lunes, 24 de junio de 2013

Una clasificación de los libros

El relato-bonsai que hoy nos regala Lansky me ha evocado una de las últimas novelas (por llamarla así) de mi admirado y querido Italo Calvino, la reconocidamente borgiana Si una noche de invierno un viajero. Para quien no la haya leído, además de recomendársela encarecidamente, traigo aquí una interesante clasificación que ya en el primer capítulo se hace el lector-protagonista de todos los libros posibles. Se trata de una clasificación personal de finalidad claramente operativa, que le sirve para orientarse en el inabarcable universo de los objetos impresos (cuando se publicó la obra aún no existían los e-books) y poder decidir los libros a cuya lectura dedicar el limitado tiempo que la vida nos concede. Creo que puede servirnos de modelo para construirnos cada uno la propia.
  • Libros que puedes prescindir de leer
  • Libros hechos para otros usos que la lectura
  • Libros ya leídos sin necesidad siquiera de abrirlos pues pertenecen a la categoría de lo ya leído antes aún de haber sido escrito
  • Libros que si tuvieras más vidas que vivir ciertamente los leerías también de buen grado pero por desgracia los días que tienes que vivir son los que son
  • Libros que tienes intención de leer aunque antes deberías leer otros libros
  • Libros demasiado caros que podrías esperar a comprarlos cuando los revendan a mitad de precio
  • Libros idem de idem cuando los reediten en bolsillo
  • Libros que podrías pedirle a alguien que te los preste
  • Libros que todos han leído conque es casi como si los hubieras leído también
  • Libros que hace mucho tiempo que tienes programado leer
  • Libros que buscabas desde hace muchos años sin encontrarlos
  • Libros que se refieren a algo que te interesa en este momento
  • Libros que quieres tener al alcance de la mano por si acaso
  • Libros que podrías apartar para leerlos a lo mejor este verano
  • Libros que te faltan para colocarlos junto a otros libros en tu estantería
  • Libros que te inspiran una curiosidad repentina, frenética y no claramente justificable
  • Libros leídos hace tanto tiempo que sería hora de releerlos
  • Libros que has fingido siempre haber leído mientras que ya sería hora de que te decidieses a leerlos de veras
  • Novedades cuyo autor o tema te atrae (nuevos o completamente desconocidos)
  • ...
Seguro que todos tenemos más de un título en casi todas estas categorías (yo, al menos, sí). En todo caso, reconozco que no siempre es fácil aplicar esta clasificación, pero que cada uno la modifique y adapte a sus antojos y necesidades. En todo caso, espero que os resulte útil.

   
Les tam-tam du paradis - Musica Nuda (Banda Larga, 2013)

martes, 18 de junio de 2013

Torbellino emocional

Estas dos últimas semanas durante las cuales no he aparecido por este microcosmos bloguero me han apabullado con un cúmulo de emociones. De las buenas, eso sí, que nadie se alarme. Porque, como más de alguna vez he escrito, soy algo receloso con la emotividad. Aunque, para ser más preciso, diría que con la adicción a la emotividad que unas cuantas personas cercanas se empeñan en cultivar; buscan exaltar su sentimentalidad con resultados que siempre se me antojan impostados. De esa pasión artificiosa es de la que desconfío, de esa intensidad emocional autoinducida. Sin embargo, muy distinto es cuando las emociones vienen sin llamarlas, cuando rompen en tu interior como olas que te cogen desprevenido dejándote empapado.

La verdad es que este tsunami no debería haberme pillado tan desprevenido. A poco que lo hubiera pensado, podría haber anticipado su posibilidad, aunque dudo que hubiera acertado en la magnitud de su fuerza. Había una ruptura de mi cotidianidad y unos lugares y acontecimientos anunciados de antemano. Mas no acometí ninguna mentalización preparatoria; fue cortar la estresante rutina laboral y zambullirme de golpe en lo que casi era otra dimensión. Probablemente, ese tirarse de cabeza a una piscina sin indagar nada sobre las condiciones del agua acentuó el impacto emocional. Pero lo cierto es que me alegro de mi "inconsciencia". Supongo que a veces, si no siempre, sobran las reservas mentales, los airbags, las diversas medidas que la prudencia puede aconsejar para protegerse de sacudidas íntimas.

De alguna manera, las vivencias de estos días me han activado algunos "grifos" internos que estaban oxidándose y, como ya he dicho, es buena cosa. Al mismo tiempo, este totum revolutum emocional ha supuesto también una seria advertencia a lo que está siendo mi vida en los últimos tiempos. Aunque una el pepito grillo que todos tenemos no cesaba de proferir señales de alarma, lo cierto es que la estresante rutina que me lleva aprisionando desde hace demasiado, con su ruidoso traqueteo impedía que les prestara atención. Estos días, arrancado de ella, me he visto metido en una de esas vagonetas mineras que me llevaba a toda velocidad por unos railes sin fin, a través de paisajes cada vez más estériles. Y, naturalmente, hace mucho que he perdido el control de esa vagoneta.

En fin, que todo ello sería la causa de que la noche del domingo al lunes, la víspera de mi regreso a la cotidianeidad, me encontrara en un estado de ansiedad que me impidió conciliar el sueño, algo que no es nada habitual en mí pues, aunque duermo poco, lo hago fácilmente y de un tirón. Como era de esperar –no me precio de original– me hice el propósito de frenar esta vagoneta suicida e incluso pergeñé algunas acciones que me acerquen a ese objetivo que, desde luego, no es nada fácil. Hasta me he esbozado unos plazos escalonados, porque es necesario actuar, tomar la iniciativa. Ya veremos si soy capaz de llevar a cabo estos buenos propósitos; más me vale, porque así no puedo seguir mucho más. De momento dejo constancia en el blog para que me sirva de recordatorio personal.


   
Emozioni - Lucio Battisti (Emozioni, 1970)

Las cuatro ilustraciones de este post son cuadros del pintor peruano Fernando de Szyszlo.

martes, 4 de junio de 2013

Donde las dan ...

Fotografía de Ekainj
En 1974, cuando cursaba sexto de bachillerato, mi padre consiguió que lo nombraran agregado laboral a la embajada de España en Perú. Digo consiguió porque fue él quien, sin ser diplomático, se inventó ese puesto y atosigó insistentemente a todos sus amigos y conocidos colocados en el aparato del agonizante régimen (en especial en la organización sindical) para que se lo dieran. El agregado laboral era el miembro de una embajada que se ocupaba del apoyo a los emigrantes españoles en aspectos tales como permisos de residencia y de trabajo, despidos, reclamaciones de diferencias salarias y reconocimiento de subsidios y pensiones de la Seguridad Social. Por ello las embajadas en países con escasa colonia española, como era el caso del Perú, carecían de esta agregaduría. Para colmo, mi padre tampoco estaba especialmente relacionado con el mundo del trabajo, aunque tuviera contactos en la vieja Casa Sindical del Paseo del Prado, edificio emblemático que supuso el inicio de la arquitectura moderna en la capital de la España franquista. Sus únicos méritos radicaban en llevar casi veinte años reclamando que la política exterior española, tanto en lo cultural como en lo económico, debía volcarse hacia Latinoamérica, a través de multitud de artículos y conferencias. En ese sentido Lima, sede del Pacto Andino, tenía para mi padre un alto valor estratégico, además de que allí contaba con buenos amigos (lo que molestaba al embajador de aquella época).

El caso es que mi familia se mudó al Perú mientras yo me quedaba en Madrid para acabar sexto, aprobar la reválida y reunirme con ellos con la enseñanza secundaria finalizada, de modo que pudiese ingresar a la universidad (saltándome COU y ganando además medio año gracias al desfase de los periodos lectivos debido al cambio de hemisferio). Ya tenía decidido hacer arquitectura y previamente nos habíamos asegurado de que el título peruano era convalidado directamente en España y permitía ejercer plenamente la profesión: estaba en vigor el correspondiente convenio cultural y conocimos dos o tres arquitectos de ese país colegiados en Madrid y que desarrollaban su oficio sin problemas. Con esa tranquilidad empecé a cursar la carrera en Lima y allí seguí cuando mi padre cesó a principios del 79, inmediatamente aprobada la Constitución (supongo que se le consideraría vinculado al franquismo, aunque ése fue el único cargo oficial en toda su vida). Dos años después, a los pocos días del tejeretazo, regresé a España con mi cartón peruano. La verdad es que, si hubiera dependido solo de mí, habría preferido quedarme en el Perú, donde estaba perfectamente integrado; pero por diversos motivos que ahora no vienen al caso no pudo ser.

Así que empecé el proceso de convalidación que ingenuamente considerábamos un mero trámite. Sin embargo, durante esos años las "fraternal acogida" a los inmigrantes hispanoamericanos en la Madre Patria ya no lo era tanto, por decirlo de manera suave. Durante mi ausencia habían llegado a España un gran número de latinoamericanos, en especial del Cono Sur, escapando de las crueles dictaduras militares. Imagino que fue por entonces cuando se acuñó el odioso sudaca y emergió nuevamente la profunda xenofobia hispana, de larga data y repugnantes episodios históricos. Por supuesto, se olvidó en un plisplas que los países de los que provenía esta gente habían sido amables refugios para tantos exiliados pocas décadas antes; la estupidez humana prescinde gustosa de la memoria. El caso es que entre esos argentinos, chilenos y demás sudamericanos había, por simple probabilidad lógica, unos cuantos arquitectos, parece que demasiados a juicio de sus colegas nacionales que naturalmente se sintieron "amenazados". Y así, el Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España empezó a presionar a las autoridades administrativas para que tomaran medidas que, en primera instancia, frenaran la incorporación de esos competidores foráneos y, cuando la cosa fue yendo a más, que les impidieran el ejercicio profesional. Cuando empecé mis trámites aún no estaban demasiado organizados, porque de hecho expedientes contemporáneos fueron convalidados con relativa agilidad. Pero a mí me tocó la china y el Ministerio de Educación (alguna mano negra me tendría ojeriza) se dedicó a ponerme objeciones y pedirme papeles innecesarios según el Convenio bilateral, pero que lograban que la resolución se eternizara. Me requirieron, por ejemplo, que llevara los programas de las asignaturas que había cursado a alguna Escuela de Arquitectura española para que un tribunal de catedráticos constituido al efecto valorara si mi formación era suficiente para merecer el alto título español. Me negué, claro, tanto por ser un flagrante abuso como por tener la certeza de cuál sería el resultado: concederme una convalidación parcial y obligarme a unos añitos complementarios de carrera. Viéndolo a toro pasado, es más que probable que hubiese conseguido el título antes.

En fin, que hasta el 85 no me convalidaron el título. Eso sí, imprimieron en la parte de atrás un texto que especificaba que, aunque válido para ejercer la profesión en España, eso no significaba que cumpliese los requisitos exigidos para trabajar como arquitecto en la Comunidad Europea donde estábamos a punto de ingresar (nunca he sabido en qué consistían tales requisitos). O sea, que ya era arquitecto "de verdad" aunque llevaba cinco años currando como tal, si bien dependiente de otros con título español. En mi caso,  jovenzuelo recién egresado a quien lo que le tocaba era trabajar por poco dinero y aprender, esa situación no significaba nada, pero piénsese que en la misma se encontraban tipos con años de experiencia y calidad probada de los cuales se aprovechaban abusivamente arquitectos españoles que a veces no les llegaban a la suela del zapato. Después de todo, por mucho que se quejaran corporativamente, más de un profesional supo sacar partido del aluvión de mano de obra capacitada y barata (diciéndose seguramente que les estaba haciendo un favor a esos pobres desgraciados).

Pero bueno, yo ya era arquitecto y poco a poco me había ido consiguiendo mi huequecito en el Madrid de los primeros ochenta: lo pasado, pasado estaba, me dije. Pues no, resulta que el Consejo decidió recurrir la orden ministerial de mi convalidación. El argumento esgrimido era que en Perú (como en toda América, incluyendo los USA) los arquitectos, al hacer un proyecto, no firman los cálculos estructurales ya que esa función está encomendada a los ingenieros civiles; a partir de ese hecho cierto sostenían erróneamente que ello se debía a que no habíamos recibido formación suficiente en esa materia (curiosamente, la enseñanza en esta materia del Perú era prácticamente coincidente, en horas lectivas y contenido, con la de la Escuela de Madrid). La tesis del Consejo era particularmente hipócrita: en primer lugar porque la gran mayoría de los arquitectos españoles, aunque sí firman las estructuras (y adquieren responsabilidad sobre las construcciones) no las calculan, sino que las encargan a profesionales especializados. Pero, sobre todo, porque por las mismas fechas, con motivo de la Ley de Edificación que pretendía ampliar las competencias de los aparejadores (las malas lenguas decían que impulsada por Alfonso Guerra, que era ingeniero técnico), sostenían que la función fundamental del arquitecto era la de humanista, sin que la competencia técnica fuera demasiado importante, mientras que en el recurso contra mi convalidación declaraban sin el menor rubor que lo que definía al profesional era su pericia como calculista de estructuras. Me puse, claro está, en manos de un abogado (uno de los más famosos de administrativo de este país) quien me tranquilizó asegurándome que el Convenio hispano-peruano no dejaba ningún margen a la interpretación y que, sin ninguna duda, la Audiencia Nacional fallaría a mi favor.

Así que seguí trabajando y disfrutando despreocupado de aquellos maravillosos años mientras la justicia, callada y parsimoniosamente, hacía su trabajo. Año y medio después me surgió la posibilidad de desplazarme a Tenerife y para aquí que me vine, con mi título sub júdice en la maleta. Luego, cuando la empresa que me había contratado quebró (envuelta en sucios manejos inmobiliarios de los cuales, ingenuo de mí, ni me había dado cuenta) dejándome en la calle y con solo unas 50.000 pesetas, junto con un amiguete también arquitecto venido de Madrid, nos decidimos a alquilar un pequeño estudio en Santa Cruz e intentar el ejercicio libre. Entonces, al colegiarme en el de Canarias, me informaron de que tenían orden del Consejo de que si firmaba un proyecto en solitario habían de advertir a mi cliente y al ayuntamiento correspondiente que en opinión de tan prestigiosa institución, aunque mi título fuera legal, yo no contaba con la capacitación suficiente para ejercer la profesión y que consecuentemente ellos se desentendían de lo que pudiera pasar. No quiero molestarme en buscar el texto literal de esa carta, pero más o menos era eso: humillante y gravemente perjudicial para mis intereses, además de estúpidamente falsa, porque legalmente de nada tenía que desentenderse el Colegio. Me planteé presentar una demanda pero al final no lo hice porque al fin y al cabo los proyectos los firmaba con Paco, mi socio, y mejor no montar más revuelo. Desde hace ya años considero que me equivoqué.

Más o menos hacia el 92 (escribo de memoria y la mía es mala), la eficiente Audiencia Nacional emitió su sentencia y para la sorpresa de mi ilustre abogado dio la razón al Consejo y anuló mi convalidación. De golpe pasé de ser arquitecto (bajo sospecha, pero arquitecto) a bachiller superior. Para entonces llevaba ya un par de años largos como funcionario interino en el Cabildo de Tenerife, obviamente con la categoría profesional de arquitecto. Tuvieron que cesarme, claro, pero como no lo debía estar haciendo demasiado mal me dieron un contrato laboral y en la práctica seguí en el mismo puesto y con las mismas tareas. Inmediatamente, como tocaba, presentamos un recurso al Supremo, aunque tras el mazazo ya no tan convencidos de que se ganaría. Otros dos añitos más de espera (nada, comparado con el plazo que se tomó la Audiencia) y por fin la sentencia, muchísimo más breve que la previa (que se perdía en divagaciones de errática lógica): ¡me daban la razón! Así que casi 13 años después de haber acabado la carrera en Perú, este país me aceptaba oficialmente en la sacrosanta corporación de los arquitectos. Eso sí, pocos de mis colegas pueden decir que son arquitectos no por una universidad cualquiera sino por el mismísimo Tribunal Supremo.

Bueno, he acabado contando casi mi biografía profesional y no era de eso de lo que iba el post. Añadiré no obstante, antes de entrar en la cuestión que lo motiva, que durante el largo periodo en que yo viví estas peleas con la institución corporativa de mi oficio, sus dirigentes lograron éxitos más eficaces. Si bien no he estado demasiado al tanto de sus ruines maniobras, me consta que lograron que el Convenio cultural con Perú (y no sé si con el resto de países hermanos) se convirtiera en la práctica en poco más que papel mojado, ya que hacia principios de los noventa cada arquitecto que osaba intentar la convalidación era sometido a un duro examen en alguna de las escuelas de arquitectura españolas. Por lo que me contó una amiga peruana que lo hizo, el porcentaje de aprobados era irrisorio, lo cual despierta justificadas sospechas sobre la ecuanimidad de los catedráticos. Esta amiga sacó la alta nota de 6, o sea que es del grupo minoritario. Pero aporto unos datos para que cada uno se forme su opinión. De entrada se matriculó en la escuela de Barcelona, donde yo tenía un buen amigo en el Tribunal a quien se la recomendé encarecidamente; éste me advirtió que el examen era muy duro porque tenían instrucciones en ese sentido. Mi amiga era una arquitecta fuera de serie: tras egresar de la misma facultad que yo, había hecho un postgrado en Cornell obteniendo el premio extraordinario (la primera vez que lo conseguía una extranjera); luego había entrado a trabajar en uno de los grandes estudios de Manhattan donde en poco tiempo, pese a su juventud, pasó a ser jefa de proyectos; bajo su dirección, la firma había diseñado y construido un par de rascacielos (me enseñó uno muy cerca de Times Square) y ganado varios concursos, superando a algún que otro astro mediático internacional. Pues bien, esta mujer, que daría cien vueltas a quienes la examinaban, obtuvo de ellos un miserable 6. La anécdota me parece de lo más ilustrativa.

Y entro ya en materia. Resulta que las tornas cambian y arrieritos somos. Los profesionales universitarios más golpeados por la crisis económica son en este país los arquitectos, no en vano la construcción se ha ido al garete. La situación es realmente catastrófica y no voy a extenderme en desgranar los innumerables y dramáticos ejemplos que conozco de primera mano. Pero en Sudamérica, y concretamente en Perú, están asistiendo a un crecimiento inmobiliario espectacular (que confío en que nos les lleve a los mismos resultados que aquí). En consecuencia, ley histórica inexorable, el flujo migratorio se ha invertido y en los últimos años muchos arquitectos se han decidido a cruzar el charco, algunos a la aventura y otros, los más afortunados, de la mano de constructoras españolas con ganas de repetir en esas tierras los colosales negocios que aquí tuvieron. Ante esta invasión de arquitectos hispanos, parece que los peruanos están reaccionando en el mismo sentido a cómo lo hicieron sus colegas años ha en la situación inversa. Aunque, para ser justos, todavía no han llegado, ni mucho menos, al nivel de egoísmo xenófobo que a mí y muchos otros nos tocó sufrir.

Un amigo me hizo llegar el otro día un comunicado del Consejo Regional de Lima del Colegio de Arquitectos del Perú en el que informan de que han presentado una propuesta de reglamentación con el "objetivo principal establecer el procedimiento que garantice y certifique la calidad del ejercicio profesional del agremiado y la reciprocidad internacional establecida en convenios bilaterales vigentes en igualdad de condiciones demostradas y validadas por nuestros representantes diplomáticos en el extranjero". Esta escueta noticia viene acompañada de una carta firmada por cinco ex-decanos de dicho Colegio que con una redacción y mesura admirables no deja de poner sobre la mesa unas cuantas verdades que deberían hacer sonrojar tanto años después a los que impulsaron la política anti-sudaca. Se hacen eco esos señores de las noticias que hablan de la posible colegiación en Perú de hasta dos mil arquitectos, la gran mayoría de nuestro país, señalando que "buscan trabajo desesperadamente y el mercado laboral peruano se les presenta muy atractivo". Y a continuación plantean que se le pregunte al Consejo español las siguientes cuestiones (seguro que saben de sobra las respuestas): a qué tratados de reciprocidad les reconocen vigencia, qué requisitos exigen aquí para colegiar a los arquitectos peruanos con plenos derechos y, por último, cuántos arquitectos peruanos están colegiados en España. A la vista de esa información sugieren que el Ministerio de Relaciones Exteriores revise los tratados de reciprocidad vigentes y que el de Trabajo regule las condiciones laborales para no favorecer a los inmigrantes o, al menos, no dejar en desventaja a los arquitectos locales. Además, entre tanto se cree el marco legal adecuado a la nueva situación, piden una regulación temporal, con medidas tales como la obligatoriedad de asociarse con profesionales peruanos.

Desde luego, igual que no me gustó la política de los españoles tampoco puede gustarme la que apuntan los peruanos, aunque he de reconocer que me siento inclinado a disculparlos. Y además se me antoja que tiene algo de justicia poética (o kármica si se prefiere).