lunes, 23 de agosto de 2021

Paul Otlet

Continuamente, a través de los libros que leo o de las páginas de internet en las que recalo, me voy topando con personajes desconocidos que me despiertan el interés (a veces me son conocidos pero de hace tanto que los había olvidado). De modo que dedico ratos intermitentes de duración variable a curiosear sobre ellos, lo cual, como es habitual en las navegaciones internáuticas, me lleva a descubrir a otros nuevos y dejar a medias al primero. Esta actividad es propia de los diletantes y contraria a conceptos como productividad o eficacia. Su ejercicio, además, puede generar inquietud ansiosa, al comprobar dolorosamente que es imposible abarcar la inmensidad de lo desconocido. Pero, pese a sus inconvenientes, a algunos nos es adictiva y por eso diletantear ocupa gran parte de mi tiempo desde hace ya bastantes años y mucho más en esta última época en la que la tristeza parece haberme restado concentración. 
 
Estos personajes con los que me topo y en cuyas vidas y obras curioseo son poco conocidos y, consecuentemente, no hay demasiadas noticias de ellos de fácil acceso (en la Red). Por eso he pensado dedicar un post a cada uno de ellos –bueno, no a todos, sino a los que me lo permitan las ganas y mi inconstancia–en prevención más que fundada de la evanescencia de su recuerdo en mi desastrosa memoria. Obviamente, solo serán apuntes introductorios, unas primeras notas para continuarlas más adelante, lo que con toda probabilidad no haré, pero es que así somos los diletantes: tocamos muchos temas y ninguno acabamos.
 
Empezaré lo que pretende ser una serie –ya veremos– con alguien que mucho tiene que ver con las obsesiones por abarcar y organizar el conocimiento; alguien que merecería haber conocido Internet porque la había imaginado medio siglo antes. Nunca había oído hablar de él y ayer me topé con su nombre mientras leía sobre alguien con que nunca tuvo nada que ver (esas relaciones inverosímiles son las que más me fascinan). Me refiero al belga Paul Otlet que hoy precisamente cumpliría 153 años –buen día para recordarlo, pues–; nació en Bruselas el 23 de agosto de 1868 y en esa misma ciudad murió el 10 de diciembre de 1944. No se piense, no obstante que es un desconocido; para quienes se mueven en el ámbito profesional de la biblioteconomía y documentación es una de las figuras señeras en la historia de la disciplina. Tampoco debe ser ignoto en su país donde, en 2010, le dedicaron un sello de correos dibujado por François Schuyten, uno de los más importantes autores de cómic belgas (con un estilo muy en la tradción de Hergè). Paul Otlet, incluso, tiene página de Facebook que, con baja frecuencia, parece mantener The Union of International Associations (UIA), un instituto de investigación y centro de documentación con sede en Bruselas. 
 
Se crió en una familia muy acaudalada. Su padre, Edouard, era un empresario internacional del sector ferroviario y tranviario (entre otras redes por muchos países, Otlet padre fue desde 1886 uno de los capitalistas de la Société Générale de Tramways de Madrid et d´Espagne, que explotaba los tranvías del Norte de la capital española) y había acumulado una enorme fortuna. Baste anotar que en la década de los ochenta (del XIX, claro) adquirió la isla de Levante, frente a la Riviera francesa. El domicilio familiar era un suntuoso palacio en Bruselas en cuyas paredes se colgaban cuadros de celebérrimos pintores, Turner o Rubens entre otros. La vida de Edouard Otlet fue frenética, viajó e hizo negocios por todo el mundo, se embarcó en múltiples empresas (quebrando más de una vez pero siempre resurgiendo) y, como era habitual en la época, participando en la política belga (fue senador). También –y esto me interesa especialmente por motivos profesionales– fundó una ciudad de vacaciones: Westende, en la costa de la provincia de Flandes Occidental (muy cerca de Ostende), que se consolidó como en los años del cambio de siglo. En este post se puede leer un breve resumen biográfico de este señor.
 
Con una vida tan ocupada cabe pensar que Edouard no dedicaría mucho tiempo a su hijo; sin embargo, tuvo un notable protagonismo en su formación y durante sus primeros pasos profesionales. No le quedó otra, porque en 1871 falleció su mujer María Van Mons, con solo veinticuatro años (no he averiguado la causa de su muerte), dejándole a cargo de dos niños, Paul y Maurice, de 3 y 2 años. La madre estaba emparentada con la familia Verhaeren, cuyo miembro más famoso fue el poeta flamenco en lengua francesa Emile Verhaeren, clave en los movimientos literarios de principios de siglo (Verhaeren acuñó, con el pintor Darío regoyos, el término España Negra, a raíz de un viaje que hicieron juntos en 1888). Como especula Boyd Rayward, su biógrafo, puede que de la parte Verhaeren de su madre heredara Paul Otlet su vena temperamental de atormentado quijotismo. En todo caso, fue un niño de intensos sentimientos introspectivos, algo obsesivo, solitario y apasionado desde muy joven a los libros. Pero ese carácter no necesariamente ha de atribuirse a factores genéticos; más probable me parece que se debiera a que pasó casi toda su infancia (hasta los once años) encerrado en casa y educado con tutores, sin conocer amigos de su edad y con su hermano menor como único compañero de juegos.   
 
Probablemente sería su padre quien le impondría hacer la carrera de Leyes, que estudió en las universidades católicas de Lovaina, París y la Libre de Bruselas, graduándose en esta última como abogado en el verano de 1890, un mes antes de cumplir los veintidós años. Aunque ejerció la profesión –enseguida entró en el bufete del prestigioso Edmond Picard– la abogacía no era lo suyo, sino los libros y, sobre todo, la información. Ya en 1892 publicó Essai sur la théorie bibliographique, breve ensayo en el que ya reclama la necesidad de sistematizar con rigor la documentación bibliográfica e incluso apunta que la información –lo que hoy denominaríamos contenidos– no tiene en los libros su mejor habitáculo, sino que debería trocearse ordenadamente y recogerse en fichas individualizadas, lo que permitiría el fácil acceso a los datos y la interrelación de todos ellos. Por cierto, la traducción inglesa de esta primera obra está disponible en la web de Internet Archive como parte de una selección de textos de Otlet realizada por W. Boyd Rayward. 
 
Un año antes, en 1891, había conocido a quien sería una de las personas fundamentales de su vida, al también abogado bruselense Henri La Fontaine, catorce años mayor que él. La Fontaine, que por entonces tenía 37, ya había adquirido renombre en el campo del derecho internacional y era un hombre de ideas progresistas –años después sería elegido senador por el partido socialista– entre las que destacaba su radical pacifismo. Desde el final de la guerra franco-prusiana (1871), Europa vivía una etapa de paz –la llamada Belle Epoque–, pero se trataba de una paz inestable, larvada de rencores, plena de tensiones y durante la cual todas las potencias se preparaban para una futura guerra que se suponía inminente (llegaría en 1914). En ese contexto, precisamente el mismo año en que se conocieron Otlet y La Fontaine, se fundó la Oficina Internacional por la Paz (IPB) que ciento treinta años después sigue existiendo aunque, me temo, con poca influencia real. La Fontaine se interesó muchísimo en esta organización de la que sería presidente desde 1907 hasta su muerte en 1943 y ocupando ese cargo recibiría el Nobel de la Paz en 1913.
 
Y aparco en este punto las notas introductorias sobre Paul Otlet, antes de que empezara de verdad con su fundamental contribución a la sistemática de la documentación. Habría que referirse a la Clasificación Decimal Universal y las broncas con el sistema de Dewey (asunto que me apasiona). Por supuesto, es imprescindible hablar de la Exposición Universal de Bruselas de 1910, de la que surgió el Palais Mondial, primera sede del Mundaneum, que pretendía ser el templo global del conocimiento, el archivo central de toda la información del mundo. Y de ahí, debería enrollarme con el proyecto nunca construido de Le Corbusier, que reconozco que desconocía pese a mi admiración por el arquitecto suizo. Todo ello enlaza con sus ideas utópicas y pacifistas sobre la Ciudad Mundial, de los tiempos de la terrible Primera Guerra Mundial. Luego, en el periodo de entreguerras, Otlet se interesaría por los nuevos medios de almacenamiento y transmisión de la información, y escribiría su obra fundamental, El Tratado de Documentación, una de las bases de la moderna teoría de la información y donde muchos ven una anticipación de los tiempos actuales y, en especial, de Internet. En este fin de semana he leído (en diagonal) la biografía de Rayward y partes del Tratado, he curioseado sobre las instituciones que nacieron de su actividad y he visto un documental producido en 2002 sobre Otlet, titulado muy acertadamente, El hombre que quiso clasificar el mundo. Lástima que no tenga tiempo y que haya tantos otros personajes y asuntos que me reclaman, pero sin duda que la vida y obra de este belga dan mucho para escribir.
 
 

jueves, 19 de agosto de 2021

Cálculos melancólicos

Luisa nació el 16 de enero de 1959 entre las 4:30 y las 5:00 de la madrugada y dejó de respirar el 17 de febrero de 2021 a las 20:00 horas. Murió a los sesenta y dos años, un mes y un día. Echo cuentas y me salen 22.678 días y 15 horas de vida, 544.287 horas de vida sobre este mundo. Algo más de medio millón de horas, ¡qué pocas me parecen! Sobre todo porque ya no hay más, porque desde hace seis meses se acabaron esas horas, esos días, que ya no podré contar. Ahora solo me queda contar las horas y días en que no estaré con ella. 
 
Nos conocimos y enamoramos el 1 de abril de 2006 –nos conocimos físicamente porque el primer contacto, a través de un correo electrónico, fue el 21 de marzo, once días antes–, de modo que hemos sido pareja durante casi quince años, durante 5.436 días para ser exactos. Es decir, he compartido nada menos que el 23,97% de la vida de Luisa, casi la cuarta parte. Claro que, en realidad, el tiempo que hemos pasado juntos, físicamente juntos, resulta ser bastante inferior; probablemente no habrá llegado a los dos mil días, como mucho unas 40.000 horas. Es decir, que en una estimación optimista, apenas he compartido con ella un 7,5% de su vida. 
 
Ni en términos absolutos (40.000 horas) ni relativos (7,5%) son cifras altas. Pero eso lo pienso ahora, ahora que no está, ahora que son magnitudes definitivas, sin posibilidad de aumentar. Cuando gastábamos juntos esas horas casi sin apreciarlas, cuando no las disfrutábamos, cuando, pudiendo compartirlas, las pasábamos separados, entonces ni se me ocurrió que llegaría el tiempo en que tanto las echaría de menos, en que tanto me arrepentiría de no haber aprovechado ese regalo maravilloso que me dio la vida. Ese tiempo ha llegado, en él estoy anclado, triste y melancólico, pero también con algo de rabia (poca, pero algo hay). 
 
Habría sido razonable esperar que al menos nos quedaran otros cinco mil días juntos y en aceptables condiciones físicas (habríamos cumplido setenta y cinco). Ese segundo tiempo, además, habría sido más compartido que el primero –eso era algo que tenía muy claro cuando volví del viaje a Perú, solo dos meses y medio antes de que se le diagnosticara el tumor–, de modo que no serían 40.000 horas sino seguro que más del doble, incluso puede que más. Si en el tiempo que compartimos Luisa me dio momentos de tanta felicidad, cuánta más me habría dado en lo que nos quedaba por vivir juntos. Expreso en días y horas la inmensa cuantía de mi pérdida, pero es porque no hay unidades de medida para la felicidad que se me ha arrebatado. 
 
Tampoco son altas las cifras si las comparo con las que miden la vida de Luisa antes de yo conocerla. Desde que nació en una clínica romana hasta que contactamos pasaron 17.241 días, durante los cuales ni siquiera supe de su existencia (tendría que descontar además los 169 días que median entre su natalicio y el mío). Desde que se fue me esfuerzo en descubrir a esa niña, adolescente y joven que vivía sin que yo lo supiera; trato de reconstruir esos días ajenos, supongo que en un esfuerzo vano de hacer más densa la presencia de ella en mí, de procurar rellenar la angustiosa realidad de su ausencia. 
 
No obstante, quiero pensar que, pese a compartir con ella solo el último cuarto de su vida tan injustamente breve, en ese tiempo, y aunque no fuera siempre, contribuí a su felicidad, como desde luego ella, en muchas ocasiones, fue la artífice de la mía. Sé que he de enfocar mis pensamientos hacia esos números positivos, multiplicar las días y horas con Luisa por factores que expresen el amor que nos tuvimos y entonces las cifras resultarán enormes –tendentes casi al infinito–. En todo caso, mucho mayores que las de mi vida pasada; sin duda, mis casi quince años con Luisa son en el periodo en que experimenté mayor felicidad.