sábado, 12 de marzo de 2022

Democracia y guerra

Democracia, etimológicamente significa –lo sabe todo el mundo– gobierno del pueblo. Por eso, cuando se evalúa el nivel democrático de un régimen solemos fijarnos casi exclusivamente en la calidad de los mecanismos electivos de sus gobernantes. Un régimen nos parece tanto más democrático cuando quienes gobiernan así como las decisiones que adoptan son acordes con la voluntad de la mayoría de los ciudadanos. El corolario es que entendemos como antidemocrático que lo que quiere la mayoría no se lleve a la práctica o también que se impida a la ciudadanía expresar su voluntad. Eso justificaba, por ejemplo, el mantra de los independentistas catalanes: que el estado español no era democrático porque negaba que el “pueblo catalán” expresase su voluntad de autodeterminación. 
 
Naturalmente, la democracia no es solo eso. Desde luego, las elecciones deben ser limpias y sus resultados expresar la mayor representatividad posible (y muchos países democráticos dejan bastante que desear a este respecto). Pero no basta; tan o más importante es que funcione un sistema de contrapoderes y que todos los agentes se ajusten a las normas legítimamente aprobadas (Estado de Derecho). Parece bastante claro que Rusia (o China) están muy lejos de cumplir estas condiciones, mientras que, ciertamente, los países occidentales son bastante más democráticos, bastante más “estados de derecho”. 
 
No obstante, creo que los agentes que trabajan al servicio de estos estados de derecho están escasamente convencidos de la importancia de respetar los requisitos esenciales de la democracia. Por decirlo más claramente: estoy convencido de que la mayoría de ellos no tiene ningún reparo en saltárselas en la consecución de los intereses de sus respectivos gobiernos. A este respecto, la diferencia principal entre los regímenes autoritarios y los “democráticos” es que en los últimos se guardan mucho más de que estas acciones “antidemocráticas” (ilegales) sean secretas y no trasciendan. No es diferencia menor, en cualquier caso, porque limita mucho más las ilegalidades en los países democráticos que en los autoritarios, en los que los agentes del gobierno se sienten mucho más impunes, lo que les impulsa a ser más audaces. 
 
Si comparamos Estados Unidos y Rusia en estos aspectos (a pesar de que nuestros conocimientos son mínimos) creo que se verifica lo que acabo de decir. No hay más que ver la filmografía hollywoodense para comprobar que, en efecto, el gobierno norteamericano no tiene demasiados reparos en ejercer comportamientos frontalmente contrarios a las mínimas normas del Estado de Derecho. Ahora bien, el hecho de que los cineastas y escritores hablen sobre ello (y no sean censurados) ya es un indicador de que las deficiencias democráticas norteamericanas son menores que las de regímenes como el ruso o el chino (al menos, eso me parece). Aparentar no es lo mismo que ser, desde luego, pero mantener las apariencias es en sí mismo un freno. 
 
Lo que ya no tengo tan claro es que, en su política exterior desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos hayan sido más respetuosos con los principios democráticos que Rusia (o la antigua URSS). Basta repasar las intervenciones de los USA a lo largo y ancho del planeta para comprobar cómo lo único que le ha importado es hacer prevalecer sus intereses. Eso sí, ha procurado siempre justificar sus acciones con relatos edulcorados en los que suele recurrir a argumentos de fuerza mayor (que luego muchas veces se comprueban falsos, pero a esas alturas ya no importa). Los rusos, al ser un régimen autoritario, se han preocupado mucho menos por justificarse. Ahora bien, lo que se ha ido apreciando en los años de este siglo es que a los Estados Unidos (y a sus corifeos de Occidente) cada vez le importa menos justificar la legitimidad de las actuaciones en el exterior de sus fronteras. 
 
La Guerra Fría no acabó con el derrumbe soviético; no terminó entonces la división del mundo. Parece que es ley histórica que siempre haya de haber potencias que pretendan dominar el planeta, fundamentalmente para que sus élites se apropien de recursos y se garanticen su bienestar. Tiene pues necesariamente que haber enemigos, aquéllos que también quieren lo mismo o esos otros que ingenuamente querrían no dejarse avasallar. Pintamos pues al enemigo como malvadísimo (y antidemocrático, por supuesto) y en base a ello justificamos cualquier actuación en su contra, aunque sea contraria a las más elementales reglas democráticas (es decir, que si lo hiciéramos dentro de nuestras fronteras, seríamos imputados penalmente). Antes esas actuaciones se hacían en secreto, clandestinamente. Ahora no se ocultan, incluso algunas se retransmiten y celebran (por ejemplo, el asesinato de Bin Laden violando la soberanía de Pakistán). 
 
La guerra parece justificar saltarse los requisitos de la democracia. Supongo que ello obedece a que se reconoce implícitamente que es más fácil conseguir la victoria de esa manera, que las garantías del Estado de Derecho son inconvenientes, que el los comportamientos autoritarios resultan más ventajosos. No sé si tales conclusiones son ciertas; puede que sí pero no estoy del todo convencido. Lo que sí me parece claro es que la guerra (directa o indirecta) es el entorno perfecto para quienes prefieren actuar al margen de los controles democráticos. Pero, sobre todo, lo es para que la mayor parte de la población aplauda esas medidas, sin importarle sus carencias democráticas. De este modo, la guerra o simplemente la amenaza de guerra es el marco ideal para ir socavando los principios del Estado de Derecho (sobre todo en aquellos países, como el nuestro, en que muchos ciudadanos no los tienen profundamente interiorizados). 
 
No quiero entrar a discutir sobre Ucrania, pero es evidente que el actual conflicto es un escenario perfecto para comprobar lo que acabo de contar. Como estamos en guerra –según dice Borrell, aunque que yo sepa la Unión Europea no la ha declarado– hemos de adoptar medidas de castigo a Rusia, sin someterlas a los requisitos que el Estado de Derecho exige e incluso, algunas de ellas, de muy dudosa legitimidad (se me ocurre, por ejemplo, lo de desposeer a los millonarios rusos de sus fortunas en Europa y USA; podrá parecernos muy adecuado –son el apoyo de Putin y de esa manera los forzamos a que disuadan al sátrapa ruso de seguir con la invasión–, pero intervenimos su patrimonio saltándonos toda garantía jurídica). En fin, solo puedo hacer votos para que esta catástrofe acabe pronto y para que se refuerce entre la población civil la estima real por los valores democráticos (también, desde luego, en la de los países autoritarios), única vía para que el mundo vaya a mejor. Pero soy pesimista.

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