Hacia Albujarrota (2)
Conviene aclarar que los movimientos del Rey, por mucho que estuviera en campaña militar, implicaban el traslado de la llamada cámara regia, cuya máxima autoridad era el camarero mayor, responsable del control de los aposentos del monarca y de todo lo que en ellos había: vestiduras, lecho, arcas, joyas, armas, telas y escrituras, además del dinero que de allí entraba y salía. Para hacernos una idea, diré que, por la fechas que nos ocupan, para cargar con los ajuares reales eran necesarias unas ocho acémilas, a paso lento por los caminos castellanos. Pero al frente de la Casa Real estaba el mayordomo mayor (que en ese tiempo era Don Pedro González de Mendoza, a quien volveremos en plena batalla de Albujarrota y a quien relacionaremos cuando toque con nuestro Rubin de Bracamonte). La mayordomía conllevaba lugarteniente y oficiales menores, toda una especie de ministerio de presidencia en términos actuales. En fin, no es cuestión ahora de enrollarse con este asunto, pero sí me ha parecido pertinente resaltar que, aparte del ejército, los desplazamientos del Rey suponían que con él se moviera un enorme número de personas que aseguraban su vida doméstica. Francisco de Paula Cañas Gálvez, de la Universidad Complutense, dedica un interesante artículo al tema y, en un apéndice, relaciona los cargos y personas que compusieron la Casa Real de Juan I. Me pongo a contar los que había en 1385 y a relacionar los oficios: mayordomo mayor, mayordomo, despensero mayor, despensero, despensero de los caballeros del rey y del infante, caballerizo, acemilero mayor, acemileros (3), servidor de la cuadra, copero mayor, veedor de la casa del rey, camarero mayor, camarero, camarero mayor de la cámara de los paños del infante, camarero mayor de la cámara de la jineta del infante, reposteros mayores (2), oficial de la escudilla del infante, trinchante del infante, aposentador mayor, aposentador, doncel, físico, partera, juglares (3), ministriles (3), ministril de arpa, ministril de cuerda, músico, trompeta, alfayate, pellejero, bordador, orfebre, barrendera, frutero, monteros mayores (2), sellero, criados (2), capellán mayor, capellanes (2), confesores (2), confesor mayor, criado del confesor, predicador, limosnero, canciller mayor, cancilleres (2), canciller del sello de la poridad, consejeros (6), contador mayor, justicia mayor, secretarios (2), escribanos (20), notarios (7), oídores de la Audiencia Real (10), tesorero, alcalde, otros oficiales de la Cancillería y de la Audiencia (10), adelantado mayor de Castilla, adelantado mayor de la frontera, alférez mayor, otros alféreces (3), almirante mayor de la mar, armero, ballestero mayor, ballesteros (10), caudillo mayor de los escuderos del Rey, Condestable, cómitres reales (2), escudero, guardas (3), mariscales del rey (3), porteros de la Casa del Rey (2) … Esta relación a vuela pluma, a la que hay que sumar otras personas de las que no se sabe con seguridad el oficio, da un total aproximado de 150 personas que formaban el círculo “íntimo” de Juan I. Todos ellos se aposentarían –digo yo– en este castillo de Ciudad Rodrigo, hoy convertido en Parador Nacional; estaría de bote en bote.
En su cuartel general Juan I comenzó a hacer sus preparativos. Tenía tiempo pues había de esperar refuerzos: de un lado los que le había de mandar el rey francés (entre los que se supone que vino nuestro Bracamonte) y, de otro, una flota de cinco galeras aragonesas que le había prometido Pedro IV (Pere el Cerimoniós, para los catalanes, que no quiero sumar agravios). Parte de las tropas castellanas fueron concentradas en Badajoz, con la intención de hostigar al condestable de Joao I, Nuno Alvares Pereira que, después de su campaña victoriosa en el Norte había regresado al Alentejo. Pereira, quien por entonces solo tenía veinticinco años, ya había demostrado que era un excelente militar; supongo que los castellanos pretenderían mantenerlo entretenido al Sur del Tajo impidiéndole que participara en las batallas decisivas que se preveían en territorios bastante más septentrionales (si eso pretendían no lo consiguieron, pues Pereira fue el héroe principal de Albujarrota). Mientras esperaban, uno de los más ilustres miembros de la Casa del Rey, el primero de sus Consejeros, instó al monarca a enviar una pequeña expedición tierra adentro portuguesa. Me refiero a Pedro Tenorio, entonces nada menos que Arzobispo de Toledo y uno de los hombres clave en la política castellana durante los reinados de los dos primeros Trastámaras y la regencia del tercero (otro de esos personajes cuya biografía es interesantísima). Las tropas constaban de unas 300 lanzas y eran mandadas por tres capitanes. Desde Almeida se llegaron a Pinhel y lo saquearon; luego siguieron el curso del alto Mondego sin oposición hasta desviarse hacia Viseu, que saquearon obteniendo importante botín. Cansados y demasiado lejos de Ciudad Rodrigo (a unos 150 km) decidieron dar por acabadas las correrías; como a medio camino del regreso, el 29 de mayo, a la altura del pueblo de Trancoso les saliño al encuentro un ejército portugués mandado por Joao Fernandes Pacheco. La batalla supuso una aplastante derrota de los castellanos, a modo de prólogo de Albujarrota.
Buscando narraciones sobre Albujarrota, me topo con una monografía publicada en 1872 por C. Ximénez de Sandoval (parece que su plan era relatar las mayores derrotas de los ejércitos españoles). En esta obra se asegura que las noticias de la derrota de Trancoso le llegaron a Juan I estando en Elvas, antes incluso de Madrigal. O sea, que aún no se había asentado en Ciudad Rodrigo, adonde habría llegado en el mes de junio. Pero, en cualquier caso, tampoco nos importan demasiado las precisiones de fecha, bastándonos constatar que el rey pasó al menos un mes largo en Ciudad Rodrigo, acumulando tropas, entre las que destacarían las famosas 800 lanzas que en varias fuentes se asegura que enviaron los duques regentes de Francia (era aún la minoría de Carlos VI). No esperó en cambio a recibir refuerzos que le había prometido Carlos II de Navarra (el Malo), ni tampoco a que se reuniera con él el otro Joao, el hijo de Pedro I e Inés de Castro (se pensó en llevarlo para reforzar la legitimidad castellana al trono portugués). Hay pues que pensar que consideraría que ya había reunido suficientes fuerzas y, de otro lado, que estaría impaciente por entrar en campaña. Y ello a pesar de que andaba con muy mala salud, tanta que hubo de ser llevado todo el tiempo en litera e incluso a las pocas jornadas hizo testamento. No se sabe con certeza la dimensión del ejército castellano, salvo la apreciación vaga de que era “muy grande y numeroso”. Revisando diversas fuentes, la cantidad de personas oscila entre 20.000 y 45.000 hombres. Ximénez de Sandoval se atreve a clasificar en distintos grupos las huestes castellanas llegando a un total de 32.000 combatientes y 12.000 acompañantes no combatientes. Se trataba sin duda un ejército enorme (los portugueses serían entre la mitad y la tercera parte), un enorme contingente en el que hay que contar a los caballeros, los ballesteros y lanceros, y además los peones que también iban a pie; pero también a pajes, criados, acemileros, vivanderos y otras gentes que también iban en el convoy (prostitutas, por ejemplo). O sea, que estamos hablando de una ciudad de las grandes de la época que se movería, lenta y pesadamente, por los calurosos y polvorientos caminos portugueses de la época.
Estamos ahora en Aldea del Obispo, a unos 30 kilómetros al noroeste de Ciudad Rodrigo. He decidido (porque carezco de datos) que el ejército castellano cruzó la raya portuguesa desde este pueblo salmantino (unos 300 habitantes). He llegado por caminos locales, siguiendo lo más cerca posible el curso descendente del río Águeda por su margen derecho. Unos 15 kilómetros aguas abajo desde Ciudad Rodrigo, justo al cruzar el puente, se nos presenta la Zona Arqueológica de Siega Verde, un enclave paleolítico descubierto en 1988 y que en la actualidad está debidamente protegido y señalizado (amén de haber sido declarado Patrimonio Mundial en 2010). Pero esta cerrado, así que, lamentándolo, no podemos entrar (luego me enteraré, por la web oficial de que hay un horario preestablecido de visitas y que conviene hacer reserva; pendiente de un próximo viaje, me contenté con hacer la visita virtual). Desde allí, una vez cruzado el Águeda, el camino sigue hacia el Oeste, por este trozo de la Meseta que es el campo de Argañán, paisaje de suaves colinas, con pastos y cercados de piedra seca, casi sin árboles; se respira soledad, tal vez la misma que hace más de seis siglos. Llegamos al pueblo (no vale gran cosa, sobre todo cuando vienes de Ciudad Rodrigo, aunque la Iglesia del XVIII construida sobre una anterior no está nada mal). Apenas nos detenemos, tenemos ganas de atravesarlo y caminar hacia la frontera por la carretera que se llama –cómo no– Avenida de Portugal; me imagino que este mismo eje, aunque en la Edad Media fuera una trocha, sería el que pisarían los millares de caballeros e infantes de Juan I. Enseguida, no habremos avanzado ni un kilómetro, nos topamos con una desviación hacia la izquierda, un camino empedrado con pequeñas losetas que sube al Real Fuerte de la Concepción, fortaleza que se construyó en tiempos de Felipe II como consecuencia de la secesión portuguesa. Por su emplazamiento pasó Juan II con su ejército, sin imaginar que un tataratataranieto suyo albergaría parecidos ánimos ofensivos contra los lusos (al fin y al cabo, demasiadas han sido las batallas entre ambos países). Tras el paréntesis de la obligada visita, seguimos por la misma carretera (ahora en descenso) y en apenas diez minutos llegamos a la histórica raya. El Turones no es más que un riachuelo, casi sin agua; cruzarlo no supondría ningún obstáculo para las huestes castellanas. Tampoco creo que la frontera estuviera protegida, como no lo está ahora; no hay ni restos de garitas aduaneras, tan solo el austero cartel europeo de fondo azul con un círculo de estrellitas amarillas y en su interior el nombre: PORTUGAL. Nadie nos sale al encuentro –tampoco a Juan I, seguro– y, sin embargo, se nota un tenue cambio de paisaje, más húmedo, más verde, más arbolado, como si abandonáramos los dominios de la meseta y empezáramos a sentir los aromas del Atlántico.
A solo 9 kilómetros de la raya está Almeida. Esta bonita villa fortificada había pasado a ser portuguesa solo 88 años antes de los días que estoy rememorando, mediante el Tratado de Alcañices por el que se consolidó la frontera entre los reinos de León y Portugal. La estructura defensiva de esta plaza es obviamente muy posterior a los tiempos de la crisis sucesoria portuguesa (de los siglos XVII y XVIII), pero me atrevo a suponer que la trama de las callejas es medieval y si no las actuales, las edificaciones que vio Juan I no debían ser muy distintas de las actuales. No sé qué hizo el rey en Almeida, si se detuvo o pasó de largo, si hubo de someter a sus vecinos o estos se le sometieron sin oposición (imagino que esto último); pero, en todo caso, nos gusta la villa y optamos por hacer noche (en el Hotel Fortaleza, muy recomendable). Al día siguiente, continuamos la ruta del ejército castellano. Primera parada Pinhel, en la ribera del Côa, afluente del Duero; un casco antiguo que tiene cierto interés aunque se ve muy abandonado y, en la parte más alta, el castillo del que se apropió en esos días de julio el rey. Luego vino Trancoso, a otra jornada de camino (unos 30 kilómetros), aunque es posible que al rey le llevara dos, dada su debilidad. Al llegar al escenario de la reciente derrota castellana, dicen los portugueses que Juan I, en venganza, mandó derruir la ermita consagrada a San Marcos que, según la leyenda, había intervenido en la batalla del lado portugués. Después alcanzarían Celórico da Beira, en el valle del alto Mondego, en la sierra de la Estrella. El pueblo medieval se ha extendido mucho y el casco antiguo queda ahora un poco excéntrico del conjunto urbano. En el centro de aquél están los restos del castillo (la torre apenas) en el que hubo de quedarse Juan I durante varios días, porque sabemos que el 21 de julio hizo aquí testamento (la enfermedad le imponía negros presagios) y partió (supongon que mejorado) el último día del mes. Nosotros no nos detenemos tanto, que nos van acuciando las ganas de llegar a Albujarrota.
En su cuartel general Juan I comenzó a hacer sus preparativos. Tenía tiempo pues había de esperar refuerzos: de un lado los que le había de mandar el rey francés (entre los que se supone que vino nuestro Bracamonte) y, de otro, una flota de cinco galeras aragonesas que le había prometido Pedro IV (Pere el Cerimoniós, para los catalanes, que no quiero sumar agravios). Parte de las tropas castellanas fueron concentradas en Badajoz, con la intención de hostigar al condestable de Joao I, Nuno Alvares Pereira que, después de su campaña victoriosa en el Norte había regresado al Alentejo. Pereira, quien por entonces solo tenía veinticinco años, ya había demostrado que era un excelente militar; supongo que los castellanos pretenderían mantenerlo entretenido al Sur del Tajo impidiéndole que participara en las batallas decisivas que se preveían en territorios bastante más septentrionales (si eso pretendían no lo consiguieron, pues Pereira fue el héroe principal de Albujarrota). Mientras esperaban, uno de los más ilustres miembros de la Casa del Rey, el primero de sus Consejeros, instó al monarca a enviar una pequeña expedición tierra adentro portuguesa. Me refiero a Pedro Tenorio, entonces nada menos que Arzobispo de Toledo y uno de los hombres clave en la política castellana durante los reinados de los dos primeros Trastámaras y la regencia del tercero (otro de esos personajes cuya biografía es interesantísima). Las tropas constaban de unas 300 lanzas y eran mandadas por tres capitanes. Desde Almeida se llegaron a Pinhel y lo saquearon; luego siguieron el curso del alto Mondego sin oposición hasta desviarse hacia Viseu, que saquearon obteniendo importante botín. Cansados y demasiado lejos de Ciudad Rodrigo (a unos 150 km) decidieron dar por acabadas las correrías; como a medio camino del regreso, el 29 de mayo, a la altura del pueblo de Trancoso les saliño al encuentro un ejército portugués mandado por Joao Fernandes Pacheco. La batalla supuso una aplastante derrota de los castellanos, a modo de prólogo de Albujarrota.
Buscando narraciones sobre Albujarrota, me topo con una monografía publicada en 1872 por C. Ximénez de Sandoval (parece que su plan era relatar las mayores derrotas de los ejércitos españoles). En esta obra se asegura que las noticias de la derrota de Trancoso le llegaron a Juan I estando en Elvas, antes incluso de Madrigal. O sea, que aún no se había asentado en Ciudad Rodrigo, adonde habría llegado en el mes de junio. Pero, en cualquier caso, tampoco nos importan demasiado las precisiones de fecha, bastándonos constatar que el rey pasó al menos un mes largo en Ciudad Rodrigo, acumulando tropas, entre las que destacarían las famosas 800 lanzas que en varias fuentes se asegura que enviaron los duques regentes de Francia (era aún la minoría de Carlos VI). No esperó en cambio a recibir refuerzos que le había prometido Carlos II de Navarra (el Malo), ni tampoco a que se reuniera con él el otro Joao, el hijo de Pedro I e Inés de Castro (se pensó en llevarlo para reforzar la legitimidad castellana al trono portugués). Hay pues que pensar que consideraría que ya había reunido suficientes fuerzas y, de otro lado, que estaría impaciente por entrar en campaña. Y ello a pesar de que andaba con muy mala salud, tanta que hubo de ser llevado todo el tiempo en litera e incluso a las pocas jornadas hizo testamento. No se sabe con certeza la dimensión del ejército castellano, salvo la apreciación vaga de que era “muy grande y numeroso”. Revisando diversas fuentes, la cantidad de personas oscila entre 20.000 y 45.000 hombres. Ximénez de Sandoval se atreve a clasificar en distintos grupos las huestes castellanas llegando a un total de 32.000 combatientes y 12.000 acompañantes no combatientes. Se trataba sin duda un ejército enorme (los portugueses serían entre la mitad y la tercera parte), un enorme contingente en el que hay que contar a los caballeros, los ballesteros y lanceros, y además los peones que también iban a pie; pero también a pajes, criados, acemileros, vivanderos y otras gentes que también iban en el convoy (prostitutas, por ejemplo). O sea, que estamos hablando de una ciudad de las grandes de la época que se movería, lenta y pesadamente, por los calurosos y polvorientos caminos portugueses de la época.
Estamos ahora en Aldea del Obispo, a unos 30 kilómetros al noroeste de Ciudad Rodrigo. He decidido (porque carezco de datos) que el ejército castellano cruzó la raya portuguesa desde este pueblo salmantino (unos 300 habitantes). He llegado por caminos locales, siguiendo lo más cerca posible el curso descendente del río Águeda por su margen derecho. Unos 15 kilómetros aguas abajo desde Ciudad Rodrigo, justo al cruzar el puente, se nos presenta la Zona Arqueológica de Siega Verde, un enclave paleolítico descubierto en 1988 y que en la actualidad está debidamente protegido y señalizado (amén de haber sido declarado Patrimonio Mundial en 2010). Pero esta cerrado, así que, lamentándolo, no podemos entrar (luego me enteraré, por la web oficial de que hay un horario preestablecido de visitas y que conviene hacer reserva; pendiente de un próximo viaje, me contenté con hacer la visita virtual). Desde allí, una vez cruzado el Águeda, el camino sigue hacia el Oeste, por este trozo de la Meseta que es el campo de Argañán, paisaje de suaves colinas, con pastos y cercados de piedra seca, casi sin árboles; se respira soledad, tal vez la misma que hace más de seis siglos. Llegamos al pueblo (no vale gran cosa, sobre todo cuando vienes de Ciudad Rodrigo, aunque la Iglesia del XVIII construida sobre una anterior no está nada mal). Apenas nos detenemos, tenemos ganas de atravesarlo y caminar hacia la frontera por la carretera que se llama –cómo no– Avenida de Portugal; me imagino que este mismo eje, aunque en la Edad Media fuera una trocha, sería el que pisarían los millares de caballeros e infantes de Juan I. Enseguida, no habremos avanzado ni un kilómetro, nos topamos con una desviación hacia la izquierda, un camino empedrado con pequeñas losetas que sube al Real Fuerte de la Concepción, fortaleza que se construyó en tiempos de Felipe II como consecuencia de la secesión portuguesa. Por su emplazamiento pasó Juan II con su ejército, sin imaginar que un tataratataranieto suyo albergaría parecidos ánimos ofensivos contra los lusos (al fin y al cabo, demasiadas han sido las batallas entre ambos países). Tras el paréntesis de la obligada visita, seguimos por la misma carretera (ahora en descenso) y en apenas diez minutos llegamos a la histórica raya. El Turones no es más que un riachuelo, casi sin agua; cruzarlo no supondría ningún obstáculo para las huestes castellanas. Tampoco creo que la frontera estuviera protegida, como no lo está ahora; no hay ni restos de garitas aduaneras, tan solo el austero cartel europeo de fondo azul con un círculo de estrellitas amarillas y en su interior el nombre: PORTUGAL. Nadie nos sale al encuentro –tampoco a Juan I, seguro– y, sin embargo, se nota un tenue cambio de paisaje, más húmedo, más verde, más arbolado, como si abandonáramos los dominios de la meseta y empezáramos a sentir los aromas del Atlántico.
A solo 9 kilómetros de la raya está Almeida. Esta bonita villa fortificada había pasado a ser portuguesa solo 88 años antes de los días que estoy rememorando, mediante el Tratado de Alcañices por el que se consolidó la frontera entre los reinos de León y Portugal. La estructura defensiva de esta plaza es obviamente muy posterior a los tiempos de la crisis sucesoria portuguesa (de los siglos XVII y XVIII), pero me atrevo a suponer que la trama de las callejas es medieval y si no las actuales, las edificaciones que vio Juan I no debían ser muy distintas de las actuales. No sé qué hizo el rey en Almeida, si se detuvo o pasó de largo, si hubo de someter a sus vecinos o estos se le sometieron sin oposición (imagino que esto último); pero, en todo caso, nos gusta la villa y optamos por hacer noche (en el Hotel Fortaleza, muy recomendable). Al día siguiente, continuamos la ruta del ejército castellano. Primera parada Pinhel, en la ribera del Côa, afluente del Duero; un casco antiguo que tiene cierto interés aunque se ve muy abandonado y, en la parte más alta, el castillo del que se apropió en esos días de julio el rey. Luego vino Trancoso, a otra jornada de camino (unos 30 kilómetros), aunque es posible que al rey le llevara dos, dada su debilidad. Al llegar al escenario de la reciente derrota castellana, dicen los portugueses que Juan I, en venganza, mandó derruir la ermita consagrada a San Marcos que, según la leyenda, había intervenido en la batalla del lado portugués. Después alcanzarían Celórico da Beira, en el valle del alto Mondego, en la sierra de la Estrella. El pueblo medieval se ha extendido mucho y el casco antiguo queda ahora un poco excéntrico del conjunto urbano. En el centro de aquél están los restos del castillo (la torre apenas) en el que hubo de quedarse Juan I durante varios días, porque sabemos que el 21 de julio hizo aquí testamento (la enfermedad le imponía negros presagios) y partió (supongon que mejorado) el último día del mes. Nosotros no nos detenemos tanto, que nos van acuciando las ganas de llegar a Albujarrota.
Almeida se parece al Pentágono, salvando la distancia en siglos
ResponderEliminarSí, aunque es más bien un hexágono inserto en una estrella de doce puntas.
EliminarEs un sistema de fortificación propio del barroco
Eliminar... y de antes, Leonardo ya diseñaba fortificaciones así
EliminarEl "círculo íntimo" del rey se acerca al número de Dunbar. No puede ser casualidad...
ResponderEliminarDebía de ser un espectáculo impresionante el de una ciudad en movimiento, como la describes. Excita la imaginación...
Impresionante, sin duda. Trato de imaginarme esas huestes poresos campos solitarios y me cuesta, pero tuvo que ser alucinante.
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