lunes, 31 de octubre de 2011

Conversación en Aranjuez (I)

– ¿Conociste al conde de Buffon, tío?

– Sí, sobrino, lo conocí en primera estancia parisina, allá por el 59, era yo más joven de lo que tú eres ahora, imagínate. Pero entonces aún no era conde, sólo Jorge Luís Leclerc, aunque ya brillaba con merecida fama entre los más sabios de Francia; fíjate que ingresó en la Academia de las Ciencias con apenas veintisiete años. Un personaje admirable y apasionado, sin duda el naturalista más importante de este siglo moribundo. Pero, ¿por qué me lo preguntas?

– Al poco de instalarnos en París, Francois, el marquesito como tú lo llamas, me llevó a una conferencia en la celebración del primer aniversario de su muerte. La sala del Collège Royal estaba abarrotada, fueron más de tres horas de discursos y debates ... ¡habló incluso Daubenton, uno de los autores de la Encyclopédie!

– También lo conocí. Era el protegido de Buffon, ambos habían nacido en el mismo pueblo. No sabía que hubiera participado en la Enciclopedia, hasta ignoraba que siguiera vivo, debe ser ya un vejestorio.

– Setenta y algo tendrá, pero conserva lúcidas sus facultades. Narró con extraordinaria gracia algunas anécdotas de su amigo. Me impresionaron, por ejemplo, las controversias con Voltaire, en particular las referidas a la vis viva. ¿Estás al corriente?

– Desde luego, aspirante a científico, esos asuntos estaban en boga hacia mediados de siglo y quizá fuera Buffon, en efecto, de los primeros en enunciar la idea. Pero antes, confírmame que has leído los Philosophiæ naturalis principia mathematica, del ilustre don Isaac Newton.

– Claro, tío, tú mismo me obligaste, ¿recuerdas? Era un ejemplar en francés ...

– Sí, el que tradujo la marquesa de Châtelet, una mujer apasionante; lástima que no llegara a conocerla. Fue una notable matemática y amante de los más ilustres hombres de su época, Voltaire entre ellos. Hablaba inglés con extremada soltura y era una convencida de la teoría newtoniana.

– Voltaire sería quien la instruiría, supongo. Tengo entendido que fue el gran difusor en el continente de la filosofía del inglés.

– No puedo asegurarte que fuera el primero, pero sí desde luego el más ardiente. Voltaire admiraba a Newton a pesar de que le costaba entender sus escritos, según me aseguraron quienes lo conocieron. En alguna de sus obras leí, quizá en las cartas inglesas, que le impresionó sobremanera el funeral del gran físico en la Abadía de Westminster; dijo que los londinenses lo despedían como si fuera un rey que había hecho el bien a su pueblo. Y sí, de vuelta de su exilio, era un newtoniano convencido o, lo que entonces era lo mismo, un apóstata de Descartes y por tanto del dogma sacrosanto de la ciencia francesa. Pero tampoco nos interesa ahora enredarnos en esas controversias, que más afectaban a la geometría y a la física, pues hacia donde pretendo llegar es al terreno de las ciencias naturales, recuperar la vis viva que mencionaste.

– De Voltaire he leído poco, te lo reconozco, y ya puestos a confesar he de admitirte que tampoco yo logré comprender del todo los Principia de Newton. ¿No sería algo deficiente la traducción de aquella marquesa?

– No, querido, no. Y como tampoco tu francés es en absoluto deficiente, infiero que has de profundizar en las matemáticas. Pero tienes otra oportunidad. Recuérdame que te busque en mi gabinete un librito que ha publicado en Nueva Granada un viejo amigo de juventud con el que me sigo escribiendo. Ambos dejamos Madrid hacia la misma época, pero él marchó a las Indias y ahí sigue, en Santa Fe, según el remite de su última epístola. Es una verdadera pena que no quiera regresar a pesar de que ofertas no le han faltado; hasta el propio Rey, el anterior, lo reclamó a Madrid y se negó. De hombres de su erudición e inteligencia andamos demasiado faltos en estas tristes Españas.

– Me desconciertas, tío, pasas de un nombre a otro sin advertirme de los motivos. ¿Cómo se llama tan ilustre amigo tuyo?

– Discúlpame, sobrino, pero mi cacumen no es ya lo ordenado que solía y los pensamientos se me desbarajustan y pugnan por salir, atropellándose unos a otros. Te estoy hablando de un médico y naturalista, pero también físico y filósofo, incluso, para mi asombro, canónigo de la catedral bogotana, que se ordenó sacerdote ya maduro, me barrunto que para aflojarse las apreturas de los inquisidores dominicos de aquellos lares, que le guardan harta inquina. Y se llama José Celestino Mutis, natural de Cádiz, pocos años mayor que yo, y a quien conocí en la segunda mitad de los cincuenta en el Hospital General de Madrid. ¿Satisfecha tu demanda?

– No del todo. ¿A qué lo traes a colación y sobre qué versa el libro que deseas prestarme?

– Muy a propósito viene su nombre, sobrino, tanto ahora que estamos hablando de Newton como cuando sigamos con Buffon. Para mí tengo que Mutis es el más grande conocedor en nuestra lengua de la obra del inglés y el primero entre nosotros que se ha atrevido a exponer con meridiana claridad sus consecuencias, que no son otras que una nueva filosofía natural. El librito del que te hablo transcribe su discurso inaugural en la cátedra de matemáticas de la capital de Nueva Granada. Aunque treinta años después (pero siempre en España vamos con retraso en el conocimiento de las ciencias), la labor de mi viejo amigo emula la de Voltaire a su vuelta a la Francia. Me envió un ejemplar solicitando mi opinión de la que, decía, tenía gran estima en razón de haber tratado a Voltaire y a otros grandes sabios conocedores y estudiosos de Newton. Verdad era lo último, pero erraba al atribuirme la más nimia autoridad sobre las teorías gravitacionales, que una cosa es que las hubiera escuchado en abundancia y otra que me hubieran sido inteligibles, más allá de, como quien dice, la melodía del estribillo. Prueba de que su afecto hacia mi persona es tan grande como su ignorancia de mis conocimientos científicos.







– Te desdeñas injustamente, tío. Si eres tú lego, ¿cómo he yo de calificarme?

– Pero en tu caso hay más excusa, sobrino, y sobre todo más tiempo para la enmienda. Y no, no me engaño ni peco de ridícula modestia, que la poca consistencia que he adquirido en relación a la física newtoniana lo fue tras la lectura del opúsculo de mi amigo José Celestino, que es por tal motivo que te lo recomiendo. Desde entonces busco la calma necesaria para releer los Principia, pero ya sabes que mis asuntos en la Corte me privan de ella. Además, hace tiempo que Mutis me escribió que andaba trabajando en una traducción al castellano y, aunque no ha vuelto a mencionármelo, confío en que la culmine y así poder leer a Newton en nuestro idioma.

– Si no te incomoda, tío, me gustaría que retomásemos la discusión sobre la vis viva, los ataques de Voltaire a las teorías de Buffon.

– A ello iba, querido, a ello iba. Mas antes permíteme que descanse un rato que, aunque la conversación me es muy grata, las piernas se me resienten, más con estas calzas que me vienen prietas. Dice el médico que he de prevenir el engrosamiento, causado por tanto trabajo de escritorio. Has de hacerme caminar, sobrino, que aquí en Aranjuez contamos con estos excelentes jardines. Pero entiende que necesite reposos para recobrar el aliento y que me fricciones las piernas. Asentémonos en ese banco de piedra que asoma al río, verás qué bello discurre el Tajo en estos últimos días de agosto.


Careless - Fred Eaglesmith (Cha-Cha-Cha, 2010)

Otra canción del canadiense Fred Eaglesmith; tampoco guarda relación con el post, pero es que es mi música de este fin de semana póntico. Escuchadlo, que es bueno.

sábado, 29 de octubre de 2011

A don Gaspar de Arellano le duele la cabeza

Gaspar de Arellano se alzó y caminó a zancadas por la austera habitación. Las persianas desplegadas concedían la necesaria penumbra, pero no bastaba para mitigar las punzantes sacudidas que le aguijoneaban el cerebro ni la opresión palpitante de los párpados. La persistencia sorda del dolor, más que su intensidad, iba colmando de irritación su carácter por lo común afable. En ese estado, los nervios a flor de piel, no cabía ni pensar en llegarse a Palacio, restaba permanecer en soledad, maldiciendo esas venganzas del cuerpo que, caprichoso, reclama atenciones sin importarle los deberes e intereses de su señor. Miró en derredor, los ojos fruncidos. Las cuartillas recién manuscritas, pendientes de que secara la tinta para guardarse en un sobre lacrado. Bajo ellas asomaban los pliegos de la real cédula publicada el último día de mayo por el secretario de Gracia y Justicia, el canario Porlier y Sopranis. Muchos problemas habrían de traer esas disposiciones, barruntaba don Gaspar, y más tras los recientes sucesos de la Francia. Tales preocupaciones las había corroborado con el apoderado del Ayuntamiento de La Habana, ameno conversador ese cubano, Arango se llamaba, que advertía sensatamente de la oposición que levantaría el nuevo código de negros entre los notables de la Isla. Pero Arango, a estas alturas, pocos argumentos tenía, que ya había conseguido unos meses antes la cédula que concedía libertad para el comercio negrero, y ahora tocaba compensar. Las Indias no dejaban de añadir quebrantos a los muchos que ya nos obsequia Europa. Y don Gaspar se apretó la cabeza con ambas manos, malditos pinchazos que no cesan.

Acarició distraído su precioso bargueño, un imponente mueble que él mismo había ideado y mandado construir al viejo maestro Siluriano, el más afamado tallador de maderas nobles, cuyo taller, atravesado el zaguán del número 4 de la calle de Barrionuevo casi en el ángulo con la de Atocha y mismamente enfrentado al convento de la Trinidad, lo frecuentaban los aristócratas más exquisitos de la Corte. Fue hacia finales de los sesenta, no había cumplido aún treinta años, recuerda melancólico, poco después de la destitución de Esquilache. Arellano, como todos los de su clase, pugnaba por el favoritismo del gran Carlos, tan por encima del actual. Bien es cierto que, a diferencia de la mayoría de los rancios títulos castellanos, orgullosos palurdos que se preciaban de no moverse de Madrid salvo esporádicas visitas a sus feudos, contaba él con la ventaja de sus juveniles afanes viajeros, y así, con apenas diecinueve años, había visitado Nápoles y atendido en audiencia por el monarca de las Dos Sicilias, a quien incluso acompañó a inspeccionar las obras del fabuloso Palacio de Caserta. Carlos III, coronado rey de la España, lo trató con singular deferencia desde las primeras recepciones pero en la exigente carrera de la adulación eso no bastaba, que se requería la continua acumulación de méritos, y entre ellos ahora prevalecían las exhibiciones de buen gusto, en particular en el amueblamiento de las mansiones, siguiendo, claro está, las modas italianas impuestas por los muy varios caballeros que vinieron con el rey desde esa península. Los bargueños toledanos –maderas oscuras, balaustres torneados, bajorrelieves religiosos–, arraigados en la tradición castellana, se arrinconaron, tildados de tristes y aburridos. El joven Gaspar se inspiró para su diseño en la fina composición de un aparador florentino en maderas de raíz de nogal y palo rosa, con gavetas rectangulares decoradas con escenas de caza, que adornaba la estancia en el Palacio Real de unos de los validos italianos. Pero lo amplió en tamaño hasta casi doblar sus dimensiones, suprimió el nicho central que se le antojaba inarmónico (y la consiguiente estatuilla mitológica), enmarcó la cajonería con perfiles de marfil festoneados en arabescos y añadió en la base una tabla corredera taraceada al modo mozárabe. El resultado sumaba la elegancia de su rígida geometría neoclásica a la finura preciosista de los detalles, realzado el conjunto por la excelsa calidad de los materiales y la inigualable maestría del artesano. Cuando Siluriano lo acabó, más de cuatro meses de trabajo, quiso aún Arellano completar la obra de arte engalanando las tapas de las navetas con motivos costumbristas y para ello contrató a un miniaturista mestizo venido a Castilla entre los servidores del virrey del Perú. El triste final de don José Antonio Manso de Velasco dejó a Quispe, que así se llamaba el andino, abandonado a su suerte, sobreviviendo en los Madriles gracias a su extraordinaria destreza con los pinceles. Mayor fama habría merecido, si no fuera por su nula imaginación e iniciativa que le confinaban en los estrechos límites del copista y, sobre todo, por su desmedida afición al vino, con preferencia por los más cabezones. Gaspar de Arellano había sabido de su existencia unos meses antes, en el curso de francachelas con amigos por las inmediaciones de la plaza de la Cebada, sobradas de antros donde coincidían, no siempre pacíficamente, gentes de toda laya. Maravillado quedó al ver las obras del peruano y sin dudarlo decidió que había de protegerlo celosamente y beneficiarse con exclusividad de sus talentos. Juntó pues unas cuantas láminas de romances de ciego apolilladas en el desván de la casona familiar (databan al menos de la época de Felipe el cuarto) e indicó al cholo que las copiase, mejorando, eso sí, el perfilado de los trazos y, sobre todo, avivando el colorido de las figuras. Las treinta escenas entre moralistas y picarescas hacían revivir la cotidianeidad del siglo de oro en el majestuoso mueble y le daban una nota de singular originalidad y acertadísimo contrapunto. Sin duda, pensaba don Gaspar tantos años después, ha sido ésta mi mejor inversión, la que me erigió en una de las principales autoridades estéticas, la que cimentó el prestigio de mi nombre. Mas tales triunfos sociales palidecían ante la emoción íntima que le producía la visión, el tacto, el uso de ese bargueño tan especial, del que nunca había querido separarse (rehusó incluso la oferta de compra del propio rey) y que ahora, elevado sobre una sencilla mesa de boj, dignificaba la pared desnuda de su estudio arancetano.

Qué diferente, en cambio, la absurda otomana que había adquirido hace unos años cediendo al estilo francés que, definitivamente, le desagradaba en lo más profundo. Lo detestaba de toda su vida, desde que en su primer viaje a París se empachó de la abundancia de las recargadas decoraciones rococós, de esa afición ridícula por hacer de los muebles símbolos de sensualidad, de formas exageradas hasta casi negar su función. Se atribuía esa moda a Madame Pompadour, la favorita del rey aunque por las fechas de la estancia de Arellano, no frecuentase ya el lecho de Versalles (y eso que, como tuvo ocasión de comprobar don Gaspar en una tertulia de su salón, seguía siendo excepcionalmente bella aunque rozase la cuarentena). Parecía que en los últimos años, sin embargo, los franceses había refrenado un tanto sus aberraciones estéticas, a pesar de que nada bueno presagiaba que el delfín, ahora ya Luís XVI, se casara con una princesa austriaca, una jovencita malcriada que tantos problemas viene trayendo a la monarquía vecina. En fin, que una de las últimas gracias de nuestros vecinos fue imponernos este sillón alargado, estos peregrinos sofás otomanos que, junto con los divanes, son trastos imprescindibles en cualquier salón de prestigio, por más que cueste en ellos encontrar la postura cómoda, que no se sabe si es de asiento o reclinada. Buena venganza del Turco, se decía Arellano, que desde Lepanto nos la guarda y ahora se venga colocándonos estas máquinas de tortura. Por lo menos, la que he comprado tiene holgura suficiente para acostar mi espalda y, con las piernas a caballo y la cabeza sobre almohadones, sirve mal que bien para descansar a ratos sueltos. Utilidad ocasional que no basta para que le resulte antipática, por muy apreciada que sea por sus visitantes, hasta el conde de Floridablanca alabó sus líneas y la calidad del tapizado. Pobre don José, entrañable amigo pero que no dejará de ser un huertano toda su vida, carente de la menor emoción estética, incapaz de descubrir, tras los dorados pretenciosos de la madera y la seda lionesa, lo que no es más que un taburete alargado, cerrado en sus extremos por brazos curvos que sólo incomodan. El día menos pensado aprovecho para regalárselo al ilustre Secretario, y tal como se presentan las noticias de la Francia, creo que me convendría hacerlo pronto, que bien me interesará contar con sus favores.

Sigue caminando por la estancia don Gaspar, sus pensamientos errabundos e interrumpidos a cada momento por las crueles estocadas del dolor. Quiere aullar, darse de cabezadas contra las paredes, pero se contiene. Mira hacia la mesa baja contigua a la otomana, la taza vacía y es la tercera que ha tomado, el láudano no le hace efecto y sabe que no le conviene ingerir más, que debe uno ser cuidadoso con la dosificación del opio. En la boca guarda el sabor dulce del vino de Málaga, aromatizado en la tintura con canela y azafrán. Beberse una botella de vino, quizá el sopor de la ebriedad le alivie los dolores. No, se dice, que entonces me invadirá la melancolía y hasta puede que el llanto por el sufrimiento de mi sobrino. Duro ha sido el destino de los Arellano, se lamenta, y sólo yo puedo ya defender nuestro linaje. Don Gaspar sostenía su descendencia directa de Juan Ramírez de Arellano, primer señor por gracia de don Enrique II de Castilla de las tierras riojanas junto al Leza. De ese origen provino el posterior título de conde de Murillo, que ostenta su pariente Manuel Fulgencio Ramírez de Arellano, nombrado caballero de Carlos III y hasta Grande de España. Su primo, como era de esperar, niega el parentesco, preocupado por sus aspiraciones al condado, que no ha sido capaz de engendrar sino dos hijas y mucha prisa se dio en casar a la mayor, a la Maripepa, fea como el pecado pero con dote principesca, con un conde gaditano, y ahora ya hay un niño de cuatro años al que destinan el condado. Pero ese título, tal es el empeño de don Gaspar, antes que doña María Josefa lo merece él y su familia, a la que ya apartaron de los favores de Felipe V los intrigantes de la otra rama, con insidias sobre falaces conspiraciones de su abuelo a favor del pretendiente austriaco, en aquellos convulsos albores del siglo. Las mismas armas está dispuesto a usar ahora don Gaspar para desprestigiar a Manuel Fulgencio, viejo y enfermo, a los ojos del todavía inexperto rey, y despojarle como sea de los favores que gozaba en la corte de su padre. Para ello, bueno ha de ser que acuda a Aranjuez su sobrino, que remedie su tristeza y luzca en Palacio sus gracias y encantos. La carta ya está seca, momento es de llamar al criado para que la lleve a la posta.


Jericho - Fred Eaglesmith (There ain't no easy road, 1991)

Esta canción nada tiene que ver con el post, pero me apetecía compartir a este compositor-cantante-guitarrista canadiense poco conocido pese a su excelente música. Se le sitúa en el country, aunque también podríamos llevarlo al blues (el de los orígenes) o al rock. Los géneros, en todo caso, son irrelevantes porque, transite por donde lo haga, da a sus temas un aire renovado y personal. El sonido nos evoca la profunda América (o sea, los USA, aunque sea de Hamilton, Ontario); como referencias se me ocurren algunos nombres, pero citarlos sería condicionar la audición. Altamente recomendable

jueves, 27 de octubre de 2011

Una carta

Aranjuez, 12 de agosto de 1789
Querido sobrino:

¡Cuánto me alegra saberte de vuelta en Madrid! Los terribles acontecimientos de París te habrán convencido de que tu viejo padrino no chocheaba hace un año cuando se esforzó en disuadirte de tus empeños de profundizar los estudios naturalistas asistiendo a las lecciones de esos ateos libertinos a los que, cuán errados estábamos, muchos tildamos de sabios hace veinte años. Mira a tu tío, hijo mío, mírame ahora a través de tus lágrimas que, en vez de nublar tu visión, ayuden a hacerla más clara. También yo fui joven, también yo viajé a París entusiasmado por conocer a quienes creía grandes sabios. Evoco el verbo encendido de tu joven y desgraciado amigo el marquesito, aquella velada de primavera del pasado año, en la que las brisas de la sierra nos traía los aromas de los aledaños jardines de las Vistillas. Nos contaba, narración de segunda mano, los fecundos debates sobre filosofía y ciencia a los que asistió su padre en la mansión del barón d'Holbach, cuando él era un niño o quizá ni siquiera hubiera nacido. Recordarás su gesto de sorpresa, cómo se le abrieron los ojos en expresión pasmada, cuando relaté que yo mismo, entonces más o menos de misma vuestra edad, había sido visitante asiduo de ese salón de la calle Real parisina, y conocido y tratado a Diderot, D'Alambert, Rousseau y tantos otros de los autores de esa funesta Enciclopedia. Me sonrío tiernamente evocando el mohín de disgusto de tu pobre amigo ante mis descripciones, veladas de crudezas salaces, de los vicios de esos notables señores, dominados en exceso por la lascivia y la gula, amén de saturados de orgullos insensatos y envidias corrosivas. Así eran sin tapujos tan altas personalidades, los mismos que reverenciábamos un grupo de jóvenes convencidos de que esta patria nuestra podía ser redimida de su endémica miseria moral, y animábamos al ilustre conde Campomanes en sus audaces reformas, en su lucha contra el oscurantismo. De aquellos barros estos lodos, querido mío.

Sé que tu pena es grande, que te tiene atenazada el alma, que te impide todo acto que no sea el deambular sombrío por vuestro caserón, como si buscaras en sus lúgubres rincones consuelos de fantasmas idos. Sé que dejas transcurrir los días postrado, apático a todo, en un silencio obstinado que sólo quiebran suspiros dolientes que exhalas contra tu empecinada voluntad. Sé, porque conozco tu corazón, que odias hacer sufrir a tu madre y sin embargo, caro fanciullo, tal es lo que haces. Me ruega mi hermana que interceda, en la confianza de que mis palabras contribuyan a vencer tu abulia. Ignoro si serán capaces, pero mi amor que es casi el de un padre, me obligan a intentarlo. Los duelos, hijo mío, son la otra faz del afecto y cuando el rayo terrible nos fulmina es propio de nuestra naturaleza, salvo en los desalmados que no merecen el título de hombres, sufrir el doloroso desgarro que nos anonada. No creas que ignoro los estrechos lazos fraternos que te unían al joven marqués, la intensidad de vuestras emociones compartidas. Tu mismo, en puntuales cartas, me fuiste informando de los acontecimientos que vivía la Francia, y al leerlas me parecía ver brillar la tinta impregnada de ilusiones. ¿Acaso no recuerdas tus exultantes palabras describiéndome la sesión inaugural en Versalles de los Estados Generales, el discurso de Su Majestad, las palabras del ministro Necker, a quien tanto admirabas a tu llegada a París y a quien tanto despreciaste apenas dos semanas más tarde, tus elogios arrobados a Mirabeau, calificándolo de antorcha de la libertad? Releo una carta que firmabas a principios de julio: frases atropelladas para darme cuenta del vertiginoso encadenamiento de sucesos, a cual más trascendente, a cual más arriesgado, como si esos hombres, vosotros mismos entre ellos, se hubieran decidido a elevar las apuestas sin medida, despojándose de cualquier atisbo de prudencia. Escojo ahora una epístola más, ésta de música más serena, dedicada a reflexiones filosóficas sobre la Declaración de los Derechos del Hombre, a la que calificabas de acto fundacional de la dignidad humana. Sonrío al reconocer los ecos de nuestras viejas discusiones y adivino también en tus argumentos laudatorios la influencia de los viejos ilustrados a quienes tanto admiraba el marqués. Dos jóvenes amigos que sentían vibrar la fuerza de la Historia en su mismo epicentro, cómo no entender la emoción que os embargaba. Pero esa fuerza no es benévola, como nunca lo son las que sacuden revolucionariamente las sociedades, desatando energías telúricas. Ingenuidad, inexperiencia, atrevimiento, ansias de beberos la historia, imprudencia al cabo, que por ley natural es consustancial a la juventud, incapaz todavía de concebir la terrible realidad de la muerte. ¡Cuánto daría por haber estado con vosotros en Versalles ese domingo para haberos impedido volver a París, para taparos los oídos y que no atendieseis las propuestas insensatas que os enardecieron! Pero yo no estaba y vuestros ánimos, lejos de sosegarse, se fueron inflamando en un crescendo prolongado durante esos tres días de locura colectiva.



No hubo más cartas desde París. No es por tu boca que conozco los hechos que llevaron a la catástrofe del catorce de julio, la que ya ha sido tragedia para ti, sobrino, pero puedes estar seguro de que es el embrión de una mucho mayor que nos asolará a todos. El Secretario del Despacho de Estado, con cuya amistad sabes que me honra, recibió diariamente informes precisos de los muchos agentes que la Corona mantiene en París. Supe, supimos, así del noble e inútil arrebato de tu amigo para salvar la vida del alcaide Launay, para protegerlo de la ferocidad asesina de la turba, y cómo por ello fue vilmente apuñalado. Mi corazón sangra al imaginarte, tan vívidamente, abalanzándote hacia el cuerpo caído, intentando levantarlo, tapar la herida por la que huía su alma, siendo ambos pisoteados, machacados por la cruel jauría, y luego solos, sobre los adoquines, un hombre joven de rodillas sujetando el cadáver de su hermano. Sé, supimos, que tras la triste ceremonia fúnebre, vagaste sin rumbo por la ciudad, que mirabas el Sena con ojos enfebrecidos y te perdías por las calles de los barrios más miserables. Tres días les costó a los agentes de Floridablanca, impelido por la angustia de tu madre, encontrarte, ebrio, desharrapado, sucio, en un lupanar de las afueras. Hubo que obligarte por la fuerza a subir al carruaje cerrado, casi como los que transportas a los condenados, en el que trajeron hasta Madrid. Nos dijo el cochero que te negabas a hablar, a comer, que sólo reclamabas agua y alcohol. En ese estado te entregaron a tu madre, pero estabas vivo. Por eso, querido mío, he empezado esta epístola manifestándote mi alegría por tu vuelta. Estás vivo, y tu vida la has pagado a un precio muy alto.

Te decía antes que los duelos son propios de nuestra naturaleza, pero también, añado ahora, no pueden, no deben, prolongarse en demasía. Cuando uno se abandona a la concupiscencia del dolor (y eso, hijo mío, es lo que estás haciendo) el sentimiento deja de ser noble, deja de ser provenir del amor del que nació para convertirse en alimento de nuestro egoísmo. Y en consecuencia, créeme, es una repugnante traición al mismo amor con el que mentirosamente lo justificamos. Ya no te dueles por tu amigo sino por ti mismo y haciéndolo, excusa mi crudeza, mancillas su recuerdo. ¿Acaso crees que el marqués querría verte en este estado? Sé que si lo piensas reconocerás con la certeza de lo evidente que tu amigo, desde la Gloria, se siente avergonzado de ti. Medítalo. Medita también sobre el daño que haces a tu madre y compárate con ella. Eras muy niño cuando murió tu padre y dudo que guardes recuerdos de esos días aciagos, pero no dudes de que mi hermana profesaba a su marido el más profundo de los amores. Y sin embargo, siendo mujer, fue capaz de sobreponerse, venció la tentación del abandono a la cual tú te entregas. No se te puede ocultar que ese niño pequeño que ahora es un joven abatido fue uno de los motivos, el principal, de sus esfuerzos. Veintidós años tenía mi hermana, tu edad ahora. Le debes a ella levantarte del lecho, se lo debes a tu amigo fallecido, nos lo debes a todos los que te amamos, pero, sobre todo, te lo debes a ti mismo. Mientras te escribo, mis emociones oscilan entre la rabia y el dolor, pero ambas nacen de mi amor hacia ti. Rabio por no poder ausentarme de Aranjuez (ya te contaré en otro momento los graves asuntos de Estado que aquí me retienen) y llegarme a Madrid para zarandearte. Ven tú aquí, sobrino. Pasearemos por los jardines que nuestro flamante monarca lleva años construyendo a la vera del Tajo (ni que fueran las obras de El Escorial) y hablaremos, reanudaremos nuestras discusiones sobre las ciencias de la naturaleza, sobre filosofía política. Tu estancia en París, excluyendo su trágico final, te ha convertido en un hombre más sabio, que se siente capaz (bien lo supe leer entre las líneas de tus cartas) de rebatir a su tío, y me encantará que tu frescura intelectual sacuda al anquilosamiento de mis viejas ideas. Ni siquiera me anuncies tu llegada. Levántate en el acto, llama al cochero y preséntate de inmediato ante tu tío, que te quiere y ansía abrazarte.


Les naufragés du passé - Virginie Schaeffer (Virginie Schaeffer, 2011)

martes, 25 de octubre de 2011

Tarántula

Hace unos meses un conocido francés me habló por primera vez de Thierry Jonquet, un escritor parisino que había muerto hacía poco (en agosto de 2009, para ser exactos), y que a él le gustaba mucho. Archivé el dato sin concederle ninguna urgencia: por entonces –y todavía– andaba bien surtido de lecturas pendientes y además tampoco conocía los gustos literarios de quien no era más que el amigo de un amigo, de visita por estas latitudes. No mucho después, hará un mes más o menos, me compré la última novela de Michel Houllebecq, un tipo del que, a pesar de haberme leído otras cuatro, casi la totalidad de las que ha publicado, sigo sin estar seguro de si me gusta o no. Como sea, el caso es que en la últimas páginas de El Mapa y el Territorio (con ese título me sentí obligado a leerla) un policía a punto de jubilarse le comenta a un colega que quiere dedicarse a leer noveleas policíacas, que casi nunca lo ha hecho mientras estaba en activo. Y añade: "Pero no me apetece leer a autores americanos, y me parece que son los que más abundan. ¿Me aconsejas algún francés? –Jonquet, Thierry Jonquet. En Francia es el mejor, en mi opinión". En fin, tampoco es que un policía de ficción sea más fiable como asesor literario, aunque cabe suponer que por su boca hable el autor y algún crédito mayor podemos darle a Houllebecq. Quizá no, quizá no es que le gustara mucho Jonquet y lo que hacía era concederle un brevísimo homenaje póstumo pues su muerte debió sorprenderle mientras escribía esta novela. O a lo mejor, ya puestos a elucubrar sin ninguna base, eran amigos y el hombre (Houllebecq) quedó hecho polvo; Jonquet, 55 años, sólo era un par de años mayor que él, ¿decidiría por eso matarse a sí mismo en la novela? Por supuesto, no me tomo nada en serio las tonterías que desbarro en libre asociación de ideas a medida que se me ocurren. Sin embargo, se me ocurre sobre la marcha teclear Jonquet+Houllebecq en google y me salen algunas páginas franchutas donde se me informa de la admiración del último por el primero y que la parte final de El Mapa es, vaya por Dios, un homenaje estilístico al fallecido. O sea, que sí.

Total, que me acordé de la recomendación del amigo de mi amigo y me picó la curiosidad (y eso sin necesidad de las últimas líneas del párrafo anterior, que entonces ni sabía quién era Jonquet, ni que estaba muerto, ni que había ninguna relación entre ambos). Así que entré en una librería de internet que te consigue los libros en un santiamén y busqué qué novelas había del "mejor escritor francés del género policíaco". No muchas, la verdad; sólo dos (creo que sólo hay otras dos publicadas en castellano) y las dos las encargué, que eran muy baratas (minimizar riesgos se llama). Al día siguiente recibí un sms anunciándome que podía pasar a recoger la que da título a este post por la tienda; la otra, Ad vitam aeternam, tardó algo más: la tengo desde este sábado. Que Tarántula me la dieran tan rápido en esta isla ultraperiférica pobremente dotada de libros se debió a que es la obra que inspira el guión de La piel que habito, última peli de Almodóvar, lo que descubrí, ignorante de mí, en cuanto me la pusieron en la mano, gracias a la obscena banderola roja que abrazaba el volumen. De hecho, el ejemplar que me dieron es de Ediciones B, ávida perseguidora de best-sellers, al reclamo de la publicidad almodovoriana. La obra original, Gallimard 1984, fue publicada en nuestro idioma ya en 1986 por Júcar y posteriormente por otras dos casas más, siempre sin demasiada repercusión y menos ventas. Por cierto, Júcar (¿sigue existiendo?) me evoca recuerdos de mi adolescencia, de libros muy perseguidos, cuyas malas encuadernaciones resistían mal los manoseos excesivos de tantos préstamos. Por cierto (bis), Júcar ya había publicado hacia mediados de los setenta otra Tarántula, ésta de Bob Dylan, una novela experimental, ejercicio de escritura automática surrealista al estilo de su admirado Kerouac que, obligado por mi entonces naciente mitomanía devoré más por esnobismo que otra cosa y que desde luego no me gustó nada (pero me abstuve de confesarlo); sería cuestión de releerla ahora, treinta y cinco años después.

La verdad es que me desilusionó un poco enterarme en la caja de la librería de la relación de la novela con Almodóvar; de pronto la lectura se me presentaba con dosis de prevención, de prejuicios si se prefiere. Y es que Almodóvar me tiene ya un poco cansado; reconozco que ha alcanzado un notable dominio del oficio pero, a la par e inevitablemente, supongo, ha perdido frescura o, mejor, la ha cambiado por una artificiosidad manierista que me resulta cargante. Aún así, no puedo evitar que su nombre me recuerde los primeros ochenta (mis primeros veinte) en un Madrid bullicioso y noctámbulo que apuré bastante intensamente. Alguna vez le vi cantar con el estrafalario McNamara, maquillajes, tacones y trajes embutidos, en imitación chillona del elegante Bowie. Eran malos los tíos, sí, como mala era Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, pero disfrutábamos como posesos enfebrecidos y, qué le vamos a hacer, uno le guarda cariño a sus excesos juveniles. Fue una época (años 81 a 83, principalmente) en la que salía mucho, todos los fines de semana de marcha, que se iniciaba en el punto fijo de cita (no había móviles), el Comercial habitualmente, y de ahí la ruta hacia el sur. Malasaña primero, claro, y luego Chueca, y de ahí a algún garito entre la Gran Vía y Sol o, si no, cruzábamos Alcalá por Sevilla o por el Círculo y bajábamos hacia Huertas y su entorno, después hacia las plazas de Santa Ana (cuya Cervecería Alemana también era punto de salida algunas veces) o del Ángel, y todavía, si había ánimos, nos llegábamos hasta Lavapiés (no habré dormido yo veces, derrengado y borracho, en un destartalado piso de la calle del Ave María, domicilio de Paqui, una murciana acogedora y paciente). Pero, para mí, Almodóvar ha dilapidado ya el capital de aquellas nostalgias. No obstante, con el libro de la banderola roja en mis manos por primera vez, pensé que, con suerte, era mejor que la película (que todavía no he visto) o al menos lo suficientemente distinto, lo que sería bastante probable ya que el manchego, después de pagar los derechos de autor (muy celoso que es de la sacrosanta propiedad intelectual), suele modificar en profundidad el original mientras escribe el guión.

Así que corto mi divagación sobre nuestro súper-cineasta y paso a mis impresiones de la novela, Tarántula se llama, recuerdo. A mi modo de ver no es propiamente del género policiaco o negro (polar, lo llaman los franceses) o al menos no en la línea clásica británica ni en la norteamericana. No hay nada que investigar ni es ningún crimen el centro de la trama (aunque haberlos, haylos, pero más que objetos del relato son las condiciones imprescindibles para la existencia de éste). Pero lo que sí hay, desde luego, es tensión, intriga y, sobre todo, una estructura argumental muy bien armada, base necesaria para permitir que la narración fluya a buen ritmo y vaya soltando, como a cuentagotas y en sus precisos momentos, los datos que desvelan el misterio hasta el final inevitable. En cuanto al estilo, sólo se me ocurre calificarlo de parco, se adivina una voluntad expresa de negar todo texto superfluo. Me parece un contrapunto acertadísimo a lo estrambótico del argumento; el tema, desde luego, encaja como anillo al dedo en el universo almodovoriano pero dudo que su película alcance tan eficaz contención narrativa. Hay en la historia reminiscencias fáusticas y también de crímenes, castigos y redenciones, pero con unas excusas temáticas tan llevadas al límite que sólo pueden ser creíbles, y ya es difícil, en un entorno científico-tecnológico moderno (por supuesto, el amo del poder que dan esos recursos es la encarnación diabólica, dotado de la suprema prerrogativa divina). Otro acierto, a mi modo de ver, es que mientras los leemos, somos los pensamientos de sus protagonistas y, por tanto, conocemos sólo lo que ellos conocen, deducimos lo que ellos también aventuran en sus desasosegados estados mentales. Con la excepción, claro está, del maligno urdidor, al que vemos sólo desde fuera, excepto al final. En fin, ¿me ha gustado? ¿Es buena? Intuyo que no del todo; quizá demasiado redonda, demasiado retorcida, con cierto tufillo a falsa, con la acepción que este adjetivo debe tener aplicado a la literatura. Sin embargo, se lee muy bien y yo me he entretenido, lo cual, si no todo, ya es bastante. Luego cogí La Gaviota, de Sándor Márai (nada que ver, este húngaro jugaba en otra división) y hoy acabo de empezar la segunda que compré de Jonquet; a ver qué tal.


El rey del glam - Alaska y Dinarama (Canciones Profanas, 1983)

En homenaje a aquellos primeros ochenta a los que me refiero, vaya esta canción de la entonces ni siquiera veinteañera Alaska, que podría haber estado dedicada al Fabio mencionado. No es que entonces me gustara mucho esta música, pero sonaba frecuentemente en los baretos de copas.

domingo, 23 de octubre de 2011

Prisas

En 1984 Jesús Polanco fundó la empresa PRISA (Promotora de Informaciones) y, algunos meses antes, una compañera y yo bautizábamos nuestro modestísimo estudio como PAUSA (Proyectos de Arquitectura y Urbanismo). En ambos casos, claro, la última sílaba quería decir Sociedad Anónima, y si bien el holding mediático lo fue desde sus inicios, no así nuestro pequeño embrión empresarial, que no pasó de escarceos fantasiosos de jóvenes que inician su vida profesional y que, ante la falta de encargos, tienen tiempo de sobra para perderlo buscando nombres. PAUSA no cuajó, desde luego, y hay que reconocer que era un nombre muy poco comercial: quién encargaría un proyecto a un estudio así denominado, pensaría que tardaríamos demasiado en entregárselo, eso si es que nos decidíamos a trabajar y romper la pausa con que nos presentábamos. Sin embargo, en nuestra elección subyacía un modo de entender la actividad laboral, sobre todo por oposición a las prisas que aborrecíamos. Verdad que pausa no es propiamente el antónimo pertinente; de hecho, pensamos en CALMA, pero la L se nos resistía para construir un acrónimo (lo de compañía de arquitectura libertaria y medio ambiente nos pareció demasiado cachondeo). Al final, durante unos dos años, fuimos ACANTO, que ya no eran siglas pero nos gustó la palabra y sus alusiones arquitectónicas. No sé si en esa época el nombre era original, pero en la actualidad compruebo vía google que existen bastantes empresas así tildadas. Incluso he conocido una, la de dos geógrafos especializados en agricultura y medio ambiente que nos hicieron un trabajo para el Plan General en la fase de información.

Ironías del cruel destino, mi vida profesional no me ha dejado apenas oportunidades para las pausas ni para ejercerla con calma. Por el contrario, la prisa, la odiosa prisa, siempre me ha acompañado, tan antipática y desagradable ella. La prisa apremia, presiona, aprieta y podría seguir listando palabras con la maldita sílaba pr la cual, por cierto, también está en producir. Será el parentesco fonético pero pareciera que no se concibe la productividad si no es con prisas. De hecho, la productividad se define como el cociente de la producción entre los recursos; yo lo que siempre he "producido" han sido documentos (desde hace ya bastante, planes de urbanismo) y en esa tarea casi el único recurso (o el más significativo con mucha diferencia) es el tiempo que le dedican los profesionales involucrados. Por tanto, somos tanto más productivos cuanto menos tiempo dediquemos a hacer un plan o, lo que es lo mismo, cuanto antes lo acabemos. Así que hay sin duda una relación directa entre prisa y productividad. Como esto ocurre en muchos más ámbitos profesionales, la prisa, aunque se denomine con otros vocablos más respetables, es una cualidad muy valorada, casi una nota de excelencia profesional. Máxime en unos tiempos en los que la mayor parte de lo que "producimos" no vale casi nada en sí mismo, sino como trámite de un proceso con una dinámica muy ajena a nuestros trabajos. Las más de las veces, por ejemplo, quienes hacemos planes no somos urbanistas sino a lo sumo "sastres sacros" pues de lo que se trata es de vestir el santo, legitimar realidades que funcionan al margen de cualquier planificación. Y, claro, cuando de lo que se trata es de cubrir la desnudez, que si no hay riesgo de neumonías, lo importante es hacerlo deprisa y no darle demasiadas vueltas al diseño de la ropa.

Es muy difícil, casi imposible, hacer algo de calidad con prisas. Vísteme despacio, que llevo prisa, dice el refrán (por seguir con los símiles textiles) o, mejor todavía, las prisas son malas consejeras. Está más que comprobado que los errores se incrementan exponencialmente con las prisas; cualquiera ha comprobado que cuando siente la presión acuciante de que se le acaba un plazo no piensa con claridad. Con lo cual no estoy defendiendo que no convenga acotar el tiempo disponible para un trabajo y que los plannings no sean necesarios, pero, como en todo, la cuestión radica en el justo equilibrio, en la adecuada proporcionalidad. En todo caso, lo que se me antoja evidente es que cuanto más mecánico es un trabajo más fácil es hacerlo a ritmos acelerados y, por el contrario, donde menos compatibles son las prisas es en las labores creativas o simplemente que requieren reflexión. Imaginemos que tenemos muy claro como rematar un "proceso de producción", que ya hemos tomado todas las decisiones, establecido todos los criterios operativos, pulido al detalle la metodología. En este infrecuente supuesto cabe admitir como posible que se pueda montar un zafarrancho laboral para acabar el trabajo a toda prisa, que se pueda organizar una especie de cadena de montaje fordiana en la que cada uno de nuestros recursos humanos (o sea, cada currito), sabiendo exactamente lo que tiene que hacer, lo haga en el tiempo preciso (o sea, a toda leche) para que cumplamos el plazo que nos han impuesto. Esta forma de trabajar, trasladar a la profesión liberal las técnicas de las factorías industriales de la primera mitad del siglo pasado, es desde luego alienante (ya lo dijo Marx) pero hay ocasiones en que no queda otra.

Y resulta que me ha tocado una de ellas. Si, como esperamos, resultamos adjudicatarios del concurso público para culminar el Plan General en el que durante los últimos tres años he sido coordinador (que no redactor directo), habremos de organizar una cadena productiva que poco se va a diferenciar de las de las de montaje de automóviles. Tendré a unas treinta personas, la mitad más o menos "barriendo" el territorio municipal que hemos dividido en barrios para que funcionen como unidades de trabajo. Cada uno de estos arquitectos (todos en la treintena), sentado a su ordenador, habrá de repasar el barrio siguiendo una metodología muy precisa, comprobando una a una las distintas determinaciones urbanísticas definidas (y son muchas) y, en su caso, corrigiéndolas y completándolas. Acabada su unidad de trabajo, ésta pasa a los técnicos del sistema de información geográfica (GIS) porque este Plan está concebido y articulado como varias Bases de Datos Geográficas, lo que supone una notable mejora para su implementación posterior (aparte de facilitar varios análisis), pero también exige un rigor y precisión ausentes del planeamiento convencional. Luego, superado el primer control de calidad, el barrio se pasa a los técnicos de la Gerencia de Urbanismo y finalmente se consolida en el proyecto GIS unitario. En paralelo, otros profesionales van resolviendo aspectos jurídicos, medioambientales, económicos y de ingeniería. Y todo ello, por supuesto, con unos plazos parciales, para cada una de las muchísimas tareas en que se ha desagregado el proceso, que han de cumplirse lo más a rajatabla posible como condición inexcusable de llegar a tiempo a la entrega del documento para al aprobación municipal.

Toda la semana pasada la gastamos desagregando el trabajo total en tareas individualizables, definiendo el contenido de cada una de ellas, identificando los indicadores respecto de los cuales podíamos dimensionar el tiempo necesario para realizarlas, midiendo las magnitudes de éstos en cada unidad de trabajo, precisando lo más posible los criterios prácticos que han de aplicar los profesionales con los que contaremos (sin experiencia previa en este Plan, que tiene bastantes singularidades) y, finalmente, tratando de encajar todas estas tareas en un planning cuyos límite final es demasiado cercano. Nos esperan seis meses de absoluta locura, de unas prisas que, me temo, superarán en intensidad las muchas que he sufrido a lo largo de treinta años de actividad laboral. Es sabido que para conseguir algo, la primera exigencia es creérselo pero, en este caso, he de hacer verdaderos esfuerzos de voluntad para creerme que podremos entregar el Plan en la fecha establecida. Sin embargo, así están las cosas, y la apuesta es demasiado fuerte e involucra a demasiadas personas como para echarse atrás. Eso sí, el año que viene me tocan dos meses seguidos de vacaciones y me iré muy lejos (si llego a entonces, claro).


Deprisa
- Amaral (Gato negro, Dragón rojo, 2008)

jueves, 20 de octubre de 2011

Yo no me siento español

Yo, MP, he nacido y resido en España. Yo, MP, no me siento español pero, por suerte o por desgracia, lo soy.

Discúlpeme, majestad, pero no es culpa mía, al fin y al cabo, los sentimientos son los que son. Es que esta patria nuestra, si le digo la verdad, no sé muy bien lo que es. No sé, quizá me equivoque, puede que España sea una buena idea pero me temo que más parece una chapuza. Discúlpeme, majestad, pero es que no me emociono con el himno nacional, ni siquiera me gusta. Incluso, si le soy franco, hasta me avergüenza un poco su fanfarria en los actos patrioteros, ya casi reducidos a las victorias deportivas. Es de agradecer que no tenga letra y se nos eviten letanías ampulosas.

Yo no me siento español pero, por suerte o por desgracia, lo soy. Discúlpeme, majestad, si considera una impudicia decirle que no me siento parte de esta nación. Tampoco veo muchos motivos para sentirse orgulloso de los héroes patrios y menos cuanto más resaltados vienen en los libros de historia, sobre todo, perdóneme mi atrevimiento, de los que han ocupado su cargo. Para no bucear muy profundo, basta acordarse de nuestra última guerra y del franquismo. De ahí nacieron esta democracia y esta monarquía y, la verdad, hace falta mucha ingenuidad o mucho cinismo para poder elogiarlas.

Yo no me siento español pero, por suerte o por desgracia, lo soy. Este bello país, tan pretencioso, es el culo de occidente. Discúlpeme, majestad, pero es que este Estado nuestro, que usted representa, se me antoja un cachondeo cutre. Creo que todos se dan cuenta que sí, muchas ceremonias y reglas rimbombantes, pero aquí nada funciona. Quizá sea porque disfrutamos gritándonos y quejándonos. Incluso en el parlamento abundan las alharacas, pero nada se arregla.

Yo no me siento español pero, por suerte o por desgracia, lo soy. Discúlpeme, majestad, pero creo que habrá de convenir que los defectos que tenemos es mejor reconocerlos. No se trata de derrotismo, pero es que somos lo que somos y más nos valdría aparcar orgullos vacuos, dejar insultarnos unos a otros y ponernos a trabajar. Supongo que sabe lo que piensan de nosotros desde fuera, así que mejor lo callo, aunque he de reconocerle que también mí me cabrea.

Yo no me siento español pero, por suerte o por desgracia, lo soy. Este bello país no es demasiado sabio, diría que faltan ideas y sobran confusiones, a veces, me temo, interesadas. Quizá, puede usted decirme, haya sitios peores, pero hablo del que me ha tocado. Y discúlpeme de nuevo, majestad, que todavía deseo hacerle un último comentario. No es muy alentador que sólo en las competiciones deportivas nos importe España. Ya va siendo hora de desechar etiquetas grandilocuentes y ponernos construir un proyecto civilizado y decente de convivencia colectiva. A lo mejor se le puede seguir llamando España o, si no, qué importa.

Yo no me siento español pero, por suerte o por desgracia, lo soy.


Io non mi sento italiano
- Giorgio Gaber (Io non mi sento italiano, 2003)

En su último disco, publicado póstumamente, Giorgio Gaber, amén de otros nueve estupendos temas, incluye una titulada Io non mi sento italiano. Coincido tanto con el texto, salvo muy pequeños matices (pero es una canción no un ensayo), que no me he resistido a adaptarla, prácticamente traducirla con apenas cambios menores. La canción es la que he subido a este post; quienes quieran leer la letra la tienen aquí.

martes, 18 de octubre de 2011

Rosa es una rosa es una rosa

En 1913 Gertrude Stein escupió escrutó escudriñó y hasta escriñó trescientas-sesenta-y-ocho ringleras de letras que hacen palabras pero no frases pero sí versos, cada uno es cada uno, genéticos fonéticos sintéticos estéticos herméticos. Algunos largos mas casi todos cortos, muy cortos. Palabras repetidas, dilas una y otra vez, Alice (play it again, Sam), silabéalas paladéalas mastícalas deglútelas digiérelas vomítalas. Despojadas de adherencias contextuales, desnudas, sólo así alcanzan a ser, tanto son que deslumbran y anonadan. Recítales mis versos, Alice, clava tus pupilas en Braque y Picasso y Gris para que inhalen cubismo. Era una tarde de sábado en el veintisiete de la rue des Fleurus, (ay, Francia revolucionaria y victoriosa), tan cerquita del Jardín de Luxemburgo, y tú decías junto al barbero / junto al barbero enterrar / junto al barbero enterrar China / junto al barbero enterrar el jarrón de China / junto al barbero y a China / junto al barbero y deprisa / junto a la prisa / junto a la prisa y al jarrón y a la prisa / junto a la prisa deprisa / junto a la prisa deprisa. Claro que lo decías en inglés, salmodiando hurry hurry hurry, que reverberaba el Henry Henry Henry de medio-minuto antes. ¿Quién es Hurry, digo Henry? ¿Y Willie? Rousseau y Apollinaire, claro, pintor y poeta, mano y mano, a hand is Willie / Henry Henry Henry / a hand is Henry / Henry Henry Henry / a hand is Willie. Sí, vale, Picasso bosteza y Eva Gouel le da pataditas, oui ma jolie, mais je ne comprends pas l'anglais. Luego, esa noche, Matisse y Pablo, borrachos, se acordaron de Hemingway sin conocerlo (ay Ernesto, mamporrero del instituto con ínfulas de boxeador) y se dijeron que bueno no estaba tan mal pero tendría que pulirlo, un buen título quizá, a ver si Guillaume ... Sagrada Emilia se llamará (So great so great Emily / Sew grate sew grate Emily), ésa es de Gaudí, contestó Picasso. Apollinaire, en cambio, estaba entusiasmado (una mentira es una mentira es una mentira). No, Apollinaire se defendió con otro poema –perdonadme mi ignorancia, perdonadme que desconozca el antiguo juego de los gusanos–, lo escribió esa noche, entre caladas a la pipa de opio.

Pasan los años, pasa la guerra, vuelve de Mallorca Gertrudis (hoy suena de chacha pero es nombre de poetisas y monjas cistercienses) y publica el poema, que ya no pasa, que se queda y pasa a ser la Biblia de la vanguardia, el rien ne va plus, le dicen en Oxford y en Cambridge entre regata y regata. Es bueno, es bueno, es excelso, aclaman los jóvenes poetas de la generación perdida, pero si no entiendes nada, por eso, por eso, por eso es tan grande, Emily, por eso se hunde en tus entrañas. Como siempre hay escépticos, Gertrudis les explicará (aula magna de venerable universidad gótico-florida) que el artista crea nuevas referencias y éstas resultan impenetrables para el lector profano. Se apiada de sus jóvenes admiradores y les dedica, ya en el 35, su ensayo de elocuente título: ¿Qué son obras maestras y porqué hay tan pocas? Una de ellas es, por-supuesto-desde-luego, Sacred Emily. No en vano, su trescientos-decimo-séptimo verso destila la esencia de la poesía-filosofía-mística-semiótica: Rose is a rose is a rose (no, no es de Mecano). Hemingway, pero qué se podía esperar de ese gañán, ya lejos de París, olvidados los favores que le debía a Gertrudis, olvidados sus innobles coqueteos de gigoló hacia la dama madura, parodiaría esta joya con un chiste fácil: una rosa es una rosa es una cebolla. Ladran, luego cabalgamos (no, no es del Quijote), le dijo Alice Toklas, apretándole amorosa las manos, y Gertrude Stein pensó aquello de cría cuervos ...

Es el principio de identidad, lo saben los estudiantes de primer año de filosofía, o sea, Sócrates es Sócrates, y ese es es la forma inmutable eterna inamovible del ser, o sea, Dios, que es el que es porque sólo se puede ser en toda la plenitud metafísica en la más absoluta permanencia, no hay tiempo ni espacio, o sea, que lo que existe no es, salvo Sócrates que es idéntico a Sócrates pues, al fin y al cabo, existió nada más que para ser, para dar sentido a los principios de la lógica aristotélica y que los matemáticos pudieran añadir una tercera rayita al signo igual. Entonces va Gerturdis, no había leído a Hegel, y dice una rosa es una rosa es una rosa, tautología identitaria que seguiría hasta el infinito, por qué no escribirlo setenta veces siete en ortodoxo talionismo, que para eso era judía. O por qué no una roca es una roca es una roca, ein Stein ist ein Stein ist ein Stein, que para eso era su apellido y además la roca es más que la rosa. El estudiante de filosofía, pasado el primer año, ya sabe semiótica, o sea, se sitúa en la hipertextualidad posmoderna y pilla la ironía, porque: qué es menos que una rosa, ergo Gertrudis lo sabía y la poética repetición es el tiempo que niega la esencia y el principio de identidad se niega a sí mismo, ya lo argumentaría Wittgen-stein que estuvo entre los oyentes del recital-conferencia-ensayo de Gertrude-stein en el Trinity. Así que sí, la rosa, no la roca, va desnudándose de roseidad esencial a cada predicado, mas ese marchitar metafísico deviene, ave fénix, en esencia. O sea, que el ser está en el nombre, es el principio de la sabiduría, mantra cabalístico contemporáneo que Alice grabaría en círculos de plata, pisapapeles místicos en la cotidianeidad del matrimonio lesbiano.

Nos queda sin embargo la terrible duda del número de repeticiones, tres rosas recordaba yo, cuatro leo en otras ediciones. Paul Bowles insiste en que tres, y él a sus veinte añitos fue niño mimado de la Stein, el prometedor jovenzuelo –qué distinto a Ernest, éste sí no nos saldrá rana– al que la sesentona susurraba Freddy Freddy Freddy, así, tres veces, que ya eran manía los tríos, pero ahora, una década después, sin despertar los celos de la Toklas, quizá porque sacaba a pasear a Basket, el poodle filósofo. Muchos años después, desde Tánger, evoca Bowles la explicación del verso (¿se la inventa o se la contó la autora?), la casa de veraneo de las dos mujeres en Bilignin, cerca del Ródano al pie de los Alpes, allí conocían a la hija de unos granjeros, una preciosa muchacha llamada Rose, Rosa es una rosa, le dijo una a la otra, "Rosa es una rosa" es (la frase) una rosa, contestó la otra. Prosaico tal vez, pero así son todos los eurekas, démosle otra vuelta de tuerca al verso quizá y helo en su belleza extrema (loveliness extreme) para que lo repitan críticos poetas músicos semiólogos per saecula saeculorum amen. Malditas rosas, tan recurrentes desde los latinismos hasta las vanguardias (pasando por Shakespeare, of course), tan preñado de referencias que el nombre de la rosa se vacía de significado, y así deja de ser para ser o puede que ni una cosa ni la otra, pero le vale a un italiano para trocar sus estructuras ausentes por una novela de crímenes abaciales también plagada de intertextualidades y homenajes borgianos. Y anche a una cantautrice italiana de voz excelsa para componer una canción de amor: Baciami ancora e ancora sulle labbra / E ancora e ancora mi baciò mi baciò e mi baciò / Una rosa è una rosa / E' una rosa, è una rosa, è una rosa ...


Una rosa è una rosa
- Giuni Russo (Morirò d'amore, 2003)

jueves, 13 de octubre de 2011

Los guitarristas nos quitan las novias

A Lansky y Vanbrugh

Pues sí, que basta que a tu chica se le acerque uno con guitarra, la rasguee medianamente, y ya está la muy poniéndole ojitos de lánguidas miradas, y tú (me cago en los guitarristas) maldiciendo tu torpeza digital y esas orejotas que no son oídos y que te resistieras tanto a tu madre a los doce años en lo de las clases aquellas (que es por tu bien, hijo). Fobia les tengo, carajo. Y no te digo si además es poeta, o va de idem, o sea, soltando metáforas e imágenes extravagantes. Peores todavía cuando van de cultos o crípticos, como el capullo que me birló a Azucena (qué ojos negros tenía) con el rollo de una canción que acababa de componer (aún no la tengo clara del todo, dijo con falsa modestia), iba de que en el laberinto de sus arrayanes faltaba un lirio florecido y más chorradas botánicas similares que a mí me dejaban frío, entre otras cosas porque ignoraba que Azucena y lirio son la misma flor, pero claro, mi chica sí lo sabía, y se le quedó mirando arrobada, qué bonito y qué bien tocas, que para nada, tú, que los versos encajaban a patadas y las rimas forzadas en un compás de lo más simplón y además el capullo desafinaba. Pero me quitó la novia (qué tetas tenía), aunque creo que no duraron mucho, sería porque al músico poeta se le acabó la inspiración o, peor, Azucena descubriría que plagiaba malamente a Machado y para eso se compraba el LP de Serrat y santas pascuas. Tampoco es que me traumatizara, pero sí es verdad que se me quedó la prevención y desde entonces, cuando voy emparejado, eludo a los guitarristas y también, pero menos, a los poetas. Es que éstos, siempre que no toquen, no me dan tanto miedo, porque vale que sean capaces de emocionar a las pibas con palabritas rebuscadas, que me acuerdo de una novieta mía que a uno le dijo que sus versos eran rosarios de perlas, menuda cursi también ella, que le cosquilleaban en el oído y le hacían temblar el corazón (y pensé, pero es que soy muy bestia, que con una sarta de otro tipo de perlas la iba yo a hacer temblar más fuerte, y no por el oído). Pero fíjate que casi todos los poetas son feos (y hasta dicen que la tienen pequeña); seguro que es por eso que se ponen a acumular metáforas y adoptar poses de seres dolientes, tan intensa es su vida interior. Pero quia, ni por esas mojan o lo hacen de higos a brevas (o sea, cada ochos meses por término medio, según mi amigo el botánico, el mismo que me dijo lo de los lirios y azucenas). Hasta incluso nos pueden ser útiles, en dosis calculadas claro. Al menos a mí me han valido, como aquella vez que Violeta (qué culo tenía) hizo una fiestita en su piso con los coleguitas de Filología Hispánica y todos a recitar sus poemillas, muy de vanguardia experimental, o sea que no se entendían una mierda, menos uno que iba más de romanticismo tardío pero se defendía con que lo suyo era un aggiornamento de los prerrafaelistas y que el amor era un símbolo de su visión crítica y comprometida de la sociedad. Vale, vale, pero no creo que nadie se lo tragara; los compañeritos con ínfulas literarias porque cada uno iba a lo suyo y no veían un palmo más allá de sus burbujas vanidosas y yo porque era evidente que el gafotas andaba colgado de Violeta (qué preciosidad de naricita respingona tenía) y desesperado por conseguir conmoverla. Y lo logró el infeliz, aunque como soy muy bestia (ya lo he dicho) al cómo se puso mi chica yo lo llamo estar cachonda y desde luego no fue el poeta quien cosechó los frutos, sino quien les habla, que empecé a besarla incluso antes de que se fuera el vate (ya lo sé, ya, no estuvo nada bien) y luego las caricias y arrumacos fueron descontrolándose, tanto que hasta improvisé un pareado, que a más no llegan mis dotes compositivas: cómo me pones siendo tan zorra, cómo me pones dura la porra. Qué bestia eres, me dijo (en eso estábamos de acuerdo), pero fue un polvazo. No obstante, no vayan a pensar que todos los poetas son tan inofensivos como aquel universitario, que los hay que no son tan feos y se saben metáforas más eficaces, e incluso algunos, arteros ellos, hasta aprenden a rasguear la guitarra. Ahí sí, ahí échense a temblar y considérense definitivamente jodidos.


Poema 15 - Víctor Jara (El Derecho de Vivir en Paz - Antología, 2003)

domingo, 9 de octubre de 2011

Cantautrici italiane (5): Alice

Es una de esas personas que, sin apenas alharacas, ha ido construyendo a lo largo de una carrera ya larga una obra consistente y atractiva. Hasta hace relativamente poco apenas la conocía, identificándola como una cantante a la sombra de Franco Battiato, dedicada a cantar sus temas. Es, por supuesto, mucho más, lo que no quita que su pertenencia al singular círculo de Battiato, sea una clave imprescindible para entender su evolución musical y hasta su estilo compositivo. Pero aún así, incluso cuando todavía no la apreciaba individualmente, me daba cuenta de que sus versiones del compositor siciliano tenían un toque personal que, quizá porque suavizaban ese toque a mi juicio algo grandilocuente, me gustaban más. Es el caso, por ejemplo, de la muy conocida Prospettiva Nevsky (escúchese la original al final de mi post El telegrama largo (3) y compárese con la que pongo a continuación).


Prospettiva Nevsky - Alice (Gioelli rubati, 1985)

Nacida en Forlì, la capital del dialetto romagnolo, en 1954, es otro caso más de "niña prodigio" a la que llevan de festival en festival. Así, en el 71, con dieciséis añitos, gana el Festival de Castrocaro, muy cerca de su ciudad, uno de los más importantes dedicado a descubrir talentos jóvenes (Iva Zanichi, Gigliola Cinquetti, Fiorella Mannoia, Caterina Caselli) cantando, Tanta voglia di lei, el tema que ese mismo año había sido el primer número uno de los Pooh. Por cierto, este grupo es uno de los más longevos e importantes de Italia (¡cuarenta y cinco años en activo!) y entre su treintena larga de albumes hay algunos francamente buenos; algún día les dedicaré un post. Pero volviendo a Alice, que en realidad se llama Carla Bissi, la cosa es que la chica se mete en el circuito de la musica leggera y empieza a grabar discos. La década de los setenta es todavía la de formación y búsqueda de sí misma (musicalmente hablando). No compone aún, dependiendo de parolieri, entre los que destaca Stefano D'Orazio, protagonista absoluto de su primer disco bajo el pseudónimo de Alice Visconti (La mia poca grande età, 1975) y con dos temas en el siguiente (Cosa resta ... un fiore, 1978). D'Orazio era por entonces el batería de los Pooh (llegaría a ser bastante más con los años). A propósito, como no tengo la versión que cantó Carla Bissi en Castrocaro, pongo la original de los Pooh (D'Orazio todavía no había entrado al grupo, pero estaba a punto).


Tanta voglia di lei - I Pooh (La Nostra Storia, 1990)

El 80 puede considerarse el punto de inflexión en la carrera de esta mujer. Ficha por la EMI y adopta ya su nombre definitivo, borrando el falso apellido Visconti, que estaba harta de que se la emparentase con el director de cine. Pero, sobre todo, conoce a Battiato, probablemente a través de la nueva casa discográfica con la que el siciliano había fichado el año anterior. Por esas fechas Battiato empezaba a desencasillarse de su particular estilo experimental vinculado al rock progresivo (ya he dicho otra vez cuánto me asombra la cantidad y calidad de música de este género que hubo en Italia), gracias al cual había obtenido un reconocido prestigio pero no demasiado éxito comercial. Se me ocurre que si bien está clara la importancia de la influencia de Franco sobre Alice, el feed-back también debió tener su peso, toda vez que el despegue de ambos cantantes discurre paralelo a lo largo de la década de los ochenta. En todo caso, en el primer disco de la nueva Alice (Capo Nord, 1980) la mayoría de los temas son resultado de la participación de Battiato (y también del excelente violinista Giusto Pio, otro personaje singular de la música italiana) y esta colaboración continuará en el siguiente álbum (Alice, 1981) y será consagrada por la propia cantante en 1985 y 1997 dedicando dos discos completos a la música de su mentor (Gioielli Rubati y Alice canta Battiato). Pero lo que es relevante a los efectos de esta serie de posts, es que a partir de entonces nuestra protagonista pasa a convertirse en cantautrice.

En el 81 Alice vence en Sanremo con Per Elisa, una canción compuesta con Battiato y Pio. El título alude a la famosa bagatela de Beethoven, planteándose como una antítesis de la misma. La letra es la queja agresiva de una mujer al hombre amado a quien Elisa ha sorbido el seso: por ella haces cualquier cosa, soportas que te deje y vuelves corriendo cuando te llama; por ella te has convertido en un zombi, has perdido la dignidad y me perderás a mí; sin ella te falta el aire, ni siquiera sabes vivir; ella sólo te hace daño, te destruye. En su momento se dijo que Elisa era una personificación de la heroína y, pese a que Alice lo ha negado, la verdad es que el texto encaja demasiado bien con esta interpretación. Como fuere, el tema supuso el despegue comercial de la cantante, tanto en Italia como fuera, muy en especial en Alemania, donde los italianos, cantando en su idioma, suelen tener bastante éxito (no así entre nosotros, que sólo los admitimos, salvo excepciones, cuando traducen sus letras, como fue el caso de Battiato, por citar al que viene a cuento, pero no así de Alice ni de la mayoría de cantautrici que son objeto de esta serie).


Per Elisa - Alice (Alice, 1981)

A partir de ahí Alice va sacando discos con regularidad, pudiéndose apreciar en su evolución hasta la fecha, una voluntad experimental más que elogiable. No puede catalogarse de cantautora en el sentido que solemos dar a este término, ya que si bien en sus quince o dieciséis albumes suelen aparecer temas propios, con mucha frecuencia son compuestos en colaboración y también abundan las versiones de otros autores. En este último caso, es fácil adivinar que la elección del compositor es fruto de una intimidad artística; Alice no canta temas conocidos y mil veces versionados sino canciones casi siempre hechas para ella y que siempre ella hace suyas. Así, aparte de Battiato, a lo largo de su carrera hay que relacionarla compositivamente con nombres como Matteo Fasolini, Francesco Messina o Juri Camisasca (un tipo de lo más curioso), entre otros. La verdad es que me parece una mujer de una trayectoria muy interesante y con una música difícil de encajar en moldes reconocibles, lo que me la hace más atrayente. Pongo para acabar el post una canción del 82 (de esa década son casi todos los discos que tengo de ella, completados con un box de tres CDs de este mismo año, Platinum Collection), compuesto en colaboración con Messina y que me gusta mucho (¿En qué piensan los comerciantes cuando venden? ¿En qué piensan los novelistas cuando escriben? ¿En qué sueñan los enamorados cuando se besan?)


A cosa pensano - Alice (Azimut, 1982)