapor. Aguantaron dos décadas, hasta la Gran Guerra; tras ésta se abandonó definitivamente el azúcar y las tierras se dedicaron al plátano y así hasta hoy. De hecho, la nave del antiguo ingenio, bastante deteriorada, se dedica actualmente a almacén y empaquetadora de los plátanos. Pero sin duda, el elemento más relevante del complejo es la chimenea, una torre tronco-piramidal realizada en piedra molinera en sus dos tercios inferiores y en tosca amarilla en su tercio superior. Visto el ingenio, damos la vuelta y regresamos por la misma senda, enfilando ya en dirección Oeste, que es la que lleva nuestra ruta circunvaladora de la Isla.

Otra vez en la urbanización Sibora, curioseamos el edificio que seguramente sea el primero que se construyó (calculo que hacia finales de los sesenta o primeros setenta), un complejo de apartamentos de varios pisos, de planta trapezoidal con el espacio comunal central que ocupa una punta costera, terrenos que hoy serían siempre inedificables. A continuación hay un gran espacio público y luego otro edificio de apartamentos también de excesiva altura (nueve plantas). Enfrente están los antiguos hornos de cal (uno data del XIX y el otro de 1931), en los que se fabricaba este material de construcción con piedras que traían desde Fuerteventura. Funcionaron hasta los años sesenta, cuando el empleo de la cal cayó en completo desuso. Estamos en el Puertito de Los Silos que no es más que un pequeño refugio protegido por dos espigones y una rampa de varado; pese a su simplicidad, o tal vez precisamente por su causa, se configura como un rincón encantador, con unas vistas magníficas y que transmite apacibilidad. La pequeña punta costera en la que se apoya el espigón más grande está ocupada por la piscina municipal, una estupenda instalación para un pequeño municipio como es Los Silos. Luego sigue otra bahía en la que está la playa de la Corrientita (de callaos) y al finalizar ésta también lo hace la carretera asfaltada y el tramo urbanizado del paseo marítimo. El remate es una plaza abierta que mira hacia el mar en la cual se exhibe una sorprendente escultura natural: el esqueleto real de una ballena rorcual boreal, uno de los animales más grandes del planeta que en vida llegó a medir dieciséis metros y pesó unas veinte toneladas. Esta ballena fue localizada flotando muerta en aguas cercanas al Sur de Gran Canaria y trasladada a tierra para estudiar las causas de su muerte (parece que fue debida a parásitos intestinales, según la necropsia). Se decidió posteriormente recuperar y restaurar el esqueleto para su exhibición pública. No conozco porqué Los Silos consiguió quedarse con el cetáceo pero el caso es que en 2007 se empezó el ensamblaje y en agosto de 2008 se inauguró. Desde entonces, la ballena de la costa de los Silos se ha convertido en uno de los más queridos símbolos del municipio.


A partir de aquí, como ya he dicho, acaban los viarios urbanizados pero sigue una pista de tierra perfectamente transitable por vehículos y especialmente por todoterrenos que arrastran roulottes o por autocaravanas, ya que este tramo de costa se ha convertido en uno de los preferidos de la Isla para acampar, pese a que está prohibido (y advertido en varios carteles, pero se ve que no hay demasiado interés en hacer cumplir la norma). La verdad es que el ir encontrándote cada pocos metros con uno de estos vehículos aparcado frente al mar (con toldos extendidos y moquetas en el suelo) resulta bastante molesto para el caminante, máxime en un paisaje de tanta potencia visual como este campo de lavas que caen al mar recortando la costa en innumerables charcos. De éstos, el primero que nos topamos es el de la Araña, perfectamente acondicionado para el baño; contemplamos con envidia a una familia que está en el agua; son las diez y media de la mañana, el sol ya está alto y el calor es considerable (aunque subirá bastante más a lo largo de la ruta). Hasta llegar al faro de Buenavista tardamos algo más de una hora en recorrer esta curva de la costa que delimita el borde de la planicie de la Isla Baja, en torno a la Montaña de Taco, cruzada por la raya fronteriza entre Los Silos y Buenavista. La toponimia de cada entrante y saliente del muy recortado litoral –la Tablada, el Bufadero, el Clavito, Caletón del Tonolero, El Redondal, Puntilla del Bajío, Piedra del Fogal, El Chorrillo, Los Topos, Caletón de Fuche– evoca la intensa relación de los paisanos con éste y los variados y específicos usos que le han dado a lo largo de los siglos. Poco antes de llegar al faro nos encontramos con una fosa elíptica junto al camino, como si el suelo se hubiera derrumbado por la batida de las olas. A pocos pasos, otro de los muchos charcos, este vacío porque carece de acceso fácil. Con ganas de refrescarnos, descendemos cuidadosamente y descansamos un rato con las piernas dentro del agua.


Ya dentro del término de Buenavista, el municipio más occidental de la Isla, llegamos enseguida a la Punta de los Guinchos (en algunos sitios el lugar lo he visto con la denominación de Punta de la Laja) que es donde se emplaza un faro moderno (se construyó en los noventa y entró en servicio en 2005), 46 metros de altura, todo él de un rabioso blanco y un llamativo diseño (parece un sacacorchos gigantes) que hace que contraste tremendamente con la tierra negra y los azules de cielo y mar. En todo caso, guste más o menos, ha de reconocerse que este faro y el de la Punta del Hidalgo son los dos únicos de los siete que hay en Tenerife que se apartan del modelo tradicional de torre cilíndrica, con balcones en torno a la luminaria y cupulita cubriéndola. En todo caso, llegados hasta aquí, como está cerrado, nada más hay que hacer sino seguir la ruta. Seguimos pues caminando, con el acantilado a la derecha y los muros de plataneras a la izquierda, y a unos quinientos metros, sin percatarnos y probablemente atraídos por la sombra, nos desviamos del camino y entramos en un recoveco de la costa debido a un derrumbe del terreno (luego he visto que se llama Hondura de la Laja); al llegar al final no nos quedó más remedio que trepar por las rocas para recuperar la senda que discurría por la parte alta. A partir de ahí, seguimos unos mil doscientos metros más junto a la costa –paisaje similar, con algún charco adaptado para el baño como el de Los Caletones– hasta girar a la izquierda y empezar la ligera subida en dirección al casco de Buenavista.


Los primeros quinientos metros son a través de caminos apenas marcados en un terreno pedregoso poblado de matorrales. Luego alcanzamos el camino de las Ánimas, una pista asfaltada; ochocientos metros más adelante doblamos a la derecha para coger otro camino que desemboca en la calle Carracote, por la que entramos al núcleo urbano de Buenavista. De ahí por la avenida de Ulpiano Pérez Barrios hasta las ruinas del convento de San Francisco, del que solo quedan los muros perimetrales y en uno de ellos la portada con frontón triangular y el emblema de la orden mendicante. Cruzamos lo que hoy es un parque público, bajamos por la calle San Francisco, doblamos por la de la Cruz y otra vez por la Alhóndiga que nos lleva a la plaza de Los Remedios, previa parada en la pastelería el Aderno a comprar unos dulces para K, que está casi enfrente del Ayuntamiento. En la plaza unas bebidas rápidas para luego echar un repaso visual –ya estamos con ganas de dar por acabada la etapa– a la Iglesia parroquial de Nuestra Señora de Los Remedios, erigida a principios del XVI aunque ha sufrido numerosas modificaciones. Luego, por la calle de la Rosa cogemos el camino de la Vega que baja al barranco de los Camellos, hoy convertido en un agradable parque urbano en el que se integran los Lavaderos, de cuando por el cauce corría el agua. Al otro lado está el barrio de Triana, llamado así justamente por sevillanos, y la plaza recientemente reformada, donde Jorge dejó aparcado su coche. Ya hemos acabado la etapa décimo cuarta: 12,4 kms prácticamente llanos.


jueves, 4 de octubre de 2018

Pattie Boyd (2)

Volvamos con Eric Clapton. Como ya dije, el guitarrista estaba harto de Cream; las peleas en la banda eran cada vez más insoportables (en especial la rivalidad entre Jack Bruce y Ginger Baker) y estaba cantado que así no podían seguir. En julio de 1968 se anunció oficialmente la disolución, aunque con una gira de despedida (22 conciertos en USA y dos finales en el Royal Albert Hall el 25 y el 26 de noviembre) y la publicación de un último disco, Goodbye. En ese disco, por cierto, se incluye Badge, que fue compuesto a medias entre Eric y George (con la participación etílica de Ringo); además, en la grabación del tema participó Harrison (bajo el seudónimo de L’Angelo Misterioso) tocando la guitarra rítmica. O sea, que había muy buen rollito entre los amiguetes por esas fechas. Surgirían algunos problemas, claro; por ejemplo, se cuenta que George confiaba tanto en Eric que le dejó la maqueta del álbum blanco, aún inédito, y éste se la llevó a Estados Unidos y se la fue dejando escuchar a varias personas. Al Beatle le llegaron noticias de tamaña indiscreción (cuyas consecuencias económicas podrían haber sido muy graves) y cabreadísimo telefoneó a su amigo para echarle la bronca (incluso se planteó demandarlo). Según cuenta en su biografía, Clapton se sintió terriblemente herido porque pensaba que estaba haciéndole un favor dando a conocer su música a gente con mucho criterio. Fue un primer enfado aunque al cabo de poco tiempo recuperaron su amistad.



Desde finales de la primavera de 1967, Clapton compartía con Martin Sharp –un australiano polifacético de aquellos intensos años– un ático en el Pheasantry, un edificio del XVIII en King’s Road, en el barrio londinense de Chelsea, llamado así porque en él se criaron faisanes para la casa real. Su novia de entonces era Charlotte Martin, una modelo francesa, a la que conoció justo cuando estaban formando la banda que sería Cream (Charlotte era guapa pero ni de lejos tanto como Pattie). La amistad entre Harrison y Clapton se cimentó precisamente en Chelsea, más o menos, calculo yo, entre el encuentro de mayo del 68 en la oficina de Stigwood) y septiembre, ya que a partir de entonces ambos, cada uno por su lado, se fueron a Estados Unidos: Eric para la gira de despedida de Cream y George en el viaje que ya he contado con visita a los Dylan en Woodstock. En ese periodo, el rollo entre ambos era sobre todo musical y Harrison era el que casi siempre buscaba la compañía de Clapton, haciendo con frecuencia, en el regreso a su villa de Esher desde los estudios de Apple en Savile Road, una parada en el Pheasantry para fumarse un porrito y rasguear relajadamente las guitarras. Se cuenta que uno de los efectos del viaje a la India, entre febrero y abril de ese 1968, fue que Harrison quedó fascinado por Krishna y, en particular, por su corte de gopis, jóvenes amantes del Dios pastor. De modo que, mientras Pattie se quedaba en el domicilio campestre, George se dedicaba a procurarse sus propias devotas con las que vivir experiencias tántricas; a fin de cuentas, como miembro de los Beatles, el chico tenía motivos para sentirse en proceso de divinización y dispuesto a dejarse adorar. De otra parte, cada vez era menos cauteloso con sus aventuras sexuales y a Pattie le empezaron a llegar noticias. De hecho, ella misma contó que ya hacia mediados de 1968 el matrimonio andaba mal. Sin embargo, la ruptura de ese matrimonio todavía tardaría años en llegar (no fue hasta 1974). Ahora bien, el dramático enamoramiento de Clapton, que tanto le cambiaría la vida, ocurriría a partir del nuevo año, ya en 1969.

En el primer trimestre de 1969 Clapton compró Hurtwood Edge, una mansión italianizante de principios de siglo en Surrey, a unos 50 kilómetros al Sur de Londres. La idea de dejar la capital, el bullicioso centro de la movida, llevaba rondándole un tiempo, desde que se dio cuenta de que tenía ya suficiente capital para permitírselo. Imagino que bastante le influiría que su amigo George y otros cuantos de los colegas rockeros poseyeran lujosas residencias campestres (es llamativa la fascinación que sentían todos esos chicos, la mayoría de origen proletario, por imitar el way of life doméstico de la estirada aristocracia británica, con sus palacetes rurales; menos mal que a ninguno le dio por apuntarse a la caza del zorro). De otra parte, recordemos que Eric era oriundo de Surrey, así que volver a su condado natal también pesaba en sus intenciones. Pero, según cuenta en su biografía, el empujón definitivo para dejar Chelsea fue su desagradable experiencia con el por entonces muy conocido fustigador de las estrellas de rock inglesas, el policía Norman Pilcher. Este Pilcher había saltado a la fama tras detener en su domicilio (el 18 de octubre de 1968) a Lennon y Yoko Ono por posesión de cannabis (las malas lenguas dicen que fue el propio policía quien puso la droga). Un par de meses después, a Eric Clapton le advirtieron que estaba en la “lista de Pilcher” y que la redada era inminente. Ésta se llevó a cabo, en efecto (no he podido descubrir con seguridad la fecha, pero calculo que sería en diciembre o en enero): el madero y sus secuaces entraron con perros en el Pheasantry y detuvieron a algunos amigos de Clapton, pero no a él porque se había mudado por precaución a la casa de Stigwood. En fin, que se sumaban varios motivos para que el guitarrista diera un vuelco a su vida, cerrara una etapa (musicalmente la de Cream) y abriera otra nueva. La mudanza supuso un cambio relevante en lo que interesa a este relato: a partir de entonces fue Eric el que visitaba a George en Kinfauns (ambas residencias estaban en Surrey, distantes unos 25 kilómetros). Y Pattie estaba presente en esos encuentros.



¿Cuándo empezó el enamoramiento de Clapton? Según su autobiografía fue a partir de empezar a tratar asiduamente al matrimonio (“Empezamos a pasar mucho tiempo juntos. En algunas ocasiones tanto él como Pattie se pasaban por Hurtwood para enseñarme un coche nuevo o para cenar y escuchar música … En otras ocasiones, yo me iba a su casa a tocar la guitarra con él o simplemente para pasar el rato”). Por tanto hubo de ser más o menos a partir de marzo. Un dato que permite fijar los inicios de esta etapa de la relación es que fue durante los primeros días en Hurtwood cuando, en una preciosa mañana de abril, George empezó a improvisar la que sería Here comes the sun. También sabemos que el proceso fue largo. Eric confiesa que se sentía abrumado, obsesionado por el enorme deseo amoroso hacia Pattie, pero lo cierto es que hasta la cita secreta para tocarle Layla (de la que ya hablaremos) no dejó de tener mujeres consigo. Además, alguna cosilla no me cuadra, como la ruptura con Charlotte. En sus memorias nos dice que habían estado juntos dos años y la había amado tanto como era capaz de amar pero el desbordamiento de sus sentimientos acabó con la relación. Viene a contarnos que no podía seguir con Charlotte cuando otra persona, por más que fuera inaccesible, dominaba todos sus pensamientos. Muy bonito aunque poco verosímil. Resulta que en los primeros días de 1969, poco después del regreso de Pattie y George a Inglaterra para pasar las navidades y empezar con las sesiones de Get Back, Charlotte dejó a Clapton y se mudó por unos días a casa de los Harrison. Y, según cuenta la propia Boyd, no parecía muy triste o, si lo estaba, eso no le impidió enrollarse con el Beatle. Posteriormente, ambos músicos se refirieron a ese episodio en términos muy similares: que el motivo por el que Eric se ligó a Pattie fue para vengarse de George, que antes se había ligado a Charlotte. Explicación bastante menos romántica, desde luego, e incluso con cierto tufillo machista. En todo caso, a esos efímeros escarceos en Kinfauns les debemos Let it down, cuya letra derrocha sensualidad y lujuria.


Así que, a lo mejor, no fue el enamoramiento de Pattie lo que llevó a Eric a romper con Charlotte; tal vez fue ella la que decidió dejarlo. Probablemente, cuando Clapton compró Hurtwood Edge, Charlotte ya no era su novia, se había ido a pasar una temporada a Francia (volvería luego para emparejarse con Jimmy Page, ahí es nada). Pattie Boyd al describir en su biografía (Wonderful Tonight) aquellos primeros días de tímido cortejo, siempre habla de un Clapton soltero, al que incluso se preocupa de buscarle pareja. Pero eso debió ser hacia los últimos meses de 1969, porque hacia mayo, cuando se estaba formando la banda que se llamaría Blind Faith, en la vida de Eric aparece Alice Ormsby-Gore, una chiquilla de dieciséis años, hija del quinto barón de Harlech, diplomático británico que había sido embajador en los USA. De ella nos dice el propio Clapton que era perturbadoramente bella, de espesa melena castaña rizada, ojos grandes, sonrisa enigmática y risita contagiosa y encantadora. Pero, a pesar de que le gustaba muchísimo, siempre pensó que nada serio podría pasar entre ellos: no parecían ni remotamente compatibles y, además, estaba enamorado de Pattie (o eso repite insistentemente en su libro aunque dudo de que fuera para tanto). Aun así, Alice se fue a vivir con Eric, en septiembre hicieron público su noviazgo, y estuvieron juntos unos cinco años, compartiendo la adicción a la heroína. Clapton, con el apoyo de la familia de su novia, logró desengancharse; la recuperación –primavera de 1974– trajo también la ruptura con Alice. Ella tenía solo 22 años. No he logrado averiguar nada de su vida a partir de entonces hasta el final: el 17 de abril de 1995, unos días antes de cumplir cuarenta y tres, cuando la encontraron en una pensión de Dorset muerta por sobredosis de caballo, con la jeringa en el brazo.


PS: Los primeros días de la relación entre Eric y Alice fueron también los del inicio de la breve aventura de Blind Faith, banda que debutó con un concierto gratuito en Hyde Park en junio del 69 y que nos ha dejado un excelente disco. La única canción del LP compuesta por Clapton es Presence of the Lord, que compuso al poco de mudarse a Hurtwood Edge y sentir que por fin encontraba su sitio y la forma de vivir que quería (se equivocaba, claro). Casi cuarenta años después, vuelve a interpretarla en Chicago con su colega de Blind Faith, Steve Winwood, en el Crossroads Guitar Festival. Este es el video de esa actuación.