martes, 30 de abril de 2013

Pubertad (apostillas)

A la vista de los comentarios a los dos últimos posts, parece que todos los que pasan por aquí –y me incluyo– creen que si existe un Dios personal y que además se preocupa por nosotros hasta el punto de decidir si hemos de tener una vida eterna gloriosa o atormentada, ese Dios no le da ninguna importancia a las pajillas de los chavales púberes. Cuestión distinta es cómo y cuándo llegó cada uno a esa conclusión y en ello –supongo que estaremos de acuerdo– alguna (mucha) influencia tiene los "mentores religiosos" que le tocaron en suerte a esas edades. Porque todo lo relacionado con el sexo ha sido desde siempre en Occidente una cuestión moral y, desde luego, asunto sobre el que la Iglesia Católica ha querido ejercer el control de las conductas y la imposición de normas de comportamiento, pese a que, que recuerde ahora, su "magisterio" en esta materia no tiene excesivos apoyos en los Evangelios. En todo caso, justificadamente o no, en la educación moral de los críos (que en este país y durante muchos años se integraba indisolublemente con la religiosa) se transmitía una idea del sexo en general como malo o sucio en sí mismo, si bien podía convertirse bajo condiciones y con finalidades muy específicas en algo bueno. Pero en tanto la persona no se encontrara en esas circunstancias, en las que evidentemente era imposible estar a los catorce años, el sexo, fuera de pensamiento o comisión, era pecaminoso. No hacía falta mencionar expresamente la masturbación ni cualquier otra práctica; se daba por sobreentendido. De hecho, como he contado en estos posts, yo no recuerdo que en el colegio (ni siquiera en mi casa) se me hablara explícitamente sobre sexo, lo cual, dicho sea de paso, no habría estado nada mal para que paliáramos mínimamente nuestras espléndidas ignorancias que procurábamos cubrir a través de las fuentes que tuviéramos a mano (nunca mejor dicho), por muy disparatadas que fueran. Sin embargo, en lo que sí se nos insistía era en la maravillosa virtud de la castidad, en lo importante que era resistir las tentaciones del Maligno (¿y qué tentaciones había aparte de las de "la carne"?), en la pureza de la Santísima Virgen como modelo a seguir ... En fin, que estoy convencido de que todo chaval de esa época (y anteriores) tenía claro que hacerse pajas era pecado, una transgresión de los mandamientos y, como tal, contraria a la conducta que debía observar un cristiano.

Ahora bien, que sea pecado cada uno lo podía "procesar" de muy distinta forma. Por ejemplo, cabe admitir que había chavalillos que, como Lansky, eran ya desde tan temprana edad inmunes a todo ese rollo y, simplemente, por usar una expresión suya, se la sudaba y, consecuentemente, no le producía ningún conflicto anímico, ni angustias ni otras zarandajas, el "caer en la tentación" porque simplemente no se creía que estuviera ofendiendo a Dios, cuya existencia es posible que ya por entonces negara. A mi modo de ver, esos críos fueron, al menos en lo que a su relación mental con el sexo se refiere, los más afortunados. Supongo que la inmunidad que lograron tenía su origen en una combinación de cualidades innatas ("de fábrica"), una sana educación familiar y que no cayeran en manos de profesores bien preparados en las técnicas de manipulación mental. Tengo para mí que este grupo de chavales tuvieron que ser la más exigua de las minorías en la España franquista pero, pese a la bajísima probabilidad estadística dado el corto número de mis lectores, contamos en este blog con uno de tales ejemplares.

Tengo la impresión de que la mayoría de los adolescentes de esos años asumirían respecto del binomio sexo (masturbación) – pecado un comportamiento, tanto fáctico como mental, como el que tan graciosamente describe Grillo. Es decir, sabían que lo que hacían era algo contrario al comportamiento que debían tener, pero las "comeduras de coco" tampoco eran demasiado pesadas. En realidad, creo yo, esos chicos iniciaban un proceso que les llevaría a ser como son la mayoría de los católicos adultos; que creen "vagamente" en los fundamentos de la fe y aceptan en términos genéricos la autoridad de la Iglesia, pero adaptan sus comportamientos a una moral que dista en muchísimos aspectos prácticos de lo que predica el magisterio eclesiástico. El "truco" es no pensar sobre estos asuntos, eludiendo con habilidad ni siquiera consciente las incongruencias de sus particulares éticas. De hecho, suelen sentirse incómodos, si no irritados, cuando una conversación deriva por esos lares.

Molón Suave dice en alguno de sus comentarios que mucho tenían que ver los efectos de esa educación con la sensibilidad del chaval. Estoy de acuerdo, si entendemos este término como la capacidad de dejarse impresionar por las prácticas "pedagógicas" que a algunos nos tocó sufrir. Los dos grupos de personas a que me he referido en los párrafos precedentes eran obviamente poco o nada sensibles en este sentido o, si se prefiere, quienes fuimos afectados tan negativamente por las "manipulaciones religiosas" adolecíamos de una sensibilidad enfermiza. Claro que la intensidad de esa afección negativa en un chaval dependía de la suma ponderada de su grado de sensibilidad y de la eficacia de la prédica. Estoy seguro de que no todas las "educaciones morales" eran igualmente eficaces. De entrada, se fueron "relajando" a medida que se acercaba el fin del franquismo. Y, de otra parte, había quienes insistían mucho más que otros en convencer a los niños de las gravísimas e irrevocables consecuencias de sus actos. Para mi mala suerte, a mí me tocaron unos de los más "eficaces" en tales empeños, mientras que a Vanbrugh (y a El Búcaro y a Números) otros que probablemente minimizarían esos pecadillos y, en cambio, "vendían" (perdóneseme el término) un Dios que era fundamentalmente bondadoso.

Sin duda, este último tipo de educadores (que se me antojan minoría en aquella época) eran los que más inteligentemente jugaban, a mi modo de ver, las bazas para lograr que incluso chavales sensibles afianzaran la fe que habían recibido por mera tradición familiar. Aunque, la verdad, para construirse una moral consecuente a veces me parezca que se están obviando (cuando no negando) varias partes de la doctrina católica, incluso algún que otro dogma. Por ejemplo, la conclusión a la que llegó un Vanbrugh adolescente de que "la bondad y la misericordia de Dios era absolutamente incompatible con que fuera a imponerme castigos eternos por hacerme unas cuantas pajas con las que no molestaba a nadie" me genera varias dudas. Esa conclusión personal, ¿le fue corroborada expresamente por sus "mentores espirituales"? ¿No cabe, por el mismo razonamiento, concluir que la bondad y misericordia de Dios es incompatible con la imposición de castigos eternos? Pero no pretendo ahora enzarzarme en estos asuntos.

En todo caso, lo que sí me parece bastante probable es que la pedagogía moral basada en la asociación entre masturbación y pecado no contribuyó en modo alguno a que quienes la vivieron tuvieran una mejor preparación para su vida sexual. En sentido inverso, y dada la relevancia de las hormonas a esas edades, esa asociación también tuvo que tener efectos (aunque sólo fueran como catalizadores) en la futura evolución de las creencias y comportamientos religiosos de los adolescentes. Pero, al fin y al cabo, tampoco es para tanto. Por muy mal o menos mal (o incluso bien) que lo pasáramos cada uno en esa etapa turbulenta, casi todos hemos podido salir razonablemente ilesos.



Como epílogo, acompaño una breve escena de la película Il Marchese del Grillo que dirigió el gran Monicelli en 1983. Ambientada en la Roma de principios del XIX, vemos que también por entonces los adolescentes pecaban de los mismo, aunque ni el cura ni el tío del chaval (el genial Alberto Sordi) se lo tomaban demasiado en serio.


sábado, 27 de abril de 2013

Pubertad (2)

Bachillerato superior, palabras mayores. Ese año, quinto, era distinto; habían pasado a adquirir otro rango, una consideración especial, la de casi adultos. Como los de sexto, ya no estaban obligados a vestir el odiado uniforme e iban a clase con pantalones largos, casi siempre feos y de tergal, es cierto, aunque todos suspiraran –él también– por los vaqueros Lois, tan mal vistos en el colegio. Hubo de elegir entre ciencias y letras (ciencias, claro) aunque se propuso estudiar latín y griego y examinarse por libre, uno de sus primeros propósitos abandonados. Se suponía que en esos dos últimos años lo de estudiar iba más en serio y, en efecto, las matemáticas, física y química ya no eran tan sencillas como antes; hasta él, con sus excelentes notas, tuvo dificultades para dominar los logaritmos y muchas más con la química orgánica (cuarenta años después se arrepiente de no haber estado suficientemente atento en esa asignatura). El colegio alardeaba de nivel académico, de ser semillero de los mejores profesionales, destinados a ocupar puestos directivos en la sociedad, incluyendo cargos políticos en aquella España del franquismo agonizante. En el horizonte, aunque a los catorce dos años parecieran muy largos, la repetida amenaza del examen de Reválida, la prueba que les daría el pase individual y colectivo a la formación universitaria, la entrada a un mundo abierto (aunque hoy el grado de apertura nos parezca ridículo) y, por tanto, peligroso. De ahí la importancia de intensificar la formación curricular de los chicos y, sobre todo, la moral.

Cree recordar que fue en ese curso cuando el bueno de don Primitivo traspasó su dirección espiritual a don Javier. Sí, cada alumno tenía asignado un director espiritual, un cura, claro, del cuerpo docente compuesto muy mayoritariamente por laicos pero todos pertenecientes a la institución. Una vez a la semana había de pasar un rato en el despacho del director espiritual, se supone que bajo secreto de confesión aunque no se seguía el ritual tradicional del sacramento ("Ave María Purísima, etc") pero la despedida se remataba con el Ego te absolvo y encomienda de duras penitencias, no sólo rezos de padrenuestros, salves y avemarías, sino también meditaciones sobre temas específicos que debería exponer el siguiente viernes. Don Javier establecía el asunto a reflexionar desde su personal diagnóstico sobre el estado anímico del chico, sermoneándole unos minutos con perturbadoras y eficaces palabras. Al menos así lo recuerda él, quizá no todos sus condiscípulos salieran de esos encuentros con el ánimo alterado, con las angustias existenciales reavivadas. Hacía bien su oficio aquel cura, si tal "bondad" se mide por el grado de intensidad de sus efectos. Recuerda un discurso sobre el tiempo, el regalo más grande de Dios, que don Javier comparaba con una copa que llenábamos con nuestros actos, buenos y malos. Y con esa copa nos presentaríamos el día del Juicio, una copa que estaría entonces limpia o sucia, sucia por los pecados con los que la ensuciábamos; y engolaba la voz en las repetidas dicciones de sucio y suciedad mirando fijamente al chaval, que aguantaba el tipo lo mejor que podía (y nunca ha sido muy bueno en tales menesteres).

Ciertamente, él no dudaba de que era con sus actos impuros como pertinazmente ensuciaba su frágil y valiosa copa. Qué otros pecados consistentes podría cometer un muchacho de catorce años. Pajas en cambio todos los días y más de una, una actividad compulsiva, irreprimible, exigida con mínimas treguas por un cuerpo cambiante y vigoroso, insaciable. Y desde luego era un pecado mortal, de los que si no habías lavado mediante la confesión te enviaban directamente al infierno e incluso confesados no te libraban de larguísimos tormentos en el purgatorio. Porque desde luego, a él lo que le dominaba no era tanto la contrición como la atrición, esa distinción cristiana tan sutil que tenía muy clara. Y además estaba lo del propósito de enmienda, que sí, que él se proponía no volver a pajearse, pero cómo iba a creerse su propósito cuando la experiencias no cesaba de demostrarle que inevitablemente sucumbía. O sea, que ni siquiera la confesión semanal le despejaba del todo las angustias, los miedos que muchas noches le asaltaban, sobre todo durante la primera mitad de ese curso. Porque, echando la vista atrás, recuerda que con la primavera empezaron a mitigarse. Sería, piensa ahora, porque se resignaría a la derrota inevitable y puestos a convivir con ella mejor no mortificarse continuamente. También influirían otras circunstancias, entre ellas las menores no fueron las escapadas del colegio y los primeros escarceos –tan inocentes como emocionantes– con las "chicas malas" del muy cercano colegio de Las Carmelitas, que con mucho más descaro que ellos también se escabullían para esconderse en el recoveco del túnel y fumarse (¡fumar!) unos cigarritos compartidos.

Cuarenta años después intenta recuperar la angustia de aquel chaval que fue él, pero nada queda, acaso una sombra inaprensible y escurridiza. Sabe no obstante que esos "tormentos del alma" existieron y mucho hubieron de condicionar la historia personal que le tocó escribir. Eran años en blanco y negro, la explosión de los colores no la viviría hasta dos años después y a casi diez mil kilómetros de distancia. Masturbarse, acto inevitable de la pubertad, cotidiano y vulgar, se magnifica en su recuerdo hasta la categoría de símbolo, roca de Sísifo. Y no es que en el colegio se les insistiera en el nefando pecado, de hecho no recuerda mención expresa al mismo. Sí a la castidad, en genérico, y a la repugnancia que Dios sentía por los actos impuros (sobre todo porque a la Virgen, su santísima madre, le dolían hondamente). La castidad, o mejor la Santa Pureza como gustaban llamarla en el colegio, era un pilar fundamental para una vida cristiana, el más importante que había que inculcar a los chavales de esas edades. Todos podemos ser castos, viviendo vigilantes, frecuentando los Sacramentos y apagando los primeros chispazos de la pasión sin dejar que tome cuerpo la hoguera; entre los castos se cuentan los hombres más íntegros, por todos los aspectos, y entre los lujuriosos dominan los tímidos, egoístas, falsarios y crueles, que son características de poca virilidad. Así predicaba don Javier, citando el libro oficial tantas veces glosado. Él pensaba que de fácil nada, que se le antojaba imposible y, por tanto, condenado a ser una persona miserable en esta vida y carne de hoguera en la siguiente. No era desde luego para estar orgulloso, así que a la angustia sumaría la vergüenza.

La vergüenza hacía que aquel chico no se atreviera a confesar sus manualidades al director espiritual. Las tardes de los jueves, de regreso del colegio, se detenía en la iglesia del barrio y contabilizaba ante el anciano y benevolente párroco, tras la celosía, las pajas de la semana y era adecuadamente absuelto. Luego se trataba de aguantar esa noche a toda costa a fin de presentarse al examen del día siguiente libre de pecados, de esos pecados, y así no tener que declarárselos a don Javier, por más que éste le tirara de la lengua con sus alusiones a la obsesiva castidad. Pero él no entraba al trapo, o como máxima concesión admitía que a veces le turbaban pensamientos impuros e incluso una vez le reconoció haber leído cuentos del Decamerón (pero no el provecho que había obtenido de las historietas florentinas de Boccaccio). No se le ocultaba que ese cumplimiento de la letra no dejaba de ser un fraude al espíritu del sacramento, pero era a lo más que se sentía capaz, lo que da una idea del agarrotamiento moral que sufría. Cómo no se decidiría, piensa ahora, a rechazar la dirección espiritual del colegio que al menos en teoría no era obligatoria; pero eso era entonces algo inimaginable, ni siquiera podría habérsele ocurrido. En todo caso, el fingimiento acabó una de las últimas semanas del curso. Una tarde de jueves, en la habitual confesión en la parroquia, después de recitar la letanía habitual, no respondió la voz del cura viejo sino la de don Javier, llamándole por su nombre (que no le quedara duda de que lo había reconocido). La verdad es que no le endilgó ningún sermón recriminatorio ni le impuso ninguna penitencia desaforada; quizá fuera por estar en terreno ajeno, lo que pareció insinuar con un "ya hablaremos mañana más despacio". Pero él, al escuchar la voz de su director espiritual, creyó que se moría de vergüenza, se sintió paralizado, incapaz de responder otra cosa que monosílabos balbuceantes. No se acuerda de qué ocurrió en la sesión del día siguiente; sospecha que simplemente no fue. Por suerte, el curso acabó enseguida y el verano se ocupó de barrer muchas cosas.

   
Il ragazzo - Francesco De Gregori (Alice non lo sa, 1973)

martes, 23 de abril de 2013

Pubertad (1)

Cuarto de bachillerato, seguro. Ese nuevo curso, aunque eran los mismos compañeros del pasado, parecía distinto. Algo raro se notaba, aunque él ni idea de qué sería. Casi desde el primer trimestre se empezó a formar un grupo aparte al que, poco a poco, a medida que pasaban las semanas, se iban sumando algunos. En los recreos se apartaban, parecía que hablaban de cosas ignotas que ni siquiera intuía. El líder era Dionisio (ay de quien le llamara Dioni), un repetidor con aura de maldito, el que al año siguiente organizaría la primera y única revuelta contra el pusilánime profesor de inglés. Pero eso en cuarto todavía no había ocurrido, en realidad no ocurría nada, salvo los apartamientos misteriosos, la extraña división de la clase en dos grupos estancos y él, sin entender nada, en el que poco a poco menguaba. También se impuso un código espontáneo, una regla de silencio y respeto que parecía haber existido de siempre, pero no, el año pasado no había sido así. O sea, que descubrió que había otro mundo que no comprendía y al que no tenía acceso aunque confusamente intuyera que también a él le llegaría el momento.

Vicente, Ángel, Jose, los más cercanos, seguían de este lado. Alguna vez les preguntó, ¿qué les pasa a ésos?, son gilipollas, dijo Vicente, se creen muy mayores, dijo Ángel, y Jose se encogía de hombros, quizá el único que, como él, sentía una inquieta desazón, tal vez hasta la misma sutil amenaza de un cambio. Pero no era asunto con el que se sintieran cómodos y casi por inercia seguían con las carreras de chapas que ya se les antojaban absurdas o peloteando en el patio. Además, tampoco había pistas consistentes. Bueno, que muchos se rascaban la entrepierna, Dionisio el que más. Cómo es que te pica tanto, le preguntó una vez; ya te picará a ti dentro de un tiempo y estalló en risotadas. En fin, que no pasaba nada y el curso seguía con sus monotonías y pocos motivos de interés. Por ejemplo las clases de historia de don Antonio, aunque la euforia que le producían la chafaran enseguida las aborrecidas lecciones de solfeo del Sapo. Así día tras día, durante el otoño y luego el helador invierno que agarrotaba los dedos. Él tenía trece años. De casa al colegio y a las seis la vuelta, media hora cada caminata acompañado de sus dos hermanos menores, unos niños. Por la tarde casi nada que hacer, atento sobre todo a no molestar a su madre, que cualquier transgresión de las infinitas normas merecía luego, cuando volvía su padre, los consabidos zapatillazos (o quizá no, quizá para esas fechas ya habían cesado, se le nublan los recuerdos). A las nueve a la cama, obedeciendo el dictado de la odiosa familia Telerín. Él, privilegio de primogénito, tenía permiso para leer un rato en su litera de arriba.
   


Cree recordar que fue después de la Semana Santa del 73, en el último trimestre, pero no podría asegurarlo; cuarenta años son demasiados y su infancia la tiene casi olvidada, arrinconada en alguna circunvolución del cerebro cuya ruta de acceso ha extraviado. Pero sí se acuerda de la escena: Dionisio que le da un palmetazo en la espalda en un cambio de clase y le dice qué, ya te pican, y sí, inadvertidamente se estaba rascando la entrepierna. Estruja su memoria pero es inútil, no es capaz de ver su primera paja y mucho menos precisar las circunstancias. ¿Cómo descubriría que sobarse el pene (¿decían ya entonces polla?) era tan agradable? ¿Se sorprendería con la primera eyaculación? De nada de todo ello guarda registro consciente y sólo puede deducir conjeturas. Por ejemplo, está convencido de que la primera masturbación fue previa a las poluciones nocturnas; cuando éstas sucedieron, algunas semanas más tarde, ya estaba al cabo de la calle (o eso creía él) del funcionamiento de la cosa. Tampoco tiene ninguna duda de que se trató de un descubrimiento íntimo, en nada inducido por pistas ajenas. Él solo cruzó esa línea divisoria y aunque no declaró nada en absoluto el tránsito en algo debió marcarle porque en pocos días pasó al otro grupo, ya para entonces mayoritario.

Juntarse con los entendidos tampoco resultó nada del otro mundo y eso que sí, que era otro mundo en el que había entrado y, como todo territorio recién descubierto, lleno de misterios. Pero en los corros de los recreos no se hacían preguntas, conversaciones deslavazadas, elipsis de sobrentendidos. Ya mayor, hablando con gentes de diferentes entornos escolares, concluyó que tantos silencios pudorosos disfrazados de falsas seguridades fueron consecuencia del opresivo ambiente de los tiempos y del país y, particularmente, de su colegio, regido por una institución católica empeñosa y eficazmente dedicada al condicionamiento mental de los adolescentes. Así, aquellos muchachos nunca se consultaron sus dudas, ni intercambiaron las experiencias que todos suponían comunes y a la vez excepcionalmente originales, y desde luego habría sido impensable practicar en grupo concursos masturbatorios en los servicios del colegio, experiencia que le relató en la siguiente década un amigo universitario. Hablaban de sexo sin apenas decir nada, merodeando con circunloquios el terreno más prohibido, esbozando fantasías ingenuas y absurdas, construidas con retazos de escenas atisbadas de adultos o conversaciones espiadas a las hermanas mayores.

Porque, claro, el tema principal eran las chicas, esa especie ajena que hasta hacía poco les era indiferente y de pronto, ahora que eran mayores, se había convertido en el sostén de sus prestigios. No se trataba ya de coleccionar cromos sino de acumular "triunfos" con esas criaturas extrañas, experiencias mínimas con primas, amigas de las hermanas, hasta con las asistentas, que se magnificaban con aires de suficiencia cuando, con toda seguridad, ninguna de ellas había sucedido fuera de la imaginación de quien la contaba. Las mejores, las más audaces, eran las de Dionisio que se jactaba de haber besado con lengua y saber desabrochar un sujetador con una sola mano. Él en cambio no recuerda haber contado nunca ninguna patraña; probablemente por cierta repulsión innata a las mentiras descaradas pero también por vergüenza a quedar en evidencia. Escuchaba, eso sí. Y las historietas de los recreos se recomponían luego en películas mentales proyectadas en el encierro del cuarto de baño de su casa. Cortometrajes, porque el tiempo de intimidad era breve; en todo caso, no necesitaba ni mucha duración ni demasiada intensidad erótica en los contenidos.

Acabó cuarto, el curso de transición, el del prólogo. En realidad no pasó nada, todo fue humo, intuiciones de futuras realidades de momento sólo fantaseadas. Llegarían sí en el siguiente año académico, el primero del bachillerato superior, cuando los chavales pasaban a ser considerados casi adultos y también peligrosos para los atentos profesores, que redoblarían sus esfuerzos de adoctrinamiento. Antes vino el verano del 73, en el que cumplió catorce y conoció a Fátima en el mes de veraneo en Luanco. Una preciosa morena, la primera chica real de su vida, la etapa necesaria para entrar con pie algo más firme (tampoco mucho) en ese otro mundo inquietante. Pero eso ocurriría en quinto.

   
Oh, boy! - The Grateful Dead (Grateful Dead, 1971)

lunes, 22 de abril de 2013

Playas y barrancos

La legislación urbanística obliga a los planes generales a dividir la totalidad del territorio municipal en una de las siguientes tres clases de suelo: urbano, urbanizable y rústico (o no urbanizable). Es fácil advertir que desde sus principios (la Ley de 1956) se parte de una concepción dicotómica: sobre el territorio originalmente rústico se disponen asentamientos de población, núcleos urbanos, ciudades. Dos realidades radicalmente distintas –aunque más en el plano teórico que en la práctica– a partir de las cuales se organizan las técnicas básicas de la planificación urbanística desde hace casi sesenta años. Técnicas, dicho sea de paso, cuya preocupación principal es ordenar el crecimiento de esos núcleos urbanos, lo que se hace clasificando como suelos urbanizables los terrenos que siendo rústicos en el momento de la formulación del Plan se destinan a albergar esa expansión urbanizadora. Convengamos en que la de suelo urbanizable es una clase "transitoria", toda vez que en la voluntad de los planificadores municipales está destinado a convertir se en suelo urbano. Acabo esta simplísima introducción para profanos advirtiendo que la clase que el plan general asigne a unos terrenos concretos determina lo que se llama el régimen jurídico-urbanístico del derecho de propiedad; dicho de otra forma, los derechos y deberes que tiene el propietario del suelo dependen de la clase (y categoría) de suelo que les atribuya el Plan. Supongo que a nadie se le escapa que este régimen se traduce directamente en el valor económico de la propiedad.

Pero no voy a meterme por esos derroteros (otro día). Lo que me interesa resaltar es que, correctamente o no, la propuesta de ordenación urbanística debe delimitar los perímetros de los suelos que han de conformar los futuros núcleos urbanos (suelos urbanos y urbanizables) y clasificar el resto del territorio como suelo rústico, cuya característica fundamental es que deben preservarse de la urbanización (fundamental desde la óptica urbanística, desde luego, porque el rústico es mucho más que un suelo no urbanizable). De otra parte, una vez establecidos los suelos rústicos y los urbanos+urbanizables, las distintas leyes autonómicas obligan a dividir cada clase en distintas categorías. En el caso de los terrenos clasificados como suelo rústico la mayoría de las categorías se definen legalmente en función de los valores de cada parte concreta del territorio en base a los cuales dichos suelos han de apartarse de procesos urbanizadores (y protegerse mediante una regulación adecuada de lo que puede y no puede hacerse sobre los mismos). Pues bien bastantes de las categorías de suelo rústico (en la legislación canarias, pero también en la mayoría de las restantes españolas) se corresponde muy directamente con realidades físicas del territorio; dos de éstas son, por ejemplo, las playas (suelo rústico de protección costera) y los barrancos (suelo rústico de protección hidrológica).

Ahora bien, lo que ha de decidirse en primera instancia, tanto respecto de cada playa o barranco, es si en la propuesta de ordenación del Plan, se destina o no a formar parte de la ciudad integrándose  como elemento constitutivo de ésta. Si así fuera, a mí me parece evidente que tal playa o barranco ha de clasificarse como suelo urbano (o, eventualmente, como urbanizable) y, consiguientemente, carece de sentido la asignación de la categoría correspondiente de suelo rústico. Piénsese, para salirme de Canarias, en la playa donostiarra de La Concha y dígaseme si este espacio no forma parte absolutamente indisoluble de la ciudad; o en el tramo del Sena (para no hablar de barrancos) que atraviesa la metrópoli parisina y que sin duda es plenamente urbano. ¿No parecería absurdo que este tipo de playas o ríos/barrancos fueran clasificados como suelo rústico en los planes generales? A mí, desde luego, me lo parece pero no piensan lo mismo los funcionarios de la administración (municipal y supramunicipal) que se erigen en "verificadores" de la corrección jurídica del Plan que hemos elaborado y tienen la potestad de imponer en sus informes vinculantes la interpretación de las disposiciones legales que ellos consideran adecuadas.

Aclaro que la que he esbozado es en gran medida una discusión de muy escasa relevancia práctica. Que el barranco que atraviesa un núcleo urbano del municipio en el que trabajo se clasifique como suelo urbano o rústico no supone diferencias significativas, toda vez que los terrenos son ya de titularidad pública. El debate no se refiere en nada a la ordenación concreta que proponemos sobre su cauce, respecto de la cual no hay ningún disenso, sino sólo en relación a su clasificación urbanística. Lo mismo cabe decir sobre el área costera de dos núcleos urbanos, completamente artificializada con su paseo marítimo y "piscinas naturales" para permitir el baño de los vecinos y algunos guiris despistados (no es el mío un municipio turístico). En resumen, que daría casi igual que esos espacios aparecieran en el Plan que finalmente se apruebe como suelos urbanos o suelos rústicos de protección hidrológica y de protección costera respectivamente. Entonces, ¿por qué me resisto a plegarme a lo que requieren los funcionarios supervisores e insisto en que deben clasificarse como urbanos?

Porque me jode y mucho. De hecho, el motivo de este post es reconocerme públicamente este sentimiento y, a la vez, afearme sentirlo. Por supuesto sé el motivo de que me afecte emocionalmente: que se trata de una imposición no sostenida por argumentos sólidos. Me molesta en general comprobar que se hacen cosas absurdas pero mucho más cuando me obligan a que yo las haga. El malestar que sufro es pues independiente de sus efectos reales y ahí creo que hay algo que debo esforzarme en superar. No digo que pase a convencerme de que las irracionalidades no importan cuando no son dañinas, lo cual sería una actitud cínica y oportunistas que para nada me parece asumible. Pero sí que deben afectarme menos emocionalmente y, sobre todo, que debo aprender a graduar mis esfuerzos (y enfados) con inteligencia pragmática. Se trata, pienso, de dar la batalla sobre este asunto hasta donde convenga, evitando llevar la discusión hasta sus extremos. Porque aunque creo que tendría bastantes probabilidades de ganarla, es muy posible que el único medio que me dejen para ello sea mediante el destrozo inclemente de sus endebles argumentos y eso implicaría, con toda seguridad, que en otros asuntos de mayores consecuencias prácticas se desaten más hostilidades de las convenientes. En fin, hay que pagar tributo aún a costa de la racionalidad.

   
Watching the river flow - Joe Cocker (Luxury you can afford, 1978)

jueves, 18 de abril de 2013

Los fines y los medios; los jesuitas

Atención a que salgan bien las cosas. Algunos ponen más la mira en el rigor de la dirección que en la felicidad del conseguir intento, pero más prepondera siempre el descrédito de la infelicidad que el abono de la diligencia. El que vence no necesita de dar satisfacciones. No perciben los más la puntualidad de las circunstancias, sino los buenos o los ruines sucesos; y así, nunca se pierde reputación cuando se consigue el intento. Todo lo dora un buen fin, aunque lo desmientan los desaciertos de los medios. Que es arte ir contra el arte cuando no se puede de otro modo conseguir la dicha del salir bien.

El texto anterior es el sexagésimo sexto aforismo de los trescientos que contiene el Oráculo manual y arte de prudencia, publicado en 1647 por Baltasar Gracián, con el propósito de servir como 'guía de supervivencia' en la crecientemente sociedad del Barroco (los libros de autoayuda tienen larga historia). Emparentado en cierta medida con la doctrina de Maquiavelo, los consejos del toscano a los príncipes los generaliza y amplía el Oráculo para el provecho de los ciudadanos comunes, predicados desde el más omnipresente pragmatismo, tanto que su lectura llega a revolver las tripas. Sin embargo, Gracián no inventa nada, limitándose a registrar ordenadamente, con la concisión literaria de la que es maestro, las normas de conducta que desde siempre han seguido quienes saben prevalecer en la sorda guerra de la existencia y que desde luego no han perdido vigencia. La diferencia respecto de nuestro Siglo de Oro radique quizá en el doble lenguaje que se ha impuesto, probablemente desde la edad victoriana. Hoy se ha de predicar todo lo contrario de lo que se practica, nos llenamos la boca con discursos éticos aunque sepamos de sobra sólo son recursos oportunistas para justificar o deslegitimar, según convenga a nuestros intereses. Así las cosas, prefiero la honestidad cínica de Gracián a la hipocresía vomitiva de nuestros ideólogos. Y en este marco, que mejor ejemplo de la archimanida relación entre el fin y los medios. ¿Justifica el fin los medios? Sí, dice el aragonés del XVII, sin perderse en disquisiciones éticas; por supuesto que no, sentencian nuestros autoerigidos maestros de moral (laicos y religiosos) aunque luego apliquen muy selectivamente la doctrina.

Lo de que el fin justifica los medios se ha atribuido siempre a los jesuitas, hasta el punto de convertirse, de tan repetida, en una verdad indiscutible que alimentó el generalizado rencor hacia la Compañía y justificó las expulsiones de la segunda mitad del XVIII. Y es que en efecto fue un jesuita, el alemán Hermann Busenbaum quien en su libro Medulla theologiae moralis (1650) escribió, a propósito del ejemplo concreto de un prisionero encarcelado injustamente que para escapar se plantea engañar al guardian, darle un somnífero o romper los barrotes de la celda (todos ellos medios "malos"), que "quia, cum finis est licitus, etiam media sunt licita" (porque, cuando el fin es lícito, también los medios son lícitos). Naturalmente, los del de Loyola siempre han negado que tal frase debiera entenderse como máxima ética y que lo que pretendía destacar Busenbaum era que medios no malos en sí mismos (o, al menos, solo ligeramente malos) pueden hacerse buenos gracias al fin a que se destinan. Ciertamente, si revisamos los debates académicos del XVII y siglos posteriores, no encontraremos que ninguna autoridad de la Compañía legitime con carácter general los medios en función de los fines. Sin embargo, en una sociedad que desde siempre prefiere la simplificación de los titulares (cómo si no movilizar la opinión pública), los jesuitas cometieron un error de bulto dando armas (demagógicas) a quienes envidiaban su rápida ascensión a puestos de poder en la Iglesia, a partir de su excelencia intelectual, su celo contrarreformista y su eficaz y ciega lealtad al Papa. Así, la primera pluma célebre en arremeter contra la Compañía fue nada menos que Blaise Pascal, en el seno del agrio debate que en la Sorbona parisina –y en toda la cristiandad católica– se sostenía a raíz de las tesis jansenistas sobre la Gracia y el libre albedrío (otra de las muchas discusiones bizantinas a que tan aficionados han sido desde siempre los teólogos). En sus célebres Cartas provinciales, el matemático venía a denunciar la "tibieza" moral de los jesuitas, condenando la forma de entender la ética que se dio en llamar casuismo.

Pascal, y la pléyade de quienes lo siguieron en las críticas a los jesuitas, no fue todo lo intelectualmente honesto que habría debido en sus acusaciones. Pero aunque ciertamente sea injusto atribuir a los de Iñigo la defensa de la tesis de Gracián, no deja de haber algo de verdad en que ellos mismos, con su jesuitismo, bien que se encargaron de hacer verosímiles los rumores. Así, por ejemplo, las mejores cabezas de le teología militante de la Contrarreforma, fueron españolas y jesuitas (Luís de Molina, Juan de Mariana y, sobre todo, Francisco Suárez) y en algunos de sus escritos dejaron escapar insinuaciones más o menos veladas sobre la licitud del tiranicidio. En la misma línea, y con mayor trascendencia en razón de su cargo, se pronunció el también jesuita cardenal Bellarmino (famoso por su deplorable papel en los casos de Giordano Bruno y Galileo), quien defendió el derecho de los pueblos a derrocar a los reyes injustos (obviamente, así declarados por el Papa), negando la ideología medieval del origen divino de la monarquía. Conviene advertir que las discusiones en este caso no eran precisamente teóricas; recuérdese que en 1589 Enrique III es apuñalado y muerto por un fraile dominico y solo 21 años después otro fanático católico, Francois Ravaillac, asesinó a su sucesor, el primer Borbón francés. Y es que el propio Enrique IV (hugonote de origen pese a su "París bien vale una misa") ya había sufrido varios atentados y no se cortaba en acusar a los de la Sociedad de Jesús de ser quienes los habían organizado. En ese ambiente tan caldeado, no es de extrañar que, por su influencia y poder y por la sofisticación, a veces ambigüedad, de los escritos morales de sus más preclaros representantes, los jesuitas se ganaran la fama, no del todo inmerecida, de que justificaban cualesquiera medios si los fines eran buenos (buenos, claro está, dirían sus enemigos, para ellos).

En todo caso, pasado el fragor de las terribles guerras de religión que asolaron Europa durante más de un siglo, y alcanzado el necesario status quo (Paz de Westfalia) que conllevaría un duro golpe a la primacía temporal de la Iglesia, los jesuitas se cuidaron ya muy mucho de insistir, ni siquiera tangencialmente, sobre la licitud de los medios en función de los fines, aunque es probable que, haciendo uso de la también jesuítica doctrina de la reserva mental siguieran ajustando su comportamiento a ese criterio ético. Sin embargo, los muchos pensadores que eclosionaron con la Ilustración, envalentonados en sus ataques contra la Iglesia, se ocuparon de machacar que el jesuitismo, entendido en su acepción más peyorativa y simplona, seguía dominando la política vaticana. Durante el XVIII arrecian las hostilidades contra la Compañía, colgándole la autoría de cuantas intrigas y conspiraciones, reales o imaginarias, se concebían. No deja de ser paradójico –alguno lo calificaría de justicia poética– que las campañas anti-jesuíticas que tanto éxito tuvieron (expulsiones de numerosos países europeos y supresión de la Orden por Clemente XIV en 1773) se valieran para alcanzar ese fin "bueno" de medios "malos", entre ellos, mentiras descaradas. Una de éstas, que ha alcanzado no poca difusión entre los amantes de las teorías conspiratorias, es la del supuesto juramento jesuita. Parece ser que se trata de un bulo inventado en la Inglaterra del XVII: por lo visto, cuando un jesuita ascendía a un cargo de poder había de realizar un juramento de fidelidad absoluta al Papa en asuntos temporales y, específicamente, de disposición a contribuir a la "destrucción" de los reyes herejes; a cada lado del "postulante" había otros dos compañeros, cada uno sosteniendo una bandera, la de los colores papales y otra negra con una cruz roja, una daga y una calavera con sus tibias cruzadas. En esta segunda bandera aparecía impreso el famoso INRI, pero significando no Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, sino Iustum Necar Reges Impious que viene a traducirse como "es justo exterminar a los reyes impíos".

Estrecha relación pues entre la "moral de los medios y los fines" y los jesuitas (por cierto, olvidé consignar que Gracián también era jesuita), tanta que no creo demasiado exagerado que son de la pluma de miembros de la Compañía los tratados más sesudos sobre estos asuntos éticos. Como dije, hoy lo políticamente correcto es afirmar que "el fin NO justifica los medios", que queda muy bien incluso como imperativo categórico, aunque no se terminen de extraer todas las consecuencias y mucho menos, desde luego, la apliquemos en nuestras vidas cotidianas. A riesgo de ser tildado de jesuítico, me atrevo a sostener que a veces el fin sí puede justificar los medios, aclarando de entrada que no cualesquiera medios. Pero para defender mi postura habré de traer a colación, aunque sea concisamente, otras consideraciones.

   
Senyors de la guerra - Gerard Quintana - Jordi Batiste (Els Miralls de Dylan, 1998)

martes, 16 de abril de 2013

Argumentación teísta que demuestra que los trances místicos son incomparablemente superiores a los viajes con LSD

En su penúltimo comentario a mi post del pasado 6 de abril, Vanbrugh expone una argumentación teísta (o creyente, si se prefiere) para defender su idea de que las experiencias místicas son diferentes e infinitamente superiores a los viajes lisérgicos, llegando incluso a afirmar que la comparación entre ambas es "sencillamente grotesca". Naturalmente, si negamos la existencia de Dios el argumento carece del mínimo peso. Desde una posición atea la conclusión sería la contraria: habida cuenta de que la explicación más probable de los trances místicos sea que el que los experimentaba sufría alguna disfunción neuronal, bien natural o bien inducida por alguna sustancia alucinógena, y dado que la potencia del LSD es muy superior a la de los alcaloides que pudieran ingerirse en aquellas épocas, es razonable pensar que la intensidad de los viajes ácidos sea mayor que la de un arrobo místico. Pero, como bien dice Vanbrugh, necesitaríamos personas que hayan pasado por ambas experiencias para contar con testimonios autorizados. El problema es que, de haberlas, difícilmente les creeríamos, ni siquiera los cristianos, máxime cuando supieran que además del pretendido éxtasis místico en otras ocasiones habían consumido alucinógenos.

Admitamos pues la tesis cristiana de que los trances místicos son, como dice Vanbrugh, "verdaderas 'uniones', ignoro de qué tipo o bajo que forma, con Dios, al que yo entiendo como un ser personal que participa libremente de estos encuentros y sin cuya voluntad no pueden tener lugar". Es mucho pedir dar por válida esta premisa, sobre todo por la enojosa ambigüedad de esa 'unión' que es justamente la esencia del trance. Lo que sabemos es que los místicos se sentían 'arrebatados' de las cotidianas dimensiones espacio-temporales y pasaban a otro estado de conciencia, ajeno a su materialidad, en el cual vivían esa comunión con la divinidad. No es la forma de comunicación tradicional de las 'apariciones', en la cual el elegido por Dios o por alguno de sus intermediarios (la Virgen, preferentemente) apenas ve alterada su conciencia (a lo sumo un leve mareo), lo que le permite ver y, sobre todo, escuchar con claridad el mensaje que se le transmite. Aunque Vanbrugh usa el término 'comunicación' (y en sentido amplio, lo es), más preciso sería calificarlos de 'vivencias integrales'.

Comparando las descripciones que han hecho los místicos de sus trances con las experiencias de los viajeros ácidos, muchos estudiosos han llegado a la conclusión de que ambas participan de los mismos procesos de alteridad de la conciencia con la consiguiente ruptura de las referencias espaciotemporales. Dicho de otra forma, parece bastante claro que si Santa Teresa contara sus experiencias a Timothy Leary, por ejemplo, éste diría que vivió casi exactamente lo mismo en sus viajes ácidos, aunque probablemente su imaginería de referencia sería otra, la propia de sus creencias y condicionantes culturales previos. A tal respecto, es conocido el caso del sacerdote católico que cité en los comentarios a ese post, quien tras su primer tripi dijo que había vivido una experiencia de intensísima unión con Dios, por supuesto todo en perfecta congruencia con el dogma. Claro que, por mucho que de los testimonios un escéptico tienda a pensar que se trataba de experiencias muy similares, hay que admitir que las palabras no pueden ni de lejos describirlas en sus justas medidas. Es decir, que cabe admitir que la intensidad de los trances místicos, por más que compartan los mismos fenómenos que los viajes ácidos, es muchísimo mayor que la de éstos (claro que, ya puestos, también podría llegarse a la conclusión inversa).

En ausencia de medidores homologados de las intensidades de los trances, Vanbrugh sostiene que es así porque en los místicos Dios se comunica libremente. Entiendo que Dios decide que una persona entre en trance para concederle, como gracia extraordinaria, la experiencia mística. En cambio, cuando uno ingiere una dosis de LSD, como lo hace desde su voluntad (y no por la acción 'arrebatadora' de Dios), no puede pretender que Dios 'se sienta obligado' a participar, porque para algo es absolutamente libre. Por tanto, si Dios no participa (o al menos no necesariamente) la 'comunión' no es con Él, sino con cualquier otra cosa. Y, naturalmente, como nada es mejor o más perfecto que Dios, la comunión con cualquier entidad distinta será necesariamente inferior a la comunión con Dios, que es lo que quería (Vanbrugh) demostrar mediante un razonamiento lógico a partir de premisas teístas (que me he propuesto no discutir).

Sin embargo en este aparentemente impecable razonamiento hay más de una trampa. Aquí lo dejo, como acertijo de lógica creyente (teología natural, véase el post del pasado día 9). Quizá resulte útil como pista sintetizar la argumentación descrita en sus correspondientes premisas:
  1. El trance místico lo causa Dios para que el sujeto experimente una 'unión' con Él.
  2. El viaje ácido es producido al margen de la voluntad de Dios por lo que, en principio, Él no participa en la experiencia.
  3. Una experiencia de comunión con la Divinidad es incomparablemente superior a cualquier otra en la que Dios no participe.

   
Legend of a Mind - The Moody Blues (In Search of the Lost Chord, 1968)

sábado, 13 de abril de 2013

One too many mornings

Down the street the dogs are barkin’
And the day is a-gettin’ dark
As the night comes in a-fallin’
The dogs’ll lose their bark
An’ the silent night will shatter
From the sounds inside my mind
For I’m one too many mornings
And a thousand miles behind

From the crossroads of my doorstep
My eyes they start to fade
As I turn my head back to the room
Where my love and I have laid
An’ I gaze back to the street
The sidewalk and the sign
And I’m one too many mornings
An’ a thousand miles behind

It’s a restless hungry feeling
That don’t mean no one no good
When ev’rything I’m a-sayin’
You can say it just as good.
You’re right from your side
I’m right from mine
We’re both just one too many mornings
An’ a thousand miles behind
Copyright © 1964, 1966 by Warner Bros. Inc.; renewed 1992, 1994 by Special Rider Music

La grabación original

Es una canción de amor, del amor que acaba, del que mejor ha escrito siempre Dylan. Canción triste, pero de tristeza tierna, melancólica; canción sobre el hastío y la impotencia. Demasiado tiempo y distancia entre dos que querrían amarse. Una relación que termina sin que ninguno sepa bien por qué. Bobby tiene 22 añitos.

   
One too many mornings - Bob Dylan (The Times They Are A-Changin', 1964)

Traducción personal libérrima (concisa, muy concisa)

Ladran los perros en la calle, va oscureciéndose el día. El estruendo de mi mente sofoca los ladridos y quiebra el silencio de la noche. Demasiadas mañanas y mil millas.

Dudas en el umbral. Vuelvo la cabeza hacia la habitación donde yacíamos, amor; los ojos se me enturbian. Nítidos ante mí, el camino, las señales. Demasiadas mañanas y mil millas.

Desazón e impotencia. Lo que diga igual sabes decirlo, tienes tú razón y también yo la tengo. No son buenos presagios. Hay demasiadas mañanas y mil millas entre nosotros.

La versión eléctrica de 1966

La "traición" eléctrica de Dylan se escenificó la noche del domingo 25 de julio de 1965 en el Newport Folk Festival, aquella vez que Pete Seeger quiso cortar los cables del amplificador con un hacha. De casi un año después –Bobby acababa de cumplir veinticinco– es la gira británica de mayo, recogida en el documental de Scorsese, incluyendo las diatribas de los fanáticos y decepcionados folkies ingleses, ésos que le abuchearon y gritaron ¡Judas! cuando, en la segunda parte de los conciertos, hacía pasar a los miembros de The Hawks (que poco después serían The Band). La que sigue fue grabada en la actuación de Manchester; demasiado ruidosa para mi gusto. Dice Paul Williams que en esos momentos Dylan deseaba un sonido rico, fuerte y rítmico, que las palabras fueran secundarias.

   
One too many mornings - Bob Dylan (Live at Free Trade Hall, Manchester, England, 1966)

Con Johnny Cash

A Johnny Cash, más que consagrado, le impresionó Bob Dylan desde su aparición en el Greenwich neoyorkino, una voz original en el "folk revival" de los primersos sesenta. Empezaron a cartearse y se conocieron en el festival de Newport de 1964, donde el veterano le regaló al novato su guitarra. En febrero de 1969, Dylan volvió a Nashville a grabar su noveno album y en el mismo estudio estaba Cash. Grabaron unos cuantos temas a dos voces de los cuales sólo uno (Girl from the North Country) fue incluido en el LP Nasville Skyline. Pero entre los otros se encuentra esta versión de One too many mornings, que aparece en uno de los infinitos bootlegs piratas del de Minnesota. Un cierto aire country inevitable que para nada me convence (creo que empobrece el sentimiento) pero que, aún así, resulta interesante. En vez del audio, cuelgo un video de Youtube para ver a los dos monstruos. Por cierto, para el disco homenaje a Dylan con motivo de los cincuenta años de Amnistía Internacional (del que ya hablé en un post anterior), los Avett Brothers hicieron una remezcla a partir de estas viejas sesiones de Nashville.
   


 La Rolling Thunder Revue

En otoño de 1975 Dylan reúne a un grupo de amigos y excelentes intérpretes e inicia la que sin duda es una de las giras más atractivas de la historia del rock. Bob se reinventa como trovador, asume la obligación personal de patear infinidad de escenarios en un movimiento interminable que ha seguido hasta hoy y que, en opinión de muchos de sus más autorizados críticos y biógrafos, es una faceta de su actividad artística tan importante y genial como la de compositor de los más grandes temas de la música popular. Yo sólo he asistido a tres conciertos de Dylan y el último he de confesar que me decepcionó un poco. Cuánto me habría gustado, sin embargo, haber sido partícipe de esa gira mítica; pero tenía dieciséis añitos y estaba empezando a enterarme. Del concierto del 23 de mayo de 1976 en el Hughes Stadium de Fort Collins, Colorado, procede esta nueva versión recogida en el album Hard Rain; me gusta más, sin embargo, de la misma gira, la que hace con el acompañamiento en un discreto segundo plano de Joan Baez (se puede ver en un documental de los archivos de RTVE). Bob está a punto de cumplir 35. Apréciese el violín de Scarlet Rivera, que a mi juicio colorea espléndidamente el Desire (y especialmente esa maravilla tan plañidera y hebraica que es One more cup of coffee).

   
One too many mornings - Bob Dylan (Hard Rain, 1976)

Las versiones de otros

Colecciono canciones de Dylan, cantadas por él, desde luego (pocas me faltan), pero también por otros. One too many mornings no es precisamente de las más versionadas, pero algunas guardo. Parece que el primer cover le corresponde a una banda californiana de cierta fama durante los sesenta, The Association, que la grabaron en un sencillo de 1965 y luego en un LP en vivo de 1970; esta versión no la tengo pero se puede escuchar en Youtube. La versión que pongo a continuación, en cambio, está cantada en un tono bastante intimista, más acorde en mi opinión a la letra. Se trata de una grabación de 1968 del prolífico cantante, pero también compositor, escritor y actor de Hollywood, Burl Ives, uno de esos tipos que recorrieron el siglo pasado y de los que ya no quedan. Es el único disco que tengo suyo y me lo conseguí por su homonimia con el tercero de Dylan: once versiones de temas conocidísimos que, en general, este hombre descafeina (de los cuatro de Dylan solo salvo justamente el que interesa a este post).

   
One too many mornings - Burl Ives (The Times They Are A-Changin', 1968)

En el 66, The Beau Brummels, otra banda californiana de corta existencia, grabaron un single con el tema; no lo tengo pero también es posible escucharla gracias a Youtube (versión facilona y hasta bailonga, que llegó al número 95 de las listas en junio de ese año). También de San Francisco eran los Kingston Trio, que ya disueltos publicaron un doble album en vivo, Once Upon a Time, con tres versiones de Dylan y ésta entre ellas; tampoco me gusta demasiado y prefiero no subirla sino remitir al correspondiente enlace de Youtube. Y Joan Baez, por supuesto, tan pronto como en 1968, en el primero de sus discos dedicado enteramente a canciones de Dylan. Para entonces ya se habían cortado su intermitantes amoríos con Bobby (imagino que tras la boda del chico con Sara), pero hasta hoy ella le sigue interpretando reverencialmente. La que sigue es su versión, interesantes arreglos adaptados a su clásica forma de cantar, tan perfecta que no termina de emocionarme.


   
One too many mornings - Joan Baez (Any Day Now, 1968)

Hay más, claro. Por ejemplo, una del ya mentado Johnny Cash en el album de 1978 con su mujer, Johnny and June, que recogía canciones inéditas grabadas en los sesenta (tuve ese disco en vinilo, pero ya no). Y, cómo no, los chicos de The Band, los fieles acompañantes de Dylan durante la segunda mitad de los sesenta, hicieron su propia versión durante la gira mundial de Bobby de 1966, la cual está recogida en otro de los múltiples discos de versiones dylanianas, éste llamado Tangled up in Blues (1999). Se trata de una versión "sin sorpresas", con el sonido característico del Dylan de esos años; pero no está nada mal.

   
One too many mornings - The Band (Tangled Up in Blues, 1999)

De esta preciosa canción, salvo algunas escasas interpretaciones en vivo del propio Bob, no tengo ninguna versión de las tres últimas décadas del siglo pasado (que es el veinte, recuerdo). Ya metidos en el XXI guardo tres muestras. La primera de The Panics, un grupo australiano de Perth, que en su disco de 2007 Cruel Guards, añaden como bonus tracks el Just like a woman y una envolvente versión del One too many mornings, un sonido mucho más contemporáneo y que merece la pena escuchar. La segunda es del cantautor británico David Gray (un tipo muy recomendable aunque poco conocido por estos lares) y se contiene en un album recopilatorio de grabaciones en vivo que significativamente tituló A Thousand Miles Behind (de 2007); me gusta mucho su versión tranquila y sentida, recuperando el espíritu de la original. Por último la de los Avett Brothers a la que me referí antes; esa remezcla de las sesiones de Nashville con Johnny Cash; digamos que es curiosa.

   
One too many mornings - The Panics (Cruel Guards, 2007)

   
One too many mornings - David Gray (A Thousand Miles Behind, 2007)

   
One too many mornings - Johnny Cash & The Avett Brothers (Chimes of Freedom, 2012)

Acabo señalando que, pese a esta apabullamiento de versiones, One too many mornings no es mi canción favorita de las de Dylan (sí lo era, según me he enterado hace unas semanas, de Steve Jobs). El porqué de este post me lo callo.
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Actualización (14/04/2013): Quien tenga interés por Dylan puede encontrar en internet una infinidad inabarcable de datos. Ya lo sabía y, sin embargo, para escribir este post no hice bien los deberes. Porque resulta que ahora descubro que existe una web dedicada a relacionar las muchísimas versiones de las también muchas canciones compuestas por el genio de Minnesota. Así que busco esta One too many mornings y encuentro que hay 177 registros y yo, pobre ingenuo, pensando que las diez versiones que guardo más las tres o cuatro a que hago referencia eran, si no todas, casi todas. Así que ya tengo referencias para mis afanes coleccionistas. Por cierto, compruebo que de esta canción hay unas cuantas versiones traducidas a otros idiomas, entre ellos el castellano. La primera pertenece a un grupo valenciano nacido en Mallorca en 1986, La Gran Esperanza Blanca; algo he oído de estos tipos, pero no tengo nada suyo en mi discoteca. El otro castellanoparlante que se ha atrevido con este tema es un argentino llamado Esteban Páez quien tiene el detalle de permitir descargar gratis toda su discografía desde su web, entre la cual hay tres discos dedicados por entero a sus versiones dylanianas (cierro esta actualización con la canción objeto de este post; juzguen ustedes). He de mencionar por último a Gerard Quintana y Jordi Batiste, quienes en 2000 publicaron el album Els miralls de Dylan - Sense reina ni as, con trece canciones de Bobby en catalán; no suenan nada mal.

   
One too many mornings - Esteban Páez (El refugio de la víbora 2, 2007-2009)

martes, 9 de abril de 2013

Teología natural

En los comentarios al post anterior, a partir de la opinión de Vanbrugh de que las vivencias de un viaje con LSD son un pobrísimo remedo de lo que ha de ser la existencia en el Cielo, la discusión evolucionó a la comparación entre las primeras y los trances de los místicos cristianos. Si bien de entrada Vanbrugh manifestó que la diferencia de las experiencias místicas respecto de la futura vida en la Gloria era más o menos tan abismal que la de un tripi ácido, posteriormente, tras meditarlo, cambio de parecer y afirmó que, sin saber "cuanto de parecidos serán los trances místicos a la bienaventuranza eterna", sí cree que se asemejan mucho más a ésta que un viaje de alucinógeno. He de confesar que cuando le planteé la comparación, tenía curiosidad por saber si su respuesta se ajustaba a la doctrina católica y algo me sorprendió (no mucho, porque Vanbrugh no se caracteriza por un seguimiento ciego del magisterio eclesiástico) que en primera instancia aceptara poner en condiciones de igualdad los éxtasis de, por ejemplo, Santa Teresa y Aldous Huxley. Pero luego, al considerar los primeros "incomparablemente superiores", elude eventuales tentaciones heréticas ya que, como es sabido, la Iglesia considera que son vivencias anticipatorias del Cielo, concedidas a quienes las viven como gracia libérrima de Dios. Y desde luego ni por asomo ha calificado de modo similar las experiencias bajo los efectos del LSD, más bien todo lo contrario.

Naturalmente habrá quien piense que esta discusión es completamente absurda (e incluso habrá más de uno a quien se la sude). Yo, en cambio, creo que puede conducirse dentro de los cauces de la lógica, lo cual invalida calificarla como absurda. Naturalmente, partimos de unas premisas mayores, o axiomas si se prefiere, que no cabe discutir y de cuya veracidad dependerá la de las premisas que, en buena lógica, vayamos derivando. Estos axiomas de partida son obviamente que existe un Dios personal, eterno y omnipotente, el cual, además, se relaciona con los hombres, interviene en la historia. Es decir, los postulados básicos de cualquier creyente y, en particular, de los cristianos. Si niego estas premisas iniciales, cualquier argumentación, por muy ajustada a la lógica que esté, no nos aporta ninguna certeza (lógica) sobre la veracidad de las conclusiones que vayamos obteniendo (tampoco sobre su falsedad). Lo que pasa es que los axiomas de partida no pueden ser negados tajantemente, no se puede afirmar que es imposible que Dios exista, ni tampoco que de existir no intervenga en la historia humana. Todo lo más, creo yo, es lícito hablar en términos de probabilidad (en tal sentido, y aunque se inspiraran en una vieja publicidad de una marca de cerveza, no me parece mal hallado el conocido eslogan ateo de "probablemente Dios no exista"). Pero claro, las estimaciones probabilísticas de base inductiva dependen mucho de las muestras a partir de las que se hagan y, al final, según las particulares selecciones de cada uno y, sobre todo, las tendencias de sus mecanismos mentales, se puede llegar tanto a que probablemente Dios no exista como a que probablemente sí.

Hay una rama de la teología que se ha dado en llamar natural y que se caracteriza por el intento de llegar al conocimiento de Dios (y como paso previo a la prueba de su existencia) a través de la razón, sin el recurso a la revelación o a la fe. Enseguida nos viene a la mente la herencia aristotélica y la figura del primer campeón de estas lides, el tan manido Tomás de Aquino. Pero aunque los argumentos de la Summa Theologiae desde hace ya mucho están bastante desprestigiados, sigue vigente la pretensión de que a través de nuestras capacidades y sobre todo de la razón se puede llegar, si no a demostrar, sí a concluir que las probabilidades de que Dios exista con los atributos clásicos del cristianismo son muy cercanas a la certeza. De hecho, tal es la posición de la Iglesia Católica que en su último Catecismo que, en su punto 31, reza textualmente: "Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre que busca a Dios descubre ciertas "vías" para acceder al conocimiento de Dios. Se las llama también "pruebas de la existencia de Dios", no en el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales, sino en el sentido de "argumentos convergentes y convincentes" que permiten llegar a verdaderas certezas". Más tajantemente en punto 36 recuerda el dogma del Concilio Vaticano I de que "Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas". Aunque inmediatamente después (con esa exasperante tendencia de la Iglesia, tan "italiana", de no dejar nunca del todo las cosas claras y optar por ambigüedades calculadas), añade que "sin embargo, en las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su razón". Así pues, punto 38, "el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error". O sea, que sí se puede conocer a Dios por la sola vía de la razón, pero mejor no lo intentes y básate en la Revelación. Nada nuevo, la teología revelada siempre ha tenido mejor consideración entre los jerarcas que la natural, lo cual no tiene nada de extraño.

Sin embargo, estas preferencias de nuestros curas no son tan generalizadamente compartidas en el mundo anglosajón, donde desde hace ya bastantes años se ha ido desarrollando un discurso filosófico que intenta revisar las cuestiones teológicas desde la luz exclusiva de la razón. Me refiero a los Swinburne, Collins, Plantinga y otros "teístas" hacedores de argumentaciones racionales que, nos convenzan o no, son desarrolladas desde criterios de rigor lógico y sin eludir la confrontación con las consecuencias de los conocimientos que provienen de la física o de la biología, por referirme a los dos campos de los que mayoritariamente se nutren las conclusiones también de los pensadores ateos. Son muy de agradecer estos planteamientos porque permiten, a quienes nos interesa el asunto, ejercitar la mayor o menor capacidad de raciocinio con que Dios o la naturaleza nos ha dotado. Además, al menos para mí, es de lo más entretenido tratar de verificar el grado de corrección y congruencia de tales argumentos, de la misma forma que intento lo mismo –porque así creo que lo exige la honestidad intelectual– con la mucho más popular bibliografía atea (sobre todo gracias a Dawkins). Algún día de estos escribiré sobre las premisas y razonamientos de estos teístas contemporáneos, a quienes he descubierto hace pocos meses a partir del revuelo que se generó cuando Antony Flew, seguramente el filósofo ateo de mayor relieve, anunció que había llegado a la conclusión de que Dios existía en base a argumentos estrictamente racionales derivados de los descubrimientos científicos más actuales.

Pero, en realidad, todo el rollo hasta aquí no es más que una introducción para establecer que creo que cabe discutir racionalmente sobre un tema tan específico como el que se suscitó con Vanbrugh en mi post anterior. El objeto de esta entrada había de ser examinar con las herramientas de la lógica la argumentación de mi amigo que le lleva a concluir que los trances místicos son incomparablemente superiores a los éxtasis ácidos, sin cuestionar la validez de sus axiomas creyentes de partida. Esto era lo que pretendía, pero ya es tarde y me he alargado demasiado. Así que lo deja para la siguiente entrada, pidiéndole excusas a Vanbrugh y remitiendo a entonces mi respuesta a su último comentario. Acabo pues, no sin resistirme a añadir con una levísima intención provocativa que la única limitación que ponen los filósofos teístas a la omnipotencia de Dios es la que deriva de su sometimiento a la lógica; es decir, Dios no puede ser absurdo.