lunes, 14 de marzo de 2022

Crimea y Cataluña

La singularidad geográfica –una península avanzada en el Mar Negro y conectada por un estrecho istmo al continente– ha hecho de Crimea un territorio singular en el que sus habitantes han desarrollado a lo largo de los siglos una fuerte conciencia de identidad. No fue sino hasta finales del siglo XVIII, bajo el gobierno de Catalina la Grande, que la península fue incorporada al imperio ruso, arrebatada del dominio turco y trasladada a la esfera occidental, con todos los matices que queramos en lo que se refiere a la occidentalidad de los rusos. Al constituirse la URSS (1921), Crimea se convierte en una república autónoma, aunque integrada en la República Socialista Federativa Soviética de Rusia. Stalin se cepilló la autonomía después de la Segunda Guerra Mundial (también de paso a numerosos tártaros) y pocos años después, en 1954, siendo secretario general del PCUS Nikita Jrushchov (muy vinculado a Ucrania), Crimea fue cedida a esta Republica. Se trataba de una decisión poco más que meramente administrativa; al fin y al cabo, el Estado común era la Unión Soviética. La disolución de la URSS supuso, como es sabido, la independencia de las quince repúblicas que la conformaban –entre ellas Ucrania– cada una con los límites territoriales de la administración soviética. Ahora bien, en el nuevo estado ucraniano, Crimea gozaba de un régimen de autogobierno (reconocido en 1991 y limitado pero no suprimido en 1998). En términos étnicos –no me gusta nada esta referencia pero es obligada– la mayoría de Crimea era (y sigue siendo) rusa así como es el ruso el idioma más hablado. No obstante, parece que durante las dos primeras décadas de vida de Ucrania, los habitantes de Crimea no se sintieron incómodos como parte del nuevo estado. 
 

Sin embargo, las cosas se pusieron feas en 2013, a partir del Euromaidán (las manifestaciones europeístas de Kiev) y la posterior abolición de la ley de lenguas cooficiales, interpretada en Crimea como un intento de “ucranizar” la península. Durante los primeros meses de 2014 hubo varios incidentes en Crimea en contra del gobierno de Kiev que derivaron rápidamente hacia proclamas secesionistas. El 6 de marzo el Parlamento de Crimea aprobó por unanimidad la futura anexión a Rusia en calidad de república federada y la celebración de un referéndum. Naturalmente, ese referéndum fue declarado ilegal por las autoridades ucranianas. No obstante, el 16 de marzo se celebró el plebiscito en el que se hacían dos preguntas: la 1, si se estaba a favor de la unificación de la península de Crimea con Rusia como sujeto de la Federación; la 2 si se estaba a favor de la restauración de la constitución de Crimea de 1992 y del estatus de la península de Crimea como parte de Ucrania. Según las autoridades de Crimea, la participación fue del 83% y ganó la primera opción con la abrumadora mayoría de casi el 97% de los votantes. El 17 de marzo, a la vista de los resultados, el Parlamento de Crimea declaró el «Estado soberano independiente República de Crimea» y votó su anexión a Rusia. El mismo día, Putin reconocía la independencia. 
 

Lo acaecido en Crimea hace unos años y que acabo de narrar me pasó desapercibido en su momento. Ahora, con motivo de que la crisis ucraniana ha adquirido absoluto protagonismo mediático, me ha picado la curiosidad de bucear en unos antecedentes cercanos que tengo la sensación de que no fueron suficientemente informados por los medios occidentales. Al hacerlo, me ha llamado la atención las marcadas similitudes entre el proceso separatista crimeo y el catalán. De hecho, el llamado “procés” empezó en diciembre de 2012 cuando Artur Mas y Oriol Junqueras acordaron celebrar una consulta de autodeterminación en Cataluña; de modo que es bastante contemporáneo de la crisis de Crimea. Sin embargo, entre el aluvión de argumentos que usaron los independentistas catalanes para justificar el derecho de autodeterminación, no recuerdo que alguna vez se hiciera referencia a Crimea. Obviamente, no interesaba mencionar una situación motivada en gran medida por el antieuropeísmo y en la que los que apoyaban eran los malvados rusos (en cambio, Putin no tuvo inconveniente en “apoyar” el procés justamente porque le convenía debilitar a Occidente y defender el derecho de autodeterminación de Crimea). Tampoco durante estos años ni ahora en la crisis bélica he escuchado a ningún líder catalán justificar o al menos empatizar con los movimientos independentistas en las regiones prorusas de Ucrania. Mucha hipocresía. 
 

Pero, sobre todo, lo que más llama la atención es que cuando insistían en que el derecho de autodeterminación estaba reconocido internacionalmente (interpretando sesgadamente resoluciones de naciones unidas, como ya conté en este post) nunca se refirieron a la Resolución 68/262 sobre la integridad territorial de Ucrania, aprobada por la Asamblea General el 27 de marzo de 2014, apenas diez días después de que el parlamento de Crimea declarase la independencia. En esa Resolución se declara que, debido a que “el referendo celebrado en la República Autónoma de Crimea y la ciudad de Sebastopol el 16 de marzo de 2014 no contó  con la autorización de Ucrania” no tiene validez y, por tanto, “no puede servir de base para modificar el estatuto de la República Autónoma de Crimea o de la ciudad de Sebastopol”. De la existencia de esta Resolución me acabo de enterar, pero sin duda Puigdemont y sus colegas la conocerían de sobra cuando convocaron y celebraron el referendo del 1 de octubre de 2017. Es decir, sabían perfectamente que, al no contar con la autorización del Estado español, dicho referéndum habría de ser declarado nulo por Naciones Unidas (ni siquiera hizo falta). ¿Empujaban a los catalanes por una vía sin salida o alguno de ellos pensaría –no sin motivos– que la legalidad internacional es flexiblemente adaptable a los intereses de cada momento? En todo caso, lo cierto es que de ese plebiscito crimeo no se habló durante el tumultuoso periodo del secesionismo catalán.

sábado, 12 de marzo de 2022

Democracia y guerra

Democracia, etimológicamente significa –lo sabe todo el mundo– gobierno del pueblo. Por eso, cuando se evalúa el nivel democrático de un régimen solemos fijarnos casi exclusivamente en la calidad de los mecanismos electivos de sus gobernantes. Un régimen nos parece tanto más democrático cuando quienes gobiernan así como las decisiones que adoptan son acordes con la voluntad de la mayoría de los ciudadanos. El corolario es que entendemos como antidemocrático que lo que quiere la mayoría no se lleve a la práctica o también que se impida a la ciudadanía expresar su voluntad. Eso justificaba, por ejemplo, el mantra de los independentistas catalanes: que el estado español no era democrático porque negaba que el “pueblo catalán” expresase su voluntad de autodeterminación. 
 
Naturalmente, la democracia no es solo eso. Desde luego, las elecciones deben ser limpias y sus resultados expresar la mayor representatividad posible (y muchos países democráticos dejan bastante que desear a este respecto). Pero no basta; tan o más importante es que funcione un sistema de contrapoderes y que todos los agentes se ajusten a las normas legítimamente aprobadas (Estado de Derecho). Parece bastante claro que Rusia (o China) están muy lejos de cumplir estas condiciones, mientras que, ciertamente, los países occidentales son bastante más democráticos, bastante más “estados de derecho”. 
 
No obstante, creo que los agentes que trabajan al servicio de estos estados de derecho están escasamente convencidos de la importancia de respetar los requisitos esenciales de la democracia. Por decirlo más claramente: estoy convencido de que la mayoría de ellos no tiene ningún reparo en saltárselas en la consecución de los intereses de sus respectivos gobiernos. A este respecto, la diferencia principal entre los regímenes autoritarios y los “democráticos” es que en los últimos se guardan mucho más de que estas acciones “antidemocráticas” (ilegales) sean secretas y no trasciendan. No es diferencia menor, en cualquier caso, porque limita mucho más las ilegalidades en los países democráticos que en los autoritarios, en los que los agentes del gobierno se sienten mucho más impunes, lo que les impulsa a ser más audaces. 
 
Si comparamos Estados Unidos y Rusia en estos aspectos (a pesar de que nuestros conocimientos son mínimos) creo que se verifica lo que acabo de decir. No hay más que ver la filmografía hollywoodense para comprobar que, en efecto, el gobierno norteamericano no tiene demasiados reparos en ejercer comportamientos frontalmente contrarios a las mínimas normas del Estado de Derecho. Ahora bien, el hecho de que los cineastas y escritores hablen sobre ello (y no sean censurados) ya es un indicador de que las deficiencias democráticas norteamericanas son menores que las de regímenes como el ruso o el chino (al menos, eso me parece). Aparentar no es lo mismo que ser, desde luego, pero mantener las apariencias es en sí mismo un freno. 
 
Lo que ya no tengo tan claro es que, en su política exterior desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos hayan sido más respetuosos con los principios democráticos que Rusia (o la antigua URSS). Basta repasar las intervenciones de los USA a lo largo y ancho del planeta para comprobar cómo lo único que le ha importado es hacer prevalecer sus intereses. Eso sí, ha procurado siempre justificar sus acciones con relatos edulcorados en los que suele recurrir a argumentos de fuerza mayor (que luego muchas veces se comprueban falsos, pero a esas alturas ya no importa). Los rusos, al ser un régimen autoritario, se han preocupado mucho menos por justificarse. Ahora bien, lo que se ha ido apreciando en los años de este siglo es que a los Estados Unidos (y a sus corifeos de Occidente) cada vez le importa menos justificar la legitimidad de las actuaciones en el exterior de sus fronteras. 
 
La Guerra Fría no acabó con el derrumbe soviético; no terminó entonces la división del mundo. Parece que es ley histórica que siempre haya de haber potencias que pretendan dominar el planeta, fundamentalmente para que sus élites se apropien de recursos y se garanticen su bienestar. Tiene pues necesariamente que haber enemigos, aquéllos que también quieren lo mismo o esos otros que ingenuamente querrían no dejarse avasallar. Pintamos pues al enemigo como malvadísimo (y antidemocrático, por supuesto) y en base a ello justificamos cualquier actuación en su contra, aunque sea contraria a las más elementales reglas democráticas (es decir, que si lo hiciéramos dentro de nuestras fronteras, seríamos imputados penalmente). Antes esas actuaciones se hacían en secreto, clandestinamente. Ahora no se ocultan, incluso algunas se retransmiten y celebran (por ejemplo, el asesinato de Bin Laden violando la soberanía de Pakistán). 
 
La guerra parece justificar saltarse los requisitos de la democracia. Supongo que ello obedece a que se reconoce implícitamente que es más fácil conseguir la victoria de esa manera, que las garantías del Estado de Derecho son inconvenientes, que el los comportamientos autoritarios resultan más ventajosos. No sé si tales conclusiones son ciertas; puede que sí pero no estoy del todo convencido. Lo que sí me parece claro es que la guerra (directa o indirecta) es el entorno perfecto para quienes prefieren actuar al margen de los controles democráticos. Pero, sobre todo, lo es para que la mayor parte de la población aplauda esas medidas, sin importarle sus carencias democráticas. De este modo, la guerra o simplemente la amenaza de guerra es el marco ideal para ir socavando los principios del Estado de Derecho (sobre todo en aquellos países, como el nuestro, en que muchos ciudadanos no los tienen profundamente interiorizados). 
 
No quiero entrar a discutir sobre Ucrania, pero es evidente que el actual conflicto es un escenario perfecto para comprobar lo que acabo de contar. Como estamos en guerra –según dice Borrell, aunque que yo sepa la Unión Europea no la ha declarado– hemos de adoptar medidas de castigo a Rusia, sin someterlas a los requisitos que el Estado de Derecho exige e incluso, algunas de ellas, de muy dudosa legitimidad (se me ocurre, por ejemplo, lo de desposeer a los millonarios rusos de sus fortunas en Europa y USA; podrá parecernos muy adecuado –son el apoyo de Putin y de esa manera los forzamos a que disuadan al sátrapa ruso de seguir con la invasión–, pero intervenimos su patrimonio saltándonos toda garantía jurídica). En fin, solo puedo hacer votos para que esta catástrofe acabe pronto y para que se refuerce entre la población civil la estima real por los valores democráticos (también, desde luego, en la de los países autoritarios), única vía para que el mundo vaya a mejor. Pero soy pesimista.

viernes, 11 de marzo de 2022

Lo que no me termina de convencer del liberalismo (2): la propiedad privada

El cuarto “principio” del liberalismo es, según Rallo, la propiedad privada que, siguiendo a Gerald Gaus (un filósofo político de la Universidad de Arizona muerto en 2020) incluye siete derechos bastante absolutos (la concreción extendida de los tradicionales romanos de uso, disfrute y disposición); parece que para el liberalismo no hay “función social de la propiedad”. Establece Rallo que “sin derechos de propiedad sobre el entorno resultaría imposible determinar quién está conculcando el derecho de libertad de quién” o –lo que viene a ser lo mismo– para poder ejercer la libertad individual (el derecho a vivir la propia vida como quiera) es imprescindible el derecho de propiedad en los términos definidos. Esta afirmación no viene argumentada y, de hecho, a mí no termina de convencerme. 
 
Estoy de acuerdo en que, para poder ejercer la libertad personal, es necesario contar con una cierta seguridad en el uso e incluso posesión de los recursos. Pero no creo que necesariamente esa seguridad haya de resolverse mediante la propiedad privada tal como la entendemos. Por ejemplo, no creo que el derecho del propietario a impedir que los no propietarios utilicen el bien sea imprescindible para que el propietario pueda ejercer su libertad. Evidentemente, no estoy diciendo que reconozca el derecho de nadie a usar algo que no es suyo, pero sí que ese derecho del propietario que reconoce Gaus podría decaer –mediante la pertinente regulación– cuando el bien está en manifiesto desuso, pensemos en viviendas vacías o fincas agrarias abandonadas. No alcanzo a entender por qué es imprescindible que el propietario pueda disponer absolutamente de sus propiedades para ejercer su libertad. Y dudas similares me asaltan respecto de otros derechos que el liberalismo asocia a la libertad. Pero –para que conste– no niego tajantemente la vinculación entre propiedad privada y libertad individual, pero no me convence de momento (a la espera quedo de mayores argumentos) que aquella –sobre todo entendida de forma tan absoluta– sea imprescindible para que pueda existir la segunda. 
 
La propiedad es legítima para los liberales cuando el bien se ha obtenido de forma pacífica, sin arrebatárselo a otro. La forma originaria de obtener la propiedad es mediante su ocupación o posesión cuando nadie lo ocupa o posee. Pero también por adquisición libre y voluntaria del propietario anterior. A mí, esto del origen pacífico de la propiedad me parece casi un cuento de hadas. Más ajustado a la historia me parece el famoso aserto de Proudhon de que la propiedad es un robo; de hecho, si nos fuéramos al origen, eso sería verdad en un altísimo porcentaje de los casos. No siempre, claro; el supuesto más claro de propiedad legítima es la que proviene del trabajo propio. Y aún así mucho habría que cuestionar; por ejemplo: si yo compro una vivienda con los ingresos de mi trabajo y al cabo de unos años, gracias a un funcionamiento del mercado que nada tiene que ver con mecanismos justos, ha doblado su valor, ¿es legítimo ese incremento de valor de mi propiedad? Podría argumentar –no lo haré ahora– que el aumento de valor de mi propiedad se produce a costa de limitar o impedir el ejercicio de la libertad de vivir sus vidas de muchos otros (personas indeterminadas) y consecuentemente, en cierto modo, también esta propiedad mía pasa a ser un robo. 
 
Luego está el siempre escabroso asunto de la legitimidad de las herencias. Como forma parte del derecho de propiedad transferirla a terceros, los liberales defienden el derecho absoluto a dejar en herencia los bienes (en cambio, sería contrario al liberalismo la obligación del propietario de dejar sus bienes o parte de ellos en herencia). Ahora bien, como es evidente, las herencias son la causa principal de las desigualdades de partida entre los seres humanos, la razón fundamental de que unos puedan ser libres desde que nacen (en el sentido de poder poner en práctica el proyecto vital lo que quieran) y otros tengan esa capacidad muy mermada. Pero lo que no entiendo es por qué es necesario para poder ejercer la libertad personal tener el derecho de legar tu propiedad; salvo, claro está, que el proyecto vital incluya resolver los proyectos vitales de tus descendientes.
 
Y es que, ya puestos, el rechazo que me produce esa concepción sacralizada de la propiedad privada es justamente el argumento que usa el liberalismo. Creo también en la necesidad de garantizar la posesión y el uso de los bienes materiales suficientes para ejerecr con libertad tu poryecto de vida, pero de ahí no deduzco como hacen los liberales que la propiedad es un derecho absoluto y sacrosanto. Yo la defendería hasta límites razonables, los suficientes (incluso con holgura) para ejercer la libertad personal. Pero no es necesario tener muchas mansiones, aviones privados, islas propias, etc para ser libre. Y es que, además, estoy convencido de que a partir de esos límites razonables, la propiedad privada siempre implica coerción sobre la libertad de los demás. Así que en este asunto de la propiedad –que es fundamental– no me terminan de convencer las tesis liberales.

jueves, 10 de marzo de 2022

Lo que no me termina de convencer del liberalismo (1)

Acabo de leer el libro de Juan Ramón Rallo (Liberalismo, 2019) en el que explica –bastante didácticamente a mi juicio– los principios generales del liberalismo como filosofía política. Siguiendo su propio esquema expositiva, voy a comentar los aspectos que no terminan de convencerme. 
 
Los dos elementos que Rallo dice que están en la base de la doctrina son el individualismo político y la igualdad jurídica. El primer principio supone asumir que es el individuo el sujeto de derecho y nada está por encima de él, rechazándose por tanto filosofías colectivistas que anteponen grupos, instituciones o entidades a los derechos individuales (nacionalismos, fascismos, comunismos). Estoy plenamente de acuerdo, así como con la cita de Robert Nozick que aporta: “No existe ninguna entidad social por cuyo bien merezca sacrificarse. Sólo existen personas individuales, personas individuales diferentes, con sus propias vidas individuales. Instrumentar a alguna de estas personas para beneficiar a otras sólo supone usarlo a él y beneficiar a otros. Nada más. Lo que sucede es que se le hace algo a él en el interés de otros. Remitirse a un bien social general sólo encubre (¿intencionadamente?) este hecho”. 
 
El segundo principio básico –la igualdad jurídica– supone reconocer a todos los individuos los mismos derechos con independencia de sus características personales (no cabe la discriminación). Ciertamente también estoy de acuerdo y pareciera que nadie podría no estarlo. No obstante, hay que matizar un par de puntos. El primero, que esta igualdad de derechos es “de partida”; en el transcursos de sus vidas, los individuos van ampliando (o no) sus derechos y, consiguientemente, se van produciendo desigualdades en las capacidades de ejercicio de los mismos. En segundo lugar, el debate que a este respecto se abre es si cabe la “discriminación positiva” que se supone que tiene por objeto corregir situaciones de desigualdad en las que no se verifica que todos tienen los mismos derechos. 
 
El tercer principio es el derecho de todo ser humano a la libertad, entendiendo ésta como la capacidad a vivir como cada uno quiera (obviamente, sin que ese plan de vida suponga impedir o dificultar el plan de vida de cualquier otra persona). Para el liberalismo, este derecho básico es sobre todo “negativo”; es decir, se ejerce exigiendo a los demás (y a las instituciones, claro) que se abstengan de hacer nada que interfiera en su plan de vida. También estoy plenamente conforme con este principio en la esfera privada, pero no lo tengo tan claro en sus consecuencias cuando el ejercicio de esa libertad influye en los demás; es en ese ámbito –el económico– en el cual el liberalismo es más cuestionable. 
 
Rallo no elude el meollo del conflicto “ideológico” a este respecto que no es otro que la incompatibilidad entre las concepciones igualitarias de la justicia distributiva y el liberalismo. Las decisiones libres de los individuos dan lugar a distribuciones desiguales de los bienes y cualquier actuación que tenga por objeto “corregir” esas desigualdades implica necesariamente coaccionar la libertad individual. Así, en el liberalismo no cabe el famoso aforismo que Marx cita (no lo acuñó él) en su crítica al programa de Gotha (1875): “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades” porque ello convertiría a cada individuo en esclavo de la sociedad. A mí, sin embargo, esa vieja máxima (que, por cierto, entronca bastante con la tradición evangélica) me parece bastante razonable en un mundo en el que los recursos son escasos y los humanos no tenemos las mismas capacidades. No digo que haya que aplicarla radicalmente, aboliendo toda desigualdad. Pero ciertamente, el derecho de que te dejen vivir como quieras no es para mí sacrosanto aunque admito que cualquier coacción sobre el mismo debe estar justificada. 
 
Así, en el ámbito económico, no creo que hayan de respetarse las desigualdades derivadas del ejercicio de las libertades individuales sin imponerles límite. Y ello porque, desde punto de vista práctico, si esas desigualdades son muy grandes los efectos nocivos sobre la sociedad (sobre el conjunto de los individuos) son mayores que los beneficios de la libertad. Pero, además, en términos más teóricos, porque estoy convencido de que si se llega a tan exageradas desigualdades es porque esa libertad individual se está ejerciendo limitando el ejercicio de las libertades de muchísimos más, aunque esas coacciones no sean evidentes (entre otras cosas, porque están integradas en el sistema). 
 
Pero es que incluso fuera del ámbito económico, dudo mucho que se pueda sostener el ejercicio absoluto de este derecho a la libertad (a que me dejen actuar como quiero). Ejemplo muy reciente es el debate sobre la vacunación u otro ya largo pero sin zanjar, el derecho de los padres a decidir la educación que deben recibir sus hijos (como explica Rallo, los padres tutelen el derecho de sus hijos). De modo que, a este respecto, mi posición es que todos tenemos derecho absoluto a que nos dejen hacer lo que queramos siempre que esas acciones sean completamente inocuas para los demás. Ahora bien, a partir de que lo que queramos hacer tenga efectos en los demás, habrá en cada caso que dilucidar hasta dónde llega nuestro derecho a la libertad o, dicho a la inversa, hasta dónde está justificado que nos lo limiten.