jueves, 22 de agosto de 2013

Hansel y Gretel (6)

Toca ya hablar de la bruja, la malvada del cuento, quien –como ya he señalado– ha de identificarse con la madre/madrastra. Una misma persona, pues, es la que fuerza el abandono de los niños para luego apresarlos e intentar comérselos. ¿Se trataría de un plan premeditado? Una mujer se casa con un pobre leñador y le da o adopta sus dos hijos (ya comenté que, en el fondo, es indiferente que fuera la madre natural o una segunda esposa). La mujer es bruja y en el corazón del bosque tiene su guarida hecha de golosinas para atraer a los incautos infantes, porque sabido es que las brujas necesitan niños como materia prima para sus numerosas prácticas de magia negra. Pero ya hace bastante tiempo que no le llegan incautos a su trampa y se está quedando sin provisiones, así que convence al marido para arrojar a sus propios hijos en la espesura confiando que éstos llegarán inocentemente a su morada secreta. Para asegurarse de ello cuenta con la ayuda de un pajarillo blanco como la nieve que, cuando los niños llevaban ya tres días y estaban a punto de desfallecer de hambre, llama su atención mediante melodiosos trinos, para luego guiarles hasta la pequeña casa en cuyo tejado se posa. Desde luego, ese pájaro tan encantador era en realidad un cuervo negro como el pecado, que tales son siempre las mascotas aladas de las brujas; cambiarlo tan radicalmente de apariencia es un truco sencillo al alcance de cualquier hechicera primeriza (esta información la aporto yo porque a los Grimm se les olvidó detallarla en el cuento).

La bruja era viejísima y tullida (se apoyaba en una muleta). Tópico recurrente éste de presentar a las brujas de los cuentos como ancianas y con defectos físicos propios de la edad, por oposición a sus contrafiguras, las hadas, siempre jóvenes y hermosas. Proviene, supongo yo, de la asociación natural entre fealdad y maldad, de la concepción religiosa del mal como algo que corrompe y degrada. Sin embargo, lo que se afea en los malvados es el alma, no el cuerpo; baste recordar que el padre del mal, Lucifer, era el más bello de los ángeles. De hecho, la belleza física siempre era motivo de desconfianza para los moralistas ya que se consideraba la apariencia preferida del mal; y, por supuesto, la forma más amenazadora era la de una mujer guapa, paradigma de la tentación pecaminosa. Quizá por ello una bruja más "adecuada" sea la madrastra de Blancanieves, la mujer más bella del país; sin embargo, también ésta toma la apariencia de una anciana cuando decide ejercer sus artes de bruja contra la ingenua adolescente. La explicación radica obviamente en que los cuentos muestran la imagen simbólica de los personajes y, por tanto, los malvados son feos porque feas son sus almas ensuciadas por el pecado. Cuestión distinta es la eficacia pedagógica de este recurso, porque no creo yo que los niños sean muy capaces de distinguir sutilmente entre las apariencias de cuerpo y espíritu. Supongo que la abundancia de viejas brujas en los cuentos infantiles habrá tenido como efecto en multitud de niños el rechazo hacia las ancianas que los visitaran ocasionalmente (mi propia hermana estuvo una temporada convencida de que nuestra abuela paterna, para colmo madrastra de mi padre, era una bruja, y cada vez que venía a casa la cría se escondía aterrorizada). En todo caso, no está de más recordar que, al menos en su origen, los cuentos de hadas no se dirigían al público infantil; y, de otra parte, hasta épocas muy recientes, atemorizar a los hijos se consideraba un conveniente recurso educativo.

Brujas ha habido desde siempre, ejerciendo sus artes mágicas al margen del sistema y, por tanto, siempre proscritas. La diosa de la hechicería fue Hécate, incorporada por los griegos desde tierras de Asia Menor y nunca del todo encajada en el panteón. Podemos suponer que uno de los efectos de la masculinización del orden social fue la apropiación por los varones (sacerdotes) de las relaciones con lo sobrenatural. Quedarían sin embargo, en el marco de las religiones oficiales, ámbitos no cubiertos, puertas prohibidas al inframundo de los espectros que mayoritariamente serían transitadas por las excluidas mujeres. La propia Hécate resultaba una figura incómoda, los propios olímpicos recelaban de ella y a la vez le guardaban un prudente temor, que alcanzaba a sus protegidas como la terrible Medea, sin duda la bruja más famosa entre las clásicas. Como sea, ya desde mucho antes del cristianismo (y por supuesto exacerbado tras el dictatorial triunfo de éste) brujería y religión oficial se desarrollan complementándose, dos lados de una misma moneda –de unas mismas ansiedades del alma humana–, sin que tenga muy claro cuál es la cara y cuál la cruz. Pero aunque solemos asociar las brujas a los tiempos oscuros medievales, la eclosión del fenómeno como grave problema social (más bien habría como desafío al principio de autoridad monárquico-eclesiástico) no se produce hasta finales de esa época y, sobre todo, durante el Renacimiento y el Barroco. Son los siglos XVI y XVII los que asisten al paroxismo de las cazas de brujas, sus desquiciados procesos y crueles torturas y ejecuciones. Y, naturalmente, la práctica totalidad de los encausados y ejecutados son mujeres, muchas de ellas pobres desequilibradas, aunque también hubo un buen número de féminas inteligentes que se atrevieron a sacar el pie del tiesto dedicándose a actividades impropias de su sexo. En resumen, que bruja se convirtió en el epíteto más eficaz y peligroso para descalificar a las mujeres que se rebelaban (más o menos conscientemente) contra el sumiso rol que les tocaba jugar. Una vez estigmatizadas, lo de menos era precisar sus actividades y móviles: obviamente estaban dominadas por una satánica inclinación al mal y eran servidoras del príncipe de las tinieblas. Malas, muy malas, capaces de las mayores maldades, entre ellas, claro está, la de robar y comerse a los niños.

En la narración de la aventura de Hansel y Gretel con la bruja los Grimm no se esforzaron demasiado en hacerla consistente y por ende convincente. De entrada, al presentarse ante los niños, los trata con amabilidad y se los gana sin ninguna dificultad: les invita a entrar con buenas palabras y ellos se dejan dócilmente llevar de la mano, luego les regala una abundante y sabrosa colación que los críos devoran (llevaban tres días en ayunas), y finalmente los acuesta en dos camitas con ropa blanca que les hicieron pensar que estaban en el cielo. Vale que estuvieran hambrientos y desesperados, pero mosquea que los muchachitos se confiaran tan ingenuamente a una vieja de esa calaña. Lo que lleva a pensar que en la idea de los Grimm la bruja no tendría un aspecto desagradable y atemorizador (de hecho, no dicen nada que sugiera tal cosa) sino que podría aparentar la imagen de una dulce y tierna abuelita. Puede pues que esta primera incongruencia no haya de imputarse tanto al relato cuanto a los diversísimos ilustradores que desde la primera edición en adelante (y en todos los idiomas) contribuyeron con sus dibujos a hacer más comercial el libro. Por cierto, el primer ilustrador de los famosos cuentos fue el propio hermano pequeño de los autores, Ludwig Emil, quien en gran medida marcaría el camino a los muchísimos que le siguieron. No he encontrado dibujos de la bruja hechos por Ludwig, así que desconozco el aspecto que le dio. Sin embargo, he visto muchos otros elaborados entre 1850 y 1950, y todos ellos coinciden en representarla de forma bastante repulsiva y amenazadora. Veáse, como muestra, el de Ludwig Richter y Philipp Grot Johann que acompaña el post anterior y en el cual la bruja, aunque sonriente, no resulta muy tranquilizadora. Y qué decir del de los mismo autores que pongo junto a este párrafo, en el que la vieja es sencillamente terrorífica. Hay, ya digo, multitud de ejemplos, entre los que resalto, por su calidad y difusión (especialmente en el mundo anglosajón), los del genial Arthur Rackham (1867-1939) para la edición de 1900; de él es la ilustración de la cuarta entrega de esta serie, en la cual la bruja, encorvada y apoyada en dos muletas, recibe a los hermanitos cuyas expresiones son serenas en vez de mostrar el espanto que sería natural ante tan horripilante mujer. En fin, que parece obligado preguntarse por qué tantos millones de niños que han escuchado el cuento arrebujados con sus padres, al ver las imágenes de los correspondientes libros, no se han rebelado contra esa inverosímil entrada de buen grado de los protagonistas en la guarida del lobo. Lamentablemente, no me acuerdo cómo reaccioné yo en su día.

Aunque lo más probable es que la mayoría de los infantiles oyentes, al llegar a la escena de la aparición de la bruja, hayan sabido de sobra y desde el primer momento que se trataba de una fuerza del mal; seguro que no pocos de ellos les han gritado a los protagonistas "no entréis, no entréis, escapad", perfectamente conscientes que nada bueno les podía acontecer en esa casa. Sin embargo, en la mentalidad del niño, que los hermanitos con los cuales se identifica íntimamente sean tan bobos para caer en una trampa demasiado evidente no resta un ápice de verosimilitud al cuento. De algún modo el niño, tanto el oyente como los dos protagonistas, sabe de modo no consciente que ha de entrar en la casa de la bruja, recreando el arquetipo universal de la inevitabilidad del destino. Da igual que se sepa que la bruja va a intentar hacerles daño: necesariamente han de pasar esa prueba, a pesar de la natural tentación de escapar. Y el niño que escucha el cuento asume que también Hansel y Gretel (que son él mismo) lo saben y, sin embargo, tienen que entrar. Por muy absurdo que resulte desde planteamientos cotidianos, mucho más absurdo sería lo contrario, pues equivaldría a romper la lógica profunda de la narración, despojar a esos niños (incluyendo a los oyentes) de lo que da a sus vidas el más trascendental sentido: experimentar esa etapa del proceso de maduración, enfrentarse a la bruja. Por ello, lo que desde la visión de un adulto no deja de parecer una inconsistencia del relato (o si se prefiere, de los ilustradores que lo complementaron) en realidad lo refuerza y nos enlaza, en otra clave literaria, sin duda, los cuentos populares con las contundentes tragedias clásicas. Al fin y al cabo, la matriz originaria es la misma: las pulsiones profundas del alma humana

Y lo dejo aquí por el momento, aunque amenazo con seguir machacando sobre la bruja, personaje tan rico y tan desgraciado, en la historia y en la literatura.

   
Witch's promises - Jethro Tull (Living in the Past, 1972)

1 comentario:

  1. Las reelaboraciones que en el Romanticismo —como época cultural, no como apelativo— se hicieron de los mitos y leyendas medievales y aún más antiguas: tradicionales, como en el caso del cuento que comentas, mantienen los prejuicios de esas épocas ‘oscuras’. Así el bosque no es como en la modernidad ecologista un lugar benéfico, sino un refugio oscuro y peligroso lleno de males para el viajero que debe atravesarlo (bandidos, monstruos, desvíos que no levan a ningún destino…). Ene se sentido los ‘psicoanalismos’ del tipo Edipo y otros freudismos han desviado la atención de esas lecturas previas . Así, la bruja es un elemento más del bosque oscuro lleno de peligros (Dante), pero a la vez es alguien que se sale de las normas de los hombres, que ‘sabe’ cosas: cura con plantas silvestres o mata con ellas o realiza vuelos y ‘viajes’ astrales, algo que no puede tolerar el pensamiento dominante, la Iglesia, de la época anterior al Romanticismo que reescribe estos cuentos (los Grimm antes que nada eran etnógrafos que recopilaban esos relatos de la tradición popular). Pero bueno, aquí nos juega también una mala pasada la homonimia: bruja en los cuentos, con moraleja y a posteriori (no originalmente, como bien dices) destinado a un público infantil, y brujas perseguidas por inquisiciones y otras ortodoxias. En cualquier caso, interesante tu planteamiento

    ResponderEliminar