domingo, 29 de noviembre de 2020

La Cañada Verde 1: De la plaza del Adelantado a Guamasa

Día lluvioso. La cita a las 7:30 en el camino La Era, una transversal de Santa Rosa de Lima, el eje principal de Guamasa. No había amanecido cuando arranqué y entre la lluvia y la densa niebla no veía casi nada. Al entrar en Guamasa no doblé por Santa Rosa y sin darme cuenta me encontré en la carretera del Boquerón bajando hacia Valle Guerra. Como pude di la vuelta y llegué retrasado pero Jorge todavía tardó un poco más. Dejamos mi coche junto a un chalé verde espantosamente hortera y seguimos en el de Jorge hasta el aparcamiento de la plaza del Cristo, en La Laguna. Ante lo desapacible del día optamos por tomarnos unos churros mojados en café con leche y fisgar un momento en el mercado, donde me compré un chubasquero baratísimo y de pésima calidad. Luego bajamos por Nava y Grimón hasta la plaza del Adelantado. Serían casi las 9 de la mañana cuando empezábamos la ruta. 
 
Antes de iniciar la descripción del recorrido quiero plantear una duda que se me presentó desde que pasé al mapa el trazado. Si el camino de la Cañada era una ronda de la ciudad, no tiene mucho sentido que pase por la plaza del Adelantado, que entre en el casco urbano. Lo que parecería más lógico es que desde San Roque, en vez de bajar hasta el aparcamiento de Las Quinteras, el trazado siguiera hacia el Sur (¿por el camino de la ladera de San Roque?), entrara en la Verdellada Nueva por su viario oriental, girara hacia el Sur por Tradiciones Verdeñas y luego por la calle Cruz de Marca hasta cruzar la Vía de Ronda, continuara el trazado de ésta pero por el borde de Barrio Nuevo, cruzara la avenida de los Menceyes por el lado Sur del Museo de la Ciencia y por la calle Habaneras hacer una bajada hasta la glorieta de la Vía de Ronda bajo la autopista del Norte, entrara al cauce del barranco del Gomero hasta San Miguel de Geneto, doblar por esta calle hacia el Sur y finalmente girar hacia el Oeste por el camino La Feria hasta alcanzar San Francisco de Paula y ahí, seguir la ruta propuesta por los Amigos de la Cañada. Seguramente esta desviación que propongo no es en la actualidad transitable pero no creo que fuera demasiado complicado ejecutarla y así se convertiría en una verdadera ronda perimetral (en la imagen adjunta he dibujado la variante que propongo en rojo).
 
 
Pero paso a contar el recorrido real. Bajamos por la calle Consistorio, doblamos por la de Barcelona, cruzamos la Avenida Trinidad y seguimos por Pablo Iglesias (en honor al original, aclaración obvia pero quizá conveniente) bordeando el polígono Padre Anchieta, un complejo de bloques de vivienda de arquitectura anodina construido por el Ministerio de la Vivienda a finales de los sesenta y que reclama a gritos actuaciones de reforma y renovación. Doblamos a la izquierda por la calle Leocadio Machado y pasamos junto a la tapia del cementerio de San Juan, el más antiguo del municipio, inaugurado en 1814 y en el que se dejó de enterrar en 1983; estaba cerrado así que seguimos de largo. A continuación, cruzamos la autopista del Norte y entramos en el barrio del Coromoto.
 

 
 
En la glorieta de entrada al barrio se abre un tridente; cogemos por la calle de la izquierda que es el camino de San Francisco de Paula, que tiene la calificación de carretera insular (la TF-265). Este eje coincide con uno de los caminos históricos que salían desde La Laguna para articular la movilidad insular; en concreto con el Camino Viejo de Candelaria. Se dice que esta ruta es anterior a la llegada de los castellanos (desde antes los guanches veneraban la imagen de una virgen cuyo arribo a la Isla es objeto de leyenda) y que el propio Adelantado, Alonso Fernández de Lugo, peregrinó a rendirle honores por este camino, en enero de 1497. Desde 2012, el Cabildo junto con otras instituciones está trabajando en un proyecto para la recuperación integral de este camino, que cuenta con cinco tramos declarados Bien de Interés Cultural. Yo nunca lo he recorrido y tengo ganas de hacerlo pero me saltaré los primeros kilómetros que corresponden justamente con esta carretera insular que va atravesando barrios de autoconstrucción de la periferia metropolitana carentes de cualquier interés. Hoy nos toca patear el primer kilómetro y medio bajo un chipichipi molesto. Pasamos primero junto al muro de la facultad de Físicas de la Universidad de La Laguna y en la acera de al lado caóticas viviendas adosadas; luego, a la izquierda, las facultades de Química y de Farmacia y, a la derecha, el colegio Nuryana, donde Luisa fue profesora tantísimos años; después, un terraplén con vegetación oculta la cabecera de la pista del aeropuerto de Los Rodeos; pasada ésta, cruzamos por debajo la carretera que va a La Esperanza y al Teide.

Estamos en una zona mucho más rural del municipio lagunero, Los Baldíos, un caserío de edificaciones dispersas apoyadas en los caminos agrarios. Todavía seguimos unos quinientos metros por San Francisco de Paula y en este tramo, a mano izquierda, se ubica la parcela alargada (llega hasta el camino de San Miguel de Geneto) de la Ciudad Deportiva del Club Deportivo Tenerife. La historia urbanística de este equipamiento es ya larga y la viví en sus orígenes, a principios del dos mil. A estas alturas empiezan a comentarse algunas presuntas irregularidades del proceso y no me extrañaría que éstas no fueran sino la punta del iceberg; al fin y al cabo, no deja de ser un ejemplo local de especulación inmobiliaria en la que se confunden los intereses privados de un club de fútbol con los de la sociedad tinerfeña. Pero esperemos a ver cómo se desarrollan los acontecimientos sobre este asunto porque tampoco sería raro que todo quedara en agua de borrajas. Hacia las nueve y media –apenas media hora de ruta– doblamos hacia el Oeste por la calle de la Viña. Esta calle, estrecha y larga (más de 400 metros), flanqueada de toda su longitud por viviendas autoconstruidas de baja calidad, desemboca en el camino del Medio, otro de los radiales que parten de La Laguna (aunque éste interrumpido por la pista del aeropuerto). Cogemos desde ahí el camino La Atravesada, aún más estrecho y más largo (más de 600 metros), con mayor pendiente y con muy pocas edificaciones en sus márgenes. A la derecha se levanta la montaña de La Mina, un pequeño cono volcánico (solo sube 25 metros) en el cual se dispuso, entre 1972 y 1991, la base en Tenerife de la Compañía de Operaciones Especiales (COE), los “boinas verdes” del Ejército de Tierra español. Ahora lo que se ve es un conjunto desordenado de edificaciones, entre las que destaca un bloque de tres plantas ostensiblemente abandonado. No sé si sigue siendo una propiedad militar pero, en cualquier caso, la montaña pide a gritos una restauración natural, demoliendo tantas cutrerías.
 
 
El camino La Atravesada (de cuyo nombre me gustaría saber el origen) desemboca en el de La Mina, que si lo hubiéramos seguido hacia el Sur habríamos llegado en pocos metros al cementerio de San Luis (el que actualmente da servicio a la mayor parte de la población lagunera) y luego, ya en el vecino municipio de El Rosario, al Centro Penitenciario Tenerife 2, por delante del cual ya pasamos en una de las etapas de la vuelta a la Isla. Pero giramos hacia la derecha en sentido Norte y tras medio kilómetro escaso en suave descenso llegamos a la carretera de La Esperanza junto a una gasolinera. Nada más cruzar ésta se inicia el camino Rodeo Alto también llamado Vereda del Aire. En sus primeros seiscientos metros, este camino es una pista asfaltada de escasa calidad ambiental que discurre entre edificaciones sin interés. Entre los huecos que éstas dejan, mirando hacia la derecha se ve la pista del aeropuerto, paralela al camino unos 800 metros al Norte. El camino cambia radicalmente a mejor al llegar al Cuartel de Las Raíces: este tramo discurre entre árboles y el firme es de hormigón muy bien ejecutado (seguramente por el área de Agricultura del Cabildo). Este cuartel fue durante muchos años un centro para la instrucción militar de la escala de complemento y albergó el Regimiento de Infantería Tenerife, pero que lleva ya varios años abandonado. Por cierto, no sé por qué se llama de Las Raíces cuando el paraje de este nombre, famoso por la reunión conspiratoria que allí mantuvo Franco con los otros mandos de Canarias en junio de 1936, se encuentra a unos 9 kilómetros en el monte pasada La Esperanza. Cuando pasamos, vimos que había maquinaria y material de obras lo que nos hizo pensar que Defensa querría poner en uso las instalaciones. Luego, a raíz de la polémica paralización de las obras ordenada por el Ayuntamiento de La Laguna, me enteré de que, en efecto, se pretendía adecuarlo para alojar inmigrantes.
 
 
Pasado el cuartel desaparecen los árboles aparece el paisaje abierto de cultivos de cereal del llano de Los Rodeos. Según algunas cartografías, el camino cambia su nombre al de La Rambla (en otros mapas sigue siendo la vereda del Aire); con una longitud de casi 2 kilómetros y un trazado más sinuoso, discurre casi llano, dando acceso a fincas agrarias, algunas viviendas y también, hacia el final, cuando cambia el firme de hormigón por asfalto, a algunas naves de industrias vinculadas al sector primario (fábrica de piensos una de ellas). Desemboca en el camino del Barranco del Rodeo, que es el que un poco más adelante se convierte en la carretera insular TF-237; se trata de otro de los ejes radiales históricos, el camino real que desde La Laguna llegaba hasta La Orotava y que en la actualidad ha quedado interrumpido por la pista del aeropuerto (en el mapa puede verse la perfecta alineación del Camino de la Villa, en el lado del Coromoto, y éste del Barranco del Rodeo al que hemos salido). Aquí, en torno a este cruce, se concentran las casas del Ortigal, aunque este asentamiento se extiende hacia el Oeste, en estructura lineal, siguiendo la carretera y convirtiéndose, sin solución de continuidad, en Barranco de las Lajas y Agua García en el municipio de Tacoronte, en Ravelo en el Sauzal y así prácticamente hasta La Orotava.
 
A partir de aquí y hasta llegar a la autopista (poco más de dos kilómetros), el camino pasa a ser un eje que corta en diagonal las suertes alargadas en sentido norte-sur de esta área agrícola que es el Llano de Los Rodeos. Estas fincas alargadas y estrechas son el resultado de la progresiva división longitudinal de las fincas agrarias, de modo que cada heredero recibiera tierras en todas las altitudes. Este proceso culminó en la partición transversal de algunas de estas suertes –dejando una estrecha vereda lateral– para venderlas como parcelas edificables (aunque legalmente no lo fueran). De este modo, este extenso llano se ha ido ocupando por multitud de viviendas casi adosadas formando larguísimas hileras que casi imposibilitan futuras aperturas de viarios transversales (necesarios para dar una mínima estructura urbana) y han comprometido gravemente la potencialidad agraria de una de las zonas cerealísticas más importante de la Isla. En su primer tramo, hasta llegar a la carretera de la Cruz Chica, el camino se sigue llamando Vereda del Aire (en ese tramo, hacia las once menos cuarto, descansamos un ratito y nos comimos los bocatas); luego pasa a denominarse Vereda Alta y, cruzada la Vereda del Medio, Vereda del Majano. La Vereda Alta, que da acceso a numerosas viviendas, está asfaltada con el firme en buen estado; la Vereda del Majano, en cambio, es de tierra y sin viviendas con frente a la misma. Poco antes de las once y media cruzamos la carretera del Campo de Golf y enseguida atravesamos el túnel que pasa por debajo de la autopista: estábamos ya en la urbanización de Guamasa.
 
Este núcleo surgió en la desviación (bivio) que desde la carretera entre La Laguna y Tacoronte (actual TF-152) va hacia Valle de Guerra, eje que pasó a llamarse calle de Santa Rosa de Lima, patrona del lugar. El nombre de Guamasa es el de una princesa guanche, hija de Acaymo, el último mencey de Tacoronte, quien, según cuenta una leyenda triste de amor, recibió en dote esta llanura de Los Rodeos. Lo cierto es que hasta mediados del XIX Guamasa pertenecía al entonces municipio de Valle de Guerra que finalmente fue agregado a La Laguna. Caminamos por la calle de las Acacias, sin duda la más bonita del núcleo y una de las que recogería en un futuro catálogo de buenos ejemplos viarios; el adoquinado del pavimento y la frondosa vegetación son los sencillos componentes para conseguir un paisaje urbano de alta calidad. Salimos a Santa Rosa, giramos hacia la derecha y enseguida a la izquierda por el camino La Era. Donde esta calle hace un quiebro nos esperaba mi coche y finalizaba esta primera etapa de la Cañada Verde. Eran las 11:40; solo habíamos caminado dos horas y tres cuartos, mucho menos de lo habitual. Había sido una etapa corta y fácil, pese a la molesta llovizna. En cuanto al paisaje, dejaba bastante que desear; seguro que las dos siguientes etapas, separadas de núcleos y edificios, serán mucho más bonitas.
 

 

viernes, 27 de noviembre de 2020

La Cañada Verde de La Laguna

En 2013, siendo yo director de los trabajos del plan general de ordenación de San Cristóbal de La Laguna, recibimos una alegación sobre la movilidad peatonal del municipio. El escrito, de 34 páginas, lo firmaba Miguel Pérez Carballo, a quien entonces no conocía. Con argumentos sobradamente sensatos, se criticaba que el plan arrinconará la movilidad peatonal y solo atendiera a la vehicular, con proliferación de propuestas viarias. Pero además, aportaba un lúcido planteamiento sobre cómo cualificar el territorio municipal en base a la recuperación de la red de caminos históricos que, desde los primeros tiempos de la colonia (y puede que incluso desde los guanches), soportaban la movilidad insular desde el origen lagunero. Lamentablemente, las propuestas de Pérez Carballo no pudieron ser atendidas. Para esas fechas, los trabajos de elaboración del Plan se habían estancado en discusiones más o menos abiertas con las distintas y combativas plataformas que se habían formado en muchos de los barrios del municipio. Esos debates se alargaron hasta la campaña electoral de 2015, en las cuales el Plan General se convirtió en uno de los asuntos estrella, completamente politizado y demagogizado. Algunos meses antes, yo había abandonado el Plan y, a la fecha, seis años después, no hay ningún documento alternativo al último que redactamos y aprobó inicialmente el Ayuntamiento. Tampoco, que yo sepa, se ha incorporado a ningún instrumento urbanístico la propuesta de aquella alegación consistente, en lo fundamental, en definir y calificar como tales los caminos tradicionales del municipio, entre ellos y muy especialmente, el llamado de la Cañada Verde.
 
 
El camino de la Cañada Verde conforma una ronda perimetral del casco de La Laguna. Según cuenta Pérez Carballo, a principios del XVI el propio Adelantado amojonó el entorno del núcleo urbano, impidiendo que esos espacios de cultivos y pastos fueran transitados por los ganados externos, de cabras y ovejas fundamentalmente. Por tanto, los ganaderos debían rodear la dehesa y para posibilitarlo se consolidó el trazado de una ruta circular –la Cañada– que con unos 30 kilómetros de longitud discurre por las cumbres que bordean la ciudad por el noroeste y sureste y por la vega de Los Rodeos. Hacia 2014 Pérez Carballo junto con otros montañeros empezó a redescubrir (y limpiar y desbrozar) los tramos de esta vía pecuaria tradicional, muchos de los cuales estaban abandonados y eran de difícil tránsito. Poco después se constituyó la asociación Amigos de La Cañada con la finalidad principal de “hacer viable un sendero circular lo más aproximado posible al original de La Cañada de La Laguna y recuperar la malla de caminos del área de la ciudad y municipios limítrofes, estableciendo una red radial con origen en la milla cero (del lomo del la Concepción), que enlazaría las vías peatonales urbanas, a través de un entorno rural, para pronto estar inmerso en la naturaleza, donde poder practicar actividades de senderismo y otros deportes al aire libre no motorizados”. Sin embargo, pese a los loables esfuerzos de la Asociación, lo cierto es que todavía no se ha realizado ninguna obra para ir haciendo realidad este sendero.
 
Yo llevaba tiempo (casi diría que desde que leí la alegación al plan general) con ganas de patear esa ruta y comprobar el estado que presentaba y sus posibilidades para convertirse en uno de los senderos fundamentales de la red insular. Así que finalmente me puse a recopilar datos y trazados para dibujarla en el GoogleEarth y pasar el kmz al móvil. El 14 de mayo de 2016, un grupo de veinte miembros de la asociación de Amigos de la Cañada, según se en su blog, recorrió íntegramente la ruta circular, saliendo de la plaza del Adelantado en sentido contrario a las agujas del reloj. No dicen cuánto tiempo les llevó, pero sí que almorzaron en Guamasa, lo que me hace pensar que harían dos tercios del recorrido por la mañana y el último después de comer; en fin, qué fácilmente habrán dedicado diez horas a la caminata. Jorge y yo solo disponemos de las mañanas dominicales y, además, seguro que no estamos tan en forma como esos montañeros. Así que finalmente opté por dividir el recorrido en tres etapas, de modo que pudiéramos dar la vuelta a La Laguna cómodamente, aprovechando para fijarme bien en cómo estaba el camino. Empezaremos este próximo domingo y lo haremos al revés que los Amigos de la Cañada: saliendo de la plaza del Adelantado hacia el Sur.

martes, 24 de noviembre de 2020

Pym

Para Juanma
 
Hace muchos, demasiados años, conocí a un inglés que se apellidaba Pym. Entonces éramos niños de once o doce años y nuestras diferentes nacionalidades impusieron que cada uno cayera en una de las dos pandillas rivales que agrupaban a la chavalería de la colonia en que vivíamos. Las relaciones sociales entre los españoles y los extranjeros (llamados también los bárbaros a propuesta de Javi Villalba, ya desde pequeño muy aficionado a la historia) consistían principalmente en intercambio de pedradas en diversos campos de batalla, aunque el favorito era que quedaba en la parte baja de la urbanización, donde ésta lindaba con el campo, aprovechando como divisoria entre los ejércitos el curso de un escuálido y maloliente arroyuelo al que, muy ajustadamente, habíamos bautizado como Guadalquimierda. En una de esas trifulcas, Pym, cuyo nombre aún ignoraba, fue alcanzado en la frente por uno de los proyectiles pétreos y cayó de golpe, la cara empapada en sangre. Como es fácil imaginar, el revuelo fue tremendo en ambos bandos. Casi todos los chiquillos, sin distinción de nacionalidad, huyeron despavoridos abandonando a su suerte al herido y así evitar asistir a su tránsito a la categoría de cadáver; tan solo nos quedamos tres, dos bárbaros y yo. Me gustaría ver en ese lejano gesto mío una muestra de solidaridad, compasión o cualesquiera de los muchos buenos sentimientos que motivan los comportamientos altruistas. Pero, por lo que recuerdo, lo que me pasó fue que me quedé anonadado por la impresión, sin más capacidad de reacción que caminar lentamente, como si estuviera borracho, hacia el muchacho yacente. En fin, para no alargar la anécdota (que no es más que la excusa para arrancar el post), diré que Pym no estaba inconsciente (aunque así desconcertado) y que entre los tres lo llevamos a mi casa (era la más cercana), donde mis padres se ocuparon de avisar a los suyos y llevarlo a la casa de socorro, donde le pusieron unos cuantos puntos en la brecha. La consecuencia más favorable del incidente (la desagradable no la refiero pues fácil de deducir) fue que nuestras familias se hicieron amigas y Pym y yo cambiamos las pedradas por una relación más civilizada que, hasta que fue descubierta, hubimos de mantener en secreto por aquello de la confraternización con el enemigo. En todo caso, no duró mucho, pues Pym and his family dejaron España al cabo de unos meses. Nunca más volví a saber de él. 
 
Como es natural, que alguien se llamara Pym me pareció (nos pareció a todos) una broma. De hecho, cuando mis colegas se enteraron de que andaba con Pym y con otro chico, americano llamado Paul, después de afearme la traición pasaron a adjudicarnos los burlones motes de Pim, Pam y Pum. Pero todo eso se olvidó, incluyendo el propio apellido, hasta que, muchos años después, por causas casuales como suelen ser las más que han motivado mis actos, me interesé momentáneamente por las guerras civiles inglesas, esa etapa histórica de mediados del XVII que puede entenderse como inicio del fin del absolutismo o, al menos, como el germen de algunas instituciones básicas para una sociedad democrática. Y así, leyendo y fisgoneando desordenadamente en torno a las broncas entre Carlos I Estuardo y la Cámara de los Comunes que le harían al rey perder la cabeza (no hablo metafóricamente), descubrí que el líder parlamentario era nada menos que un tal John Pym, quien, si no hubiera muerto prematuramente de cáncer, probablemente habría sido él y no Cromwell quien dirigiera los destinos de Gran Bretaña en esos años convulsos. Pero no se trata de hablar de John Pym, sobre el que hay muy abundante bibliografía, sino de dejar constancia de que me enteré de su existencia hacia finales del siglo XX, lo que me llevó a acordarme de aquel chaval de mi infancia que quizá (pensé) descendiera de tan notable prócer inglés. 
 
Entonces, claro, ya el apellido Pym no me parecía un chiste e incluso algo investigué al respecto. Descubrí así que es de origen medieval, una derivación de ‘Pymme’, apelativo familiar de ‘Euphemia’, joven mártir de principios del siglo IV que dio origen al nombre cristiano que se popularizaría unos siglos después en Inglaterra. Así, durante la Baja Edad Media, se registran varios personajes con alguna de las primitivas formas del apellido (‘Pimme’ la más usual), pero el primero realmente notable y con la grafía ya consolidada es precisamente John, el oponente del rey Estuardo. Para entonces ya había unos cuantos Pym por la isla y el propio John contribuyó con siete hijos a la multiplicación del apellido. 
 
Más o menos por la misma época en que conocí a John Pym otro Pym se presentó en mi vida, pero éste era un personaje de ficción. Me refiero a Magnus, el protagonista de la novela (autobiográfica, según dicen) que John Le Carré publicó en 1986, ‘Un espía perfecto’. Han pasado veinte años desde que la leí y apenas guardo sino recuerdos difusos y, eso sí, la sensación de que me gustó. Curiosamente, hace unos pocos meses, el nombre de Magnus Pym reapareció en mi cotidianeidad en  forma, no me negarán que estrambótica, de la contraseña de acceso a una plataforma de televisión de pago a la que me invitaba un amigo. De modo que me vinieron ganas de releer esa novela la cual, por cierto, tengo archivada en epub en la carpeta de literatura británica de uno de mis discos duros. 
 
Ahora que escribo este post me doy cuenta de que el primer Pym ficticio que conocí –y sin duda el de mayor prestigio literario– fue el protagonista de la única novela de Edgar Allan Poe. Tendría yo quince años cuando leí 'La narración de Arthur Gordon Pym', y sin embargo no guardo ningún recuerdo de que entonces me evocara al Pym real de mi niñez pese a que no había pasado mucho tiempo. Y también sería por esos años de mi adolescencia cuando debí toparme con Henry Pym, el científico que se convierte en el hombre-hormiga y miembro fundador del equipo de superhéroes de Los Vengadores, todos ellos productos de Marvel. Pero aunque guardo vagos recuerdos de esos personajes, no los asocio en absoluto al apellido Pym.
 
Pero el Pym que motiva este post no es ficticio ni varón, sino una mujer inglesa del siglo pasado que he descubierto recientemente. Me refiero a Barbara Pym (1913-1980), una escritora que no fue traducida al español hasta después de su muerte y todavía hoy es muy poco conocida en nuestro país. He leído su segunda novela, ‘Mujeres excelentes’, que narra en primera persona la cotidianeidad de una mujer soltera en los grises años de la posguerra y me ha parecido magnífica. Lo cierto es que llevo los últimos meses enganchado a novelas escritas por mujeres británicas del siglo XX, todas ellas caracterizadas por una narrativa sin estridencias pero llena de sutileza e inteligencia (y también la dosis justa de ironía). Me encantó la saga familiar de los Cazalet narrada en cinco volúmenes por Elizabeth Jane Howard (1923-2014). Me reí con las extravagancias de la hija de Robert Post, escritas por Stella Gibbons (1902-1986). Y en estos días estoy disfrutando con las historias de la alta sociedad inglesa de Entreguerras que narra amenísimamente Nancy Mitford (1904-1973). Y tengo aguardando unas cuantas autoras más, entre ellas, por ejemplo, Elizabeth Taylor (1912-1975), que después de su muerte ha pasado a ser muy elogiada. 
 
Pym, Pam, Pum … ¡Fuego!

domingo, 22 de noviembre de 2020

Del hotel Marítim (Los Realejos) a Las Aguas

La ruta de este sábado ya la había caminado parcialmente el 24 de agosto de 2018 (y la narré en este post). Pero esas primeras etapas de la vuelta a la Isla Jorge no las había hecho, por lo que decidimos que merecía la pena repetir el paso por la Rambla de Castro y luego, en plan aventura, seguir por la costa hasta el barrio de Las Aguas. De modo que quedamos en el aparcamiento de este núcleo a las 7:30 y, en el coche de Jorge, fuimos hasta el Hotel Marítim, un establecimiento de una cadena alemana que se sitúa al borde del acantilado (en el que yo casi me mato cuando cometí la imprudencia de querer pasar por ahí) en el municipio de Los Realejos pero pegadito al límite del Puerto de la Cruz. Al hotel se accede por una calle sin salida transversal al camino del Burgado. Del fondo de saco que remata esta calle nace el sendero de la Rambla de Castro, punto de inicio de la etapa de hoy. Como hace más de dos años, el acceso sigue cortado (peligro de desprendimientos), pero los usuarios desobedientes ya han practicado las convenientes roturas en las vallas para posibilitar el paso sin esforzarse. De hecho, nos cruzamos a unos cuantos paseantes en este primer tramo.

Como la primera vez, vuelvo a maravillarme con el paisaje, no en vano estamos precisamente en el interior de un Paisaje Protegido: la ladera rocosa a la izquierda (con algunos muros de piedra de bancales agrarios hoy abandonados) y a la derecha el acantilado que cae al mar, una costa preciosa. El sendero, excepción hecha de algunos bolos desprendidos de la ladera, está en perfectas condiciones de tránsito y discurre con poquísima pendiente (más o menos siguiendo la cota altimétrica de los 40 metros) hasta el tramo final de subida a la urbanización La Romántica II que, este sí, requiere un poco de esfuerzo.

Ya referí la historia de la Romántica en el post citado, así que no me repetiré. Entramo por la calle de las Amapolas y doblamos hacia abajo para seguir por la de Las Cañaveras con la intención de atravesar un solar y un aparcamiento y salir al inmenso edificio colgado sobre el mar. Sin embargo, el solar estaba vallado, lo que nos obligó a subir por las Mimosas hasta las Palmeras, en donde había un pequeño bar abierto en cuya terraza nos tomamos unos cortaditos. Luego bajamos por la calle del Drago para volver al coloso anclado en el acantilado en el que ya estuve hace dos años, para investigar si se podía llegar a hasta el charco junto al mar que se veía en la foto aérea. No lo logramos, pero volví a quedarme impresionado de que nos atrevamos a construir edificios en emplazamientos tan inverosímiles como el de éste, como si de un más difícil todavía se tratara. Volvimos a la calle de las Palmeras, después la de las Rosas y finalmente la de los Geranios, al final de la cual se recupera el sendero de la Rambla de Castro. Este segundo tramo es parecido al anterior, también sensiblemente horizontal pero a mayor altura sobre el mar (discurre por la cota 105 poco más o menos); recorre los cuatrocientos metros que hay entre ambas Románticas pero al llegar a la primera, en vez de entrar en sus calles, la bordea por su límite norte.
 
Enseguida, antes incluso de haber dejado atrás la urbanización, aparece ante la vista, abajo junto al mar, las ruinas del elevador de aguas de la Gordejuela; se trata de una antigua estación de bombeo, construida en 1903 por los Hamilton que tuvo el mérito, además de las dificultades de su construcción, de albergar la primera máquina de vapor que hubo en Tenerife. Ahí, donde está esa edificación (de indudable valor histórico y también arquitectónico pese a su deplorable estado) existió uno de los nacientes más caudalosos de la isla, que describió hacia la tercera década del XIX el naturalista Sabino Berthelot: “Retumba un fragor que se suma al bullir de las olas; son las cascadas de Gordejuela, que se precipitan, en una sucesión de saltos, desde lo alto de la ladera para derramarse en transparentes cortinas de agua al pie del acantilado”. Hamilton&Co constituyeron la Sociedad de Aguas de la Gordejuela para explotar los manantiales y regar las fincas de plataneras que estaban por encima. Sin embargo, tanto los altísimos costes de las obras como la mala coyuntura internacional en los precios fruteros puso a la empresa en una delicada situación económica que obligó a arrendar estas instalaciones a otra compañía agraria (la más potente Elder & Fyffes) y finalmente vendérselas. Poco a poco el sistema de elevación fue haciéndose obsoleto y hasta innecesario, lo que llevó al progresivo abandono y consiguiente deterioro material. En el Plan Especial de Protección de la Rambla de Castro (aprobado en 2000) se planteaba la rehabilitación del inmueble para dedicarlo a fines vinculados a la conservación del Espacio Natural pero nada se ha hecho. Después de recorrer unos doscientos cincuenta metros contemplándolo, y tras cruzar el barranco del Patrimonio por un liviano puente metálico, se llega al punto desde el que se baja al elevador de aguas, que está cerrado.
 
 
Los últimos metros han sido de subida y el sendero es ahora una pista –camino La Merina– que discurre más alto (hacia los 135 metros) y más separado del mar. Al cabo de un rato recupera sus características de sendero y empieza a descender la ladera del barranco del Moral. Cruzado éste (hacia la curva de nivel de los 80 metros) el aparece la bajada a la playa de la Fajana, que visité en el 18. Hoy, en cambio, seguimos el sendero para pasar por encima del Fortín de San Fernando, un pequeño baluarte construido a finales del siglo XVIII para vigilar y defender la costa realejera de los ataques piratas. Enseguida llegamos a la Casona de Castro, principal edificio de una hacienda cuyo origen se remonta a los primeros reparetimientos tras la conquista y de la que ya hablé en el post previo. Esta vez no entramos sino que la bordeamos por su lado Este, siguiendo un camino a borde del acantilado (por la cota de los 50 metros). Al cabo de unos quinientos metros accedemos a través de un túnel a la pequeña urbanización de Rambla del Mar. Hace dos años, al llegar aquí tomé la carretera hacia la TF-5, abandonando el litoral para subir a Los Realejos. Pero hoy vamos a seguir por la costa, de modo que a partir de aquí caminamos por terrenos que aún no había pisado.

Desde el final de la calle más alta de la urbanización sale un sendero en escaleras que baja hasta la costa, una playa de callaos de algo más de quinientos metros que hemos de transitar dificultosamente hasta llegar al viario asfaltado que da acceso a la playa del Socorro, la más importante del municipio, que es de arena negra (en la preparación de la ruta me pareció que había un sendero que discurría a media ladera pero no lo encontramos). En el Socorro se estaba celebrando un campeonato de surf por lo que toda la carretera de acceso estaba llena de coches y caminonetas, además de varios quioscos. Fuimos hasta el extremo occidental de la playa y nos sentamos en un bosque para devorar; eran las diez y diez de la mañana y teníamos hambre. Acabada la colación, nos armamos de valor para hacer el que sabíamos que era el tramo más difícil del día: caminar un kilómetro y medio sobre callaos, ejercicio que te obliga a estar muy concentrado e ir muy despacio, con el riesgo siempre presente de torcerte un tobillo. Caminados los primeros trescientos cincuenta metros vimos lo que parecía un sendero que ascendía por la ladera. Mientras discutíamos si explorarlo, Jorge se dio cuenta de que se había dejado el móvil en el banco de la playa del Socorro. Tuvo que volver a recogerlo (lo tenían los del campeonato de surf) y yo me quedé una media hora sentado frente al mar. Luego retomamos la marcha; descontando la parada, recorrer ese difícil tramo costero nos llevó una hora y cuarto, más o menos.

 
El sendero que ascendía la ladera partía en la desembocadura del barranquillo la Quicia que, para los que conocen Tenerife, cruza la TF-5 muy cerquita de la famosa gasolinera El Mirador, parada obligatoria cuando se está yendo a visitar esta parte de la Isla. Ahí mismo, sobre los callaos de la playa, hay un estanque en el que nadaban dos patos. Una empinada subida (40 metros de desnivel en unos 100 metros de longitud) nos lleva a un pequeño y bonito grupo de casas desde donde se disfruta de una fantástica vista de la costa que acabamos de recorrer. Este conjunto, que según la cartografía parece denominarse Finca San Antonio, tiene toda la pinta de una antigua hacienda. A partir de aquí el camino va descendiendo suavemente a través de antiguos bancales agrarios hoy abandonados. Así, en un breve paseo, llegamos al amplio cauce de la desmbocadura del barranco de los Caballos, que es el límite entre los muncipios de Los Realejos y de San Juan de la Rambla, en el que entramos. Desde ahí volver a subir (nada del otro mundo) hasta la cota de 60 metros para llegar al caserío de El Rosario.

Se trata de varias edificaciones alineadas a lo largo del camino que primero se llama Rambla de los Caballos y luego Ribera del Mar. El camino está muy bien cuidado y la mayoría de las casas son bastante bonitas, no pocas buenas muestras de la arquitectura tradicional canaria, de modo que el conjunto resulta muy agradable (vimos unas cuantas viviendas vacacionales, prueba de que los avispados propietarios se han dado cuenta del atractivo turístico de este entorno). Hacia la mitad del asentamiento se dispone la ermita de la Virgen del Rosario, del siglo XVII, junto a la que se abre la plaza. A partir de aquí conozco el trayecto porque estuve el 28 de agosto de 2018, la etapa posterior a la que ya he citado antes, después de haber descendido por el barranco de Ruíz (véase este post). Al salir del Rosario, sigue un sendero en suave bajada que, tras un kilómetro de recorrido, desemboca en la gran plaza frente al mar del pueblo de Las Aguas, justo donde había aparcado mi coche. Subí al restaurante de los arroces porque tenía encargado uno con costra para llevar; lo recogí y a la una y media arrancamos el coche para regresar. Etapa concluida a buena hora (bastante antes de lo que suele ser habitual en nuestras caminatas). Hasta la próxima.

sábado, 14 de noviembre de 2020

De Jardina (La Laguna) al Mercado de Nuestra Señora de África (Santa Cruz)

Paso a las 7:25 a recoger a Jorge por su casa (al lado del mercado de Santa Cruz) y vamos en mi coche hasta el punto de inicio de la ruta, una pista (camino del Tomadero) que sale del Camino de Jardina pasado este núcleo, más o menos a 700 metros de altitud. Iniciamos la caminata a las 8 de la mañana, más o menos. Vamos a seguir un sendero que discurre junto al barranco de Tahodio, aunque ése parece ser el nombre del último tramo, el que va desde la charca del mismo nombre hasta su desembocadura junto al Club Náutico de Santa Cruz. La primera parte del recorrido será en dirección Este, pasando por encima de las cabeceras de unos cuantos barrancos menores que confluirán justo antes del embalse, en el principal. Al llegar al este barranco principal –cuando hayamos caminados unos tres kilómetros y descendido unos doscientos metros– se gira en dirección Sur. Prácticamente toda la longitud de la ruta se desarrolla en el término de Santa Cruz. Jardina, ciertamente, pertenece a La Laguna, pero a los sesenta metros del cruce ya hemos cambiado de municipio.
 

Nada más dejar atrás las casas de Jardina e iniciar la ruta se nos abre otro más de los espectaculares panoramas del macizo de Anaga, una orografía montañosa de infinitos pliegues sobre sí misma, las laderas tapizadas de múltiples verdes, pardos terrosos y afloramientos de roca negra exhibiendo sus muchas fracturas. No pocas de éstas son mordiscos humanos; encontramos algunas canteras abandonadas hace mucho.El nombre del camino permite suponer que en su origen se transitaba para acopar agua de algún "tomadero" más o menos cercano. Descubro ese topónimo en el cruce con el barranco del Salto del Río, que viene desde la dorsal del macizo (en las proximidades del Pico del Inglés) y es el que forma el cauce principal que seguiremos hasta su desembocadura. Imagino que ahí, a unos dos kilómetros y medio del caserío, se formaría una poza de agua cayendo en cascada, para luego continuar con menos pendiente hacia el Sur. 
 
 
El camino está en unas condiciones excelentes, lo que nos hace deducir que ha sido arreglado hace poco. De vuelta en casa confirmo que, efectivamente, es una obra reciente del Área de Medio Ambiente del Cabildo de Tenerife, financiada con cargo al Fondo de Desarrollo de Canarias. Los caminos rurales que ejecuta el Cabildo son de una calidad magnífica y, evidentemente, muy caros. Estas obras en concreto, según leo en la prensa, ascendieron a unos 265.000 €,  lo que supone un coste unitario de casi cien mil euros por kilómetro. La justificación principal que se esgrime para estas inversiones suele ser siempre la de posibilitar la actividad agraria en fincas con malas condiciones de acceso. Es verdad que encontramos algunos bancales en cultivo (y también lo que parece refugios de cabras), pero muy pocos. Pero bueno, uno de los objetivos que establece la Ley para los Espacios Naturales Protegidos en la categoría de Parque Rural –como es el caso de Anaga– es el de promover el desarrollo de las poblaciones locales y mejoras en sus condiciones de vida, lo cual es argumento suficiente para que la inversión pública por habitante en estos territorios sea enormememente superior a la que le toca al residente en cualquier núcleo urbano. Sin embargo, los pobladores de Anaga (y los de Teno, el otro Parque Rural) suelen sentirse (o al menos así lo expresan) en continuo agravio y olvido por la administración. En fin, este asunto daría para un largo debate, pero hoy hemos de seguir la ruta. 
 
El día es magnífico, especialmente para estar a mediados de noviembre. De momento la temperatura es muy agradable pero no es difícil anticipar que en cuanto el sol suba el calor será bastante más del deseable. Como a los cuarenta minutos de camino (vamos despacios, disfrutando del paisaje), la pista se hace algo más sinuosa e incrementa la pendiente: estamos bajando la ladera del barranco principal (por aquí cerca estaría el tomadero de la toponimia) y orientándonos hacia el Sur. Hacemos aun unos setecientos metros por el camino "de lujo", que acaba casi pegado al cauce, donde han colocado un pequeño puente de madera para permitir, durante las lluvias, pasar a unas fincas situadas en otra ladera. Hay un coche aparcado, pero no se ve a nadie trabajando la tierra. Los vehículos que hemos visto pasar eran casi todos de cazadores. Cruzamos y ascendemos por una mínima trocha que entra en bancales que no se cultivan desde hace tiempo. Llegamos hasta el final y vemos que hemos avanzado unos ciento cincuenta metros paralelos al camino que discurre más abajo. Para regresar al mismo hemos de abrir un somier puesto a modo de puerta que está trabado con alambre para impedir el acceso a la finca (algo absurdo cuando por el otro extremo el paso es franco). El camino ha dejado de ser una pista para convertirse en un sendero. Hasta aquí no han llegado las obras del Cabildo  ... de momento, porque leo que hay prevista una segunda fase de ejecución.
 

Durante el próximo poco más de kilómetro y medio caminamos bordeando el cauce del barranco por lo que sí es propiamente un sendero. Hay partes más ciudadas que otras pero en general es de fácil tránsito, sin que haya que tomar ninguna precaución especial. En todo caso, desciende la velocidad de marcha, pero no solo porque haya que fijarse dónde se pisa sino para disfrutar de un bellísimo paisaje que no me canso de mirar y sentir. A veces caminamos sobre toca, otras sobre guijarros, otras sobre tierra; a veces la senda baja al cauce, otras va a media ladera, otras se pega a paredes de roca en las que se abren cuevas ... Por supuesto, el silencio es absoluto, salpicado tan solo por trinos de pájaros. Así, sintiéndonos como si estuviéramos recorriendo un paraíso (y con el temor de que en cualquier momento un dios airado nos expulse), fuimos descendiendo durante unos cuarenta minutos hasta llegar a la charca de Tahodio. Hacia las diez menos diez el paisaje se abrió y ante nosotros apareció el gran muro de la presa. Decidimos bajar hasta el agua y allí descansarun ratito y comernos los bocadillos.

 
La conocida popularmente como charca de Tahodio fue construida entre 1914 y 1926 por iniciativa de Santiago García Sanabria –uno de los más famosos alcaldes de Santa Cruz– para el riego de las fincas de plátanos y pequeñas huertas que había en el valle. Leo que inicialmente spodía almacenar hasta 900.000 m3 pero esa capacidad ha bajado en la actualidad a menos de la mitad debido al barro que ha ido acumulándose en su fondo. En estos momentos, sin embargo, el nivel del agua está bajísimo; no creo que pase del 10%, una pena. Descendemos con algunas dificultades hasta el borde del agua, pisando barro seco resquebrajado. Tres patos se deslizan aburridos por el agua mientras en la orilla opuesta algunas garzas intentan pescar y parecen quejarse de su poco éxito con graznidos airados. Sentados en unas piedras engullimos los bocatas y bebemos un poco de agua. La caminata está siendo fácil y no estamos cansados, pero el sol ya empieza a pegar fuerte. Repuestas las fuerzas, trepamos hasta el acceso a una finca (éste abierto) desde el que alcanzamos de nuevo el sendero. Caminamos hasta la mitad del dique y desde allí miramos hacia ambos lados. Vemos que por la otra margen del barranco discurre otro sendero, pero regresamos para seguir el de la orilla por la que venimos (porque es el que he dibujado previamente al planificar la ruta). Justo al lado del embalse hay una edificación en la que reside una pareja con la que hablamos y que nos dice que ambos caminos confluyen más adelante; bueno, otro día lo recorreremos.
 

Los siguientes trescientos metros del camino, que bajan cincuenta metros (de la cota 270 a la 220), están en bastante mal estado, pero aún así son transitables por vehículos todoterrenos (como el que estaba aparcado en la casa junto a la presa). Pero enseguida, donde  el pequeño caserío de Casas de la Charca, el sendero se convierte en una maravillosa vía de hormigón blanco con arcenes de piedra, sin duda otra obra reciente del Cabildo. Con suave pendiente el camino va siguiendo el barranco de Tahodio, cruzando el cauce varias veces mediante badenes (en los que siempre se señaliza el peligro de pasar en caso de lluvias). El kilómetro escaso que media entre Casas de la Charca y Valle Luis, donde el camino se convierte en una estrecha carretera asfaltada, es un paseo delicioso, entre abundante vegetación y, de fondo, el imponente paisaje que enmarca el valle; tan solo se echa en falta que corriera el agua, como ocurriría en épocas pasadas. Este caserío  se encuentra en la confluencia del barranco de su mismo nombre con el de Tahodio. Para cruzarlo, la carretera dibuja una curva muy cerrada que baja casi hasta el cauce. Para acortar el recorrido peatonal (y permitir el paso durante las lluvias si la parte baja se inunda), se ha dispuesto un puente en pasarela, probablemente parte de las obras recientes. ¡Todo un lujo!


Inmediatamente después nos encontramos con seis o siete casas alineadas frente a la pista cuyas formas y estética nada tienen que ver con el lugar. Aunque quedan todavía casi dos kilómetros para salir del Espacio Natural Protegido, ya se nota la influencia urbana, se desvanece la sensación paradisíaca. Este último tramo  está jalonado por cada vez más edificaciones y, lo que es peor, por más basura de todo tipo que los civilizados habitantes de la Isla tiene por costumbre abandonar. El último caserío rural antes de pisar oficialmente el suelo urbano es el de Puente de Hierro, llamado así por el que cruza el barranco y la carretera, pero que ahora solo soporta una una tubería. Justo antes de este mínimo núcleo se sitúa un club de tenis –Capicua se llama– con tres pistas. Inverosímil ubicación, tanto por el lugar como por la orografía (una ladera). No sé ni cuándo ni cómo se instaló ahí, pero he de averiguarlo. Lo cierto es que en su facebook hacen virtud de lo que, en mi opinión, es un ejemplo clarísimo de un emplazamiento erróneo: "En el entorno más natural, sin contaminación, se encuentra el mejor club de tenis de Tenerife. Tres pistas de tenis en plena naturaleza".
 
Hacia las once y media entramos en la ciudad, lo cual se certifica porque a la carretera, que ya se había ensanchado a dos carriles en el último kilómetro, le aparece una acera y por tanto se convierte en calle. Estamos en el barrio de la Alegría (ése al que se quería mudar Sabina pero siempre perdía el tranvía), un núcleo que se fue consolidando durante los años sesenta y setenta con la autoconstrucción de viviendas trepadas por la ladera. Modelos urbanísticos como el de este barrio son la respuesta espontánea al fracaso de las políticas públicas de vivienda; no es para nada un buen resultado, ni ambiental ni funcionalmente, por más que a estas alturas lo que proceda es conseguir etenuar las indudables carencias de ese abigarrado asentamiento en fuerte pendiente. En todo caso, nosotros no llegamos a entrar propiamente en el barrio; caminamos por el borde del barranco, junto a la única franja de terrenos planos en la que en la actualidad se disponen los equipamientos vecinales, como el centro docente público (infantil, primaria e instituto) y el campo de fútbol (en el que se estaba jugando un partido con mucho público viéndolo de pie en las calles que lo bordean, porque no tiene gradas). Pasada la cancha hay una pasarela peatonal por la que cruzamos el barranco y entramos en Residencial Anaga, un barrio que ya sí responde al urbanismo ortodoxo (con planes aprobados en largas tramitaciones administrativas). Nos sentamos en una terraza para tomar unos refrescos y luego seguimos caminando por Santa Cruz con la incomodidad de la mascarilla (atravesamos el Toscal, plaza del Príncipe, puente Serrador) y llegamos a la casa de Jorge poco después de las doce y media. Nos metimos en su coche y me subió hasta Jardina para recoger mi coche. Etapa finalizada: fácil, corta y sin sobresaltos ni sorpresas.
 

domingo, 8 de noviembre de 2020

De la Palmita (La Victoria de Acentejo) a El Rincón (La Orotava)


Quedamos a las 7:30 en el aparcamiento de la playa del Bollullo, en El Rincón de La Orotava, un ámbito agrario que, por presión de la ciudadanía, fue protegido por Ley del Parlamento Canario en 1991. Llegué puntual pero el aparcamiento estaba cerrado con una cadena; abre a las 9 de la mañana y cobra 3 euros como precio fijo: un buen negocio, qué duda cabe. Esperé un rato mirando, a la tenue luz del sol naciente, el acantilado a cuyos pies se extiende la playa del Bollullo y el camino por el que se accede a ésta. Cuando llegó Jorge subimos hasta el restaurante San Diego, junto al cual dejó su coche. Seguimos en el mío hasta la urbanización La Palmita, en el municipio de La Victoria, donde habíamos acabado la caminata del domingo anterior y donde empezábamos la de éste; eran las 8 de la mañana más o menos.
 
Caminamos en dirección Sur por la carretera de acceso a la urbanización con la intención de girar hacia el Oeste por un camino a unos 270 metros. Sin embargo, al llegar, resultó que era de una finca privada y el paso estaba impedido por unas puertas con candado. Nos vimos pues obligados a seguir cuesta arriba otro tanto hasta llegar a la vía de servicio de la autopista. Una vez allí, doblamos hacia la derecha, pasamos el túnel que da acceso al casco de La Victoria y enseguida de nuevo giro a la derecha para bajar en sentido Norte por un estrecho camino asfaltado también llamado calle de la Costa. El camino discurre hacia el mar, transversal a la línea de costa en suave pendiente descendente, con una longitud algo inferior al medio kilómetro. Los primeros metros, asfaltado, para dar acceso a dos viviendas unifamiliares aisladas; luego atraviesa fincas en cultivo, más estrecho y con peor firme. Casi al final, antes de girar hacia la izquierda, se abre una espectacular vista del Teide, delineado sobre un cielo especialmente límpido, sin calima (aunque el primer plano, con edificaciones nada apreciables, estropea la fotografía).

El camino de la Costa acaba y doblamos hacia la izquierda, siguiendo el muro dede las últimas fincas agrícolas que se asoman a la acantilada ladera. Ahí empieza el sendero del Barranco Hondo, que separa los términos municipales de La Victoria de Acentejo y Santa Úrsula. El nombre del barranco no deja de ser acertado: estamos a 165 metros de altitud y habremos de bajar casi hasta el nivel del mar, por un trazado sinuoso ajustado a la ladera. El sendero está en un muy aceptable estado de conservación: firme hormigonado y abundantemente escalonado en la casi totalidad de su longitud y barandilla de manera que cumple bien su papel quita miedos. Aun así, nos damos cuenta de que los desprendimientos son frecuentes, lo que añade un cierto nivel de riesgo al recorrido. El descenso, pese al castigo que sufren nuestras rodillas, es una maravilla, disfrutando de las cambiantes vistas de la costa, los acantilados y el mar, con el roque que emerge justo enfrente de la desembocadura del barranco. En este roque, por cierto, hay cinco o seis personas, imaginamos que pescando, aunque nos preguntamos cómo han llegado hasta allí. Durante todo el descenso los escuchamos gritando, aunque no nos pareció que pidieran ayuda.  Al iniciar el ascenso vimos que llegaba una barca y recogía a dos de ellos; supusimos que repetirían el viaje para los restantes.
 
 
 
La bajada nos tomó casi veinte minutos. Antes de llegar a la playa de callaos que forma la desembocadura del barranco, nos desvíamos para ver unas cuevas excavadas en la ladera, bien cerradas con puertras y candados, y que parecían en relativo buen estado de conservación. En todo caso, ya no son vivienda permanente pero imagino que seguirán usándose como estancia temporal –de fin de semana, por ejemplo– por quienes se hayan erigido en sus dueños (porque parece evidente que están dentro de dominio público, sea del cauce del barranco o marítimo-terrestre). Desde ahí apenas quedaban unos pocos metros hasta la playita de piedras, contra las que las olas batían furiosas: no parecía un lugar idóneo para meterse en el mar. Abajo también había otreas cuevas, pero éstas abiertas y llenas de trastos y basuras (entre otras cosas, se apreciaba que habían desmontado una zodiac). Permanecimos solo unos instantes antes de iniciar el ascenso por la otra ladera, ya en el término municipal de Santa Úrsula.


 

El ascenso nos llevó más o menos el doble de tiempo, no solo porque la subida es más agotadora (ahí es cuando compruebo que mi forma física no es la deseable) sino también porque el camino en esa ladera estaba en peores condiciones de mantenimiento y, además, sube unos veinte metros más que en el otro lado. El sendero acaba en la carretera que viene desde la vía de servicio de la TF5 –se llama Camino del Mar– y ese acceso está cerrado con una valla: el ayuntamiento de Santa Úrsula prohíbe el tránsito porque lo considera muy peligroso; no así el de La Victoria que no advirtió nada en el otro extremo. Obviamente, vadeamos la valla y salimos casi al lado de la granja Teisol, una empresa ganadera que el Cabildo compró para evitar su quiebra, en la que invirtió fuertes sumas de dinero público y que pese a ello, según creo, ha tenido que cesar su actividad. Durante los últimos años, los "rescates" de empresas privadas agobiadas (sobre todo de amigos, según las malas lenguas) se convirtió casi en una política de la corporación insular, de dudosa justificación y más dudosos resultados. Pero no es este lugar para hablar del gobierno, así que sigamos con la narración de la ruta.

El Camino del Mar acaba en fondo de saco dando acceso a tres parcelas unifamiliares con chalets de apreciables tamaños. Poco antes el muro que cierra los bancales que hay a la izquierda tiene una abertura desde la que sale una senda que lleva al borde superior del barranco de la Cruz, el que separa esta meseta de la que soporta la urbanización de La Quinta, la mayor del municipio de Santa Úrsula. Éste, como el anterior, es un señor barranco. No hay un sendero "oficial" que lo atraviese, pero sí encontré en la Red algunas descripciones de quienes lo habían hecho y también, entre las propuestas que maneja el Cabildo para futuros senderos, hay un trazado que, desde donde estábamos llega a la Quinta y sigue hasta la urbanización Lomo Román, cruzando el siguiente barranco. Ese dibujo era el que, debidamente georreferenciado, había cargado en el móvil y que pretendía que nos sirviera de guía. Así que, con esa idea nos detuvimos al borde del barranco mirando hacia La Quinta (con el Teide amparándonos) y buscando el débil rastro de lo que alguna vez fue una senda y en la actualidad está prácticamente oculto por matorrales y zarzas.

El descenso fue no tanto peligroso pero sí complicado, porque apenas se veía por donde pisar y de continuo era necesario romper o apartar arbustos y ramas de la ferez vegetación. Al cabo de un rato nos detuvimos para comer y beber y, al poco de reiniciar la marcha, Jorge se dio cuenta de que se le habían caído las gafas. Dio la vuelta para buscarlas mientras yo le esperaba sentado en una roca junto a la pared vertical del acantilado, que amenazaba desmoronarse en cualquier momento. Al cabo de casi un cuarto de hora apareció Jorge y, contra mis previsiones, había econtrado sus gafas. Así que, con las consiguientes dificultades, continuamos el descenso hasta llegar al cauce del barranco, totalmente ocupado por juncos. La subida, curiosamente, nos llevó menos tiempo. El sendero, aunque muy parecido al del descenso, estaba algo menos cubierto por la vegetación y, además, en esa ladera tenía un recorrido bastante más corto. Así que, después de pasar delante de una furgoneta achatarrándose que algunos "cívicos" habían desbarrancado, salimos a una de las calles de la parte nueva de la urbanización La Quinta (la que todavía está muy poco edificada). Cruzar el barranco de la Cruz nos había costado una hora y cuarto. Eran casi las once de la mañana y el sol, muy alto ya, calentaba a gusto.

Después de caminar por tierra en pendiente y entre arbustos encontrarse sobre el pavimento liso, duro y bastante plano de una urbanización equivale a un descanso. La calle por la que entramos se llama La Sabinita; de ésta pasamos a la del Muella siguiendo hacia el Oeste; luego doblamos hacia arriba, pasamos una medio glorieta y seguimos por un pasaje peatonal que desemboca en la calle Codeso. Avanzamos por esta calle hasta su final, frente a una parcela inmensa con tres edificaciones al borde del barranco Michel. Junto al muro de esa parcela discurre un camino de tierra que lleva hasta una depuradora casi en el cauce del barranco. Cuando estudié la ruta había pensado llegar hasta ahí y luego trepar por la otra ladera, que no parecía demasiado empinada. Sin embargo, una puerta metálica bien cerrada nos impedía el paso. Hubimos de subir por el bosquecillo de la izquierda, pasar la puerta y, con bastante cuidado y apoyándonos en los bastones, caer al camino. Luego, desde la depuradora, la ladera presentaba bastante más pendiente que la que había supuesto, no se veía ningún sendero y, para empeorar las cosas, era de tierra blanda. La única solución que se nos ocurrió –y pusimos en práctica– fue escalar agarrados a la verja de una casa sita en la parte alta de la ladera. Cuando llegamos arriba descubrimos que, para llegar a la calle de la urbanización, teníamos que meternos dentro de la terraza de esa vivienda, pasando casi pegados al ventanal de la sala. Por suerte no había nadie ahí en ese momento porque nos habríamnos visto en un aprieto para explicar lo que hacíamos. En fin, tras esta breve violación de propiedad privada, salimos a la calle Venezuela de Lomo Román (por cierto, las otras calles de esta pequeña urbanización se llaman Simón Bolívar, Orinoco, Caracas y Maiquetía; no es muy difícil imaginar el origen del promotor).

Caminamos hacia arriba (una buena cuesta) hasta llegar al pie de la autopista que, en ese punto, es atravesada por un túnel que lleva al casco de Santa Úrsula. Estábamos para entonces muy escasos de agua y dudamos si acercarnos al pueblo en busca de un bar donde nos vendieran dos botellines. Pero era ya casi mediodía y aún nos faltaba un buen trecho, por lo que preferimos no desviarnos. De modo que doblamos por la lateral de la TF5, que se llama calle Sancho Panza y da acceso a otra urbanización de chalés, aun más pequeña que la anterior, de la que está separada por una franja de fincas en cultivo. No sé el nombre de este núcleo, aunque los nombres de sus calles dan una pista bastante clara: además de la citada de Sancho Panza, Don Quijote, Dulcinea del Toboso y Rocinante. Bajamos por la de Don Quijote hasta su final, donde empieza un paseo peatonal que bordea la urbanización por el cantil del acantilado. Un recorrido muy agradable con magníficas vistas al mar y al Paisaje Protegido de Acentejo, espacio natural cuya mitad más occidental la cubrimos con esta ruta. Eso sí, la subida, con innumerables escalones, se hace cansada, sobre todo cuando llevas ya unas horas de caminata. Si hubiéramos completado todo este paseo habríamos prácticamente enlazado con el sendero del Ancón, último tramo de la caminata. Pero unos 150 metros antes habían cerrado el paso con una valla porque parece que había habido desprendimientos. Así que hubimos de atravesar lo que debía ser un solar de la urbanización para salir de nuevo a la calle lateral y de ahi en un momento al mirador desde el que se inicia el sendero de bajada hacia el Rincón de la Orotava.
 
El camino del Ancón baja unos doscientos metros serpenteando por la ladera del risco del mismo nombre. Está en bastante buen estado y se aprecia que el Cabildo lo mantiene con regularidad. Pero lo que impresiona es imaginar cómo abrirían esta senda en su origen (es una ruta tradicional de pastoreo de cabras); su trazado sobre un acantilado escarpado, casi vertical, demuestra que no hay territorio que no pueda hacerse accesible (cuestión distinta es que eso sea conveniente); de hecho, en Tenerife hay no pocos ejemplos. Nos llevó una media hora bajar el sendero, de una longitud aproximada de un kilómetro; la verdad es que, a esas alturas de la jornada y sin agua, se nos hizo larga y cansada, pero en mejores condiciones no habría sido demasiado dura. Pero, en todo caso, las vistas son espléndidas: el acantilado al que se está pegado, que admira y asusta, el mar, las playas del Rincón, el núcleo del Puerto de la Cruz, al fondo ... El último tramo del sendero pasa por una finca de viñedos exquisitamente dispuestos y cuidados pese a la dificil orografía: es una sucesión de estrechos bancales que forman una amplia terraza asomada al océano. Se avanza un poco más y se llega a una pista asfaltada que da acceso vehicular a una magnífica vivienda que se dispone sobre el promontorio que separa las playas del Ancón y de Los Patos y a la finca agrícola (que se extiende sobre terrenos mucho más planos en toda la longitud de la playa de Los Patos). 
 
 
Lo que nos queda de ruta es ya muy fácil, por caminos pavimentados y de escasas pendientes. El primer tramo –de unos 400 metros– es un sendero estrecho y que debe mejorarse, ajustado entre el acantilado costero y los muros de las plataneras adyacentes; por el mismo nos cruzamos con bastante gente que se dirigía a la playa (paralelo a este sendero, por el interior de la finca, hay un viario privado ancho y en buen estado que, si se abriera al público, mejoraría mucho la movilidad en esta área). Luego se gira por otro pasaje estrecho entre fincas que desemboca en una pista asfaltada llamada Camino del Ancón y que más adelante pasa a denominarse Camino de San Diego. Por esa pista, flanqueada de plataneras y alguna que otra vivienda, caminamos casi un kilómetro hasta llegar al restaurante San Diego, junto al cual estaba aparcado el coche de Jorge. Antes de arrancarlo, entramos a tomarnos unos refrescos y corregir el deshidratamiento en el que estábamos. Pasada la una y media dimos por terminada la etapa; Jorge me acercó a La Palmita para coger mi coche y ahí nos despedimos hasta la próxima.