martes, 31 de octubre de 2017

Evocando las Constituyentes


El 1 de agosto de 1977 se designó la Ponencia que habría de redactar el anteproyecto de Constitución. De los siete que pasarían a ser los Padres de la Constitución, dicho sea de paso, cinco no habían cumplido aún los cuarenta años y el mayor de ellos, Fraga Iribarne, empezó los trabajos con solo cincuenta y cuatro (aunque ya con largo recorrido en la política). Estos próceres se reunieron 29 veces hasta acabar, poco antes de la navidad de 77, la redacción del Anteproyecto de Constitución, que se publico en el Boletín de las Cortes de 5 de enero de 1978. El que ahora es el artículo 155 era en ese primer texto el 144 y era muy similar al que finalmente entró en vigor pero de redacción algo más breve; decía así:

1. Si un Territorio Autónomo no cumpliera las obligaciones que la Constitución u otra ley le imponga respecto del Estado, el Gobierno, con la aprobación del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar al Territorio Autónomo al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones.

2. Para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior el Gobierno puede dar instrucciones a todas las autoridades de los Territorios Autónomos.

En ese Boletín se recogen también los votos particulares de los ponentes y, entre ellos, es muy interesante el de Fraga, que propuso una “enmienda a la totalidad” al Título VII sobre Territorios Autónomos (todavía no se había acuñado el término “Comunidades Autónomas”). El fundador de la entonces Alianza Popular proponía un modelo de organización territorial en el que las competencias de los entes autónomos eran mucho más limitadas que las que se aprobaron. Pero, a los efectos de lo que ahora nos interesa paso a reproducir el texto del artículo que sería el equivalente al que ahora es el 155; decía así:

1. En casos graves, el Gobierno podrá acordar la intervención de una región autónoma, dando cuenta inmediata a las Cortes.

2. Las medidas de intervención pueden comprender:
  • a) La suspensión de uno o más órganos de la región.
  • b) La designación de un Gobernador general, con poderes extraordinarios.
3. La intervencion deberá acordarse por Decreto motivado, y da lugar automáticamente a un debate sobre la cuestión de confianza en el Congreso.
 
4. El Decreto ha de especificar el plazo de la intervención, conectándolo con una convocatoria electoral.
 
5. Si fuere necesaria la declaración de alguno de los estados del excepción previstos en el Título XI, no podrán celebrarse elecciones antes de su levantamiento.

No han quedado documentadas las discusiones que debió haber entre Fraga y los otros ponentes, aunque no hay duda de que todos ellos rechazaron su propuesta. Pero tuvo ocasión de debatir esa enmienda global a la organización territorial del Estado en la sesión plenaria del Congreso del 18 de julio de 1978. El debate ocupa cuarenta páginas del Boletín Oficial de las Cortes correspondiente y, por lo que veo, debió llevarse parte de la mañana y casi toda la sesión de tarde. Le contestaron Txiki Benegas (PSOE), Miquel Roca (Minoría Catalana), Tierno Galván (Grupo Mixto), Martín Toval (Socialistas de Cataluña), Arzalluz (del PNV), López Raimundo (del Partido Comunista), Meilán Gil (de UCD), Felipe González (del PSOE). Sometida la enmienda a votación tan solo obtuvo 17 apoyos (los 16 escaños de AP y uno más). Releyendo estos días las intervenciones de aquellos diputados, se sorprende uno de qué poco han cambiado estas cosas en cuatro décadas y, al mismo tiempo, dan ganas de recomendar a los actuales políticos que revisen lo que entonces se decía antes de soltar tanto tópico hueco y falto de la necesaria reflexión.

Ese debate de hace casi cuarenta años ha sido evocado en las alegaciones contra la aplicación del artículo 155 que el pasado jueves 26 presentó Puigdemont al Senado. Lo que vino a sostener el exPresident es que las medidas adoptadas por el Gobierno de Rajoy suponen un exceso de los límites que impuso la Constitución y, además, contrarias a su espíritu. De hecho, si bien Rajoy ha insistido en que sus medidas no implican la suspensión de los órganos de la Autonomía catalana, lo cierto es que las mismas parecerían encajar mejor si el precepto constitucional fuera el que propuso Fraga que el que finalmente se aprobó.

Tras esas alegaciones, los senadores de ERC y PDeCAT presentaron un recurso de amparo contra las medidas al Constitucional, pero el Alto Tribunal rechazó su admisión al observar “manifiesta inexistencia de violación de un derecho fundamental tutelable en amparo”. Por otro lado, antes de su cese, el Govern anunció la presentación de una batería de recursos (tanto al Supremo como al Constitucional) contra las medidas. Supongo que, aunque ya no puedan presentarlos como institución autonómica, estos recursos llegarán (o habrán llegado ya) a los respectivos Tribunales y también que no pasará mucho tiempo hasta los correspondientes pronunciamientos jurisprudenciales (ojalá sean tan raudos como con las sentencias sobre las múltiples normas inconstitucionales aprobadas por el Parlament). 

Espero con interés leer esas sentencias y confío en que sean ponderadas y convincentes. Y es que, a mi modo de ver, las medidas adoptadas por el Gobierno no son jurídicamente todo lo sólidas que me habría gustado que fueran. Una vez asumidas, el TC no debería caer en la tentación de forzar una interpretación del 155 con el objetivo de legitimarlas, dando pie a que se refuerce la idea –tan repetida entre los independentistas– de que no es un órgano independiente y neutral. No digo que las medidas de Rajoy hayan de ser declaradas inconstitucionales, pero si no es así el TC debe esforzarse en lograr una argumentación clara y convincente. Y téngase en cuenta, además, que esa sentencia será fundamental en la definición del marco de las relaciones entre el Estado y las Comunidades Autónomas y en el debate que sin duda habrá que abrir (ya no parece evitable) sobre la revisión del modelo de organización territorial de España.

lunes, 30 de octubre de 2017

¿Declaración sí o declaración no?

El pasado viernes 27 de octubre , en el Parlament, con la ausencia de los representantes de C’S, PSC y PP, se declaró unilateralmente la independencia de Cataluña. Muchos vimos la retransmisión de tan “histórica” jornada: cómo fueron llamados los parlamentarios a depositar su papeleta en una urna sobre la mesa de la Presidencia (porque el voto fue secreto), cómo luego se contaron los votos y Carme Forcadell proclamó que la resolución había sido aprobada (70 votos a favor, 10 en contra y 2 abstenciones), y cómo, para finalizar, unos emocionados políticos se abrazaban entre sí y remataban el acto cantando Els Segadors. Nada más acabar la votación, todos los medios difundían a España y al mundo la noticia: se había declarado la indepenencia, se había proclamado la República Catalana. Durante este fin de semana, hemos tenido ocasión de escuchar incontables voces que nos confirmaban –unas con alegría, otras desoladas– que, en efecto, lo que los independentistas llevaban tanto tiempo amenazando con hacer por fin lo habían hecho. Conviene recordar que hubo muchos que pensaron que el pasado día 10 ya se había producido la Declaración. Incluso así lo pensó el Gobierno de Rajoy aunque sin estar seguro del todo y por eso, con el requerimiento que exige el artículo 155, preguntó a Puigdemont si la DUI había sido o no (ya comenté en el post de hace una semana que me pareció una chapuza patética). En fin, para mí está claro que hace veinte días no hubo DUI, pero el viernes pasado, tras el suspense negociador que nos tenía a todos en ascuas, llegó la tan temida declaración, el apocalipsis ya estaba aquí. ¿O no?



Vaya por delante que yo creí que sí, supongo que como caaaaaaaasi todos. Pero hoy leo un interesante artículo en lainformación.com que viene a sostener que no, que tampoco el pasado viernes se produjo la catastrófica (u orgásmica) Declaración de Independencia. La argumentación es bastante convincente: ninguna de las dos propuestas que se sometieron a votación contenía en su texto declaración alguna de independencia. La primera propuesta (la que se votó al final en secreto) se limitaba a instar al Govern a que adoptase “todas las resoluciones necesarias para el desarrollo de la Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República”, mencionando algunas medidas en particular. Puede decirse que esas medidas no serían coherentes si no está declarada la independencia (y la República catalana), pero lo cierto es que en la propuesta que se votó no se produce expresamente tal declaración (y, a estas alturas, sacar conclusiones basándose en que el comportamiento de los parlamentarios catalanes es coherente me parece excesivamente arriesgado). La segunda propuesta (la que se votó primero mediante el sistema electrónico habitual) sí es una declaración, pero no de la independencia ni de la República, sino del proceso constituyente. Del mismo modo podría sostenerse que el proceso constituyente se inicia una vez declarada la independencia, pero lo cierto es que mientras éste si lo declaran, aquélla no.

¿En ninguna de esas dos propuestas que fueron votadas el pasado viernes se habla de la declaración de Independencia o de la República Catalana? En realidad sí, en la primera. Previamente al texto que constituye la “propuesta de resolución” aparece una “Declaración de los Representantes de Cataluña” que no es sino el texto que firmaron fuera del hemiciclo los parlamentarios de Junts pel Sí y de la CUP el 10 de octubre, al que añaden la siguiente frase: “Asumimos el mandato del pueblo de Cataluña expresado en el Referéndum de Autodeterminación del 1 de octubre y declaramos que Cataluña se convierte en un Estado independiente en forma de República”. Es una declaración en toda regla, desde luego, pero está en la parte del texto que fue objeto de votación, sino en el preámbulo a la propuesta de resolución que, como aclaró la propia Presidenta, no se vota. De hecho, la declaración de independencia estaba fuera de la propuesta de resolución (a diferencia de la declaración de iniciar el proceso constituyente que sí está dentro de la segunda propuesta) precisamente para que no fuera objeto de votación, tal como confirmaron el mismo día 27 fuentes de Junts per Sí a ara.cat. Es decir, se pretendía dar la impresión de que los parlamentarios votaban y aprobaban la independencia sin que en realidad lo hicieron. Un truco de trileros, como se sostiene en el artículo que cito, pero bien pensado y bien ejecutado ya que no cabe duda de que ha conseguido su propósito. Ya veremos cómo en pocos días, cuando les toque defenderse, los imputados por rebelión, sedición y malversación sostendrán que nunca votaron la independencia; el mismo argumento que estoy seguro que se presentará ante el Tribunal Constitucional para cuestionar el 155 ya que el Gobierno lo basa en la previa declaración de independencia que tampoco fue.

Desde luego, que las autoridades catalanas (tanto del ejecutivo como del legislativo) llevan ya mucho tiempo infringiendo la Constitución es evidente y así lo deja claro el escrito del Fiscal a lo largo de más de cien páginas. Pero aún así, sigo pensando que los poderes del Estado no han sido lo suficientemente sagaces para evitar caer en las trampas de trilero que les han tendido. Y, la verdad, sería lamentable que algún Tribunal pusiese de manifiesto las carencias jurídicas de quienes se erigen en los defensores del Estado de Derecho. Porque los independentistas pueden saltarse las leyes (a eso juegan desde el principio), pero el Gobierno de la Nación, no. En fin, en todo caso, nadie puede negar que la películas está francamente interesante; un estupendo guión, sí señor.

jueves, 26 de octubre de 2017

El efecto Mandela

Nelson Mandela salió de la cárcel en 1990 y en 1994, al frente de su partido, el Congreso Nacional Africano, ganó las elecciones generales y fue el presidente de Sudáfrica hasta junio de 1999, para luego retirarse de la política; murió en diciembre de 2013 a la edad de 95 años. Seguro que los datos que acabo de escribir son conocidos por prácticamente todos. Ahora bien, resulta que un número importante de personas recuerda que Mandela murió en la cárcel durante los ochenta. Por lo visto, la que parece que descubrió / inventó este curioso asunto fue Fiona Broome, una bostoniana residente en California que se dedica a la investigación de fenómenos paranormales, en particular los que suceden en los ámbitos más cotidianos. Esta mujer, que ya es talludita (dice en su web que lleva más de cuarenta años en estos menesteres), creo una página web en agosto de 2010 (mandelaeffect.com) dedicada precisamente a este asunto y los relacionados. Su primer artículo se titulaba justamente “¿Murió Nelson Mandela en la cárcel?” y en él cuenta que eso era lo que ella pensaba, pensaba que lo recordaba con claridad: las noticias sobre su funeral, imágenes de duelo en Sudáfrica y también de algunos disturbios, el emotivo discurso de su viuda … Luego, se enteró de que estaba vivo y su reacción, bastante natural, fue pensar que habría confundido alguna noticia, que mezclaba algún sueño, que se había equivocado, en suma. No volvió a darle vueltas al asunto hasta que estando en la DragonCon (una convención anual que se celebra en Atlanta dedicada a la ciencia ficción) alguien comentó que muchas personas creían recordar lo mismo que ella. Entonces se puso a investigar y se sorprendió al comprobar que, en efecto, había muchos que tenían exactamente los mismos falsos recuerdos sobre la muerte de Mandela. Pero no solo eso: resultó que había también unos cuantos otros asuntos sobre los que también grupos relativamente numerosos de personas desconectadas entre sí también tenían idénticos falsos recuerdos. Así, Fiona pasó a acuñar el término efecto mandela que se definiría como un conjunto de recuerdos compartidos por varias personas de algún suceso pasado que está históricamente documentado en esta realidad (que no ha ocurrido, vamos). Por cierto, hay otra mujer –se hace llamar Starfire Tor– que reivindica ser quien descubrió este fenómeno y que Fiona Broome le robó su autoría.

Curioseando en la web de la Broome me entero de unos cuantos de estos supuestos recuerdos falsos. Así hay gente que tiene recuerdos de que determinados ámbitos geográficos estaban situados en posiciones distintas a las “actuales” como, por ejemplo, Sri Lanka, el antiguo Ceilán; parece que bastantes recuerdan con mucha nitidez que esta gran isla estaba justo al Sur de la India y no al Sueste. Otro asunto curioso es la famosa escena del hombre solitario que se plantó desafiante frente a una columna de tanques en la Gran Avenida de la Paz Eterna a poca distancia de la plaza de Tiananmen, durante las revueltas de junio de 1989 contra el régimen de Deng Xiaoping. Seguro que nos acordamos de aquellas imágenes, un video que se reprodujo repetidas veces en todas las cadenas de televisión. Para quien lo haya olvidado, puede verlo bajo este párrafo y ya le advierto que hay muchos otros en Internet. Como puede comprobarse, tras unos minutos impidiendo el paso de los tanques (incluso tras subirse a uno y hablar con el conductor), dos personas vestidas de civil se acercaron hacia él y se lo llevaron sin que aparentemente opusiera demasiada resistencia. Hay que decir que a la fecha, veintiocho años después, no se sabe quién fue ese tipo, todo un símbolo de resistencia pacífica. Pero a lo que nos importa: parece que un mogollón de personas (americanos, sobre todo) aseguran tener recuerdos claros de cómo el primer tanque siguió su marcha y arrolló al héroe anónimo; incluso dicen que guardan imágenes de la sangre sobre la calzada. A esta gente le cuesta una barbaridad admitir que se trata de un recuerdo falso porque, como es natural, les impresionó tanto la brutalidad de la escena que se les grabó a fuego en la memoria.



Como ya he dicho hay bastantes ejemplos más de estos falsos recuerdos que se agrupan bajo la etiqueta del efecto Mandela. Por lo visto, una de las “explicaciones” al fenómeno es que se trata de fallos en la “impermeabilidad” de los universos paralelos, que hacen que algunos recuerden acontecimiento que han ocurrido, sí, pero en otra línea temporal. O sea, en uno de los ¿infinitos? universos paralelos Mandela murió en la cárcel, en efecto y quienes estábamos vivos en los ochenta y seguimos viviendo lo recordamos en ese universo paralelo, pero la versión de nosotros que siguió viviendo en esta línea temporal debería haberlo olvidado o, mejor, dicho, no debería recordarlo porque nunca ocurrió. Muy sugerente para la trama de una novela de ciencia ficción, pero la verdad es que no termina de convencerme. Entre otras razones de más peso porque la práctica totalidad de esos falsos recuerdos que recopila Fiona Broome en su web se refieren a sucesos tan nimios sin apenas trascendencia histórica. Nadie “recuerda”, por ejemplo, que Hitler bombardeara París o que Kennedy disparara misiles nucleares durante la crisis cubana. Admito que el que Mandela muriera o no en los ochenta tiene suficiente relevancia como para que la historia de la humanidad en ese otro universo pudiera ser significativamente distinta de la que nos ha tocado. Pero a cualquiera pueden ocurrírsele variaciones históricas de mucha mayor enjundia que –¿por qué no?– tendrían también que haber ocurrido en algún universo paralelo. Pero de esas variaciones no se “acuerda” nadie, lo cual no deja de ser sospechoso. Hay que añadir que, por supuesto, hay quienes explican este fenómeno en base a argumentos conspiratorios; es decir, que unos tipos malvados y poderosos están manipulando los hechos y nuestros recuerdos. No digo que no haya conspiradores pero me cuesta dar por bueno que gastan sus energías en cambios tan tontos como los que se relacionan en la web de Broome.

Aún así, esto del efecto Mandela me ha resultado intrigante: ¿cómo es posible que un número alto de personas sin contacto entre sí compartan recuerdos comunes y detallados de sucesos que no han ocurrido? Pero, claro, que no tenga (ni haya encontrado) ninguna respuesta satisfactoria no quiere decir que haya de creerme las explicaciones de fallos cuánticos o conspiraciones misteriosas. Lo cierto es que hasta la semana pasada en que me habló del tema un amigo peruano desconocía completamente la existencia del fenómeno. Lo curioso es que no hacía mucho, Lansky, en un post del pasado junio, me había hecho recordar una novela de Ursula K. Le Guin en la cual el protagonista tiene sueños que cambian el pasado y, al despertar, todos creen que el pasado fue como aquél lo soñó. Digamos que George Orr (así se llama el personaje), mientras dormía, se trasladaba entre los distintos universos paralelos (llevándose con él a todos sus contemporáneos). Cuando la gran Le Guin escribió esa novela (La rueda celeste, 1971) nadie había reportado aún el efecto Mandela, dicho sea de paso.

lunes, 23 de octubre de 2017

El requerimiento previo del artículo 155 CE

El propio acuerdo del Consejo de Ministros del pasado sábado afirma que “el artículo 155 se integra dentro de los mecanismos constitucionales que tienen por objeto garantizar el orden constitucional en el caso de incumplimiento de las obligaciones constitucionales por una Comunidad Autónoma o que atente gravemente contra el interés general”. Como ha afirmado el Tribunal Constitucional en su sentencia 215/2014, es una “medida de último recurso del Estado ante un incumplimiento, manifiesto y contumaz, deliberado o negligente, de una Comunidad Autónoma, que no ha adoptado, primero, por propia iniciativa, y luego, a instancia del Estado, las medidas oportunas para corregir la desviación en la que ha incurrido”. Por ello, para poder aplicarlo, previamente el Gobierno de España debe identificar las obligaciones o leyes que la Comunidad Autónoma está incumpliendo o la actuación de la misma que atenta gravemente el interés general de España, y requerir al Presidente de la Comunidad Autónoma que rectifique su comportamiento. Sólo en caso de que este requerimiento no sea atendido, el Gobierno central, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general”.

Por Acuerdo del Consejo de Ministros del 11 de octubre se procedió a cumplir con la exigencia constitucional del requerimiento previo, pero este requerimiento resultó, a mi modo de ver, un tanto estrambótico. En la parte B del Acuerdo se requiere al Gobierno de la Generalitat que revoque la declaración de independencia y que cese las actuaciones del proces. Es decir, pareciera que el hecho clave de la quiebra del orden constitucional por la Generalitat, el incumplimiento positivo del ordenamiento jurídico en Cataluña y que, además, atenta gravemente contra el interés general, es la declaración de independencia. Si las instituciones catalanas no hubieran declarado la independencia, el Gobierno no habría puesto en marcha la aplicación del artículo 155. Así resulta del propio texto del Acuerdo, ya que el requerimiento contenido en la parte B sólo es procedente si el Presidente de la Generalitat comunica al Gobierno de España que, efectivamente, ha sido declarada la independencia en Cataluña.

Y aquí viene lo que me hace calificar de estrambótico el Acuerdo: que el Gobierno de España, habiendo decidido que la declaración de independencia de Cataluña exige la aplicación del artículo 155 (cuestión que, a su vez, es discutible), no puede asegurar a ciencia cierta que se haya producido dicha declaración y, por eso, en la parte A del texto le pregunta al President si así ha sido. Lo cierto es que en su discurso del 10 de octubre en el Parlament, Puigdemont no declaró la independencia de Cataluña, sino que simplemente presentó los (supuestos) resultados del “referéndum” y ‘asumió’ el (supuesto) mandato del pueblo para que Cataluña se convierta es un Estado independiente; pero no ejecutó ese (supuesto) mandato (entre otros motivos, porque no podía hacerlo). Por si alguien tiene dudas transcribo a continuación el párrafo más relevante a estos efectos: “Llegados a este momento histórico, y como presidente de la Generalitat, asumo, al presentar los resultados del referéndum ante el Parlamento y nuestros conciudadanos, el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un estado independiente en forma de república”. A continuación, Puigdemont suspendería su no-declaración de independencia, en una nueva pirueta de su malabarista ejercicio de ambigüedad dialéctica calculada.

Lo cierto es que fue obvio para casi todos, empezando por los nacionalistas, que no se había producido la declaración de independencia. Así lo reconocieron varios de los miembros del Gobierno de España, aunque a alguno –Rafael Catalá– le parecía también inadmisible la “no-declaración”. A pesar de eso, debido a la “actuación premeditadamente confusa” de las autoridades catalanas, el Consejo de Ministros del 11 de Octubre acuerda requerir al President que confirme se ha declarado o no la Independencia de Cataluña y, además, le advierte que cualquier respuesta distinta de un rotundo sí o no será considerada afirmativa. Como era previsible, en su primera carta de 16 de octubre, Puigdemont no contesta a lo que se le pregunta y, en cambio, traslada dos peticiones a Rajoy: que se revierta la represión contra el pueblo y el gobierno de Cataluña y que se concrete lo antes posible una reunión entre ambos ya que “con buena voluntad, reconociendo el problema y mirándolo de cara, estoy seguro que podemos encontrar el camino de la solución”. Ese mismo día, Rajoy le responde “lamentando profundamente” que el President no haya aclarado si ha declarado la independencia de Cataluña y le da un nuevo plazo para contestar la pregunta. El 19 de octubre, Puigdemont envía una segunda carta en la cual, sin responder concisamente con un sí o un no, deja claro, a mi modo de ver, que, aunque “el pueblo de Cataluña, el día 1 de octubre, decidió la independencia en un referéndum”, ésta no había sido declarada (el 10 de octubre propuso dejar en suspenso “los efectos de aquel mandato popular”, no la declaración de independencia que no llegó a adoptarse). Sin embargo, en la justificación del acuerdo del Consejo de Ministros del pasado 20 de octubre, el Gobierno de España se empeña en entender que se ha declarado la independencia basándose en (1) la no negación explícita por parte de Puigdemont, (2) que éste afirme que con el referéndum el pueblo catalán decidió la independencia y (3) que los parlamentarios independentistas suscribieran un escrito extraparlamentario en el cual “constituían” la República catalana.

No me atrevería a decir que se incumple la condición del requerimiento previo para aplicar el artículo 155, pero sí tengo la sensación de que el Gobierno de España lo ha convertido en un mero trámite, una excusa chapucera para justificar la adopción de unas medidas al margen de lo que haya hecho o hiciera la Generalitat. Estoy convencido, desde luego, de que la Generalitat está en franca rebeldía y quebrando el orden constitucional, pero no tengo nada claro que, salvo en el plano de la retórica (que no es poco relevante), haya cometido actos positivos que justifiquen fuera de toda duda la procedencia de este procedimiento constitucional de excepción. Además, al margen de la –a mi juicio– debilidad del requisito y motivación, hay quienes con argumentos que me parecen razonables, sostienen que las medidas concretas acordadas por el Gobierno exceden de los límites que la Constitución atribuye a este artículo 155. Pero esa discusión, en todo caso, se abordará inmediatamente porque imagino que lo primero que hará el Govern será presentar un recurso de inconstitucionalidad (que ellos se salten la Constitución no implica que no reclamen que los actos de sus oponentes hayan de ajustarse a la misma). Ahora bien, el simple hecho de que la constitucionalidad del Acuerdo sea cuestionable (y creo que lo es) me parece muy mala cosa, porque es dar más argumentos a la estrategia de los independentistas.


Y es que, al final, como ya he dicho en otros posts, la clave, para mí, está no tanto en la “restauración de la legalidad” cuanto en la batalla de la opinión pública. Porque estoy convencido de que el objetivo de los independentistas no es, de momento, la independencia, ya que saben que ésta es imposible salvo que sea acordada con el Estado. Lo que pretenden es que el apoyo a la misma crezca significativamente en Cataluña, en el resto de España y en Europa. Una estrategia a medio plazo que pasa por romper los puentes y consolidar la desafección entre los catalanes y el resto de españoles. Si en unos años el porcentaje de independentistas en Cataluña es, por ejemplo, de dos tercios de la población, y también en España hay un porcentaje significativo que admite que se les deje decidir (por convencimiento o por hartazgo), me temo que de nada valdrán medidas coercitivas por muy legales que sean y se abrirá un proceso de reforma constitucional en ese sentido. Por tanto, si lo que se quiere es que las opiniones públicas no evolucionen en tal dirección, hay que adoptar medidas que propicien la recuperación de los lazos entre ambas partes. Parece, no obstante, que no lo entiende así el Gobierno de España. Habría que preguntarse si, en el momento actual, la aplicación del artículo 155 es estrictamente necesaria (yo creo que no) y, sobre todo, si es conveniente para reconducir los ánimos. A este último respecto me temo que tampoco, que se está haciendo el juego a la estrategia del independentismo.

domingo, 22 de octubre de 2017

Escala en Barbados

La semana pasada un acontecimiento inesperado me obligó a viajar al Perú. El miércoles 11 a media tarde volé a Madrid y allí embarqué en el vuelo UX-75 de Air Europa que despegaba a medianoche (lo hizo con algún retraso). Llevábamos casi tres horas de vuelo (ya nos habían servido y recogido la primera comida y la gran mayoría de los pasajeros dormía o lo intentaba) cuando de pronto se encendieron las luces. En mi pasillo, a unos pocos asientos delante del mío, se agrupaban cuatro o cinco miembros de la tripulación mientras los pasajeros vecinos, alzados, miraban hacia el suelo. Curioso, me levanté y, antes de que una azafata me pidiera que volviera a sentarme, pude ver que un pasajero yacía boca arriba en el pasillo, con los ojos cerrados y el rostro muy lívido. Al cabo de un rato, por megafonía, preguntaron si alguno de los pasajeros hablaba italiano y yo alcé la mano (mi italiano está bastante anquilosado, pero nadie más se ofrecía). Así que me pidieron que me acercara y tradujera los intermitentes balbuceos del enfermo que, a primera vista, se me antojó casi agonizante. Tendría unos setenta y muchos años, si no ya los ochenta, una barba recortada blanca, como blanco era el pelo que le crecía tras la calva frontal, los ojos, grises, estaban muy enrojecidos y el rostro apergaminado, de un tono a medias entre blancuzco y amarillento. Me dijeron su nombre –Ugo Giannini– y le dirigí algunas palabras en italiano. La sobrecargo me insistía en que le preguntara si sufría alguna dolencia, si tomaba alguna medicación. Pero Giannini callaba, mantenía un silencio angustioso, roto solo por los débiles silbidos de su respiración. Al cabo de un rato, con manifiestas dificultades, trató de cogerme la mano y balbuceó varias veces un nombre que, al final, logré entender con seguridad: Giacomo Martelli. Con doloroso esfuerzo, logró completar una frase, dijo que el tal Martelli vivía en Barranco (justamente el distrito limeño en el que iba yo a alojarme esos días) y que debía regresar (deve tornare), pero sin decir a dónde (a Italia, había que suponer). No añadió nada más, volvió al silencio y, al cabo de unos momentos, cesaron incluso sus entrecortadas respiraciones; se desmayó. Entonces me pidieron que regresara a mi asiento y dos miembros de la tripulación se agacharon sobre el hombre.

Pasado un rato, el comandante nos anunció que, como muchos nos habíamos dado cuenta, había una persona enferma a bordo y que por tanto íbamos a aterrizar en Bridgetown, para que recibiera atención médica. Pensé para mí que no era Barbados el mejor lugar para dejar al pobre Giannini, considerando que la isla había sido arrasada por el huracán Irma hacía apenas un mes, pero obviamente se trataba del aeropuerto más cercano y el estado del italiano debía ser lo suficientemente preocupante para sacarlo del avión lo antes posible. En la media hora escasa que tardamos en aterrizar, pude hablar con la sobrecargo y transmitirle lo que me había dicho Giannini para que informaran a las autoridades; ella me confirmó que apenas sabían nada del enfermo, salvo que procedía de Turín y que tenía un billete de vuelta con Air Europa para un mes después; tenía pues prevista una estancia larga, quizá alojándose en la casa de ese Giacomo Martelli cuyo nombre había repetido con esforzada insistencia. En todo caso, la mujer me dijo que me despreocupase, que había un protocolo para este tipo de incidentes y que todo seguiría su curso. Una vez en tierra, entraron en la aeronave dos sanitarios que pusieron al enfermo en una camilla y se lo llevaron. Todavía seguimos detenidos un rato más –se aprovechó para cargar combustible– y finalmente despegamos. El incidente supuso una demora total de hora y media, de modo que llegamos a Lima a las 6 de la mañana en vez de a las 4:30 previstas. Pero, esta vez, el retraso no me molestó porque me permitió presentarme en casa de los amigos que me alojaban a una hora decente.

Al día siguiente, el viernes 13 de octubre, almorcé en casa de Francesca, nieta de italianos. Como es natural, le conté el incidente aéreo y no me sorprendió que conociera a la familia Martelli, cuya vivienda quedaba a unas pocas cuadras de la suya. De hecho, Fran era muy amiga de Laura, la hija mayor del viejo Martelli, quien, efectivamente, había llegado al Perú desde Lombardía hacía más de medio siglo. Así que la llamó por teléfono y ella, intrigada, nos invitó a que nos acercásemos a su casa. Una vez allí, nos presentó a su padre, un hombre robusto que se veía en excelente forma a pesar de sus más de ochenta años. Le conté lo que había ocurrido en el avión y él me escuchó en silencio y en silencio siguió durante un rato cuando terminé. Finalmente habló, despacio, como si escogiera meditadamente cada palabra. Sí, Ugo Giannini había sido un amigo de infancia y primera juventud, vecino de su mismo pueblo, a poca distancia de Turín. A mediados de los años cincuenta, ambos se metieron en graves problemas, se ganaron el odio de personajes muy peligrosos (no quiso detallar, pero inevitablemente pensé en la Mafia). El caso es que Martelli tuvo que escapar de Italia; el plan era de ambos, huir juntos, pero Giannini murió antes de lograrlo (¿lo mataron?). Así que –concluyó– el hombre del avión no podía ser su viejo amigo. Pero, entonces (y la pregunta nos la hicimos todos), ¿quién era y por qué se hizo pasar por él? Laura Martelli me aseguró que intentaría averiguar la respuesta, que indagaría en la compañía aérea, que incluso se pondría en contacto con Barbados, y que en cuanto supiera algo me lo diría. Pero el pasado miércoles volé de regreso sin ninguna noticia.

domingo, 8 de octubre de 2017

Autodeterminación de los pueblos (2)

Según el DRAE, autodeterminación es la capacidad de un sujeto para decidir algo por sí mismo. Determinar, en la acepción que viene a cuento, significa decidir, y auto es el prefijo griego que dirige la acción verbal al propio sujeto. Así que, en mi opinión, sería más correcto definir autodeterminación como la capacidad de un sujeto de decidir sobre sí mismo; o sea, no cualquier cosa, sino aquéllas que atañen a su propio ser. Corregido así, cuesta poco admitir que todas las personas deberíamos tener derecho a la autodeterminación, derecho a decidir sobre lo que nos atañe directamente. La más evidente negación de este derecho es la esclavitud, pero sin llegar a este extremo, con distintos y variados argumentos, es una evidencia que muy pocos tienen la capacidad plena de decidir, por más que se nos reconozca el derecho teórico. Sin necesidad de que haya coerciones formales en nuestro entorno social (como, por ejemplo, la institución del matrimonio concertado), lo cierto es que, si somos honestos con nosotros mismos, verificaremos que el devenir de nuestra vida en muy escasa proporción ha sido resultado del ejercicio de nuestra autodeterminación, de nuestras decisiones libres y conscientes. De todos modos, bueno es que, aunque no lo ejerzamos plenamente, en nuestros tiempos y en nuestras sociedades se nos reconozca ese derecho a decidir por nosotros mismos nuestro futuro, siempre, claro está, que tales autodecisiones no dañen o menoscaben los derechos de los otros. Pero estamos hablando de individuos, desde luego; si hablamos de derechos de los pueblos la cosa se complica.

A mi modo de ver, cualquier derecho cuyo sujeto sea un colectivo sólo se puede justificar como extensión necesaria del derecho que radica en los individuos que forman dicho colectivo. Así, el derecho de autodeterminación de un pueblo derivaría del derecho individual a decidir la organización de la convivencia, a insertarse y participar en un grupo social. Como este derecho exige necesariamente un ente colectivo (llamémosle pueblo), se pasa a considerar, con no demasiado rigor, que ese colectivo es el sujeto titular del derecho. Como es sobradamente sabido, la eclosión jurídica de los derechos de autodeterminación de los pueblos surge en el marco de los movimientos descolonizadores en los sesenta. A estas alturas supongo que es bastante fácil aceptar que los habitantes autóctonos de una colonia, separada territorialmente de la metrópoli y que no gozaba de los mismos derechos políticos que los de aquélla, podían considerarse, colectivamente, sujeto del derecho de autodeterminación; es decir, se les reconocía el derecho a decidir cómo organizarse políticamente (si querían constituirse en estado soberano). A este respecto, conviene hacer notar que, nada más proclamarse el derecho como tal (resolución 1514 de Naciones Unidas, de 14 de diciembre de 1960), la Asamblea General se creyó en la obligación de aclarar cómo se discernía si un “territorio” estaba en situación colonial y, por lo tanto, sus habitantes tenían la consideración de pueblo, sujeto del derecho a la autodeterminación (resolución 1541 de 15 de diciembre de 1960). Así, establecieron tres condiciones: que el territorio estuviera separado geográficamente del país que lo administra, que es distinto de éste en sus aspectos étnicos y culturales y, por último (last but not least), que las relaciones entre la metrópoli y el territorio son tales que hacen que los habitantes de éste se encuentren colocados en situación de subordinación respecto del Estado.


Es manifiesto que Cataluña no cumple las tres condiciones anteriores y, por tanto, no debe entenderse como pueblo en la acepción de las dos resoluciones citadas de Naciones Unidas (y, posteriormente, en el artículo 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos). Justamente para evitar interpretaciones extensivas del derecho de autodeterminación de los pueblos, en su Resolución 2625 de 24 de octubre de 1970, Naciones Unidas aclara que ninguna de las disposiciones relativas a la autodeterminación de los pueblos ha de entenderse “en el sentido de que autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos antes descritos y estén, por tanto dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivo de raza, credo o color”. Se trataba de evitar que cualquier región histórica de un Estado constituido y democrático reclamara el derecho a la autodeterminación. Piénsese que, en el sentido amplio de pueblo, hay multitud de grupos con suficiente individualización colectiva (histórica, étnica, cultural) dentro de los Estados constituidos. Unos cuantos –no todos, tampoco Cataluña– se agrupan en la UNPO (Unrepresented Nations & Peoples Organization). En Europa, por ejemplo, están Bretaña, Savoya, Trieste, Kosovo y Cameria (de este territorio nunca había oído hablar), pero es obvio que faltan muchas otras regiones que mantienen desde hace mucho reivindicaciones soberanistas (además de las españolas, Escocia, Córcega, Baviera, etc). Obviamente, si se admitiera el derecho a la autodeterminación a estos pueblos, se generaría una fragmentación exagerada del actual sistema político, sin que se pueda asegurar que dicho proceso contribuyera a aumentar los derechos políticos y civiles de las personas.

No debe olvidarse que la clave del asunto está precisamente ahí. Si un pueblo tiene derecho a la autodeterminación es porque en las condiciones actuales sus habitantes no pueden ejercer sus derechos civiles, como era el caso de las colonias africanas y asiáticas de los países europeos. Los independentistas catalanes insisten en la cantinela propagandística de que los ciudadanos de una Cataluña independiente gozarán de mayores y mejores derechos que en la España actual, aunque no dan ningún argumento para convencernos de ellos. En realidad, la división del mundo en entidades políticas soberanas de la dimensión de Cataluña nos remite a la Edad Media (y más a la Alta que a la Baja) y no parece que, por mucha literatura nostálgica que se le eche, aquella fragmentación contribuyera en nada a mejorar la situación civil de las personas. Más bien yo tiendo a pensar lo contrario, y como prueba histórica recordemos que durante el siglo XIX los movimientos secesionistas en Europa venían alentados desde las posiciones más retrógradas (por ejemplo, el carlismo en España, que tanto apoyo concitó –“casualmente”– en Cataluña y el País Vasco. La Historia parece enseñar que en la mayoría de los casos los movimientos nacionalistas (secesionistas o no) suelen obedecer a intereses de los poderosos, de las élites dominantes o, dicho de forma muy simplificada, son de derechas (he de dedicar una entrada al tratamiento de los pueblos y naciones desde la izquierda). Esta intuición mía ya ha sido ratificada por organismos internacionales; por ejemplo, el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial, en su Recomendación general nº 21 (1996), sostiene que “toda fragmentación de los Estados iría en detrimento de la protección de los derechos humanos y del mantenimiento de la paz y la seguridad”.

En fin, que creo que es bastante evidente que, en contra de lo que a cada rato aseguran los independentistas catalanes, el Derecho Internacional no reconoce el derecho a la autodeterminación de todos los pueblos, sino sólo de aquéllos “pueblos” que cumplen ciertas condiciones para ser considerados “pueblos” en la acepción restrictiva de titulares de ese derecho. Estamos ante un problema de ambigüedad semántica (interesada, como casi todas las ambigüedades). Cuando Puigdemont y sus muchachos dicen que Cataluña es un pueblo usan el término con un significado que no es el mismo que el del artículo 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Los pueblos que tienen derecho a la autodeterminación son aquéllos que están separados territorialmente del Estado al que pertenecen, caracterizados por ser cultural y/o étnicamente distintos de aquél, y cuyos habitantes se encuentran subordinados al Estado. Concedamos que Cataluña es un pueblo, pero en sentido amplio, no en el restringido de las normas internacionales; por tanto, Cataluña no es sujeto del derecho a la autodeterminación (como no lo son Bretaña, Córcega, Baviera, etc). Ahora bien, una cosa es que jurídicamente me quede bastante claro que no existe tal derecho, y otra que de ello concluya que los catalanes no puedan ejercer el derecho a la autodeterminación. Al fin y al cabo, el derecho, en el fondo, no vale más que como excusa justificativa (tanto para hacer algo como para impedirlo) que rara vez en la Historia ha impedido que ocurran las cosas. Sigo pensando que si los estrategas del procés consiguen que un porcentaje muy significativo (bastante mayor del actual) de la población catalana esté convencida de que Cataluña es un pueblo que tiene derecho a constituirse en un Estado independiente y quieran que eso suceda, será muy difícil, casi imposible, que se mantenga la indisoluble unidad de España. Y, por las buenas o por las malas, se cambiará el marco jurídico para recoger la nueva realidad.

jueves, 5 de octubre de 2017

Autodeterminación de los pueblos (1)

En julio de 1776 los representantes de las trece colonias británicas en Norteamérica aprobaron su declaración “unilateral” de independencia. La Declaración empieza con la siguiente frase: “Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos que lo han ligado a otro y tomar entre las naciones de la tierra el puesto separado e igual a que las leyes de la naturaleza y el Dios de esa naturaleza le dan derecho, un justo respeto al juicio de la humanidad exige que declare las causas que lo impulsan a la separación”. Resalto en negrita la palabra “pueblo” para hacer notar cómo Adams, Jefferson, Franklin y demás colegas necesitaron dar por sentado que ellos, los que iban a ser los Estados Unidos, eran un pueblo distinto del inglés. El pueblo norteamericano ya existía como tal en la retórica de aquellos independentistas, y por varios motivos decidía separarse de otro pueblo al que hasta entonces había estado unido. La independencia no creaba un nuevo pueblo (no dividía un único pueblo previo en dos) sino que el pueblo que ya existía se emancipaba.

En inglés pueblo se dice people que significa tanto pueblo en el sentido abstracto y cuasi-místico con que se usa en el lenguaje grandilocunte del derecho político (“el pueblo español”, “el pueblo catalán”, etc) como gente o incluso personas individuales. Por tanto, si no atendiéramos al contexto y a la intencionalidad, podríamos traducir lo que dijeron los padres de los USA por algo como “… se hace necesario para unas personas (las de las colonias) romper los lazos que las ligan a otras personas (las de Inglaterra)”. Aún a sabiendas de que no es así, he de reconocer que esa errónea traducción me atrae más porque no necesita recurrir a una entelequia tremendamente complicada de concebir y justificar. Es decir, puedo entender sin problemas que un grupo de personas decida colectivamente cualquier cosa: formar una asociación de montañeros, un partido político o un Estado independiente. Tampoco me supone esfuerzo mental aceptar que, para identificarse se llamen pueblo, sobre todo si ese grupo se caracteriza por ser los residentes en un determinado ámbito geográfico y, de tal modo, pasan a adjetivarse con el topónimo correspondiente.

De hecho, algo así es lo que he escuchado a los independentistas progres catalanes, para quienes el pueblo catalán es el conjunto de todos los que residen en Cataluña. Fácil, ¿verdad? Del mismo modo, el pueblo español son todos los que viven en España, con lo cual, hoy por hoy, el pueblo catalán es un subconjunto del pueblo español y éste del pueblo europeo y éste del pueblo mundial. Pero no se dice pueblo europeo, y menos pueblo del mundo. En el Mundo –y en Europa– hay muchos pueblos. De hecho, así lo deja claro el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966, cuando en su primer artículo proclama que “todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural”. Es decir, hay muchos pueblos y todos tienen derecho a la autodeterminación.

Autodeterminación viene a ser decidir por sí mismo el modo de organizarse colectivamente y, específicamente, las formas propias de gobierno (por ejemplo, constituirse en una república independiente). Algo que siempre me ha chirriado de este artículo es que, de todos los derechos que aparecen en esa Resolución 2200A, este primero es el único cuyo sujeto no es el individuo sino un ente colectivo: el pueblo. Una interpretación que a mí me resultaría más grata sería entender que el derecho a la autodeterminación es de todos los individuos pero para ejercerlo han de agruparse formando “pueblos”. Digamos que yo lo habría escrito más o menos así: “Todos los individuos tienen el derecho de agruparse libremente y, colectivamente, decidir su condición política y proveer a su desarrollo económico, social y cultural”. Me habría gustado más, desde luego, pero claramente no es como está escrito. Además, de haberlo estado habría equivalido a declarar una utopía irrealizable por radicalmente anarquista.

No, no seamos ingenuos. No se le reconoce a cualquier individuo el derecho agruparse libremente para formar pueblos, ni siquiera el derecho de elegir un pueblo preexistente cuya organización política le parezca la más idónea para buscar su felicidad (el derecho a la búsqueda de la felicidad, que declararon los norteamericanos del XVIII). Para el Derecho internacional (y nacional), los pueblos existen antes que los individuos. De hecho, las personas ya al nacer pasamos a “pertenecer” a un pueblo. Si ese pueblo coincide con un Estado no hay demasiados problemas identificativos. Ahora, parece que hay pueblos que no coinciden con un Estado, que están dentro de un Estado (o de varios) que los engloba. Entonces, ya es más difícil identificar al pueblo. Por ejemplo, ¿cómo se identifican los miembros del pueblo kurdo, saharaui, judío (no residentes en Israel), etc? Al final, lo más práctico es el recurso a la geografía –entre otras razones porque las notas biológicas tienen muy mala prensa, aunque yo no estoy tan seguro de que hayan sido desterradas plenamente de la mentalidad colectiva: ¿es igual de catalán un Rufián que un Rovira?– Así, si en el seno de un Estado hay una división del territorio en entidades político-administrativas sobre las que se puede predicar una suficiente continuidad histórica, pues ya tenemos el ámbito espacial del Pueblo: éste lo forman todos los que allí viven.


Pero cuidado. El pueblo no es por las personas que lo forman; los catalanes (personas individuales que residen en Cataluña) no constituyen Cataluña. Cataluña existe antes que ellos y es ella las que hace catalanes a los individuos. Es un fenómeno de naturaleza mística, algo así como la teoría religiosa del alma insuflándose en el feto y haciéndole persona. Ese alma catalana (o española o vasca o la que ustedes quieran) no sé muy bien de qué está hecha y sospecho que tampoco lo saben muy bien los propios catalanes (o españoles o vascos o …) por más que los gobiernos autónomos se esfuercen en financiar “señas de identidad”. Pero de lo que no cabe duda es de que tiene fuerza porque es capaz de catalanizar en poco tiempo a un emigrante por muy charnego que sea. Aunque reconozco que me cuesta mucho entenderlo (es que en lo que a nacionalismo se refiere estoy bastante “desalmado”), esa potencia del “alma popular” es fundamental para la pervivencia del Pueblo. Por ello me atrevería a decir que, en última instancia, un colectivo de personas que reside en un territorio con entidad propia y continuidad histórica pasa a ser pueblo por el simple hecho de que una parte significativa del mismo se considera como tal. Dicho de otra forma, el Pueblo, esa entelequia, existe porque las personas deciden que existe. Más o menos, como Dios: es un acto de fe.

miércoles, 4 de octubre de 2017

Cómo desmontar un régimen

La desobediencia civil tiene a estas alturas una larga trayectoria y suele ser vista con simpatía, en gran medida porque la han predicado y practicado ilustres personajes históricos. Henry David Thoreau es probablemente el primero que teorizó al respecto en su obra llamada justamente así (“Desobediencia Civil”, 1849). Pero también Mahatma Gandhi, Martin Luther King o Desmond Tutu son nombres importantes. En el marco del conflicto catalán en el que estamos inmersos un independentista pintaba con spray en un muro una conocida frase de Gandhi: “Cuando una ley es injusta, lo correcto es desobedecerla”. Pues bien, si ponemos en práctica esta premisa –que casi todos compartimos– estaríamos ejerciendo la desobediencia activa. Se trata (me remito a la wiki) de una forma de disidencia política consistente “en una quiebra consciente de la legalidad vigente con la finalidad, no tanto de buscar una dispensa personal a un deber general de todos los ciudadanos, sino de suplantar la norma transgredida por otra que es postulada como más acorde con los intereses generales”. Como la legalidad española es injusta, dicen muchos independentistas, no sólo es legítimo sino casi una obligación ética, transgredirla.

En buena lógica, lo primero y fundamental a tener claro es que la norma a transgredir ha de ser injusta y, por tanto, esa cuestión debería estar lo suficientemente argumentada sin dejar lugar a dudas. Cuando, por el contrario, se da por hecha tal injusticia de la norma, queda claramente manifiesto que la intencionalidad de los desobedientes es cambiar la norma que no les gusta, al margen de que sea o no justa. Quienes han reflexionado y teorizado sobre la desobediencia civil aportan varios criterios y condiciones que han de observarse en su ejercicio para que sea legítima. Basta simplemente chequear el artículo de la wiki para comprobar que la desobediencia que viene desarrollando de forma contumaz y planificada la Generalitat de Cataluña no encaja en absoluto, no puede calificarse con un mínimo rigor como desobediencia civil.

Traigo a colación esto de la desobediencia civil a propósito, claro está, del conflicto catalán, pero más específicamente a que ayer me señalaron un tipo del que no había oído hablar y que en los cincuenta, reaccionando contra la Guerra de Corea, empezó a estudiar la teoría y práctica de la desobediencia civil y de la resistencia no violenta en Gandhi (y otros más) como instrumentos de ejercer el poder (y derrotar a otros poderes establecidos). Hablo de Gene Sharp, nacido en 1928 en North Baltimore, y fundador en 1983 de la Albert Einstein Institution, una organización sin ánimo de lucro dedicada al estudio de la acción no violenta. Según su propia web la institución se compromete defender las libertades e instituciones democráticas, a oponerse a la opresión, la dictadura y el genocidio, y a reducir la dependencia de la violencia como instrumento de política. Para contribuir a estos fines fomenta la investigación y los estudios de políticas sobre los métodos de acción no violenta y su uso pasado en conflictos diversos, comparte los resultados de esta investigación a través de publicaciones, conferencias y medios de comunicación y asesora a grupos en conflicto sobre el potencial estratégico de la acción no violenta.

Por lo visto, la obra de Sharp ha tenido una considerable influencia en diversos movimientos sociales activistas, sobre todo en situaciones de tránsito desde dictaduras a regímenes democráticos (por ejemplo, las de los países bálticos exrepúblicas soviéticas). En 1993 publicó un manual titulado “De la Dictadura a la Democracia”, que diez años después se tradujo al castellano (es de dominio público y puede descargarse aquí). En sus primeras páginas Sharp nos dice que ha estudiado muchas dictaduras y ha llegado a la conclusión de que se podían destruir sin provocar una carnicería masiva; que ha pensado minuciosamente sobre los métodos más efectivos para desintegrarlas con éxito y con el menor coste. Y el resultado es este libro que, según varios testimonios, ha sido un manual utilísimo para lograr recuperar las libertades de forma no violenta en sociedades opresivas.

No he hecho más que empezar a leer el libro, así que aún no puedo emitir ninguna valoración. Pero si he dirigido mi atención hacia el mismo ha sido a causa de un artículo de El Confidencial en el que se sostiene (con referencias concretas a lo que viene ocurriendo desde ya hace bastantes meses) que la CUP y el Gobierno catalán han montado su estrategia hacia la independencia siguiendo el manual de Sharp, lo que se revela con la disciplinada desobediencia sistematica y continuada de la legalidad del Estado para deslegitimar su poder y, a la postre, suprimirlo. La tesis tiene su lógica (desde luego, yo estoy convencido de que la actuación del independentismo está muy bien planificada, a diferencia de la actuación del gobierno español, siempre reactiva y con frecuencia contraproducente). Si fuera verdad quedaría demostrado que los mismos métodos, técnicas y recursos que valen para destruir una dictadura valen también para destruir un régimen que es democrático (o tanto como cualquier otro). Lo cual, por otro lado, no es nada sorprendente; es más, probablemente esos métodos contra el poder serán más eficaces contra un régimen democrático que contra otro dictatorial.

martes, 3 de octubre de 2017

Hacia Albujarrota (2)

Conviene aclarar que los movimientos del Rey, por mucho que estuviera en campaña militar, implicaban el traslado de la llamada cámara regia, cuya máxima autoridad era el camarero mayor, responsable del control de los aposentos del monarca y de todo lo que en ellos había: vestiduras, lecho, arcas, joyas, armas, telas y escrituras, además del dinero que de allí entraba y salía. Para hacernos una idea, diré que, por la fechas que nos ocupan, para cargar con los ajuares reales eran necesarias unas ocho acémilas, a paso lento por los caminos castellanos. Pero al frente de la Casa Real estaba el mayordomo mayor (que en ese tiempo era Don Pedro González de Mendoza, a quien volveremos en plena batalla de Albujarrota y a quien relacionaremos cuando toque con nuestro Rubin de Bracamonte). La mayordomía conllevaba lugarteniente y oficiales menores, toda una especie de ministerio de presidencia en términos actuales. En fin, no es cuestión ahora de enrollarse con este asunto, pero sí me ha parecido pertinente resaltar que, aparte del ejército, los desplazamientos del Rey suponían que con él se moviera un enorme número de personas que aseguraban su vida doméstica. Francisco de Paula Cañas Gálvez, de la Universidad Complutense, dedica un interesante artículo al tema y, en un apéndice, relaciona los cargos y personas que compusieron la Casa Real de Juan I. Me pongo a contar los que había en 1385 y a relacionar los oficios: mayordomo mayor, mayordomo, despensero mayor, despensero, despensero de los caballeros del rey y del infante, caballerizo, acemilero mayor, acemileros (3), servidor de la cuadra, copero mayor, veedor de la casa del rey, camarero mayor, camarero, camarero mayor de la cámara de los paños del infante, camarero mayor de la cámara de la jineta del infante, reposteros mayores (2), oficial de la escudilla del infante, trinchante del infante, aposentador mayor, aposentador, doncel, físico, partera, juglares (3), ministriles (3), ministril de arpa, ministril de cuerda, músico, trompeta, alfayate, pellejero, bordador, orfebre, barrendera, frutero, monteros mayores (2), sellero, criados (2), capellán mayor, capellanes (2), confesores (2), confesor mayor, criado del confesor, predicador, limosnero, canciller mayor, cancilleres (2), canciller del sello de la poridad, consejeros (6), contador mayor, justicia mayor, secretarios (2), escribanos (20), notarios (7), oídores de la Audiencia Real (10), tesorero, alcalde, otros oficiales de la Cancillería y de la Audiencia (10), adelantado mayor de Castilla, adelantado mayor de la frontera, alférez mayor, otros alféreces (3), almirante mayor de la mar, armero, ballestero mayor, ballesteros (10), caudillo mayor de los escuderos del Rey, Condestable, cómitres reales (2), escudero, guardas (3), mariscales del rey (3), porteros de la Casa del Rey (2) … Esta relación a vuela pluma, a la que hay que sumar otras personas de las que no se sabe con seguridad el oficio, da un total aproximado de 150 personas que formaban el círculo “íntimo” de Juan I. Todos ellos se aposentarían –digo yo– en este castillo de Ciudad Rodrigo, hoy convertido en Parador Nacional; estaría de bote en bote.

En su cuartel general Juan I comenzó a hacer sus preparativos. Tenía tiempo pues había de esperar refuerzos: de un lado los que le había de mandar el rey francés (entre los que se supone que vino nuestro Bracamonte) y, de otro, una flota de cinco galeras aragonesas que le había prometido Pedro IV (Pere el Cerimoniós, para los catalanes, que no quiero sumar agravios). Parte de las tropas castellanas fueron concentradas en Badajoz, con la intención de hostigar al condestable de Joao I, Nuno Alvares Pereira que, después de su campaña victoriosa en el Norte había regresado al Alentejo. Pereira, quien por entonces solo tenía veinticinco años, ya había demostrado que era un excelente militar; supongo que los castellanos pretenderían mantenerlo entretenido al Sur del Tajo impidiéndole que participara en las batallas decisivas que se preveían en territorios bastante más septentrionales (si eso pretendían no lo consiguieron, pues Pereira fue el héroe principal de Albujarrota). Mientras esperaban, uno de los más ilustres miembros de la Casa del Rey, el primero de sus Consejeros, instó al monarca a enviar una pequeña expedición tierra adentro portuguesa. Me refiero a Pedro Tenorio, entonces nada menos que Arzobispo de Toledo y uno de los hombres clave en la política castellana durante los reinados de los dos primeros Trastámaras y la regencia del tercero (otro de esos personajes cuya biografía es interesantísima). Las tropas constaban de unas 300 lanzas y eran mandadas por tres capitanes. Desde Almeida se llegaron a Pinhel y lo saquearon; luego siguieron el curso del alto Mondego sin oposición hasta desviarse hacia Viseu, que saquearon obteniendo importante botín. Cansados y demasiado lejos de Ciudad Rodrigo (a unos 150 km) decidieron dar por acabadas las correrías; como a medio camino del regreso, el 29 de mayo, a la altura del pueblo de Trancoso les saliño al encuentro un ejército portugués mandado por Joao Fernandes Pacheco. La batalla supuso una aplastante derrota de los castellanos, a modo de prólogo de Albujarrota.

Buscando narraciones sobre Albujarrota, me topo con una monografía publicada en 1872 por C. Ximénez de Sandoval (parece que su plan era relatar las mayores derrotas de los ejércitos españoles). En esta obra se asegura que las noticias de la derrota de Trancoso le llegaron a Juan I estando en Elvas, antes incluso de Madrigal. O sea, que aún no se había asentado en Ciudad Rodrigo, adonde habría llegado en el mes de junio. Pero, en cualquier caso, tampoco nos importan demasiado las precisiones de fecha, bastándonos constatar que el rey pasó al menos un mes largo en Ciudad Rodrigo, acumulando tropas, entre las que destacarían las famosas 800 lanzas que en varias fuentes se asegura que enviaron los duques regentes de Francia (era aún la minoría de Carlos VI). No esperó en cambio a recibir refuerzos que le había prometido Carlos II de Navarra (el Malo), ni tampoco a que se reuniera con él el otro Joao, el hijo de Pedro I e Inés de Castro (se pensó en llevarlo para reforzar la legitimidad castellana al trono portugués). Hay pues que pensar que consideraría que ya había reunido suficientes fuerzas y, de otro lado, que estaría impaciente por entrar en campaña. Y ello a pesar de que andaba con muy mala salud, tanta que hubo de ser llevado todo el tiempo en litera e incluso a las pocas jornadas hizo testamento. No se sabe con certeza la dimensión del ejército castellano, salvo la apreciación vaga de que era “muy grande y numeroso”. Revisando diversas fuentes, la cantidad de personas oscila entre 20.000 y 45.000 hombres. Ximénez de Sandoval se atreve a clasificar en distintos grupos las huestes castellanas llegando a un total de 32.000 combatientes y 12.000 acompañantes no combatientes. Se trataba sin duda un ejército enorme (los portugueses serían entre la mitad y la tercera parte), un enorme contingente en el que hay que contar a los caballeros, los ballesteros y lanceros, y además los peones que también iban a pie; pero también a pajes, criados, acemileros, vivanderos y otras gentes que también iban en el convoy (prostitutas, por ejemplo). O sea, que estamos hablando de una ciudad de las grandes de la época que se movería, lenta y pesadamente, por los calurosos y polvorientos caminos portugueses de la época.

Estamos ahora en Aldea del Obispo, a unos 30 kilómetros al noroeste de Ciudad Rodrigo. He decidido (porque carezco de datos) que el ejército castellano cruzó la raya portuguesa desde este pueblo salmantino (unos 300 habitantes). He llegado por caminos locales, siguiendo lo más cerca posible el curso descendente del río Águeda por su margen derecho. Unos 15 kilómetros aguas abajo desde Ciudad Rodrigo, justo al cruzar el puente, se nos presenta la Zona Arqueológica de Siega Verde, un enclave paleolítico descubierto en 1988 y que en la actualidad está debidamente protegido y señalizado (amén de haber sido declarado Patrimonio Mundial en 2010). Pero esta cerrado, así que, lamentándolo, no podemos entrar (luego me enteraré, por la web oficial de que hay un horario preestablecido de visitas y que conviene hacer reserva; pendiente de un próximo viaje, me contenté con hacer la visita virtual). Desde allí, una vez cruzado el Águeda, el camino sigue hacia el Oeste, por este trozo de la Meseta que es el campo de Argañán, paisaje de suaves colinas, con pastos y cercados de piedra seca, casi sin árboles; se respira soledad, tal vez la misma que hace más de seis siglos. Llegamos al pueblo (no vale gran cosa, sobre todo cuando vienes de Ciudad Rodrigo, aunque la Iglesia del XVIII construida sobre una anterior no está nada mal). Apenas nos detenemos, tenemos ganas de atravesarlo y caminar hacia la frontera por la carretera que se llama –cómo no– Avenida de Portugal; me imagino que este mismo eje, aunque en la Edad Media fuera una trocha, sería el que pisarían los millares de caballeros e infantes de Juan I. Enseguida, no habremos avanzado ni un kilómetro, nos topamos con una desviación hacia la izquierda, un camino empedrado con pequeñas losetas que sube al Real Fuerte de la Concepción, fortaleza que se construyó en tiempos de Felipe II como consecuencia de la secesión portuguesa. Por su emplazamiento pasó Juan II con su ejército, sin imaginar que un tataratataranieto suyo albergaría parecidos ánimos ofensivos contra los lusos (al fin y al cabo, demasiadas han sido las batallas entre ambos países). Tras el paréntesis de la obligada visita, seguimos por la misma carretera (ahora en descenso) y en apenas diez minutos llegamos a la histórica raya. El Turones no es más que un riachuelo, casi sin agua; cruzarlo no supondría ningún obstáculo para las huestes castellanas. Tampoco creo que la frontera estuviera protegida, como no lo está ahora; no hay ni restos de garitas aduaneras, tan solo el austero cartel europeo de fondo azul con un círculo de estrellitas amarillas y en su interior el nombre: PORTUGAL. Nadie nos sale al encuentro –tampoco a Juan I, seguro– y, sin embargo, se nota un tenue cambio de paisaje, más húmedo, más verde, más arbolado, como si abandonáramos los dominios de la meseta y empezáramos a sentir los aromas del Atlántico.

A solo 9 kilómetros de la raya está Almeida. Esta bonita villa fortificada había pasado a ser portuguesa solo 88 años antes de los días que estoy rememorando, mediante el Tratado de Alcañices por el que se consolidó la frontera entre los reinos de León y Portugal. La estructura defensiva de esta plaza es obviamente muy posterior a los tiempos de la crisis sucesoria portuguesa (de los siglos XVII y XVIII), pero me atrevo a suponer que la trama de las callejas es medieval y si no las actuales, las edificaciones que vio Juan I no debían ser muy distintas de las actuales. No sé qué hizo el rey en Almeida, si se detuvo o pasó de largo, si hubo de someter a sus vecinos o estos se le sometieron sin oposición (imagino que esto último); pero, en todo caso, nos gusta la villa y optamos por hacer noche (en el Hotel Fortaleza, muy recomendable). Al día siguiente, continuamos la ruta del ejército castellano. Primera parada Pinhel, en la ribera del Côa, afluente del Duero; un casco antiguo que tiene cierto interés aunque se ve muy abandonado y, en la parte más alta, el castillo del que se apropió en esos días de julio el rey. Luego vino Trancoso, a otra jornada de camino (unos 30 kilómetros), aunque es posible que al rey le llevara dos, dada su debilidad. Al llegar al escenario de la reciente derrota castellana, dicen los portugueses que Juan I, en venganza, mandó derruir la ermita consagrada a San Marcos que, según la leyenda, había intervenido en la batalla del lado portugués. Después alcanzarían Celórico da Beira, en el valle del alto Mondego, en la sierra de la Estrella. El pueblo medieval se ha extendido mucho y el casco antiguo queda ahora un poco excéntrico del conjunto urbano. En el centro de aquél están los restos del castillo (la torre apenas) en el que hubo de quedarse Juan I durante varios días, porque sabemos que el 21 de julio hizo aquí testamento (la enfermedad le imponía negros presagios) y partió (supongon que mejorado) el último día del mes. Nosotros no nos detenemos tanto, que nos van acuciando las ganas de llegar a Albujarrota.

domingo, 1 de octubre de 2017

1-O

Pasada la “jornada electoral” (así, entre comillas, sin querer darle ninguna intencionalidad, solo para que nos entendamos), viene el balance y éste, a mi juicio, no puede ser más triste. Creo yo que la desafección de los catalanes hacia España es hoy mayor que ayer; intuyo que ahora mismo hay más independentistas en Cataluña que antes de este “referéndum ilegal”. Estoy seguro de que el objetivo que perseguían los estrategas del soberanismo no era la votación, ni que ésta tuviera las garantías. No parece que haya aún una mayoría clara independentista y, si el modelo razonable es el de Quebec (se han cansado de ponerlo como ejemplo), Puigdemont y los suyos difícilmente podrían esperar seriamente que en estas circunstancias y de estos modos Cataluña podría alcanzar la independencia. Hay que lograr que las uvas maduren un poco más.

Se me dirá que, a partir de la aprobación abusiva de la Ley del referéndum, al gobierno de Rajoy no le quedaba otra que intentar impedir un incumplimiento manifiesto y anunciado de la Ley. Incluso, se puede argumentar que ha diso el poder judicial, no el ejecutivo, quien se ha ocupado de tratar de que no se celebre el referéndum. No digo que no; es más, creo que sí, que probablemente cualquier gobierno tenía muy poco margen de maniobra, estaba obligado a evitar que se produjera una flagrante violación de la Ley. Pero lo que es incuestionable es que el gobierno ha hecho las jugadas que le ha obligado a hacer el contricante, las que él quería que hiciera. Y eso dice muy poco de la competencia política de este gobierno.

Acabo de echar un vistazo en internet a varios periódicos de Reino Unido, Francia, Alemania e Italia. En todos, lo que destaca en la primera página es la confrontación violenta entre la policía española y los catalanes que quería votar. No creo, por lo que he visto (llevo todo el día con la Sexta puesta), que la policía haya cargado injustificadamente contra quienes “defendían” los colegios electorales; sin duda que los ataques han partido de algunos de éstos (por ejemplo, tirando vallas contra los agentes o apedreándolos). Más bien estoy bastante convencido de que tenían órdenes de evitar a toda costa la violencia contra las personas. Pero es una ingenuidad pensar que si metes a la policía no va a haber confrontación cuando lo que se quiere es que la haya.

Estamos en el tiempo de la llamada posverdad. La verdad no le interesa a nadie, es lícito manipularla para “contar el relato” (otra expresión muy de moda) que a cada uno le interesa. Pues bien, sin duda, lo que ha ocurrido hoy ha fortalecido el relato independentista. Ha aumentado la tensión emocional, haciendo mucho más difícil cualquier posibilidad de diálogo. Tanto en Cataluña como en el resto de España, es probable que la radicalización de las posiciones dé más fuerza y apoyo social (electoral) a quienes defienden la incompatibilidad esencial, llevando el conflicto a un plano en el que solo cabe resolverlo por la vía de la fuerza.

Ningún Estado, por muy occidental y democrático que sea, puede permitir que una parte de su territorio se independice. Pero, por otra parte, también creo que un Estado no puede mantener dentro de sus fronteras un territorio cuyos habitantes se sienten ajenos a aquél y quieren ser independientes. O sí puede, pero con represión, en condiciones que parecen inaceptables en los tiempos que corren. Me da la impresión de que los estrategas del soberanismo comparten estas dos afirmaciones y están actuando en consecuencia. El objetivo es conseguir que siga creciendo el porcentaje de catalanes desafectos a España (aunque se confunda España con este gobierno español) hasta el punto en que haya mayoría suficiente en el Congreso para modificar la estructura del Estado, conceder a Cataluña el título de nación e incluso el derecho de autodeterminación en condiciones similares a las de Quebec.

Ya veremos qué pasa. Pero no se menosprecie la estrategia del nacionalismo catalán (que aclaro, por si acaso, que rechazo); que lo de hoy ha sido un paso más en dicha estrategia que puede ilustrase con la expresión “romper puentes”. Tengo además la sensación de que el PP está esencialmente incapacitado para revertir el lío en el que estamos, para conseguir invertir la tendencia de desafección entre la población catalana.