viernes, 22 de noviembre de 2024

La tarde que jugué con la selección (y 2)

Hacia finales de marzo recibí una carta suya. Estaba concentrado en El Escorial y me pedía que nos encontráramos en Galapagar. Él me estaría esperando en su coche por fuera del apeadero del ferrocarril, bastante alejado del centro urbano, en lo que por aquellas fechas era prácticamente un descampado. Prefería que no nos vieran juntos y, a ser posible, que pasara desapercibido. Me había dejado barba, de modo que con una gorra calada y unas gafas de pega era difícil que se me identificara. De esa guisa, al mediodía siguiente, subí en Príncipe Pío al automotor de Ávila. 
 
Salí del apeadero de La Navata y al otro lado de la carretera estaba un coche aparcado. Aunque en la visita a Valencia ya había comprobado que mi hermano gozaba de una desahogada economía (un piso amplio en la mejor zona de la ciudad), no dejó de sorprenderme que dispusiera de automóvil. Era rojo y aparatoso, feo para mi gusto. No podría asegurar la marca (creo que un Eucort, empresa catalana que quebró poco tiempo después), pero se me quedó grabada la matrícula: V-21.111. La encargué con el mayor número de unos, me dijo, porque ese es el dorsal del portero. 
 
Arrancó el coche y se dirigió hacia el pueblo, pero nada más cruzar el Guadarrama dobló hacia la derecha por un camino de tierra que seguía el curso del río aguas arriba. Me di cuenta de que había reconocido los alrededores previamente cuando aparcó en un recodo, junto a un bosquecillo de encinas. He traído tortilla, bocadillos de jamón y una botella de vino, dijo, vamos a dar un paseo y nos sentamos luego a comer algo. Solo hacia el final de aquel improvisado almuerzo campestre me contó lo que quería. 
 
Supongo que sabes que nos jugamos la clasificación para el Mundial con Portugal. El domingo es el primer partido, en Chamartín. El siguiente será la vuelta, en Lisboa. Durante ese segundo partido he de desaparecer por una media hora, sin que nadie lo sepa. Necesito que pases por mí en el campo durante el segundo tiempo. Me quedé atónito, mirándolo como si se hubiera vuelto majara. Él, sin embargo, permaneció impasible. Me es absolutamente imprescindible y me lo debes, dijo con frialdad. No es ninguna locura, lo tengo todo pensado. He sobornado a un empleado del estadio de Jamor que te colará en nuestro vestuario hacia el final de la primera parte. Luego, en el descanso, repetiremos lo de Mestalla, pero esta vez te pondrás en la cabina mi ropa y yo, en cuanto el equipo vuelva al campo, saldré a hacer mi gestión. En la primera jugada en que se te acerque un delantero, vas al choque y caes al suelo fingiéndote lesionado. Te retirarán del campo y saldrá Acuña, el portero del Deportivo. Te vas al vestuario y me esperas. Llego antes del fin del partido y de nuevo damos el cambiazo. 
 
Pero, Iñaki, tus compañeros, el seleccionador, se darán cuenta del engaño. No, me respondió tajante, no nos conocemos tanto. Solo Silvestre podría, pero él está en el ajo, y además es vasco, como nosotros, Peio. Me sorprendió que me llamara así, y no Pedro como siempre. Le brillaban los ojos, pero los labios estaban fruncidos en ese gesto que tan bien conocía desde niño, el que ponía cuando estaba dispuesto a todo para salirse con la suya. ¿De qué va esto, Iñaki? Me lo tienes que decir si pretendes que haga esta locura. No puedo, contestó, y es mejor que no sepas nada. Además, habrás luego de desaparecer. ¿No me has dicho que querías salir de España? Pues te lo facilitaré. Un billete de barco de Lisboa a Montevideo y allí, en Uruguay, tengo amigos que te acogerán para que rehagas tu vida. Así tiene que ser, te lo aseguro. 
 
Todavía hoy me cuesta entender por qué acepté embarcarme en tan disparatada aventura. Prescindo de los detalles y voy directamente a culminar este relato. Asistí el domingo 2 de abril al primer partido en el que luego se llamó estadio Santiago Bernabeu, en el que España goleó cinco a uno a los lusos con Franco en el palco. Tras un inicio de tanteo –se notaba que teníamos miedo de los portugueses–, antes del primer cuarto de hora llegaron tres goles fulminantes, en solo tres minutos (Zarra, Basora y Panizo). La delantera hispana era magnífica, no tanto la defensa, que obligó a Iñaki a atajar más balones de lo normal, algo que me dejó bastante preocupado. El gol de Portugal vino antes del descanso debido a una mala salida de mi hermano, a quien regateó Cabrita para disparar a puerta vacía. Como es natural, acabado el encuentro era un manojo de nervios, imaginándome que en seis días estaría en el césped de otro estadio abarrotado, solo bajo los palos. 
 
Viajé a Lisboa un día antes. Iñaki me había reservado un apartamento en el Hotel Imperio, un edificio nuevo de gran lujo a medio camino entre la plaza del Marqués de Pombal y La Baixa. Ese sábado estuve paseando por la parte baja de la ciudad, que me fascinó, aunque no estaba precisamente en la mejor disposición para disfrutar del turismo. Al atardecer mi hermano se presentó en el hotel y terminamos de concertar los últimos detalles. El día siguiente, tal como habíamos convenido, tomé un taxi que me llevó al Estadio Nacional, muy cerca del estuario del Tajo, entre Lisboa y Estoril. Me aguardaba un tipo bajito y rechoncho, uniformado de gris, que se identificó como Joao. Me condujo a través de pasillos casi vacíos hasta un pequeño almacén. Espera aquí, me dijo, poco antes del final de la primera parte te pasaré al vestuario español. 
 
Y ahí, encerrado en ese cuartucho, permanecí algo más de dos horas, con la única compañía del rumor amortiguado que llegaba desde las gradas. Hacia las cinco y media de la tarde, Joao apareció a cambiarme de lugar, metiéndome en una cabina de ducha. No pasó mucho tiempo hasta que Iñaki dio los tres golpes convenidos en la puerta para que lo dejara entrar. Vamos ganando uno a cero, me dijo, pero la cosa está difícil. Los portugueses reparten mucha leña y el árbitro los favorece, incluso les ha regalado un penalti que, por suerte, Barrosa ha chutado fuera. Tienes que tener cuidado, lesiónate lo antes posible que hay que aguantar el resultado. Si nos ganan, habrá partido de desempate en París y eso hay que evitarlo. 
 
No eran, desde luego, palabras tranquilizadoras, mas ya no había vuelta atrás. Nos intercambiamos las ropas y salí de la cabina. Había gran ajetreo entre los jugadores y el seleccionador, Guillermo Eizaguirre, gritaba nervioso, a veces a todos, a veces a alguno. En un momento, casi sin mirarme, me echó una pequeña bronca: que no saliera tanto, que me notaba inseguro; pero acto seguido me palmeó la espalda y se fue a arengar a otro. Busqué a Silvestre Igoa, pero no lo vi. En cambio había dos jugadores del Valencia, Asensi y Puchades; este último me guiño el ojo, pero no me atreví a sacar conclusiones. De pronto, ese desbarajuste acelerado se calmó y nos pusimos en fila (yo el primero) para desfilar de vuelta al campo de juego. 
 
Me puse en la portería, tratando de imitar los movimientos de Iñaki. Los portugueses atacaban con ímpetu, muy agresivos. A los pocos minutos, un delantero rival pegó un patadón tremendo y el balón vino hacia mí como un rayo. No sé cómo acerté a despejarlo con el puño, pero el rechace lo recogió Travassos y, a bote pronto, lo enchufó a la red. No pude hacer nada, ni siquiera mi hermano habría podido. Poco después, como consecuencia de un córner cedido innecesariamente por Asensi, se montó un barullo en mi área. Era la oportunidad perfecta para fingir que me golpeaban, hacerme el lesionado y, de paso, alejar el peligro. No salió bien. Al mismo tiempo que me tiraba al suelo con un grito de dolor, la pelota volaba y en medio del lío, Correia alcanzó a meter el pie y encajarme el segundo gol. Un desastre. 
 
Era el momento de pedir el cambio. Sin embargo, en ese momento en que los portugueses celebraban alborozados la victoria transitoria y mis ocasionales compañeros me miraban con reprobación silenciosa, algo se disparó en mi interior, una mezcla de rabia, de orgullo, no sé. El caso es que me levanté y, con absurdo convencimiento, decidí que ese partido no se perdería por mi culpa. 
 
No puedo explicar lo que pasó en los treinta y cinco minutos que quedaban. Por suerte, los portugueses aflojaron el ritmo, pero aun así llegué a hacer algunas paradas que me parecieron de mérito. Nos anularon un gol de Basora y por fin, hacia el final del partido, Gainza remató de volea un fantástico pase de Panizo que batió al meta luso. Los últimos cinco minutos fueron agónicos: dos saques de esquina que logramos despejar y, sobre todo, un ataque postrero de los delanteros portugueses que logré atajar saliendo a sus pies. Con esa acción salvé la clasificación de España. 
 
Abrazado por varios salí del campo. En la cabina de ducha me esperaba Iñaki. Repetición a la inversa de lo ocurrido hacía poco más de una hora, seguramente la más intensa que había vivido. Después, cuando ya el vestuario estaba desierto, Joao se ocupó de sacarme del estadio. Por la noche, mi hermano llegó al hotel. Al abrirle la puerta, sin decir nada,  se apretó contra mí en un fuerte abrazo. Luego hablamos mucho, limpiando definitivamente las antiguas rencillas. Todavía estuve unos días en Lisboa hasta que, a finales de ese mes de abril, embarqué en el vapor Santa Cruz, un viejo trasatlántico al que le quedaban ya pocas travesías. Hacia mediados de mayo estaba instalado en Montevideo, gracias a la ayuda de los amigos de Iñaki. Tenía 30 años y empezaba una nueva vida. 
 
Ese verano viajé a Brasil para ver el Mundial. Me encontré con Iñaki, claro, aunque en ese campeonato Ramallets le arrebató la titularidad de la portería española. Días felices, máxime cuanto el juego de nuestra selección fue muy aplaudido. No volví a España hasta finales de los setenta, cuando ya mis padres habían fallecido. Hoy, solo y entregado a mis recuerdos, estoy a punto de cumplir un siglo. Mi hermano murió hace unos años. Ya no queda nadie y por eso ahora puedo contar que una tarde muy lejana jugué con la selección española de fútbol.

lunes, 18 de noviembre de 2024

La tarde que jugé con la selección (1)

Nunca he jugado al fútbol. Ni siquiera de niño, cuando en la escuela de los años treinta era a lo único que se jugaba en el patio. Además no me gusta, jamás me ha gustado. Sin embargo, mi padre y mi hermano Iñaki fueron futbolistas. Mientras yo me refugiaba en alguna esquina con mis libros de Salgari o Julio Verne, Iñaki jugaba con el resto de chavales. Era portero, como lo había sido nuestro padre, y resultó ser bueno, muy bueno. Tanto que enseguida pasó a equipos infantiles y justo al comenzar la guerra lo fichó el Donostia FC, que era como se llamó la Real Sociedad durante la República. Yo, en cambio, acabé el bachillerato, aunque solo me valió para llevar las cuentas de la carnicería familiar. 
 
En 1940 a Iñaki lo contrató el Valencia. Recuerdo las broncas en casa. Él no quería dejar San Sebastián; ahí estaba su novia, la cuadrilla, su vida. Pero era bastante dinero para una época de miserias y mi padre le obligó. Yo me mantuve al margen; ya por entonces empezaba mi desapego familiar. En el fondo, aunque no lo quisiera admitir, envidiaba a mi hermano y por eso lo rechazaba, sentía rabia, a veces creía odiarlo. 
 
En el Valencia se consagró. Ganó ligas y copa del Rey, fue el portero menos batido del campeonato. Como tenía que ocurrir, fue convocado a la selección nacional. No seguí su carrera, aunque no podía evitar que los ecos de sus triunfos me perturbaran con frecuencia. Algo antes que él dejé el País Vasco y acabé en Canarias. Entré a trabajar de contable en una finca agraria de La Palma que exportaba a Inglaterra. Allí me enamoré profundamente de la mujer más bella y bondadosa que pueda imaginarse. Enseguida nos casamos; yo tenía veinticinco años, ella veinte. 
 
Vivíamos tranquilos en nuestra casita de Las Manchas, casi ajenos a la vida social isleña, envueltos en una narcotizante nube de dicha absoluta. Pero el tiempo de la felicidad es corto, apenas un espejismo que se nos concede para recordarlo y sufrirlo el resto de la vida. El día de San Juan de 1949 despertó el volcán en la Cumbre Vieja y durante mes y medio ardientes coladas fueron resbalando por las laderas. Fueron días de angustia, de auténtico pavor ante los estallidos y terremotos que se repetían incesantes. Como tantos otros vecinos fuimos evacuados. Nuestra casa quedó arrasada por la lava. 
 
La erupción volcánica anonadó a mi mujer. Su alegría habitual reflejada en una sonrisa que me llenaba de gozo se tornó en una mirada opaca y silencio casi perenne. Una tristeza sombría y desmesurada la envolvió. Traté de animarla, asegurándole que nos recuperaríamos, que todo volvería a ser como antes, mejor que antes. Lo importante, le decía, es que nos amamos, que estamos juntos y salvos. Ella se dejaba querer, casi indiferente, pero no se desembarazaba del espectro lúgubre que la poseía. Todos los días, después del almuerzo, salía sola a dar largas caminatas de las que regresaba de anochecida. Una noche no volvió. Su cuerpo roto apareció al día siguiente en la arena negra al pie del acantilado de Puerto Naos. 
 
Escapé de La Palma, mi paraíso tornado en infierno. Me perdí entre las multitudes madrileñas durante semanas, alcoholizándome metódicamente, enredándome en peleas, buscando calmar un dolor que me roía las entrañas. A finales de septiembre de ese año maldito, en un día furiosamente lluvioso, tuve noticia de las catastróficas riadas de Valencia. De pronto, un zarpazo de ansiedad me trajo a la mente a mi hermano. De pronto, sentí la urgencia inaplazable de saber de él, de verlo, de abrazarlo incluso. 
 
No he dicho que Iñaki y yo éramos gemelos idénticos. Sin embargo, durante aquellos años canarios, ni mi apellido ni mi apariencia bastaron para que los pocos con quienes me relacionaba identificaran mi parentesco. Confieso que esa posibilidad me preocupaba pues ni siquiera a mi mujer le había confesado que el portero de la selección era mi hermano. Afortunadamente, en esa época no había televisión y solo en el No-Do podían verse imágenes borrosas de los partidos de la selección nacional. Al fin y al cabo, preservar mi anonimato no fue inverosímil. 
 
No sabía cómo localizarlo, más allá de que jugaba en el Valencia. Ese domingo, por primera vez en mi vida, escuché las retransmisiones futboleras en la radio. El Valencia jugó en Tarragona, contra el Gimnástico y, en efecto, mi hermano ocupó la portería (empataron a uno, con gol tempranero de los chés y el de los catalanes de falta directa en el último minuto del partido). El domingo siguiente el Valencia jugaba en casa, nada menos que contra el Madrid. Decidí que iría a Mestalla. Pensé en colarme en uno de los autobuses que fletaban las peñas blancas, pero de inmediato me di cuenta de que me arriesgaba demasiado a que me reconocieran. Así que el sábado por la mañana cogí en Atocha el rápido automotor que en solo siete horas me dejó en la capital levantina (ya sé que siete horas parece mucho hoy, pero piénsese que otras opciones de la época –el expreso, el correo– tardaban entre doce y catorce; España es hoy mucho más pequeña que entonces). 
 
Era la primera vez que asistía a un estadio de fútbol y la experiencia me fue ingrata como ya me lo esperaba. La tarde era soleada y tibia, pero vestí abrigo de solapas altas y boina para ocultar mis facciones, aunque no creo que ninguno de los energúmenos enfervorizados que estaban en torno se fijaran en mí. El partido me aburrió, claro. No solo porque el fútbol me parece un juego estúpido y tedioso, sino porque ese encuentro fue especialmente malo, sobre todo a partir de la lesión del extremo derecha valencianista hacia la media hora del primer tiempo. Con el marcador empatado a uno, el juego degeneró casi en rugby, con faltas constantes y muy poca continuidad. En el descanso (el equipo de mi hermano ya iba ganando), me escabullí para esconderme cerca de la zona de los vestuarios. Naturalmente, el acceso estaba vigilado, pero la seguridad no era la de estos días y no me costó demasiado colarme, una vez reanudado el encuentro, aprovechando que los dos guardias estaban más atentos al juego que a sus funciones de vigilancia. Me encerré en una de las cabinas del vestuario local y esperé.

Hora y pico permanecí inmóvil sobre un estrecho banco de madera, hasta que el vestuario se inundó de ruidos y gritos. En todo ese tiempo no se me había ocurrido cómo abordar a Iñaki a solas, sin delatarme. De pronto alguien zarandeó el picaporte. Otra vez se ha encallado esta maldita puerta, dijo, y reconocí alborozado la voz de Iñaki. Descorrí el pestillo en uno de sus empujones. Fue todo casi instantáneo: la puerta se abrió, tiré de él hacia adentro, cerré la cabina a sus espaldas, le apreté la mano contra su boca. La cara de sorpresa de mi hermano me resultó tan cómica que no pude evitar una carcajada. Pero, al mismo tiempo, sentí que una emoción cálida me envolvía y, antes de decir nada, lo estreché en un abrazo que nunca antes le había dado. Al separarnos tenía los ojos húmedos.

Naturalmente, en ese cubículo mínimo apenas hablamos. Ni a él ni a mí —cada uno por sus motivos— nos interesaba hacer pública nuestra relación. De modo que solamente ideamos la forma de que saliera sin ser visto (él sería el último en salir del vestuario y volvería a entrar hablando con los guardias, momento en el que yo había de escabullirme) y poder vernos unas horas después a solas en su piso. El plan funcionó perfectamente y salí tranquilamente del estadio ya desierto. Mi hermano vivía enfrente del mercado de Colón, preciosa muestra de arquitectura modernista, a no más de veinte minutos a pie desde Mestalla. Voy a ver a Don Ignacio, al primero, le dije al portero casi sin detenerme, lo que no me impidió ver su gesto de asombro. Al día siguiente, Iñaki le informaría de que se trataba de un primo de las Vascongadas que sí, se le parecía mucho, no era la primera vez que se lo decían.
 
El reencuentro fue tenso. Había demasiados rencores sordos que hacían que nuestra conversación fuera precavida, como si camináramos por un campo minado. Había sido yo el principal culpable, por supuesto. Esa noche dormí en el piso y allí seguimos casi todo el día siguiente (Iñaki no tenía entreno). Me fui al atardecer. Nos despedimos sin renunciar a nuestras mutuas reservas, pero al menos habíamos tendido un puente hacia nuestra derruida fraternidad. Quedamos en que nos mantendríamos en contacto.

Pasó ese otoño del cuarenta y nueve y pasó el invierno del cincuenta. Viví esos meses en Madrid. Trabajaba en lo que salía, que nunca duraba mucho, cambiaba de pensión, erraba triste y huraño por las calles del centro. Sabía que tenía que decidirme a romper con esa abulia depresiva, pero no encontraba ánimos. Una idea fija se me imponía cada vez más insistente: marcharme de España. Aunque no concretaba ni el dónde ni el cómo.

Con mi hermano intercambié algunas cartas breves (las suyas las recogía en la lista de correos de Cibeles) en las que apenas nos contábamos nada, pero servían para mantener ese tenue hilo recompuesto. Por primera vez empecé a seguir la liga e incluso a aprender algo de fútbol. El Valencia no lo hacía mal y, cuando se interrumpió el campeonato para que España jugara la clasificación al Mundial de Brasil, iba nada menos que cuarto. E Iñaki llevaba una gran temporada; estaba cantado que lo llamarían a la selección.