En algunos de los comentarios al post de Lansky del pasado jueves como al anterior mío, se detecta el, parece que inevitable, componente emocional al discutir sobre identidades colectivas y asuntos asociados. Lo cual vendría a sugerir que en gran medida las vinculaciones personales al terruño y sus señas de identidad (siempre difusas y deformadas) están más cerca del ámbito de los sentimientos y emociones que de los pensamientos racionales. Nada que objetar, que conste, pues ambos son productos de la actividad cerebral, aunque quizá con sedes orgánicas diferentes. El problema con las emociones es que son muy difícilmente comunicables; las siente cada uno y de momento no se ha inventado la forma de transmitir ese sentimiento a otro o, al menos, con suficiente garantías de que la transmisión sea fiable (o sea, descarto los arrobos amorosos, espontáneos o inducidos, por no ser empíricamente comprobables). En cambio, las ideas son susceptibles de darse a conocer de unos a otros y, entendidas, discutirse racionalmente, siempre que se respeten unas reglas elementales de lógica formal (entre ellas, la pertinencia, a la que me referí hace no mucho). Ahora bien, estos intercambios suelen perder operatividad comunicativa cuando se tiñen de emociones. Igual ocurre con las discusiones: que se contaminan cuando, más que argumentar las opiniones que cada uno tiene (bajo el presupuesto implícito de estar dispuesto a cambiarlas si el otro le da argumentos convincentes para ello), lo que quiere es justificar a toda costa lo que siente. Entonces, cuando su poseedor encuentra que le debilitan los argumentos que se ha construido para justificarlo racionalmente, este sentimiento funciona como un muro contra el que se estrella todo esfuerzo de racionalidad discursiva. Supongo que se trata de un mecanismo de defensa del individuo, tanto más agresivo cuanto ese sentimiento cuya consistencia racional ve amenazada más importante es en lo que alguna vez he llamado la estructura ideológica personal. Me resistiré a que me convenzan de la poca racionalidad de mi opinión porque en ese caso se me desmoronaría uno de los pilares fundamentales de mi personalidad, de mi sistema de creencias, etc.
Que el nacionalismo pertenece básicamente al ámbito de las emociones lo compruebo casi todas las veces que discuto sobre temas relacionados. Pero también en las reacciones emocionales que produce, sin ir más lejos, en mí mismo. Yo no sabría explicar qué es España, si no es recurriendo a elementales definiciones jurídico-administrativas. Y conste que he leído multitud de ensayos que indagaban, en clave casi metafísica, sobre el ser de España (mira que este país ha habido gente hondamente preocupada por estas cuestiones esencialistas) que, aún interesándome, suelen dejarme la sensación desasosegante de que me están vendiendo humo, ideas etéreas que se me escapan entre los dedos. Además, esas abstracciones, cuando las sometes a confrontaciones mínimamente metódicas con la historia, siempre se tambalean. Verdad es que los más sagaces de estos autores aportan unas pinceladas que, a modo de pintura impresionista, me permiten reconocer cierto estilo de "lo español", pero es algo tan difuso que insatisface. De otra parte, a poco que uno se instruya, comprueba que también son tremendamente simplificadoras, reduccionistas y excluyentes. Si los datos no cuadran con la teoría, prescinden de los datos (muy científico, sí señor). Pese a ello, me siento español; es decir, reconozco que albergo emociones afectivas positivas (de poca intensidad, tampoco vayan a creer otra cosa) hacia algo abstracto que se llama España y que no sé qué es. Ese sentimiento mío se manifiesta en alegría ante acontecimientos que resultan favorables a entidades reales que, se supone, materializan la entidad abstracta de España, la simbolizan. Obviamente, el ejemplo más evidente son las selecciones deportivas y, sobre todo, la de fútbol (que es, en la actualidad, la quintaesencia de la españolidad). A mí me gusta el fútbol como espectáculo y, por tanto, disfruto viendo un buen partido. Por otro lado, mi innato sentido de la justicia me lleva en general a desear que un partido lo gane quien juegue mejor (y más bonito, a ser posible). Ahora bien, independientemente de cómo juegue, me alegro si la selección gana y me enfado si pierde (tampoco mucho en ninguno de los casos). El domingo, desde luego, quería que España ganara y, afortunadamente, ganó mereciéndolo (de sobra). Pero me gustaría, por aquéllo de que mis sentimientos fueran congruentes con mis razones, que prefiriera que perdiese cuando juega mal. Bien es verdad que, si no suprimirlos, he atenuado bastante mis emociones nacionalistas y, al menos, creo que limito satisfactoriamente (aunque puede que me engañe) que mi forma de razonar venga condicionado por esas "ideas-sentimiento" que tenemos encastradas en los sustratos más profundos del cerebro, bien como resultado de la genética o porque las hemos mamado cuando aún no teníamos los recursos racionales necesarios para examinarlas. Quiero decir que procuro cuestionar y discutir (conmigo mismo) mis propios pre-juicios, siempre, claro está, que me dé cuenta de ellos. Porque identificarlos (que forma parte básica del conócete a ti mismo) no es tan fácil. Digamos que, mediante esta modesta ética personal, intento que mi pensamiento no se convierta en un legitimador acrítico de mis emociones y que, por el contrario, sea una herramienta para cambiar aquellos rasgos profundos de mi personalidad (incluyendo esas "ideas-sentimiento") que, examinadas, no me gustan. Algunos éxitos voy cosechando, que combino con pactos de convivencia entre razón y emociones. O sea, que aunque contradigan mis razonamientos, tampoco pasa nada porque me alegre (comedidamente) si España gana injustamente un partido.
Lo de reconocer en mí que me siento español (y que descubro en reacciones emocionales como la descrita del fútbol) me desconcierta un tanto por lo que ya he dicho de que no sé qué es España. Desde luego, el Estado español, una entidad jurídico-administrativa, no vale como generador de emociones afectivas. La mayoría de las instituciones que los sesudos ensayistas suelen relacionar como soportes de la españolidad me dejan frío cuando no me son francamente desagradables (monarquía e iglesia, por ejemplo). Desconfío profundamente de que existan rasgos caracterológicos distintivos de la personalidad colectiva española, porque para serlo habrían de tener suficiente homogeneidad hacia el interior y heterogeneidad hacia el exterior. No obstante reconozco que yo mismo he creído identificar algunos de ellos cuya presencia es bastante abundante entre nuestros paisanos y, la verdad, ni me gustan ni me parecen dignos de ser amados. Muchos paisajes españoles (otro de los leit motivs de los nacionalismos románticos) me despiertan emociones intensas que no tendría empacho en admitirlos como base de una vinculación afectiva, pero es que los mismo me ocurre ante paisajes extranjeros. He buscado en mis lecturas de historia (que me encanta) esas pretendidas constantes del alma española que (así pensaban en el XIX) hacen que una nación tenga un proyecto de vida colectiva, un destino manifiesto, pero si uno se deja de pamplinas apriorísticas, lo que se descubre es que los acontecimientos responden a juegos de fuerza entre intereses bastante poco espirituales, diferenciados en cada nación mucho más por las circunstancias materiales o incluso por el azar que por el alma colectiva de cada pueblo. No es casual que a los nacionalistas les interese tanto explicar la historia de su nación para mostrarnos en ella ese espíritu nacional siempre subyacente, aunque para ello hayan de simplificar hasta el ridículo, suprimir y distorsionar los hechos. España, me he dicho alguna vez, de ser algo, estará en los españoles, los de hoy y los de tiempos pasados. La gran mayoría de la gente con la que me he relacionado son españoles y, la verdad, he visto de todo (pero también conozco gentes muy distintas de otros países); añadiré que me topo con más españoles que me desagradan que de los contrarios y, en términos estadísticos, tengo una pobre opinión de nosotros. Más o menos lo mismo puedo decir respecto de los personajes históricos, con el agravante de que los que más me parecen dignos de admiración suelen haber sido rechazados por la sociedad y las autoridades de su época. Así que no, tampoco encuentro en mis conciudadanos motivos para sentirme español en términos afectivos.
Queda, por supuesto, la lengua, el castellano, en mi caso. A ésta sí la considero como seña de identidad colectiva, algo real capaz de generar un sentimiento afectivo de pertenencia comunitaria. Amo mi idioma y empleo el posesivo con profunda convicción de su pertinencia. Es mío en régimen de copropiedad y, a diferencia del habitual comportamiento tan "español" de maltratar la propiedad común (lo que es de todos no es de nadie), siento hacia el mismo la responsabilidad y el deber de cuidarlo. Pero también, a la inversa, siento que yo, gran parte de lo que soy, pertenezco al castellano. El aprendizaje de la lengua (natal), durante el proceso de conformación inicial de mi personalidad, ha modelado no pocos rasgos de ésta; probablemente sería yo otro si hubiera aprendido a hablar (y a pensar) en alemán o en chino. No digo, claro, que seamos como somos sólo por el idioma, pero sí que es quizá el único factor (desde mi propia y probablemente no representativa experiencia) al que reconocer como "identidad colectiva" con capacidad de generar ese tan manoseado sentimiento de pertenencia afectiva a una comunidad. Por eso, porque lo comparto, entiendo el amor de los catalanes (o de los vascos o de los gallegos) a la lengua con la que han aprendido a hablar, a pensar, a explicarse la realidad y comunicarse con los demás, así como que defiendan su pervivencia y se resistan a lo que para Unamuno (y para mí también) es el proceso natural de todo ser vivo. Por muy bien que yo hablara otro idioma (que no es el caso) me dolería profundamente no poder expresarme en castellano y estoy seguro de que, hasta mi muerte, ésta sería la lengua de mis pensamientos más íntimos y de mis sueños. Pero este sentimiento amoroso personal es compatible con la convicción (y el deseo) racional de que sería maravilloso que todos los humanos (o la mayor cantidad posible de los habitantes de la tierra) compartiéramos un único idioma. Ante ese ideal, el precio de que el castellano (o el catalán, el vasco, el gallego y cualquier otra lengua) desaparezcan me parece baratísimo.
Hablar (y pensar) en castellano es pues para mí, creo, una seña de identidad colectiva que genera un sentimiento afectivo de pertenencia comunitaria. Sin embargo, no puede limitarse a la idea abstracta de España y, por ello no puedo de la misma derivar hacia un "nacionalismo español". Tan "unido" por el idioma común me siento hacia mis conciudadanos como hacia los hispanoamericanos, y con frecuencia encuentro más afinidades empáticas con éstos. Quizá éste sea un motivo añadido (aprovecho para dirigirme a Grillo) por el que prefiera llamar castellano a nuestra lengua, privarla de la asociación connotativa a España y, al mismo tiempo, despojándola de esas ataduras nacionalistas, alegrarme de que sea un medio para la comunicación entre tantísimas personas, salvando y debilitando las fronteras y, en cierto modo, ridiculizando los principios de esas absurdas ideologías. Por eso también, aunque entienda y comparta el amor de los catalanes, vascos y gallegos a sus respectivas lenguas natales, no me ocurre lo mismo en absoluto respecto de la instrumentación de éstas para fines políticos. Pienso (especialmente en el caso del eusquera que es el que mejor conozco) que, desde la fundación del PNV y con el largo paréntesis del franquismo, los enormes esfuerzos del nacionalismo vasco no han obedecido tanto a la voluntad de los ciudadanos de seguir expresándose en su lengua, cuanto a los intereses (no siempre honestos) de unos pocos de crear artificialmente una seña de identidad colectiva que les valiera como excusa hipócrita para diferenciarse, para alimentar el atávico instinto tribal que tan perjudicial a mí me parece. Pero sobre el idioma vasco ya volveré más extensamente en una próxima ocasión.
En fin que, aunque me haya dispersado (como siempre), la intención de este post era constatar, a partir de la confesión personal de mis propios sentimientos, la fuerte carga emocional de las ideas nacionalistas, lo que explica en gran medida su éxito y también dificulta la discusión racional sobre los presupuestos en los que descansan. Como ya se ha dicho en anteriores posts, probablemente se deba a pulsiones instintivas de nuestra especie, reforzadas por la cultura-ambiente que mamamos desde nuestra niñez (de ahí ese sustrato que reconozco de "sentirme español"; al fin y al cabo, estudié FEN en mi niñez). Sin embargo, que (casi) todos alberguemos sentimientos nacionalistas (o, al menos, los embriones de los mismos) no es óbice para que, reconociéndolos, tratemos de, si no erradicarlos, sí al menos, ir poco a poco aminorándolos. Cumplido pues mi examen de conciencia y confesión, declaro mi voluntad de propósito de enmienda.
Este maravilloso poema de Celaya ha sido citado recientemente por Lansky, Vanbrugh y yo mismo y me ha apetecido poner su versión musicalizada, pese a que Paco Ibañez, que mucho escuchaba en mi adolescencia, ya no me gusta tanto como entonces.